“Las palabras sueñan que se las nombra”, escribió Léo Libbrecht. Y a su vez Gaston Bachelard, en su “Poética de la ensoñación” (Fondo de Cultura), recuerda cómo los nombres de las grandes cosas como la noche y el día, el sueño y la muerte, el cielo y la tierra, sólo cobran sentido designándose como “parejas”. La atención sobre las cosas y las palabras -tal cómo designamos con palabras a cuantas cosas nos rodean – ha interesado a muchos escritores. “Hay algo maravillosamente dulce – decía, por ejemplo, Charles Nodier – en este estudio de la naturaleza, que destina un nombre a todos los seres, un pensamiento a todas las palabras, afectos y recuerdos a todos los pensamientos.”
La naturaleza tiene también sueños. Las flores de loto, por ejemplo, e igualmente los árboles – así lo recuerda Heinrich Heine en “Intermezzo” -, tienen sueños nostálgicos, muy semejantes a los de los hombres. “Un abeto aislado – escribe el poeta alemán – se eleva en una montaña árida del Norte. Dormita: el hielo y la nieve la envuelven en un manto blanco. Sueña con una palmera que allá, en el Oriente lejano, languidece solitaria y taciturna en la ladera de un peñasco ardiente.” Son vuelos oníricos que recorren el espacio. Se sueña siempre. También las palabras se adormecen y se envuelven en sueños. “Las palabras – escribe Albert Béguin-, han sido definidas y refundidas tantas veces, han sido escudriñadas con tanta precisión en nuestros diccionarios, que realmente se han convertido en instrumentos del pensamiento. Han perdido su potencia de onirismo interno. Para volver sobre este onirismo unido a los nombres, habría que organizar una investigación sobre las palabras que todavía sueñan, sobre las palabras que son “hijas de la noche.”
En mi novela “Mi abuelo, el Premio Nobel” un personaje sueña con una palabra.” Es la historia – va contando Dante, el escritor – de un hombre que sueña con un nombre. Un nombre que se le aparece en el fondo del sueño, un nombre de plata, un nombre iluminado, fosforescente, Yasue. Un nombre de estrellas (…) La primera noche ese hombre sólo lee Yasue en el fondo del sueño, como si estuviera colgado del vacío. La segunda noche se le revela como un nombre femenino, un nombre de mujer. La tercera noche conoce que ése es un nombre japonés, que Yasue es el nombre de una japonesa a la que tendrá que buscar, una japonesa que le amará (…) Entonces ese hombre empieza a hacer un viaje alrededor del mundo hasta llegar al Japón. Busca allí a Yasue entre las alamedas de bambú, por las avenidas de crisantemos, a lo largo de los bosques de hayas. Cada vez que ve a una mujer le pregunta : ” ¿Eres tú Yasue, la dama del color de las cerezas precoces?” Y cada vez cada mujer se vuelve desde su quimono azulado o rosa púrpura y le va diciendo: ” No. Yo soy la Dama del paseo de glicinas. ¿ Quién eres tú? “. Y la siguiente :” No, yo no soy Yasue. Yo soy la Dama del viento en los pinos. ¿Quién eres tú?”. Y así va conociendo a la Dama de la tercera luna, a la Dama de los pensamientos morosos, a la Dama de la túnica damasquinada, a la Dama de los acordes lúgubres…”
Sí, en la literatura y en la vida siempre hay soñadores de palabras, como recuerda Bachelard.
(Imágenes.-1.-Safwan Dahoul/ 2.-Jerry Uelsmann/ 4.-Rosa Basurto-galeriaestampa.com)
Parece que con las palabras hemos resuelto el enigma de las cosas y, tal vez (y afortunadamente), nos hemos quedado cortos al describirlas con un solo nombre, aunque sea muy hermoso. Lo que me maravilla también de las palabras es que nos podamos entender, que nos faciliten la posibilidad de encontrarnos con el otro simplemente con la modulación de un sonido, generando una idea que sea comprensible para los demás.
Saludos,
JdG
Javier,
la palabra y las palabras tienen una fuerza tremenda. Una palabra de pequeño elogio hincha la vanidad de quien la escucha. Una palabra de desprecio o de insulto, aunque sea breve y ocasional, puede tener un eco devastador que dure años y destruir una amistad o una familia.
Con la palabra nos definimos siempre.
Muchas gracias por tu comentario.
Saludos cordiales