
Estoy con mi madre en un concierto. Ella tiene 54 años, no sabe que dentro de 4 morirá del corazón. Yo tengo 28 años, no oigo el corazón de mi madre, oigo la avalancha de flautas de Debusy que vienen hasta esta fila segunda del Auditorio donde estamos sentados. Las flautas del “Preludio a la siesta de un fauno” llegan en cascada, como columnas brillantes, como una selva de sonidos, el oído intenta apartar las columnas de flautas pero todas le llevan a la música. Mi madre también cruza esa selva de flautas pero, como luego me dirá, ella aprovecha Debussy para pasear con su mente, para pensar qué tiendas visitará este otoño, qué trajes se va a comprar. Pero eso lo hace con Mahler, con Brahms, con Chopin. Ama la música, pero hay un momento en que las ondas la empujan a escaparse de los auditorios y perseguir los problemas, buscar soluciones, distraerse con multitud de planes. Cuatro veces la flauta de Debussy conquista una armonía a la que acompaña el oboe. La brillantez cegadora de los instrumentos se funde con las arañas luminosas del recinto. Todo es diáfano. Mi madre es joven, rubia, mueve de vez en cuando la cabeza para seguir algún compás, se distrae. Me ha llevado a este concierto, como a tantos otros, para que yo ame la música. El misterioso lirismo de la siesta de un fauno va variando su figuración rítmica. Las flautas, los oboes, los clarinetes, los fagotes,el arpa y la cuerda dan las sonoridades y los timbres, las combinaciones jaspeadas que van quedando en mi memoria mientras giro mi cabeza y miro a mi madre rubia.
José Julio Perlado

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