
El primer libro que vi en mi vida que avanzaba entre la multitud iba colgado de la mano izquierda de un hombre de mediana edad, no tenía pinta de ser un intelectual, ni un profesor, ni tampoco un obrero, quizás podía ser un comerciante, o un empleado de banca, o un funcionario, no sé. Iba vestido con un simple traje gris, con camisa blanca, sin corbata, andaba con cierto paso no excesivamente apresurado, sin demasiada decisión, como si caminara a un lugar inconcreto, como si no tuviera prisa, Yo me lo quedé mirando nada más verlo al tener que detenerse él en un semáforo y yo tener que detenerme también junto a él, a su lado, y sobre todo al ver que llevaba un libro en el extremo de su mano izquierda, una mano izquierda y un brazo izquierdo que permanecían alargados y como desmadejados a lo largo de la línea de su pantalón, algo que enseguida me intrigó, porque no es frecuente ver por la calle a una persona — sea hombre o mujer— con un libro solitario en la mano: van a una librería, lo compran, lo guardan en una bolsita que les entregan en el comercio, lo mezclan quizá con otras compras, y si un día lo sacan a la calle porque sea un libro de su propiedad , a veces, sí, a veces lo transportan a su lado como si fuera un acompañante, o en ocasiones lo llevan como instrumento de trabajo, pero siempre de otra forma distinta en la mano, no como un cuerpo extraño sino como la prolongación de una amistad.
El semáforo cambió enseguida de color, el hombre del traje gris cruzó la calle, y yo lo hice tras él, conscientemente, a cierta distancia para que no lo advirtiera, porque me seguía intrigando sobre todo aquel libro de tamaño rectangular, que por sus dimensiones externas no parecía tener demasiadas páginas, un libro forrado con un papel blanco corriente, que naturalmente me impedía ver el título y el autor, de qué podía tratarse, qué preferencia o gustos literarios podía tener aquel hombre del traje gris, qué es lo que leía o se disponía a leer, hacia dónde se dirigía. Entonces me acordé del excelente relato de Edgar Allan Poe “El hombre de la multitud”, pero ahora no era un hombre de la multitud sino el seguimiento de un libro de la multitud que avanzaba entre la gente, doblaba las calles, se detenía de cuando en cuando en un cruce, volvía a echar a andar, y yo había abandonado ya con todo ello la visión de los edificios, de las muchedumbres y de cuanto había alrededor para concentrarme solo en aquel brazo y en aquella mano izquierda de la que colgaba el libro que iba siempre unos pasos delante de mí, pero sobre todo siguiendo a aquel volumen rectangular, forrado en papel blanco y que para mí era un objeto lleno de misterio.
Tardamos largo tiempo aquel libro y yo en llegar a nuestro destino. De repente aquella mano y aquel brazo izquierdo encontraron un pequeño café en una pequeña plaza solitaria y casi olvidada y vi cómo aquella mano izquierda empujaba una puerta. Esperé unos minutos antes de decidirme a entrar tras él y al fin lo hice, y me encontré de repente en el interior de un pequeño café oscuro y desierto, con sólo un camarero en un rincón y unos divanes antiguos y rojos bajo unos cuantos espejos. El hombre del traje gris ya se había acomodado en uno de aquellos divanes, uno que aparecía al fondo del local, al parecer había pedido ya un café al solitario camarero, y yo quise colocarme varias mesas lejos de él pero en línea recta para poder observarle bien, serían unas tres o cuatro mesas, y lo hice con una enorme discreción y cuidado, sin hacer el menor ruido para no ser descubierto y en la medida de lo posible, poder pasar desapercibido.
De pronto el hombre del traje gris sentado en aquel diván se decidió por fin a abrir el libro que llevaba. Extendió su mano, abrió el volumen por una de sus páginas y se puso a leer. Lo que yo vi entonces y creo que ya no olvidaré jamás fue el espectáculo inmediato de la luz de la página como si fuera un foco iluminando la cara de aquel hombre. El hombre del traje gris, su rostro entero, sus ojos, sus cejas, sus pómulos y su nariz, es decir, toda su cara, desde sus sienes hasta el mentón, su semblante íntegro, se transformó de repente en una blanca pantalla que empezó a reflejar las imágenes que el libro le iba enviando. El libro le empezó a enviar imágenes de mil batallas, de mil paisajes y figuras, personajes, sombras y contraluces, atardeceres, el mar, las montañas, pero sobre todo un fluir de historias entremezcladas, porque yo incluso las podía ver en la distancia aunque no las podía oír desde mi sitio, las podía ver con sólo contemplar la pantalla deslumbrada de la cara de aquel hombre transformado y ensimismado en la lectura, absorto, emocionado, intrigado. Podía ver en la pantalla blanca de sus cejas y de su frente el movimiento de los caballos, el vaivén de los barcos, la ráfaga de los aviones que pasaban, todo ello sin ruido, como en un cine mudo, igual que si estuviera asistiendo a una gran película reflejada en un rostro. ¿Pero qué estaba leyendo aquel hombre? No me atreví a moverme. Me fascinaba aquel espectáculo de los labios femeninos y masculinos cuando, por ejemplo, se besaban en silencio sobre los ojos admirados y emocionados de aquel lector del traje gris que no podía dejar de leer aquella historia que le iluminaba.
Entonces, sin atreverme a interrumpirle, pagué mi consumición y salí muy despacio del café, sin hacer ningún ruido. Nunca supe quién era el autor de aquella obra y tampoco su título. Tampoco volví a encontrar al hombre del traje gris por las calles pero siempre me acuerdo de él cuando alguien lleva junto a sí un volumen solitario y avanza entre la muchedumbre con un libro en la mano.
José Julio Perlado
(del libro “Relámpagos” ) (relato inédito)
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

(Imágenes— 1- Carl Spitzweg- 1850- wikipedia/ 2-Sebastien Stokopff)
Para Carm
¡Qué precioso relato!
Teresa,
Muchas gracias por tus palabras. Me alegro de que te haya gustado