
«TEATRO: ¿Es posible que no me ves herido, quebradas las piernas y los brazos, lleno de mil agujeros, de mil trampas y de mil clavos?
FORASTERO: ¿ Quién te ha puesto en estado tan miserable?
TEATRO: Los carpinteros por orden de los autores.
FORASTERO: No tienen ellos la culpa, sino los poetas, que son para ti como los médicos y los barberos, que unos mandan y los otros sangran.
TEATRO: Yo he llegado a gran desdicha, y presumo que tiene origen de una de tres causas: o por no haber buenos representantes, o por ser malos los poetas, o por faltar entendimiento a los oyentes: pues los autores se valen de las máquinas; los poetas, de los carpinteros, y los oyentes, de los ojos».
Esto hablaban el Teatro y un forastero en el diálogo que escribió Lope de Vega en 1622, como Prólogo dialogístico a la Décimasexta parte de sus Comedias.
Ya en otra ocasión Lope – que en 1618 había escrito 800 comedias y en treinta y un meses 127 comedias más,es decir, más de una por semana – había dejado dicho: «Dadme cuatro bastidores, cuatro tableros, dos actores y una pasión«.
Era y es siempre el Teatro. La pasión por la vida y por el misterio del Teatro. Cuarenta y cinco años antes de estas frases de Lope , «un asiento en una silla de brazos en un teatro de Madrid en 1575– cuentan Macgowan y Melnitz en «Las edades de oro del teatro» (Fondo de Cultura) – costaba un real y medio; un balcón, 6 reales. El administrador del teatro desempeñaba a veces el papel de revendedor de billetes de entrada, y subía el precio de los balcones hasta 32 reales. El producto de la venta del equivalente a las palomitas de maiz de hoy en el siglo XVl – fruta, agua y dulces – aumentaba sus ingresos. El comediógrafo vendía su obra totalmente. Los mejores tal vez obtuvieron 300 reales por un auto y 55o reales por una comedia. Con la última de las sumas mencionadas podía vivir durante un año o comprar 10 burros. Una comedia nueva raras veces se representó en Madrid más de 5 ó 6 veces«.
Ahora los textos que pudieron disfrutarse en el Corral de la Pacheca, por ejemplo, en 1574, aquellos textos escuchados bajo un toldo tras subir por galerías y balcones, los textos repetidos en camerinos, recitados tras cortinas, declamados en el fondo del escenario, aquellos textos que paseó el actor vestido con una capa de 3.6oo ducados que había sido bordada con primor, atraviesan el tiempo y penetran en lo profundo de nuestras casas a través de la Red. La Red nos muestra lo que la Biblioteca Nacional ofrece ya desde estos días: los mejores textos del teatro clásico español – desde Calderón, Lope, Tirso de Molina, Vélez de Guevara y tantos otros. La audiencia se amplía casi infinitamente, el interés queda prolongado en los siglos, la curiosidad hojea estas simples palabras pronunciadas que levantaron tanta sonoridad de aplausos.
(Imágenes: 1.-National Geographic Collection/ 2.-Ren Quin: Tumba de Giuliano.-La Noche.-(detalle).-Lyceo Hispánico)




(Imágenes: 1.- foto de John McGolgan.-imagery our world/ 2.-Manuel de Falla, alrededor de 1920.-wikipedia/ 3.-Fernando Bellver: «Bailando con el fuego en Manhatan», 2007.-elcultural.es)
«En efecto, lo que yo alcanzo, señor bachiller – leía con atención aquella muchacha sentada en la silla, con la puerta abierta de su librería por si alguien pasaba -, es que para componer historias y libros, de cualquier suerte que sean, es menester un gran juicio y un maduro entendimiento. Decir gracias y escribir donaires es de grandes ingenios: la más discreta figura de la comedia es la del bobo, porque no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es simple. La historia es como cosa sagrada, porque ha de ser verdadera, y donde está la verdad, está Dios, en cuanto a verdad; pero, no obstante esto, hay algunos que así componen y arrojan libros de sí como si fuesen buñuelos».


¿Qué miro del mundo, qué observo, qué pienso?
«No estoy seguro de tener algo que agregar a lo que todo el mundo ha estado diciendo durante años – contestó J. G. Ballard en 1984 cuando fue interrogado por Thomas Frick para The Paris Review (El Ateneo)-. La década de los sesenta era una época de multiplicación infinita de posibilidades, de verdadera generosidad en muchos aspectos, una enorme red de conexiones entre Vietnam y la carrera espacial, la psicodelia y la música pop, y todo ello relacionado de todas las maneras concebibles gracias al paisaje de los medios de comunicación. Todos nosotros estábamos viviendo dentro de una enorme novela, una novela electrónica gobernada por la instantaneidad. En muchos aspectos el tiempo no existía en la década del sesenta, era tan sólo un conjunto de infinitos presentes configurativos. El tiempo volvió en la década del setenta, pero no el sentimiento del futuro. Las manecillas del reloj ahora no van a ninguna parte. No obstante aborrezco la nostalgia y es posible que vuelva a producirse una mezcla igualmente ardiente. Por otra parte, al ser tan serio, el futuro puede resultar aburrido. Es posible que mis hijos y los suyos vivan en un mundo sin acontecimientos y que la facultad de imaginación muera o se exprese exclusivamente en el mundo de la psicopatología».




«Rompe el mar









«Está usted a veces ante sus hijos en la mesa, ya en el postre, pelando esa naranja. Toma usted el cuchillo con la mano derecha, redondea usted con la izquierda el contorno de esa naranja rosa y granulada, su cintura, su cerebro. Busca usted dónde hendir el arma del cuchillo, aún hace bailar un poco entra las yemas de sus dedos esta esfera roja y pesada, hace girar la bombilla de la fruta, el huevo del zumo. Ya cuando el bisturí resbala rebanando y comienza la corteza a caer en caracola blanca y lenta, una cinta de carretera que zigzaguea desvaneciéndose hacia el plato, usted sabe que algo así hay que ir desnudando del yo, esa redondez magistral, el egoísmo cerrado en sí mismo, la peladura coronando a la soberbia, una alada pesantez de autosuficiencia, la máscara roja de la gravedad, la ocultación de las entrañas de la pulpa, el dominio redondo del yo resbaladizo. Va usted pelando y pelando esa naranja interminablemente, cada corte en derredor enseña la blanca camisa interior que usted no quisiera mostrar, una membrana, un cendal, una tela de araña sembrada de pellejos ásperos, el último paso antes de que vuelva a rebanar el cuchillo y aparezca la sangre sonrosada, venas uniformadas en curvas, gajos compactos. Está usted cada día pelando esa naranja, todos los días de su vida, cada hora despojando a esa naranja inacabable de cada envidia ácida que torna y retorna a aparecer bajo el cuchillo, las afirmaciones que aplastan, las ironías que amargan, el desprecio al cual usted está dando tirones ahora para despellejarlo, apoya mejor el borde del cuchillo en el cráneo de la naranja, oprime el arma con la yema del pulgar, empuja contra la fruta con sus dedos rebañando bien los contornos, y la cinta inapresable de la ira reaparece de nuevo dando vueltas a esta naranja del yo que no se pela nunca, cuya epidermis caracolea girando hacia el final del plato».
Leo estos días en Le Figaro el fenómeno de la afluencia masiva de espectadores al cine, huyendo, sin duda alguna, de la cruda realidad económica para refugiarse en el mundo de las bellas apariencias. De la 