« Leía mucho Miguel, sí, – revelaba Vicente Hernández, el hermano del poeta -, pero ocultándose de mi padre. Leía sobre todo, por la noche, cuando todo el mundo estaba acostado, en el cuarto aparte, en el patio, que nosotros ocupábamos. A veces mi padre lo sorprendía y se levantaba para apagar la luz. (…) A menudo, también, Miguel se llevaba libros a la huerta y leía mientras cuidaba las cabras. Lo que me asombraba a mí, que era de salud más bien delicada, era que él se sentara no importaba dónde, casi siempre con la cabeza descubierta, a pleno sol, y que no pareciera sufrir el calor…. Leía a los poetas: Machado, Verlaine, San Juan de la Cruz. También las novelas de Gabriel Miró. Y además «La Eneida«, en una traducción de Fray Luis de León, de la cual le divertía recitar de memoria ciertos pasajes (…) Se aislaba para escribir. Me acuerdo muy bien cómo trabajaba cuando tenía diecinueve o veinte años. El sábado, antes de ir a acostarse, mi madre le preparaba una comida fría que metía en un gran pañuelo anudado. Al día siguiente, al alba, llevando en la mano su atadito y máquina de escribir, Miguel trepaba por las rocas detrás de nuestra casa, hasta la Cruz de la Muela y se pasaba el día solo, allá arriba, componiendo sus poemas. Tenía una vieja máquina de escribir que había comprado de ocasión a uno de sus amigos, Eladio Belda…»
Escuchaba todo esto el hispanista e investigador francés Claude Couffon en 1962, en lo profundo de las calles de Orihuela, cuando intentaba dar voz viva a los recuerdos. Hablaba con Vicente, el hermano de Miguel Hernández, y la memoria poco a poco afloraba. Couffon reunió luego estas conversaciones en su libro «Orihuela y Miguel Hernández» (Losada) y en aquellos paseos abarcó confidencias no sólo de familiares sino de amigos del poeta.
Un año antes, en 1961, en la Revista «Oleza«, un amigo de Miguel Hernández, Álvaro Botella, trazaba este retrato del escritor:
«Diré que era alto, de huesos muy fuertes y, en consecuencia, ancho de hombros; con brazos inmensamente largos y siempre pegados a las caderas, casi inmóviles cuando caminaba; avanzaba con el cuerpo muy derecho; sus manos eran grandes, rústicas -ése es el término -, con movimientos indecisos. Su cabeza se erguía animosamente sobre sus hombros; miraba derecho a los ojos y del conjunto de su rostro se destacaba una mirada infantil, un poco tímida, procedente de dos ojos redondos y muy movedizos; cuando un hecho impresionaba su corazón o su inteligencia, en sus mejillas se encendía cierto rubor. Era descuidado en el vestir, libre en su conversación, valeroso y decidido en sus juicios y apasionado hasta la temeridad…»
De aquel rostro y de aquella figura saldrían, entre muchos otros, estos versos:
«Fuera menos penado si no fuera
nardo tu tez para mi vista, nardo,
cardo tu piel para mi tacto, cardo,
tuera tu voz para mi oído, tuera.
Tuera es tu voz para mi oído, tuera,
y ardo en tu voz y en tu alrededor ardo,
y tardo a arder lo que a ofrecerte tardo
miera, mi voz para la tuya, miera.
Zarza es tu mano si la tiento, zarza,
ola tu cuerpo si lo alcanzo, ola,
cerca una vez, pero un millar no cerca.
Garza es mi pena, esbelta y triste garza,
sola como un suspiro y un ay, sola,
terca en su error y en su desgracia terca».
«El rayo que no cesa»
(1910-2010: el año en que se conmemora al poeta)
(Imágenes:- 1.-Miguel Hernández celebrando el Primero de Mayo en la Casa de Campo de Madrid.-foto Manuel L. Moreno.-Orihueladigital/2.-Miguel Hernández.-Bibliotecas municipales.-Cartagena)