«Ahora sí, ahora desciendo ya de esta colina y lo hago en la noche. Madrid como polvo de luces. Ahora sí, ahora voy tanteando, del brazo de Juan Ramón –la barba negra, la barba blanca, las sensibilidades enfermizas, las depresiones que al final de su vida rozaron la locura, o como diría Zenobia antes de morir de silencioso cáncer, rozaron el corazón.
Vamos los dos –Juan Ramón y yo– serpenteando el tiempo: la oscuridad nos impide ver si el suelo es de 1913 o de 2010. Marchamos del brazo, ambos invisibles, ambos sin conocernos. La colina de los recuerdos entre asfalto y arbustos. El me habla desde su prosa de hace muchos años, con voz pausada y lenta, recreándose en su propia voz.
¿Ve usted? –me dice– como aquí me acuesto tan temprano, a las seis ya estoy en pie. Cojo en el negro de mis ojos la rica luz intacta, verde, sombrío y cárdeno, y en mi pecho la pureza fría y sensual de la mañana de invierno que se acaba, y, aún con la luna útil –una luna menguante, como mal partida con las manos, ruborizada un poco de aurora–, contesto sonriendo una bella carta de ayer.
¿Ve usted? –vuelve a decirme muy lentamente apoyándose en el humo de mi brazo vacío, descansando su fatiga de ojos hundidos en mi propia fatiga– algunos niños, azules ya las tersas mejillas, con bufandas, boinas, polainas y guantes, la cartera a la espalda, van trotando –eses y ángulos por bancos y árboles– al colegio. Un vendedor de molinillos de papel anda manchando la tranquila vaguedad de plata de la tarde primera con su violento abanico rojo, amarillo, verde y morado.
Bajamos. Parecemos dos sombras huecas, sin espacio. A veces, Juan Ramón desde 1915 me ayuda a soslayar una piedra; a veces yo mismo tiemblo de que Juan Ramón caiga en las profundidades de este 2010. Ha paseado, lenta y virgen, la mirada del poeta por miles de ciudades fundidas en Madrid, por Rosales, por la bruma y el oro del Retiro, por entre las violetas y los mirlos, apoyando el oído en el agua, escuchando la densidad del viento…
¿Ve usted? –me dice al fin, casi al pie de la Castellana, atrás la altura del Hipódromo–, este cerro del viento, está, hoy, Colina de los Chopos –que paran el viento con su nutrido oasis y nos lo entretienen humanamente ya–, ¡cómo acerca el cenit!. Están fijamente confundidas, noche de primer abril, en su meseta, las luces de arriba y las de abajo; las descolgadas, grandes estrellas blancas y encandiladoras y las farolas verdes del agudo gas, las redomas malvas eléctricas y la enorme luna amarilla; como si salieran unidos al campo raso vecino, en plebeya y aristocrática confusión, arrabales del cielo y de la tierra.
…Soledad, silencio por todas las aristas, planos y rincones del promontorio. ¡Y qué grato todo –en su variación, en su avance, en su incorporación– en esta subida mía nocturna, después de tantos días! ¡Cuánto presentido verdor nuevo en la misma sombra azul, realización profusa, saludable, sensual, de aquellos dibujados, pintados, cantados, anhelantes sueños por lo yermo con nieve sola, con sol solo, con solísimo huracán corrido!. Cómo, ahora, sobre el entrevisto canalillo, el canto del pájaro frecuente y el croído de la rana amistosa se corresponden, en guirnaldas dulces y frescas, por el laberinto de troncos, hojas y flores! ¡Qué parecido, de pronto, después de su enfrentamiento, el viento de hoy entre los rectos chopos de redonda pierna plata, al viento de entonces por la descampada ilusión!.
Sí –respondo–.
Me da su mano de 1915, le doy mi mano en el siglo XXI. No nos tocamos. Ni nos vemos siquiera. Somos dos sombras invisibles, dos columnas de humo que rozan, al pasar, velozmente la locura del tráfico».
José Julio Perlado: «El artículo literario y periodístico.-Paisajes y personajes«.- páginas 148-149
(Breve evocación a los cien años de la Residencia de Estudiantes: 1910-2010)
(Imagen: Juan Ramón Jiménez.-foto EFE)