
No sé si podré despedirme de las constelaciones vecinas del Polo Norte, de las constelaciones boreales—Andrómeda, Perseo, Casiopea—, las figuras como estrellas se expanden en el horizonte celeste, abren sus brazos y piernas y juegan con la Osa Mayor, que a su vez juega con el Leoncito en las constelaciones boreales, luego mi ojo recorre El Boyero, la Corona boreal, los Canes, la Cabellera de Berenice, se va a ver El Cochero, la Cabra, el Lince, el Telescopio de Herschel; después mi ojo abarca Pegaso, el Caballito, el Delfín, la Vía láctea. Luego el ojo entra en las constelaciones zodiacales — en Piscis, Aries, Taurus, Geminis, Cancer, Leo, Virgo, Libra, Scorpius, Sagittarius, Capricornio, Acuarius —, la pupila se entretiene con tantos animales dibujados en las noches del cielo, el ojo quisiera detenerse, pero las despedidas son así: si quiere recordarlo todo, el ojo tiene que ir a las constelaciones australes, a la Ballena, el río Eridano, el Taller del escultor, la Máquina eléctrica, el Horno de química, y mi ojo se adentra también en el Polo Austral y en las constelaciones que lo rodean.

Y de repente se apaga la luz. He cerrado el ojo o se ha hecho de día en la noche del cielo, no lo sé. Las estrellas no me miran, están apagadas, escondidas en nieblas, dejando pasar los aviones de los humanos que trazan en el aire sus cintas de viajeros. Pero las estrellas plateadas sí existen. Me siguen desde lejos cuando yo voy por el campo y no las miro, a veces he preferido esa extensión de campo terrestre a la extensión de campo celeste, con sus labriegos alados en el horizonte y sus pueblos desaparecidos en el fulgor. Caminar entre las estrellas es caminar de noche, ir tanteando las despedidas, ir acordándose de aquel momento en que una lluvia de estrellas me empapó toda la ropa, no sabía dónde guarecerme, cómo secarme, ir chorreando de luz, y caminar deprisa en la noche buscando el primer portal del amanecer.
José Julio Perlado
