
Siempre que se le preguntaba a Hisae Izumi por la transformación de Japón que ella había vivido y por la apertura decisiva del archipiélago a Occidente contestaba con unas palabras casi misteriosas y sorprendentes: todo empezó — decía— con el fuego de los braseros portátiles y con las lámparas de aceite. Y efectivamente así había sido. Hisae había observado, tras la audiencia que le había concedido el emperador Meiji a principios del siglo XX y una vez convertida en una simple inquilina en una sencilla casa de Kyoto, acogida por una familia amiga, la familia Yokoyama, cómo el fuego de los carbones de leña encendidos en braseros portátiles era todo un acontecimiento para Japón. Durante siglos lo que se llamaba hogar —- y ella lo había vivido bien — había sido algo absolutamente central dentro de cada casa, como si en torno al fuego todo estuviera recogido en sí mismo y a la vez acogiera a toda la familia. En ese punto preciso se había hablado y se había vivido siempre. Pero aquello había ido evolucionando. Poco a poco Hisae había advertido cómo los carbones de leña, aquellas fibras negras, a veces retorcidas, envueltas en cenizas blancas de calor, se habían ido dispersando una a una por todos los rincones de la pequeña vivienda refugiándose en las llamadas habitaciones. “Era como una procesión de intimidades”, escribió Hisae en sus “Memorias”. Porque ella quiso dejar constancia de todo lo que estaba viendo y viviendo en aquella casa de los Yokoyama, —-que era como una casa cualquiera de Japón y también podía pasar por una casa representativa —,las veces en que se reunía con Masato Yokoyama, el jefe de la familia, con su mujer Chiaki o con sus hijos, Keitaro y Keiko. Como en los tiempos en los que había dado clases al aire libre a niños y a mayores por diversos lugares del archipiélago, ahora volvía a tener un auditorio, sin duda mucho más reducido, pero siempre atento a aquellas intervenciones de Hisae al final del día, cuando todos los trabajos habían concluido. Les descubría por ejemplo, los misterios del carbón. “ Como la tierra quemada — les decía—, así el carbón va muy unido al fuego. Nosotros podemos ver su aspecto negativo, su negrura, su poder oculto, pero escondido en el carbón está el rojo, la llama, la energía, y también la luz. Hasta ahora en Japón nos hemos congregado en un punto único dentro de cada casa, en el fuego, en torno al cual hemos hablado, compartido y vivido, pero ahora, sí os fijáis, cuando uno se lleva a su rincón su personal brasero portátil de porcelana la luz va con él, y con la luz va también el refugio de sus pensamientos, esos pensamientos se iluminan en el aislamiento de la soledad y cada uno va descubriendo su particular hogar, el que se ha creado para sí mismo, la casa se llena de diminutos hogares y en ellos se repasan recuerdos y se lanzan proyectos.” Le escuchaban con gran curiosidad y respeto los Yokoyama como si les descubriera todo un mundo.

Les hablaba también de la sombra. “Todos sabemos —les decía— que Japón ama especialmente la sombra como Occidente ama especialmente la luz. Cuando vayáis un día a Europa, si tenéis la oportunidad de conocer Paris, veréis que en Paris la luz del día se extiende sobre las grandes avenidas y las ilumina de modo resplandeciente y por las noches, en cambio, la luz eléctrica hace brillar los iluminados Campos Elíseos. Pero siempre es la luz. Japón, en cambio, en general,, prefiere el encanto de la sombra. Cuando nosotros nos retiramos por la noche a nuestros cuartos llevamos los braseros portátiles pero también acudimos con nuestras lámparas de aceite y entonces esas lámparas sorprenden de improviso a las sombras ocultas en los rincones. No hay ninguna guerra, sin embargo, entre luz y sombra, aunque a veces notamos que vence más la sombra ya que es lo que más amamos los japoneses, allí donde nos refugiamos desde hace siglos.” Les hablaba de muchas más cosas en las largas tertulias nocturnas. Había observado Hisae, por ejemplo, que cada mañana Masato Yokoyama, el jefe de familia, a la hora de irse a la oficina, antes de atravesar la puerta, se desprendía de su kimono, el cual dejaba cuidadosamente doblado hasta la tarde, y se vestía entero a la manera occidental. Y eso, aunque él no se diera cuenta, estaba ocurriendo en todo Japón. No sólo en las ciudades sino también en los pueblos. Era una atracción llena de curiosidad por Occidente y a la vez un temor por separarse de Oriente, la incógnita de qué pasaría si se alejaban demasiado de sus tradiciones y se asomaban al exterior.. Pero no se alejaban, hacían convivir las dos actitudes y Japón poco a poco se abría al mundo.”
José Julio Perlado
(del libro “Una dama japonesa”)
(texto inédito)
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(Imágenes—1- Ikeda Terukata/2- Itou Shinsui/ 3-Sciobo- japanese)
Saludos, es interesante leer, esta entrada. Lo interesante, como se despojan de su ser orientar y al vestir del occidental. Lo curioso, es saber de donde eres y adonde vas. Ahí esta ese detalle para no perder de perspectiva, en cuanto se despojan, sino la fascinación de ese otro mundo, pero aún así, mantienen sus costumbres, a pesar de usar ropas de occidente. Me gusta la visión de la sombra versus la luz, pero esa sombra la acompaña a donde sea. La luz, es la visión de un mundo diferente y no a medio pocillo. No conocía, ese punto de vista. Me gusto conocer algo más de ese pensamiento.
Juan
Los japoneses han dedicado un libro al “Elogio de la sombra”
Sombra y luz se complementan
Gracias por tus palabras.
Saludos, Julio, a la orden. Esperó pongas un extracto para leer de este libro, que me indicas y de paso, gracias a ti por presentar tan enriquecedora información.
Juan
El libro se llama “El elogio de la sombra”, de Tanizaki, publicado por Siruela. Es un libro breve pero muy importante sobre la estética japonesa y el enigma de la sombra.. Lo bello – se dice allí – no es una sustancia en sí sino un juego de claroscuros.
Saludos, Julio y gracias!!