
Empezó por el comedor. Había unos cristalitos pequeños, del tamaño de una almendra, quizá menos, una especie de palabra brillante y puntiaguda que sobresalía debajo de la alfombra, y que él, al inclinarse, consiguió leerla. Ponía ”agobiada”, pero estaba ya muy desvaída, muy estropeada aquella palabra. La palabra “agobiada”, cuando ella la había arrojado quince días atrás en el vendaval de la discusión matrimonial, no había ido sola, había llevado encima todo un insulto, pero tampoco un insulto completo sino una punta de desprecio; ella, con los labios, había forzado un raro mohín amargo mirándole, a la vez que se olvidaba de todas las cosas buenas que habían vivido juntos, afilaba en cambio las puntas de aquella palabra para que le hiriera bien a él, le diera en toda la cara, le hiciera daño al cruzar la habitación y la palabra “agobiada” casi le aplastara. Él, que ahora seguía limpiando el comedor de trocitos de palabras que estaban perdidas y desperdigadas entre los muebles, palabras que habían sido arrojadas en momentos crispados y que ahora no eran aún palabras arrepentidas, porque a las palabras arrepentidas y perdonadas se las conoce bien, les suele crecer, gracias a besos, caricias y disculpas, una suerte de musgo amarillo muy bello que aparece en los cantos y de esta manera le salen como brotes de flores en el aire, pero éstas no, éstas aún no estaban arrepentidas y eso se les notaba enseguida al tocarlas, seguían hiriendo con la agudeza de sus cristales. Pero él continuaba limpiando y limpiando de palabras aquel comedor antiguo y tan vivido por los dos puesto que los dos habían decidido alquilar pronto aquel piso y no querían que quedara huella alguna de cuanto allí había sucedido, tanto los enfados como los reencuentros, pero sobre todo limpiar bien la revelación de las palabras que habían quedado enganchadas en los marcos de los cuadros, en la mantelería y hasta en los cubiertos. Especialmente en los dobleces de las cortinas habían quedado atrapadas como moscas palabras que decían ”hastío”, ”aburrimiento”, ”rutina”, y cada una conservaba el matiz con el que se había pronunciado, a veces el rencor, a veces la decepción.

Y así estuvieron, limpiando palabras todo el día hasta que resplandeció el piso tan radiante.
José Julio Perlado
