
Durante mucho tiempo a Hisae Izumi le persiguió aquella visión. En sus “Memorias” habló mucho de ella pero nunca aclaró si aquella figura que se le apareció fue producto de su imaginación o de la realidad. “ Estando yo en París a principios del siglo XX —- escribió en sus “Memorias” —, debió de ser en enero o febrero de 1901 cuando yo vivía entonces en la rue de Notre Dame des Víctoires, después de las charlas que quise dar a los franceses interesados por Hokusai e Hiroshige, una tarde que estaba medio adormilada en el sillón de mi cuarto y sola en mi habitación, serían las cinco o cinco y media de la tarde, de repente, al entreabrir los ojos, vi a un samurai que estaba frente a mi, de pie, mirándome fijamente. Reconozco que no me impresionó verlo allí, en Paris, después de tanto tiempo transcurrido y eso me hizo pensar si todo aquello que me estaba sucediendo no podía ser mas que fruto de una visión irreal inventada por mi sueño. Pero aquel samurai situado frente a mi, vestido con un simple kimono blanco y con un largo cabello sujeto por una cola enrollada en el cráneo, yo lo conocía muy bien Nos habíamos encontrado en Japón, en 1549, en un puerto de la isla de Kyushu y recordaba perfectamente llo que me impresionó la gran brecha que entonces recorría su frente de arriba abajo, producto de una sangrienta pelea que había tenido y donde Anjirō — que así se llamaba el samurai —había matado a un hombre. Llevaba dentro de él la conciencia de aquella muerte y buscaba alguien que escuchase su arrepentimiento. Yo lo hice en parte, intentando comprenderle con paciencia en el mismo puerto donde estábamos ,y eso hice durante horas. Me contó que había nacido en Kagoshima, en el dominio de Satsuma, uno de los más poderosos de Japón, de familia noble y con grandes posesiones y riquezas, pero que había perdido prácticamente bienes y fortuna por culpa de su temperamento belicoso y de su ira, y sobre todo de su permanente deseo de batallar. Desde hacía tres años había ido huyendo de un sitio para otro, inquieto, primero había sido acogido por el capitán de un barco portugués, Alvaro Vas, que le ofreció trabajo en su tripulación pero con el que al final no se entendió. Después oyó hablar de un tal Francisco Javier, español, nacido en el castillo de Javier, en Navarra, que se encontraba por Japón y a quien llamaban “el sanador de almas” y Anjirō, con la enorme cicatriz de la brecha en la frente pero sobre todo con el peso de su culpa en la conciencia, se fue a buscarlo hasta Malaca y allí lo encontró en 1547. A aquel español de barba oscura y ojos inquietos, me explicó Anjirō intentando retratarme al tal Francisco Javier, le fui enseñando yo muy poco a poco palabras en japonés y él a su vez, no sé si como agradecimiento, me ponía la mano de vez en cuando en la frente, sobre mi cicatriz, y me tranquilizaba. Nos hicimos grandes amigos.

Hubo un momento, me añadió Anjirō, en que Francisco Javier me dijo: “Tú has sido el primer japonés que me ha entendido, el que me ha enseñado las palabras.” Me estaba muy agradecido. Sobre todo cuando Francisco Javier, algunos amigos suyos y yo también, conseguimos, después de un trabajo muy duro, traducir al japonés el catecismo de su religión que él ya tenía escrito en lengua malabar y en malayo. Después, Francisco Javier quiso aprendérselo de memoria para poder predicarlo. Aquello me impresionó. Yo creo que fue lo que me curó por completo. Más tarde me convertí y me bauticé. “Eres el primer cristiano converso japonés de la historia.y te llamarás Paulo de Santa Fe”., me dijo Francisco Javier. Y así ahora me llamo.”
No había vuelto yo a ver a aquel samurai herido desde entonces. Levanté mis ojos en la habitación de Paris pero el samurai había desaparecido.
José Julio Perlado
(del libro “Una dama japonesa”)
(texto inédito)
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(Imágenes- 1- Katsamatsu Siro- 1938- bruce gog archive/ 2-pájaro singular japonés/ 3 – Tori Kotondo- Mary and lugin collection)