Lo más importante de este cuadro de Vermeer que tienen ustedes aquí — dijo el guía al pequeño grupo que estábamos en la sala —-es ese hilo blanco con el que la joven encajera está haciendo el encaje: un hilo que está pintado con una gran precisión lineal por ese gran arista holandés del siglo XVll que fue Vermeer. No sé si a ustedes esto les sorprenderá, pero esto es así. Podríamos habeles mostrado aquí la ”Muchacha con turbante” o Muchacha de la perla” de 1665, tan popular gracias a la literatura y al cine, pero el museo ha querido escoger esta ”Encajera”, quizá de 1669, que durante años ha estado en el Louvre, porque en este cuadro la mirada es distinta, aquí entramos en una intimidad total. La encajera está tan absorta en su trabajo, tan absorta en su hilo blanco, que ni siquiera nos ha visto entrar ni acercarnos. Así trabajamos nosotros muchas veces —no siempre — absortos en nuestra maquinaria, en nuestra palabra escrita, en nuestro pincel. Cada uno está absorto en su oficio y cada uno entregado al detalle más necesario y valioso. Respecto a este cuadro se ha dicho que quizá Vermeer mismo debe haber trabajado en su propio oficio con una intensidad igual a la que ha capturado aquí. Vale la pena señalarque varios escritores holandeses del siglo XVll compararon la aguja de una mujer con el pincel de un pintor. En cualquier caso, los hilos de colores vivos que se vierten de la caja de costura en forma de almohada que aquí aparecen y que se procesan con una pintura gruesa pero fluida, dan la impresión de confirmar esta comparación
Si ustedes se acercan más —- prosiguió el guía—- comprobarán que nosotros no vemos lo que ella está mirando, sino que esos hilos blancos y rojos que sobresalen de la almohadilla, tal como han sido colocados por el pintor, visibles para nosotros e invisibles para ella, están dedicados exclusivamente a nuestra mirada. Nos hacen sentir que miramos lo que mira la encajera, que vemos lo que ella ve, pero, al mismo tiempo, el pintor nos muestra que no vemos ni lo que ella ve, ni lo que ella mira. Sus párpados nos ocultan su mirada. Vermeer trabajaba muy lentamente y se concentraba en cuadros pequeños. La ubicación central de esta figura, junto al pequeño tamaño del cuadro, refuerzan la sensación de intimidad. No obstante, a pesar de esta sensación de proximidad con la encajera, nosotros, repito, —- dijo el guía— no podemos penetrar en su universo. La tapicería y la mesa se interponen entre el espectador y la encajera. Se ha dicho por muchos comentaristas — prosiguió— que la mujer que aquí aparece no es la esposa de Vermeer sino muy posiblemente un miembro de la burguesía de Delft. No lleva ropas de trabajo. Vermeer sugiere la total concentración de la encajera en su trabajo a través de la postura forzada de ella y el amarillo limón de su ropa, un color activo y psicológicamente intenso. Incluso su peinado representa en parte su estado físico y psíquico, pues está firmemente sujeto pero, al mismo tiempo, fluye en sus tirabuzones. Finalmente, los claros toques de luz que iluminan su frente y dedos enfatizan la precisión y claridad de visión que requiere este arte tan exigente del encaje. El cabello y las manos nacen de la luz que, a diferencia de la mayor parte de las obras de Vermeer, entra por la derecha, y no por la izquierda.
¿Usó Vermeer la ”cámara oscura” para pintar alguno de sus cuadros? , se han preguntado muchos especialistas. Es un debate que ha durado varios años y que ha provocado numerosas opiniones . No sé si ustedes recuerdan la admirable serie televisiva británica que ofreció el historiador y gran divulgador inglés Kenneth Clark con el título de ” Civilización”. Allí Clark decía que, resuelto a registrar exactamente lo que veía, Vermeer no despreció aquellos adelantos mecánicos de los que tan ufana estaba su época. En muchos de sus cuadros se encuentran las proporciones exageradas de la fotografía y la luz viene representada por esas bolitas que no se ven a simple vista pero que aparecen en el visor de algunas cámaras antiguas. Hay quien piensa que utilizaba la llamada «camera obscura», que proyecta la imagen sobre una hoja blanca; pero yo me imagino —- decía Clark — que miraría por una lente al interior de una caja con un trozo de vidrio deslustrado escuadrado, pintando después exactamente lo que veía. Sea como fuere, lo que aquí nos importa — en este cuadro muy elogiado por Renoir que opinaba que era uno de los lienzos más importantes del Louvre, y también por Malraux, entre otros —es la mirada, lo que ella mira absorta en su trabajo y lo que nosotros intentamos mirar de ella.
Estuvimos paseando los dos, Bruno Schil y yo, muchas mañanas por aquel largo sótano del Museo. El claustro estaba construido por Cesar Pelli, imitando, o al menos influido, por el que ya existía en el edificio Sabatini de Madrid, en el museo Reina Sofía, y se abría, como ocurría con el de Sabatini, a un patio de amplias galerías abovedadas sostenidas por pilastras de piedra y con vanos abiertos hacia el exterior que permitían regular la iluminación natural. Los bajos del museo iban mostrando todos aquellos espacios de ladrillo abovedados por donde caminábamos los dos, Schil y yo generalmente envueltos por el cercano aroma del Botánico que nos llegaba a mitad de mañana y escoltados también por las velas aromáticas que aquí y allá había distribuido oportunamente el arquitecto argentino. Para mí todo aquello siempre me parecía un gran espectáculo. ¿De qué hablábamos los dos ? De mil cosas. Schil vestía como siempre su limpio blusón amplio, a veces blanco y a veces color tierra, que me recordaba el de un sencillo campesino y con sus ojos pequeños e inquietos, muy movibles, y las guedejas lacias de sus escasos cabellos, con su mentón recortado y pequeño y su corta estatura, parecía, a quien no le conociera, un hombre en apariencia muy insignificante y quizá algo atrabilario en su vestimenta y en sus formas, pero, al menos para mí, un hombre de personalidad singular, casi asombrosa, que me atraía, y a veces hasta me desconcertaba, con su memoria y sus conocimientos.
Yo he llegado a imaginar en ocasiones, pensando en él, si no sería una especie de sabio infravalorado, no sé bien por qué pensaba en todo ello porque en realidad tampoco podría demostrarlo. ¿Sabía usted — me dijo en una de aquellas mañanas — que, igual que existe la Real Academia Española, existe también una importante Academia del Perfume? Yo — añadió —, como simple estudioso y mero apasionado del tema, estoy muy alejado de esa Academia y de sus honores, aunque reconozco el valor y la importancia que tiene una Institución como esa, con sus 23 Académicos que la forman, 16 de Número, 5 de Mérito y 2 de Honor. Cada uno de ellos, añadió, como ocurre con la Academia Española, tiene de alguna forma su sillón, esta vez solamente simbólico, unido a una nota olfativa que es la que define a su persona. Recuerdo que uno de esos académicos, el tangerino Carlos Benaïm, cuyo sillón va unido al poleo, afIrmó un día lo siguiente: “el perfume es una obra de arte silenciosa e invisible que evoca en el ser humano fantasías, recuerdos y emociones.” ¿Y sabe usted por qué dijo eso de ”silenciosa e invisible”? Porque en el curso de los siglos, el olfato —- y por tanto, el perfume — no ha sido suficientemente valorado. Aristóteles, por ejemplo, al hablar de los sentidos, pone siempre por delante la vista y el oído. Y es lógico, y no voy yo a corregir a Aristóteles. Pero el olfato es primordial. Ese académico del que le hablo evocaba, por ejemplo, que el aroma de la flor de naranja le infundía recuerdos de su infancia en Tánger, en su Marruecos natal, cuando caminaba entre arboledas de naranjos. Y también el rocío de agua de flores de naranja que llenaba el aire cuando la gente celebraba fiestas en las calles y saboreaban los pétalos de flores de naranja confitadas, y ese olor se quedó en él para siempre.
Todo el mundo, siguió diciendo Schil, tiene recuerdos unidos a ciertos olores, usted también los tiene. Surgirán de pronto o más tarde, eso depende de muchas cosas, de la espontaneidad y del esfuerzo. Pero no hay que poner demasiado esfuerzo para descubrir esas notas olfativas— que, como en la música, se llaman así, “notas”, (por eso también existe un paralelismo entre música y olfato) — y esas notas olfativas se agrupan en un acorde y varios acordes acaban componiendo una melodía: la melodía del perfume. Recuerdo también a otro académico de esa Institución, Emilio Valeros, cuyo sillón va unido a la lavanda, que insistía en que el perfume era la forma más tenaz del recuerdo y no puedo olvidar la tarde en que visité y paseé largamente por los campos de lavanda en Brihuega, en la Alcarria, cerca de Madrid, unos campos preciosos, llenos de fragancia y de colorido.
Lo más curioso de aquel cuento era que el escritor aún no tenía personaje. Iba y venía nervioso Andrés R. arriba y abajo del pasillo de su casa, y el escritor no alcanzaba a ver un personaje creíble para su historia, un personaje nítido que pudiera ser el eje central, o al menos un personaje marginal, una figura que poco a poco adquiriera en el relato un auténtico relieve. Pero como ocurre, sin embargo, en muchos cuentos, la solución simplemente estaba cerca de allí, en una concreta calle de la ciudad, exactamente en el café de una plaza situada frente por frente a la casa del joven escritor, aquel Andrés R. que paseaba y volvía a pasear sin acertar a ver cómo empezaría de una vez su historia, ya que seguía sin tener el personaje. Su personaje, sin embargo, llevaba tiempo sentado en el café de enfrente. Sin ser visto por el escritor, sin ser reconocido por nadie, el personaje había pedido una solitaria copa de coñac, una copa con la que jugueteaba sobre la mesa de mármol. De vez en cuando, apartando los visillos de la ventana del café, miraba hacia arriba, hacia el piso del escritor, al otro lado de la acera, y seguía aquel ir y venir tras aquellas luces encendidas donde se debatía inseguro el joven escritor cuya sombra pasaba una y otra vez tras la ventana.
Los personajes muchas veces son más astutos que los escritores, esperan, aguardan, intuyen más, conocen mejor los entresijos de una historia y por dónde ella puede deslizarse, saben disfrazarse, apostarse y ofrecerse al autor en situaciones muy cruciales, incluso pueden trabajar a la vez con distintos autores porque consiguen adquirir diversos tonos, emplean vocablos muy precisos, un léxico apropiado para cada novela o para cada cuento, asoman y de repente se esconden, son así, en el fondo juguetean con la imaginación del autor, porque se consideran imprescindibles, y realmente lo son, muchos de ellos quedan para siempre por encima de sus autores, y hasta a algunos se les recuerda en las calles con estatuas, como por ejemplo aquel célebre comisario de policía francés que se inmortalizó mucho más que su creador, un novelista belga.
Todo esto lo conocía muy bien el personaje del café que continuaba acariciando con los dedos su copa de coñac y seguía mirando con curiosidad y una mezcla de escepticismo la casa de enfrente, las idas y venidas del escritor incipiente El personaje de la copa de coñac sabía que él no era un personaje importante, era un personaje gris, había nacido hacía más de sesenta años en un puerto de mar, se había casado dos veces, tenía tres hijos de distintas mujeres y por culpa de la bebida y de los malos hábitos, estaba solo, apartado de la familia y de la sociedad y dormía desde hacía años entre cartones bajo los soportales de distintas ciudades aguantando el frío y la intemperie. Se llamaba Bruno pero no revelaba su apellido. El sí sabía que no era un personaje importante pero en cambio conocía bien la riqueza de su biografía, que era lo que realmente podía ofrecer a los escritores. Con su figura pequeña, sus ojos vivos y brillantes, y siempre envuelto en una vieja gabardina, poseía como una doble personalidad: en las épocas en que dejaba de beber, su cuerpo se enderezaba, se erguía, adquiría una digna estatura dentro de su pequeñez e incluso podía emanar de sus mejillas por fin afeitadas un olor a cierta colonia que él acababa de conseguir. En cambio, cuando se sumergía en la bebida, su cuerpo se achicaba, toda su columna vertebral se inclinaba hacia delante, arrastraba los pies, tan solo quedaban límpidos sus ojos que miraban la botella como si fuera su desahogo y su tormento. Recordaba muy bien aquellas reuniones nocturnas bajo el frío en que venían caritativos estudiantes a verle y a traerle café cuando dormía bajo los soportales y entreabriendo un poco los cartones como si de un cuarto de estar se tratara los iba recibiendo un poco emocionado, respondía amablemente a sus preguntas y todos, sentados en corrillo en el suelo, improvisaban una tertulia casi familiar en torno a un vaso caliente. Pero fue en una de aquellas reuniones nocturnas cuando le sucedió algo inesperado. En la segunda fila del corrillo, ocultándose en parte tras los cartones, con los ojos bajos, descubrió el rostro de uno de sus hijos, David, el mediano, a quien hacía años no veía. Era un muchacho espigado y bien vestido. David no levantó los ojos en ningún momento para saludar a su padre. Y cuando alguien del corrillo le preguntó a Bruno por qué no dejaba aquella vida desordenada y volvía a su casa, Bruno miró fijamente a su hijo y David en cambio siguió con los ojos bajos, sin pronunciar palabra. Todo aquello, y mil cosas más, formaba parte de la vida del personaje que apuraba ahora su copa de coñac. Si el escritor incipiente hubiera conocido todo esto, Andrés R. habría dejado de pasear arriba y abajo de su piso buscando al personaje. Pero el personaje no llegaba. Al fin el personaje del café de enfrente se levantó de su silla, pagó su copa de coñac y salió a la calle. Cruzó la calle en la noche y la cruzó erguido y enderezado el cuerpo, como en sus mejores momentos de sobriedad. Cruzó y entró en el portal de la casa del escritor, subió silenciosamente los pisos y, encontrando la puerta entreabierta, vio al escritor de espaldas, aturdido, sentado ante su página en blanco. Entonces, como suelen hacer los personajes en muchas de estas ocasiones, el personaje se acercó muy despacio por detrás, puso las dos manos sobre los hombros del escritor, procuró transmitirle todas sus vivencias, y el escritor pudo así empezar su historia.”
“… pues como le decía el otro día, doctor, yo suelo ponerme a escribir siempre hacia las once. Me gusta prolongar el tiempo. A las once de la noche, ya recogida la cocina, me siento en ese sillón algo desvencijado del que ya le hablé, me coloco cerca de la lámpara de pie y reúno todos los papeles blancos que hay en la mesa, los folios, o a veces unas simples cuartillas. Entonces me siento tal como estoy ahora, así, tal como usted me ve. Me pongo un pantalón negro, pero no me pongo en zapatillas, no me gusta ir en zapatillas por la casa, prefiero estar cómoda para escribir pero nunca demasiado cómoda, recuerdo que usted me dijo un día, al principio de las sesiones, un día que vine a verle, que yo no parecía una mujer dejada, no parece usted una mujer dejada me dijo exactamente, se me quedó grabado, y es verdad, no soy dejada, lo que pasa es que para escribir, me imagino que como otros para pintar o hacer lo que sea, necesito ropa holgada, que no me apriete, olvidarme de la ropa y en el fondo olvidarme un poco de todo, saber que son las once de la noche, que es mi hora, vengo cansada de trabajar y deseo concentrarme, eso me salva, ahora mismo, ante usted, cuando le hablo, yo no me noto concentrada, no lo estoy, tampoco me importa, le cuento estas cosas como si me las contara a mi misma, no me cuestan, pero escribir sí que me cuesta, eso es otra cosa, no es hablar, ¡ ya quisiera yo que escribir fuera como hablar!, pero escribir no es hablar, es prolongar el tiempo, es lo que yo me digo siempre, prolonga, prolonga el tiempo Mercedes, que el tiempo es un tesoro, saber que las once son solo mías, que hay silencio en la casa, a veces aún se oyen algunos televisores, hay luces encendidas, pero yo y la página somos uno, siempre hemos sido uno, es un espejo como blanco el que tengo, lo tengo encima de mis rodillas, ya le dije que escribo siempre a mano, pongo una rodilla sobre la otra, así, como estoy ahora, el primer día que vine a verle le comenté que no quería tumbarme en su consulta porque prefiero verle de frente y estar sentada, ya ve, yo miro de vez en cuando hacia esa ventana, eso me ayuda a hablar, le agradezco que usted me deje hablar, no hablo mucho, escribo, escribo a partir de las once de la noche, un día le traeré algún escrito mío para que lo vea, naturalmente hablo durante el día, lo hago en el trabajo, con conocidos, ¿ pero de qué hablo?, pues hablo de mil cosas que al día siguiente ni me acuerdo, ¿ y quién se acuerda de lo que habla?, en cambio lo que escribo siempre viene hasta mí, sale de mí, lo he atrapado, me gusta, es mi desahogo, me ha costado tanto meterlo ahí, en ese folio, que a la noche siguiente esas palabras vienen otra vez, me atrapan, son mías, no son palabras volanderas, nunca son palabras
volanderas, bueno, pues a lo que iba, le cuento lo que me pasó anoche, ayer por la noche estaba yo escribiendo desde hacía rato, serían las once y cuarto u once y veinte de la noche, no sé, por ahí serían, oí pasos arriba, pasos en el techo, es el último piso que está encima de mí y que da a los trasteros y a la terraza, yo vivo, ¿sabe usted?, en una casa antigua, los pasos en el techo siempre se oyen, y a mí me gusta oírlos, puedo seguir así las vidas de los otros, saber cuándo se quitan un zapato o cuándo entran y salen, pero es que arriba son una pareja de extraños los que están, no tienen hijos, hablan poco con el vecindario, yo apenas me los cruzo por la escalera. Pero entonces, me digo, ¿dónde se meten?, ¿a qué se dedican esos dos?, es un misterio, yo creo que ella puede ser modista o planchadora o algo así, algo relacionado con la ropa, no sé, lo digo por la manera que tiene tan extraña de mirar la ropa , la acaricia, ama la ropa, se pone en el patio a tender ropa y no acaba nunca, la mira como si fuera única, ¿ y él?, pues tampoco sé a qué se dedica, tiene una barba muy larga y muy grande que le ocupa toda la cara y lleva unas gafas antiguas de concha que le tapan también medio rostro, y así es imposible saber quién es, parece mayor que ella, pero no sé, no lo sé, nunca le he oído hablar, las pocas veces que nos hemos cruzado en la escalera él ha levantado la cabeza con un saludo raro, misterioso, y nada más. Entonces, como le digo, anoche, que estaba yo escribiendo, de repente oí pasos arriba, eran tacones, seguro, los tacones de ella que me los conozco bien, tacones que iban y venían cada vez más deprisa, cada vez más nerviosos, iban de un sitio para otro y estaban dando vueltas y vueltas por el cuarto, y de repente, ”¡clak!,” un golpe seco, como si fuera una taza o un plato que se rompe, algo que choca contra el suelo, sonó muy fuerte, y enseguida otro, y otro igual , y otro más, no sé cuántos más, cada vez más fuerte, “¡ clak! ¡ clak!, ¡ clak!”, así muchas veces, parecía una vajilla que estuvieran rompiendo, no sé si eran tazas o platos o quizá vasos también, pero todo muy seguido, todo mezclado, y sobre todo mezclado con terribles chillidos, “¡hi, hi!, hi! ”, chillidos agudos, extraños, que yo nunca había oído, como de animales, igual que si chillaran animales, parecían de otro mundo, yo no distinguía la voz de ella ni la de él porque, como digo, aquello eran chillidos de animales, no se oía más que aquello, una especie de pelea a chillido limpio, nunca he oído chillidos tan fuertes, tan impresionantes, a veces parecían como lamentaciones, como si alguno le estuviera hiriendo al
otro, o como si alguien estuviera ya herido, también gemidos, “¡hi, ¡hi!”, como si alguien llorase, no sé, todo era muy confuso y muy siniestro. A mí me empezó a entrar mucho miedo, ¿ qué iba a hacer? Entonces dejé de escribir, me quedé sentada en el sillón totalmente quieta, mirando al techo, esperando con la pluma en la mano y el papel en las rodillas a que aquello acabara, pero no acababa nunca, no sabía si apagar o no apagar la luz, si irme o no irme a la cama, no sabía qué hacer. Aquello duró mucho rato, yo calculo que fueron como veinte o veinticinco minutos, quizá más, quizá media hora. Y al final, de pronto, se paró. O yo creí que se había parado. Hubo un silencio total. Esperé. Me dije aliviada: ¡Al fin se ha terminado! Pero de repente se oyó un enorme ”¡¡CLAK !!” ¡ enorme, enorme ! que me retumbó toda, me estremeció. Fue un golpe tremendo, como si fuera el final y que resonó en todo el techo. Luego nada más. Ya no se oyó nada más.
Entonces tardé mucho tiempo en irme a la cama. Bastante rato. Me quedé allí, sobrecogida. Al fin, a las doce y media o quizá la una, no sé, la una sería, me fui a la cama. Naturalmente dormí muy mal. Tenía en la cabeza todos los golpes y los chillidos. Hoy me levanté pronto, como siempre, porque tenía que irme a trabajar. Al salir ya para irme al trabajo, en la escalera, quise asomarme a mirar desde mi puerta, desde el descansillo, mirar hacia arriba. Dudé. ¿Subo o no subo?. Me impresionaba todo lo que había pasado. Al fin me decidí y subí tres o cuatro peldaños, no más. Entonces, desde el ángulo que hace la escalera, porque no quise subir más, vi la puerta del piso de ellos totalmente abierta, de par en par, y unos zapatos tirados en medio de la puerta, unos zapatos de hombre. No me atreví a más. Bajé corriendo y me fui al trabajo. No se me va eso de la cabeza, no se me va. No sé qué ha pasado, si alguien ha muerto, o qué ha ocurrido allí. Cuando me calme tengo que escribir sobre todo eso, ¿verdad, doctor?, ¿usted qué piensa?, pienso que me calmará.”
José Julio Perlado
( del libro ”La mirada”)
(relato inédito)
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( Imágenes— 1- Saul Leiter/ 2- Robert Henderson/ 3- Jan Reich – 1986)
“Iba leyendo a Carmen Martín Gaite mientras bajaba las escaleras del metro y efectivamente, cuando ella me decía en ”Lo raro es vivir” que aquellos viajes en metro de la mano de su madre los llamaba ”bajar al bosque” vi que aquello era cierto, no sólo por la cantidad de extraños rostros que subían y bajaban conmigo las escaleras mecánicas sino por las lianas tendidas de los cables y por la oquedad de los rincones en las esquinas que, en principio, parecían espacios reservados para los funcionarios del metro, tal como me habían dicho, rincones clausurados con puertas para ser utilizados por los empleados, o al menos eso parecía, pero que no era así: fijándose bien al pasar, aquellas planchas negruzcas, con un dibujo circular concéntrico, como un anillo del tiempo sobre la hoja metálica, me recordaban los troncos oscuros de los bosques silenciosos de mi niñez, los rostros de madera aserrada de tantos árboles. Pero tuve que cerrar el libro porque ya estaba yo abajo, en el andén, pendiente de la boca del túnel y aguardando la llegada del tren entre la gente, cuando apareció primero en la lejanía una luz, y enseguida la luz fue agrandàndose, anunciando cada vez con más urgencia que el largo tronco tendido se acercaba, y efectivamente fue así, porque era un tronco que salía de la noche y en el que se distinguían aquí y allá otros rostros iluminados y transparentes. Indudablemente los ruidos eran distintos. Si se prestaba atención era un movimiento sedoso en las puertas del tronco cuando estas se abrieron y ya en el interior, al volver a arrancar, la variedad de ojos mirando desde todas las partes, razas y colores sentados, posturas de mujeres y de hombres a media altura, unos erguidos y otros descansando, hacían olvidar que viajáramos por el río de la oscuridad, por la oscuridad de la vida, y la variedad de expresiones cruzadas mostraba, tal como me habían dicho, la riqueza de los árboles, el tronco dentro del bosque y el bosque dentro de la selva.”
“Cuando uno está cansado y tiene la suerte y los medios para poder ir a algún buen hotel del mundo, ocurre ese mismo fenómeno que jamás aparecerá en las guías de viaje. Suele haber una serie de habitaciones en el último piso en cuyas ventanas aparece en la media noche del verano ,la luna. No es una luna redonda sino una media luna solitaria que pende sobre el océano. Desde la cama, con la ventana abierta, se sigue perfectamente el silencio blanco de esa luna omnipresente que se desplaza muy despacio , casi intangible, por el marco de la ventana.. Suele suceder eso hacia las tres o tres y cuarto de la mañana. Es donde parece pararse el tiempo. El tiempo se detiene , también la atmósfera y el clima.. La brisa refrescante del mar asciende hacia la luna. Por la ventana abierta llega toda la suave humedad nocturna hasta la cama. Uno se adormece, o al menos cierra los ojos. El cansancio, la polvareda de gases del invierno, las precipitaciones de escaleras y ascensores, el vibrar de los móviles, el centelleo de pantallas y ordenadores, los gritos de los niños, las comidas copiosas y apresuradas, todo queda bajo los párpados cerrados unido a las discusiones y a los despertares. El ruido de las autopistas y el zumbido de los aviones desaparece. Da la impresión de que uno reposa con los ojos cerrados y toda la tensión del invierno se diluye en escamas. Pero apenas uno entreabre los párpados ve de nuevo desde la cama esa luna inmóvil, esa media luna blanca que está en el centro de la ventana y que continúa sobre el mar azul y sobre la humedad oscura de la noche. Son las cuatro de la mañana y todo el mundo duerme. Parece mentira que existan inviernos con tanta gente subiendo y bajando las escaleras del metro y precipitándose por los andenes.”
“AÚN SIN NOMBRE solía ir y venir a primera hora de la tarde de forma alocada recorriendo a brincos la explanada tal y como si estuviera poseído de furia, otras veces no, otras veces suavizaba su trote, pero en ocasiones, de pronto, se paraba en seco y levantando la cabeza miraba desde lejos al hombre que le estaba mirando detrás de la maleza que era yo y no movía nada de su poderío, los doscientos cinco huesos que se ensartaban en su interior quedaban pacíficos y todo él permanecía inmóvil, sudoroso, la cabeza erguida, como esperando a ver qué ocurría, a ver si alguien lo llamaba desde lejos con un silbido, pero no, no lo llamaba nadie, nadie aún le había puesto nombre, ni siquiera el nombre de crin le habían puesto a aquel descenso de la suave madeja por su cuello que era fina y flexible, mucho más corta que la del pelo de la cola. Tampoco le hablan puesto aún el nombre de grupa a la suave redondez de tono tostado con el que iba cerrándose su cuerpo.
AÚN SIN NOMBRE se lanzaba de pronto montículo arriba, casi sin respirar, ascendía fogoso, sus extremidades delanteras iban en busca del aire, luchaban contra el aire, pero su volumen era todo espuma y lo que habían sido sus primitivos dedos formaban ahora un dedo grueso, único y endurecido, al que aún nadie le había puesto el nombre de pezuña ni de casco, y. con aquel único dedo endurecido pisoteaba las nubes y trotaba luego campo a través a lo largo de la tarde,
Con sus cincuenta y una vértebras, sin músculos en las patas, con sólo piel, tendones, ligamentos y huesos, AÚN SIN NOMBRE pasaba delante de mí por las tardes, que seguía observándole desde detrás de la maleza y él volvía a pasar, y pasaba de nuevo para llamar mi atención,por ver si alguien le decía algo, quizás yo, acaso un silbido, tal vez una señal. Iba como una flecha, era una ráfaga de viento.
Recibía aquel viento AÚN SIN NOMRE en la zona del vientre y de suscuartos traseros que tampoco aún tenían nombre, nadie los llamaba así, el viento envolvía su costado, la piel y el pellejo, envolvía y abrazaba su pecho y su paleta, y le hacía creer que era nube, una nube invencible, alada, una nube o espuma que podía alejarse y trotar, e incluso galopar, y acercarse o alejarse cuanto quisiera de mí, que le miraba detrás de la maleza y que nada decía.
Y al fin yo lancé un silbido. Un silbido en la tarde. El animal me miró. Vino trotando, acercándosecomo una nube ,y yo, en cuanto se detuvo cerca de mi,le fui poniendo despacio el nombre del sillar, el nombre del lomo, el nombre de rodilla y el de corva que él aún no conocía, estaba quieto, pacifico,, como si le estuviera curando, yo le iba poniendo elnombrede quijada y el de belfo, luego le extendí el nombrepor el anca y la barriga como si fuera aceite. No se movió.
“Nada más entrar en mi sueño y llegar hasta la puerta donde me esperaban, abrí la bolsa para mostrar a todos lo que llevaba dentro y lo primero que apareció fue el río, mi río de infancia, un río con una alargada alameda de árboles al lado de los cuales el agua corría entre lo verde y lo azul, lamiendo piedras redondas bajo los puentes, pero sin mojar ni traspasar en ningún momento la áspera cubierta de lona de la bolsa que iba conmigo, cuyos bordes, no sé en qué momento, yo había procurado atar con cuerdas fuertes, dispuesto a recogerlo todo, a congregar mi vida, a no desparramar nada de lo que había hecho, como así suele pasar a la vuelta de los viajes, apelotonando y aplastando la ropa sucia. Pero no todo aquello de mi vida era precisamente ropa sucia. Eran recuerdos diversos. Debajo del río, cuando metí la mano en el fondo de la bolsa para palpar más profundidades y enseñarlas, me encontré con unas aristas cortantes que casi me dañan los dedos, las aristas de una conversación que había mantenido hacía muchos años con mi mujer, mejor dicho, una discusión enorme que aún me causaba heridas al tocarla, casi me hice daño en los dedos al sacar una a una las palabras que estaban allí arrumbadas, pero que yo, que siempre he odiado las discusiones, nunca hubiera querido encontrármelas otra vez allí, en el fondo de la bolsa, una discusión de gritos y portazos que aún resonaban en la escalera, y que además había surgido, como ocurre siempre, por un tema banal, una pelea absurda sobre quién de los dos había gastado más luz. Y debajo de aquella discusión que aún atronaba de voces la escalera, palpé en el fondo de la bolsa, algo que estaba boca abajo pero que aún seguía perfectamente conservado, el espejo del cuarto de baño de mi casa ante el cual yo me lavaba las manos y en el que me sorprendía ver siempre detrás de mi cara la cara de mi padre lavándose también él las manos en el tiempo, dándome a la vez consejos que al principio eran sólo pequeñas frases pero que luego se adelgazaban hasta quedarse en palabras, palabras que a mí me sirvieron a lo largo de años.
Después encontré también dentro de la bolsa, y saqué de su fondo, unas zapatillas azules de deporte que estaban ya algo descoloridas, pero que en cuanto las vi, aunque tenían las suelas bastante desgastadas, me llevaron a la alegría. Con aquellas zapatillas azules a mis dieciocho años había recorrido yo las cintas de la alegría que eran árboles y mar a la vez, árboles que corrían conmigo haciendo correr al mar y a las zapatillas, y recuerdo que mi alegría volaba con aquellas suelas a toda velocidad y que el mundo era una esperanza interminable. Y luego, con mucho cuidado, ayudándome fuertemente con los dos manos, saqué como pude de la bolsa las patas y el respaldo del sillón de mi despacho en el que yo había trabajado tanto tiempo, un mueble al que le costaba salir porque se enganchaba con los pliegues de la bolsa, pero que en cuanto lo puse en pie se desparramó en páginas y en hojas, anotaciones y escrituras, el respaldo se hizo libro y los brazos de aquel mueble fueron lápices, plumas y cuadernos.
Y luego encontré, casi al final de mi sueño, poco antes de despertar, medio escondidas en los rincones de tela de la bolsa, diminutas pepitas blancas que yo casi había olvidado, pero que había ido sembrando durante años en conversaciones con mis hijos y con mis amigos, pepitas de amor y de amistad a las que entonces no les di ninguna importancia, pero que ahora, al sacarlas y tenerlas entre las manos, vi que eran diamantes.”
José Julio Perlado
( del libro “La mirada”) ( relato inédito)
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(Imágenes— 1-Park seo bo – 1992/ 2- Jakob Gasteiger- 2016/3- Yakoi Kusama – 1988)
“La palabra oro vivía en el piso principal de la calle de Padilla 38, en Madrid, en la misma casa en la que vivía Juan Ramón Jiménez. Como anillo redondo, la palabra oro, a la que todo el mundo confundía con un metal precioso, maleable, dúctil y brillante, estaba hecha con hojas de letras, dos vocales redondas y una consonante en medio, y en el fondo había vivido en todas las casas de Juan Ramón, también en la de Moguer, en la casa de la “Calle Nueva” y luego estaría igualmente en su casa de Nueva York, y después, al final, en la de Puerto Rico, en la Universidad, hasta la muerte del poeta. Era una palabra luminosa, pequeña, redonda en su forma, resplandeciente y con poderes especiales para imantar. El círculo de la palabra oro imantaba enseguida a la palabra sol, a cielo, a verano, andaba por el cerebro de Juan Ramón dando vueltas por las habitaciones y abriendo puertas sin apenas hacer ruido, y quizá por eso sobresaltaba siempre al poeta cuando éste se asomaba al ventanal, y contemplando enfrente el sanatorio de Nuestra Señora del Rosario con sus fuentes, su palmera y su pérgola, venían hasta él recuerdos y amores en Madrid, y se dejaba ir ya en primeros versos. Pero la palabra oro insistía, venía brillante y rodando por las habitaciones aprovechando que Zenobia había salido de compras, y se subía a las manos de Juan Ramón, ensartaba de luminosidad sus dedos y le hacía escribir con lápiz muy despacio las primeras intuiciones, por ejemplo, niños de oro, o el oro de mi alma.”
José Julio Perlado
(del libro “Miradas”) (relato inédito)
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
(Imágenes—1-Sipho Mabona – 2014/ 2- Sir Terry Frost)
“Y aquí ven ustedes esta fotografía sorprendente, de la cual habrán oído hablar muchas veces porque es muy conocida. Es el hombre cegado por las estrellas. Se trata de la cabeza del astrónomo inglés Sir Joseph Herschel tomada por la célebre fotógrafa Julia Margaret Cameron. Si se acercan un poco y se colocan en el centro verán que parece que Herstchel nos estuviera mirando a todos pero quien nos mira no es él sino la estrella Regulus, la más brillante de la constelación de Leo, que está dentro de una de las pupilas de Herschel, concretamente en el interior de su pupila derecha aunque no la percibamos. Regulus es una de las cuatro estrellas reales mesopotámicas, junto a Aldebarán, Antares y Fomalhaut. Visualmente es de color azul y, como digo, se encuentra dentro de esa pupila derecha de Herschel. Como saben, cuando un ojo recibe la fulguración de una estrella, es decir, cuando el ojo y la pupila de un astrónomo se apoyan en la lente del telescopio, la pupila se dilata poco a poco y de algún modo se dispara y sale en busca del objeto que desea, en este caso la estrella Regulus. La noche, pues, del 20 de febrero de 1834, hacia las once y en Ciudad del Cabo, estando el ojo de Herschel apoyado en su telescopio para vislumbrar más luminarias en el cielo, su pupila se disparó de repente recorriendo en menos de un segundo los 79 años luz que la separaban de la Tierra y, tocando de inmediato las playas de Regulus, que son playas brillantes y llenas de lentes perdidas de otros telescopios, se encontró dando vueltas y vueltas vertiginosamente en una rotación superior a la del Sol, es decir, pupila y estrella giraron alocadamente, no se sabe bien de qué modo, si la estrella era la que arrastraba a la pupila del astrónomo o era al revés. Sir Joseph Kerschel nunca lo reveló. Lo que sí reveló fue su viaje por todas las playas azules de la estrella y cómo, pupila y estrella, las dos juntas y a toda velocidad, visitaron los bordes del corazón de Regulus y la estrella le fue señalando a la pupila la idea de la noche, la idea de la multiplicidad y del orden.”
José Julio Perlado
( del libro “La mirada”) ( texto inédito)
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(Imágenes—: Julia Margaret Cameron—Sir Joseph Herschel)
“Lo más interesante que tienen ustedes en esta sala es esta mirada de un trapero, un trapero desconocido como todos los traperos, un trapero de la Barcelona de los años sesenta, una mirada hambrienta, un rostro curtido, una mirada de cazador de escombros y de retales, una mirada de pescador, ha salido sin barca y sin escopeta, sólo con las pupilas acechando el cielo de la calle, el mar de la calle, es una mirada cansina pero decidida, atento a todas las ventanas por si le llama alguien, atento a los zapatos desparejados, a las camisetas deshilachadas, atento a los retales desvaídos, a los abrigos apolillados, a juguetes con las tripas reventadas, a cajas de cartón repletas de relojes sin hora, a dentaduras postizas, postales rotas, sacapuntas que no funcionan, el broche desgastado, una esquela de hace años, periódicos amarillos atados con cuerdas, todo lo atisban sus pupilas, sus pupilas son imanes que todo lo atrapan, calculan, son calculadoras en el aire, apenas parpadean, los restos de los naufragios de las casas son recibidos en la gruta de sus pupilas penetrantes que ven bajar del cielo de la calle el tesoro de lo inservible, inmediatamente lo transforman, lo hacen servible, todo se reutiliza, se recompone, se vende, todo vale, a un artista este trapero de las pupilas agudas le venderá unas chapas para hacer esculturas, a una decoradora los restos de una alfombra, a un investigador papel antiguo.
Lo más interesante de esta sala que ustedes ven es, pues, esta mirada . Una mirada hambrienta de objetos desechables. Esta mirada ha salido esta mañana muy temprano a pasear por la playa de los desperdicios y ahora se lleva en su saco una gran fortuna.”
José Julio Perlado
(del libro ‘La mirada”) ( texto inédito)
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(Imagen — Eugeni Forcano —trapero- Barcelona – 1960. – donación de Publio López Mondéjar – año 2012)
“¿Cómo trabaja un pintor en la oscuridad? —se pregunta John Berger en “Charla en el estudio”. (Londres,1998). Tiene que someterse. A veces tiene que dar vueltas y más vueltas en lugar de avanzar. Suplica colaboración de fuera. Construye un refugio desde el que hacer incursiones a fin de estudiar el terreno. Y todo ello lo hace con los pigmentos, las pinceladas, los trapos, un cuchillo, los dedos. El proceso es táctil. Pero lo que el pintor espera tocar no es por lo general tangible. Éste es el único misterio real, y es la razón por la que algunos se hacen pintores.
Cuando un cuadro se transforma en un lugar, hay la posibilidad de que aparezca en éste la “cara” de aquello que el pintor está buscando. Esa “mirada” que el pintor espera, anhela, que le devuelva el lienzo nunca es directa, sólo puede llegarle a través de un lugar.
Si la cara llega a aparecer realmente, será, en parte, pigmento, polvo coloreado; y, en parte, formas dibujadas, corregidas una y otra vez. Pero lo más importante será el proceso, el proceso de que llegue a existir lo que está buscando. Y esa existencia todavía no es — y de hecho, no lo será nunca— tangible, al igual que nunca fue comestible el bisonte pintado en las cuevas rupestres.
Lo que toca toda pintura verdadera es una ausencia, una ausencia de la que, de no ser por la pintura, no seríamos conscientes. Y eso sería lo que perderíamos.
Lo que el pintor busca sin cesar es un lugar para recibir la ausencia. Si lo encuentra, lo dispone, lo ordena, y reza por que aparezca la cara de la ausencia.’