
Hoy ha salido a caminar muy temprano la vestidura blanca del norteamericano Henry David Thoreau que quería andar, como siempre, sobre los colores, sobre la epidermis del trébol violeta, sobre el arce rojo o sobre el roble colorado. Aquí en la eternidad hay muchos andarines como él, por ejemplo el incansable suizo Robert Walser que suele marchar despacio pero con paso acorde, firme, a veces costoso, perfeccionando sus paseos y caminando junto a sus soliloquios interiores, es decir, junto a sus pensamientos. No se fija tanto en los colores, que yo creo que no le importan demasiado, y sí en cambio en sus silencios. Impresiona verle subiendo silencio arriba poco a poco, contemplándolo todo desde la cumbre, sea alta o baja, y luego descendiendo otra vez, procurando no caerse, por la bajada del silencio. También camina mucho en la eternidad el poeta japonés Matsuo Bashõ, que recorrió a pie muchas veces su país y que decía que el sol y la luna eran igualmente eternos caminantes lo mismo que las estaciones, que iban y venían todo el año. Thoreau es muy distinto. Los colores se le alargan, yo diría que le forman carretera para él solo, él está acostumbrado a que le abran caminos los tallos, las ramas, las hojas con nervaduras de color morado amarillento. Y sobre todo el rojo. Cuando habla para sí mismo suele decir que el rojo le va abriendo paso porque es el color de los colores. Se detiene, sí, ante las hierbas carmín y ante el verde claro de las hojas, pero es sobre todo el rojo el que le detiene y al mismo tiempo el que le incita de nuevo a andar.

José Julio Perlado
(del libro “Relámpagos”( relato inédito)
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