
Sin duda fue por cuanto había visto durante muchos meses en televisión sobre las entrañas —llamémoslas así — de la pandemia que llevaba casi dos años asolando España y el resto del mundo, por lo que no me extrañó descubrir aquellos nuevos talleres del museo de la Mirada muy parecidos y casi vecinos a los talleres que existían anteriormente en el Prado, con sus departamentos acristalados y protegidos como ocurre en los hospitales, aislados, invadidos por sombras de batas blancas que iban y venían apresuradas y cuidadosas entre los cuerpos enfermos del arte para, en la medida en que ellos podían, y a veces podían mucho, conservarlos vivos y restaurarlos, tal y como yo los había visto el primer día cuando entré a ver la ampliación del Prado. El arquitecto argentino César Pelli no sólo había permitido dejarse influir por el edificio Sabatini para trazar su insólito claustro de velas iluminadas y rostros de flores asomando por las ventanas desde el cercano Botánico , sino que también se había aprovechado de algún modo de las ideas y dimensiones que el arquitecto español Rafael Moneo en 2007 había aplicado en su momento para establecer espacios e instalaciones que unificaran talleres de conservación de pintura y escultura, gabinetes de análisis de dibujos y recintos especialmente blindados para guardar y proteger determinadas obras.

Pero lo que no podía imaginar aquella mañana al salir de la sala donde acabábamos de contemplar la fotografía de Liszt realizada por Nadar, era enfrentarme directamente con un mundo inesperado, un mundo que comenzaba nada más salir al claustro: el mundo —- o mejor dicho, el “hospital” del mundo — de las miniaturas. Nunca había visto un “hospital” así. Nos conducía hacia él con cierto nerviosismo e impaciencia, y no sin cierta emoción, una de las conservadoras del Museo, Mayrata Savater, que marchaba delante de nosotros — de Bruno Schill y de mí — y nos decía entusiasmada y caminando a buen paso : “Y ahora voy a enseñaros mi “oficina”. Donde trabajo. Os va a impresionar”. Se trataba, como pudimos ver enseguida, de una serie de compartimentos no muy grandes, pintados todos ellos de blanco a la manera de los “boxer”de los hospitales — serían seis o siete compartimentos — que se comunicaban entre sí por pequeñas puertas correderas, también blancas, y allí aparecían, reposando sobre pequeñas mesas acristaladas y tal como si fueran singulares y diminutos quirófanos, numerosas cabezas pequeñas antiguas de mujeres y de hombres, muchas de ellas célebres al parecer, otras irrelevantes y desconocidas, reducidas al tamaño de una miniatura. Mayrata Savater, cubierta como todos nosotros con la habitual mascarilla a la que nos obligaba la pandemia, se cambió de bata, se vistió con una nueva bata blanca, se colocó unas gafas especiales, se cubrió las manos con unos largos guantes azules que le llegaban hasta el codo, y acercándose a uno de aquellos “quirófanos” nos explicó que aquella minúscula cabeza que ahora veíamos descansando sobre un cristal pertenecía a la efigie del emperador de Austria, Francisco l, realizada la miniatura por Heinrich Friedrich Füger en 1790, el más destacado miniaturista austríaco del siglo XVlll, tal como rezaba un pequeño cartel situado en un extremo de la mesa. “Pero eso es lo menos importante”, dijo Mayrata, “lo más importante es su restauración.” Y empezó a contarnos aspectos relacionados con su trabajo, esencialmente aprendidos de una gran restauradora del Prado, Elena Arias Riera, que había sido durante largo tiempo su maestra, y también evocando lecciones recibidas de su equipo del taller de Artes Decorativas, del Laboratorio de Análisis para el estudio de materiales de degradación, del Gabinete para los trabajos radiográficos y de los análisis químicos
Esta miniatura, nos fue explicando Mayrata al acercarnos para ver mejor aquella pequeña cabeza del emperador de Austria tumbada en el cristal, está realizada sobre marfil. Aquí todas estas obras, añadió, se encuentran, como veis, enmarcadas, aunque muchos marcos no sean originales. Es muy habitual, añadió Mayrata, que al trabajar sobre ellas nosotros encontremos papeles, cartones o telas que rellenan espacios huecos y fijan la miniatura al marco.

Las tablillas de marfil de estas miniaturas, prosiguió explicando, se preparaban cortando el colmillo longitudinalmente, por lo que el ancho máximo lo determinaba el diámetro del mismo. Estas tablillas de marfil , dijo, aparecen extremadamente delgadas. La utilización de estas tablillas tan finas no se debe tanto a la carestía del material, sino al tono traslúcido y blanquecino del marfil. El tono marfil se utilizaba como base, y a veces se colocaba una lámina de pan de plata, de cobre plateado o de un metal dorado por detrás de la miniatura porque su reflejo iluminaba la carnación desde el interior y aumentaba la profundidad de las sombras. Eran aquellos términos que escuchaba todos muy técnicos, indudablemente demasiado especializados al menos para mí, que a veces me confundían. Pero yo iba mirando mientras tanto aquellos ojos y labios de las miniaturas y veía las efigies reducidas, muy bellas, muy bien conservadas como recuerdos colocados sobre muebles de habitaciones antiguas, o en ocasiones colgadas de paredes seculares, presidiendo la evocación y la memoria. Otras, imaginaba que las más pequeñas, seguramente habían realzado cuellos femeninos destacando entre las aberturas de los ropajes. Todo había tenido su esplendor a partir del siglo XVlll y yo paseaba mi mirada por todas ellas mientras Mayrata Savater, nos seguía explicando diversos aspectos de la restauración, por ejemplo que la lámina de marfil se pega sobre un cartón grueso y rígido que aporta estabilidad para su manejo, además de facilitar su colocación en el marco. En estos casos, añadió Mayrata, la estabilidad de la miniatura es buena cuando toda la lámina está uniformemente pegada al cartón; desgraciadamente, añadió, en algunos casos, y sobre todo en intervenciones posteriores, se optó por pegar únicamente un lateral, lo que ha producido una deformación del marfil en torno al adhesivo. Nos habló también de los procedimientos que se empleaban para representar el pelo, que solían utilizar pinceladas largas y finas que caían sobre el puntillismo de la cara, y respecto a los trajes se recurrió a técnicas muy variadas: para los tejidos finos y claros, los artistas jugaron con las transparencias, mientras que para el resto de colores emplearon una capa de policromía más gruesa y opaca, comenzando con fondos oscuros que matizaban después con pinceladas cada vez más claras. En los bordados, agregó, las mantillas y sobre todo en joyas como broches y collares, conseguían un efecto de volumen en tonos blancos y claros mediante toques de pincel muy cargados de pintura que dejaban pinceladas en relieve.
También hay casos, dijo, en los que emplearon polvo de oro para completar el efecto. Todo eso lo he aprendido de mi maestra, Elena Arias,, que durante años se ha dedicado a restaurar las miniaturas, y tal como lo aprendí, lo he aplicado yo y ahora os lo cuento.
Y así estuvimos Bruno Schill y yo — cada uno asomado a los rostros y a los cuerpos diminutos que descansaban en distintos “quirófanos” — escuchando a la restauradora y aprendiendo de aquel mundo nuevo.
José Julio Perlado
( del libro “La mirada”) ( relato inédito)
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(Imágenes — 1- foto James Rajotte-talleres del museo del Prado- el país semanal/2-exposición de miniaturas/ 3- Francisco l emperador de Austria- Heinrich Friederer Fûger- 1790/ 4- detalles de miniaturas)
aquella mañana, al salir de ver Nadar y a Liszt en la sala correspondiente nos adentramos en uno de aquellos recintos

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