
En aquellos días de la pandemia se veía a los brazos deambular por los pasillos de las casas, a veces tiesos, a veces indolentes, y eso tanto en Oriente como en Occidente. Porque la pandemia no había supuesto una reducción de movimientos en las extremidades superiores del ser humano, pero sí un vacío de completo contenido, como si los brazos de hombres y mujeres que siempre habían tenido un contacto circular en el aire y con el aire, que siempre habían trazado un círculo en el aire para acoger a los demás con un abrazo, ahora tal movimiento estuviera casi totalmente limitado y desaparecido. Los brazos se dedicaban entonces a simples tareas mecánicas, muy valiosas para la vida de utilidad, es decir, para dirigir y transportar a las manos en el acto de comer, o bien para abrir y cerrar ventanas y puertas, o para extenderse luego desde el codo, orientando a las manos y a los dedos a cuestiones meramente físicas, pero no emocionales. Los brazos no podían abrazar porque no había a quién abrazar, excepto en algún momento a la íntima familia, puesto que los amigos y los amores estaban muy lejanos, casi desaparecidos, había un silencio de calles desiertas, una asombrosa ausencia de semejantes, no había encuentros ni reconciliaciones , ni siquiera el consuelo en las despedidas porque los que se iban lo hacían completamente solitarios, aislados de sus familias, envueltos en escafandras y tubos, en una muerte seca y rápida. Por ello los brazos no tenían la ocasión de abrazar, algo que necesitaban como el alma, ya que con los abrazos se ocultaban las angustias, las depresiones, y sobre todo se mantenía el ansía de compartir afectos con sólo rozar los hombros y las espaldas, con sólo compartir alegrías y dolores, en el fondo, con comunicar Las manos de vez en cuando aplaudían desde los balcones pero los brazos no sabían a quién abrazar.
José Julio Perlado
(Imagen- Elisabeth Vigee- cLebrun – 1789 (Louvre)