“Dios, ¡ qué bella es esta mujer fea, despeinada, sin afeites, que se yergue ante mí y, a través de los cristales, contempla discurrir la vida de la ciudad! “—con esta observación y esta pluma el gran periodista italiano Indro Montanelli evocaba su encuentro con Anna Magnani en Milán —.” No por un gesto de la mano, sino aterrorizados por el resplandor de los ojos sobre los que hacían sombra, los cabellos se le han alzado sobre la frente de mármol y ahora se pliegan dócilmente de lado y bajan a lamerle la mejilla en una caricia consoladora, mientras una lágrima, contenida, al parecer, hace años, le brota de lejos entre las pestañas y viene a ablandar la mirada dura y triste que naufraga en ellas lánguidamente.
Aquí está tal cual la vi aquella noche, con los negros cabellos desgreñados sobre la frente sin necesidad de peluquero, entre los cuales brillan los ojos duros y tristes dentro de las hondas órbitas. Estos ojos saben encenderse y reír, cuando quieren; sonreír, jamás. Ella no los fuerza a una expresión jovial ni siquiera cuando ahora viene a mi encuentro al umbral de su habitación; los deja en estado bravo, en armonía con el resto de su persona, o sea con su dureza y tristeza habituales. Tal vez está cansada; tal vez me considera demasiado astuto y ya demasiado amigo para tener que recurrir a semejantes coqueterías que, evidentemente, le pesan.
La había visto antes en Roma. Estaba tumbada a lo largo de una poltrona, fumó uno detrás de otro media docena de cigarrillos, y se calló terca y largamente, insensible al homenaje que demostraban rendirle las otras amigas que, por no turbar su hipocondría, hablaban en voz baja y siempre dedicándole a ella su conversación, aun cuando no la miraban y daban a entender que la ignoraban. “¿Qué has hecho hoy, Nannare?”, le preguntó finalmente un jovenzuelo con el pelo lustroso de brillantina, cuyo deseo de mostrar su intimidad con “Nannarella” había ido demorándose hasta hacerse incontenible. “ He ido al mar” , respondió ella sin levantar la vista del suelo. Y todos se echaron a reír locamente, como si hubiera pronunciado la más ingeniosa de las frases. Anna no se movió de su postura con la cabeza gacha, y prosiguió al poco en voz baja: “He ido al mar para enseñárselo a la niñera de mí hijo, que es campesina y no lo había visto nunca. Se ha quedado pasmada. Se resguardó detrás de mí, por un momento, y tirándome de la falda me dijo: “Vámonos, señora, vámonos antes de que todas esas piedras blancas y azules se nos echen encima.”
(Imágenes-1-foto publicitaria con su firma/ 2- Anna Magnani -Fabri editori/ 3-colognoisseur)