
“Recuerdo — evocaba Alberto Savinio reviviendo la infancia en su ”Enciclopedia”— los cuidados asiduos, amorosos, que el hombre dedicaba a la barba lavándola, dándole masaje, cepillándola, dándole aspersiones de lociones perfumadas, peinándola y, finalmente, exponiéndola al sol en la ventana para secarla por arriba, por abajo y a ambos lados. Recuerdo los gestos que hacían para devolver el orden a la barba desordenada, fluidez a la barba revuelta; recuerdo los revoloteos de la mano ágil en torno a la barba, ciertos jugueteos de los dedos con las anillos de la barba, un cierto escurrirse de la barba mano adentro, como en un tubo, un cierto voluptuoso rascarse los pelos de la barba bajo la mandíbula, un cierto frotar la barba con la servilleta después de la sopa en caldo y los manjares en salsa.

Recuerdo también el peine de bolsillo que el hombre barbudo sacaba de vez en cuando de su estuche ya fuera para replegar la barba sobre el pecho, ya para darle ímpetu por medio de repetidos pases del peine desde la nuez hasta la barbilla (…) Mi infancia se vio adornada por espectaculares barbas. Barbas mosaicas y barbas de sátiro, barbas de devorador de fuego, barbas diplomáticas en abanico y militares barbas cuadradas, dóciles barbas de ramos de sauce y barbas de brochas divergentes.

El hombre con barba — continúa Savinio—es “ más rico en voces”, más ”personaje”, más ”tipo”, más “misterioso”. El paso de la barba al rostro lampiño ocurre no solamente en el rostro del hombre, sino también en la arquitectura, en el aparejamiento de las casas, en la vestimenta, en las costumbres. Al perder la barba, el hombre pierde también su aspecto espantoso, su ”fuerza de aparición”. El hombre, al fin y al cabo, lleva un pequeño bosque en el rostro, y recuerdo que cuando mi padre entraba inesperadamente en mi cuarto, a mí me parecía ver entrar un centauro, o al mismo Júpiter en persona.”
