«Petrarca, fue, como es sabido – cuenta Kenneth Clark en «El arte del paisaje» (Museo Seix Barral) -, el primer hombre que escaló una montaña por el mero placer de hacerlo y para disfrutar del panorama. Pero después de haberse regalado unos minutos la vista con el lejano panorama de los Alpes, del Mediterráneo y del Ródano que fluía a sus pies, se le ocurrió abrir al azar su ejemplar de las Confesiones de San Agustín y tropezó con el pasaje siguiente: «Y los hombres se asombran ante las cimas de las montañas, y las poderosas olas del mar, y el ancho lecho de los ríos, y el circuito del océano, y la revolución de las estrellas, pero a sí mismos no prestan atención«. «Quedé confundido – le confiesa Petrarca
a un amigo -, y pidiéndole a mi hermano ( que quería oír más) que no me molestara, cerré el libro, furioso conmigo mismo de estar todavía admirando cosas terrestres, cuando hubiera podido aprender, desde hacía mucho tiempo, hasta de los filósofos paganos, que no hay nada admirable salvo el alma, que, cuando es grande, no encuentra nada grande fuera de sí misma. Entonces, en verdad, me convencí de que ya había pasado bastante rato mirando la montaña; volví hacia mí mismo mi mirada interior, y a partir de aquel momento no salió una sola sílaba de mi boca hasta que llegamos de nuevo al pie de la montaña.»
Son los paisajes interiores y los paisajes exteriores. Hay quienes se asoman más hacia unos que hacia otros y hay quienes no se asomarán nunca a ninguno. Pero el paisaje exterior e interior sigue ahí, acompañando siempre al hombre. «Todas estas maravillas del cielo y de la tierra – escribí en «El ojo y la palabra» -, la vida inverosímil pero real de los insectos, la multiplicidad, la variedad de las funciones, la armonía de las plantas y de las olas, los rojos oscuros ‑ vivos – anaranjados – amarillos – blancos y azulados encadenándose en el atardecer nocturno, el púrpura de los brezos, de la rosa de los Alpes, del trébol rojo, del ciclamen, la danza circular de las abejas llevando aromas, de nuevo el mar, los embates del mar, la esmeralda azul clara del oleaje en torno al arrecife, otra vez los árboles,
los olmos centenarios de madera dura y elástica, las pequeñas y blancas flores primaverales del olivo, los olores a resina y a bosque, la sombra de los abetos y de los pinos, los veteados, ondulados leños del nogal o del roble, de nuevo el cielo y los enjambres de luz saliendo de las manchas de nubes, todo eso que nos rodea ‑como un jardín del Edén permanente‑ con el lomo acerado de las ballenas y de los delfines, con la agilidad marrón rojiza de la ardilla, el gamo nervioso, el gato crepuscular, todo eso y mil cosas más es la Naturaleza ‑que no son los objetos hechos por el hombre, no son los instrumentos y utensilios fabricados por manos humanas‑ sino son los colores y los aromas infinitos mezclados y entreverados suntuosamente, admirablemente variados y alternativos, salpicando las manchas de un ala de mariposa o del pez sangrador.»
Estos serán los paisajes exteriores que el interior del alma se detiene a contemplar.
(Imágenes:- 1.- Albert Bierstadt.– fotosimagen.org/2- Galen Rowell/3.-Fyodor Vasilyev.-1873/ 4.- Frederic Edwin Church.-1865-Sunset Jamaica)





Qué bella entrada y tan bien ilustrada, como siempre. Los paisajes interiores que a veces pasan desapercibidos por los paisajes exteriores. Tantos poetas han hablado de eso, uno es mi querido Rilke.
Los pintores, los poetas, los escritores, todos los artistas en general intentan con sus obras llevarnos a contemplar nuestros paisajes interiores y así poder también detallar en los exteriores lo que antes pasabamos por alto. Pienso que esa es la función del arte.
Quisiera tomarme el atrevimiento de dejar aquí la entrada de otro de mis blogs, una de sus cartas en donde habla precisamente de este tema.
Muchísimas gracias, J Julio.
http://elizabeth-cartasydiariosenelsilencio.blogspot.com/2013/11/rainer-maria-rilke-cartas-un-joven.html
Elizabeth,
Los dos paisajes – interiores y exteriores – nos acompañan siempre. Hacia el interior hay que asomarse a las profundidades de la sensibilidad y de la conciencia para meditar o contemplar. Hacia lo exterior hay que proyectarse a través de la curiosidad y del asombro. En ambos casos hay que contemplar.
Muchas gracias por el envio de tus referencias a Rilke en uno de tus blogs.
Saludos