
Ahora son las seis de la mañana. El fragor de la gran capital hace ya tiempo despertó y mucho antes de las cinco de la madrugada abrió sus ojos y sus faros y sus ruidos en los pueblos de cercanías, alumbrando sus ciudades-dormitorio mientras empiezan a moverse y a llegar trenes y automóviles y autobuses repletos, vehículos que avanzan solitarios o en caravana trayendo hasta el centro de Madrid cerebros semidormidos, miembros entumecidos, caras largas y mudas, mujeres y hombres con problemas que se agrandan o se empequeñecen según el temperamento, según las marcas que dejó la infancia, la educación, los tratos o la presión del entorno. Madrid hace tiempo que ensanchó su pulmón y al fondo de sus arterias del norte aparece Fuencarral y el barrio del Pilar, al nordeste Hortaleza, Canillas y Barajas, al este Canillejas, San Blas y Vicálvaro, al sureste Vallecas, en el término sur San Cristóbal y Villaverde, mientras suben a la inversa de las agujas del reloj Carabanchel y Cuatro Vientos, y después se extiende por el oeste Campamento y la Casa de Campo, para al fin, al noroeste, por Aravaca, antes de que se escape hacia arriba el pequeñito río Manzanares, la carretera de La Coruña quiere huir y no puede, apresado su asfalto bajo las ruedas de los automóviles. Qué será de Madrid en el futuro, en el siglo XXll, qué fue de Madrid en el XlX, en el XVlll, en el XVll, nada piensan de ello las multitudes que van y vienen por el Madrid subterráneo, cintas veloces del Metro que cruzan en negro y rojo andenes y túneles, avanzan los vagones desde Fuencarral hasta la Plaza de Castilla, se abren en vertiente los cauces por Cuatro Caminos y la Avenida de América, llega ciega e iluminada una máquina por la línea 4, desde la estación de Esperanza, la esperanza nunca se pierde al ver este caos circulatorio de Madrid que se anuda más, que se aprieta más aunque parezca ensancharse, es una cuerda de ahorcado que ahoga la libertad de la capital, aquellos carros de mulas por el Puente de Toledo, aquellas estampas cansinas que cubrieron amarillentas postales, los grabados valiosos, el tiempo venerable quedó asesinado por la celeridad y por el ruido, a veces sólo por el ruido y por el humo matando incluso a la velocidad. Madrid pende del árbol de la prisa a estas horas primeras, parece que se fueran a matar las venas oscuras que suben de Legazpi en el Metro, parece que fueran a chocar con las que llegan de Portazgo, de Palomeras, del Alto del Arenal, de Miguel Hernández. Nada ocurre. El tejido subterráneo de Madrid tiene millones de pisos, escaleras mecánicas que bajan a sus infiernos, sótanos innumerables, capas superpuestas, inútiles, que se acoplan unas sobre otras en esta infraestructura móvil, como si se hubiera horadado el mundo de la ciudad y de su bajo vientre siguieran apareciendo a esta hora incansables y cansinas figuras.
José Julio Perlado — “Ciudad en el espejo”
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(Imágenes— Goya—=romería de San Isidro -=museo del,Prado