LOS COLORES Y LAS GUERRAS

 

 

“ Y fue en uno de aquellos días dedicados intensamente a toda esta escritura cuando a Hisae le ocurriría algo realmente sorprendente. Estaba escribiendo como cada mañana una carta espontánea dirigida al futuro y, también, como siempre, sin un destinatario conocido sino tan solo por el placer de escribir y explayarse, cuando un gran temblor sacudió su casa, derribó de repente la mesa donde escribía y su pincel voló por los aires hasta estrellarse contra la pared. Ensimismada en su habitual tarea epistolar, Hisae se había olvidado casi por completo de los acontecimientos exteriores y en ningún momento había  podido suponer que estallaría una guerra y que aquella guerra estaría ya a un paso de su habitación. Inquieta por el temblor que acababa de sacudir toda la casa, se acercó hasta la ventana, y al abrirla, una enorme cabeza herida de un caballo negro cayó dentro de la habitación extendiendo un gran charco de sangre y arrastrando con aquella cabeza el cuerpo de un guerrero muerto. Hisae quedó espantada. Aquello sin embargo que estaba sucediendo en su cuarto, aunque Hisae lógicamente no podía imaginarlo, era solo el principio de una guerra feroz, una guerra civil que se haría casi interminable — a la que después  bautizarían como guerra o  guerras de  Onin, y que durarían  once años— y que  para Hisae supondrían una completa transformación. Precisamente lo más relevante que ha  quedado en la Historia menor de Japón sobre aquellas guerras, aparte lógicamente de los documentos y relatos importantes, son  las tres cartas redactadas por Hisae  y en las que ella describe de forma muy peculiar batallas y contendientes. Porque son tres cartas únicas en la historia de la correspondencia en las que se une continuamente guerra y color. Hisae quiso fijarse sobre todo en el color de la guerra. Le fascinó el color de los ropajes que vestían los señores de la guerra, el color de las lanzas, de las armaduras y de las espadas, el color gris- pardo de la enorme trinchera de diez metros de profundidad que estaba abierta en el suelo de Kyoto y  el color de los rostros en los jefes de los dos ejércitos, tanto de  Osokawa Katsumoto como de  Yamana Sozen. Especialmente le impresionó que aquel caudillo Sozen , al que llamaban “el monje rojo”, destacara por el color escarlata de su piel, que revelaba su  temperamento colérico, como le impresionó igualmente la negritud compacta de los dos ejércitos quietos y  enfrentados: los  85.000 hombres de  Osokawa y  los 80.000  de Sozen.

 

En esas tres cartas Hisae casi nunca habla de sí misma y esencialmente se dedica a contar lo que ve y cómo lo ve. No se conoce en qué momento pudo escribirlas y tampoco se sabe desde dónde las escribió, si desde su  casa  o quizá con motivo de supuestas visitas que hiciera a campamentos de batallas. Lo cierto es que aquellas tres cartas aparecieron en tres puntos distintos de la devastada ciudad, cada una en un rincón diverso, colocadas y como abandonadas bajo las armaduras de cuerpos muertos de guerreros pertenecientes a los dos ejércitos. “El cráneo pelado de Yamana Soren— podía leerse en una de aquellas cartas — revela el tiempo que le tonsuraron como monje en un santuario antes de dedicarse a la guerra, pero ahora ese  color rojo de  la sangre lo baña  todo, le empapa el rostro, la coraza, la espada y le baja hasta sus pies. El rojo, que es el color de la lucha, del atardecer y del amanecer, el color del fuego, de la vida fugaz, de la energía, del  calor y de la vitalidad, es el color del  propio Soren de pie, con la espada en alto, empujando a sus tropas. Yo lo he visto esta mañana con ojos iracundos mirar a su enemigo Katsumoto que le esperaba al otro lado de la trinchera con su casco negro, su armadura negra, todo su enorme ejército vestido de negro, ese negro que es el color anterior a todas las batallas, color de oscuridad, de ignorancia, de la tierra y del infierno, color de muerte, de temor, de destrucción y de tristeza. Y luego he visto detrás la extensión de los caballos blancos y azules de los dos ejércitos esperando con tranquilidad recibir órdenes, caballos limpios como el agua de las islas, caballos de respeto y lealtad, todas sus grupas azules y blancas preparadas bajo las lanzas amarillas, lanzas puntiagudas de valentía, refinamiento y coraje.”

 

José Julio Perlado

(del libro “Una dama japonesa” ) (relato inédito)

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(Imágenes—1-Ikeda Terukata/ 2- Utagawa Kuniyoshi -sackler gallery/ 3- kamisaka sekka)