Se pensaría que por las terrazas del sentimiento, por esas avenidas que nos traen recuerdos violáceos, recuerdos que nos dejan un raro sabor de boca, algo que al parecer escapó y que vuelve ahora de nuevo, algo que nos da la impresión de que eso ya no lo volveremos a vivir, aquello que nos pareció tan radiante en el pasado y que nunca retornará en el presente, unos juegos quizás, o unos rostros, unos rostros, sí, bellos y desaparecidos, conversaciones fugaces, luminosas horas, todo ese mundo que ahora nos trae el viento de los años, la brevedad de la existencia, eso que llega y que nos envuelve de pronto en golpe imprevisto del pensamiento, lo podríamos bautizar sin duda como melancolía, y es cierto, la dama de la melancolía nos acompaña por esas terrazas del sentimiento y anda despacio con nosotros, pisa por donde nuestro silencio pisa y apenas nos habla, tan sumida va en cuanto nosotros estamos pensando que la melancolía en ocasiones somos nosotros mismos.
( Durero. La Melancolía)

“El temor y la tristeza – advirtió Hércules de Sajonia – son los verdaderos y constantes caracteres de la mayoría de los melancólicos, pero no de todos, puesto que algunos se distinguen por su buen talante, otros por su atrevimiento, y los hay que no manifiestan ninguna forma de temor o pesadumbre”. “Se incluyen entre los melancólicos – señaló a su vez Ecio -, no sólo a los descontentos, arrebatados, desdichados y de rostro pálido o de color terroso, sino aún más a los sujetos alegres, joviales, bromistas y de buen color en sus semblantes”. Por tanto la melancolía no es hermana exclusiva de los tristes, y la “acedia” – la llamada “tristeza o melancolía del mundo”, (expresión también de una vacilación o rechazo a devenir lo que la persona realmente es, por su propia naturaleza) -, aquello que Kierkegaard llamaba “la desesperación de la debilidad”, tiene unas hijas propias que el filósofo alemán Josef Pieper ha analizado muy agudamente. “Ningún hombre puede mantenerse en la tristeza”, se lee en la Biblia, y una de las hijas de esa “acedia” o tristeza es la vagabunda inquietud de espíritu, que a su vez se revela (y esto, en principio, nos parecería sorprendente) en la abundancia de palabras en la conversación, es decir, en la verbosidad o charlatanería incesante, en la ininterrumpida búsqueda de novedades – por tanto, en la curiosidad permanente -, como también en la dispersión, en la ausencia de sosiego y de reposo, en realidad en el no parar y en la inestabilidad de lugar y de decisión.
Por todas estas rendijas – muchas de ellas muy características de nuestra época – se cuela la llamada “tristeza del mundo” o “acedia” y, naturalmente, la melancolía.”Hoy ya se han experimentado hasta la saciedad – y así lo ha señalado otro gran autor contemporáneo – las promesas de libertad ilimitada y empezamos a comprender de nuevo la expresión “melancolía de este mundo”. Las alegrías prohibidas pierden su esplendor en el momento en que ya no están prohibidas. Vemos frecuentemente en el rostro de los jóvenes una extraña amargura, un conformismo bastante lejano del empuje juvenil hacia lo desconocido. Todo lo que se puede esperar ya se conoce y todo amor desemboca en la desilusión por la finitud del mundo. El hombre tiene miedo de estar sólo consigo mismo, pierde su centro, se convierte en un vagabundo intelectual, que siempre se está alejando de sí mismo. De ahí esa verbosidad y curiosidad a la que acabamos de referirnos, ya que el hombre con su permanente hablar huye del pensamiento. Puesto que se le ha quitado la visión hacia lo Infinito, busca insaciablemente sustitutos”. Por otro lado, al invertirse los objetivos en el trabajo (Aristóteles decía “no nos consagramos a una vida activa sino con vistas a tener ocio” y ahora decimos, “nosotros no trabajamos solamente para vivir, sino que vivimos para el trabajo”), la melancolía no tiene por qué estar unida únicamente a la indolencia o la pereza sino que puede manifestarse perfectamente escondida en una frenética actividad externa. La melancolía, por tanto, no es compañera exclusiva de los pasivos paseantes en las terrazas de los sentimientos sino que puede encontrarse igualmente entre quienes se han arrojado a un activismo frenético, a la locura del trabajo por el trabajo…
( El Pensador. Rodín)

Estudiada la melancolía por grandes autores – son célebres los volúmenes “Saturno y la melancolía” de Klibansky y Panofsky y el exhaustivo tratado de Robert Burton, “Anatomía de la melancolía” -, se han analizado las múltiples causas que la provocan, se han enumerado sus síntomas, se han aportado posibles remedios y curaciones, se ha contemplado la relación que ella puede tener con el amor, los celos, la belleza del rostro o de los ojos, se ha considerado – y así lo hace Burton -cómo nos puede afectar la melancolía amorosa al traspasar las fronteras de los sentidos, de qué forma los encuentros, las conversaciones, los cantos, los engaños, las promesas, las quejas y las lágrimas trenzan muchas de esas melancolías que existen en el mundo, y cómo el miedo, la pena, la desconfianza, ciertas conductas extrañas, juramentos, juicios, ultrajes y gestos influyen en ella, cercando a la melancolía con las pasiones y turbaciones de la mente – con la envidia, la malicia, las preocupaciones, miserias, vanaglorias y tristezas de la existencia -, mezclándola con pavores, burlas, calumnias, necesidades y ausencias. El universo de la melancolía es amplísimo y por citar un aspecto entre mil he ahí a la música como uno de los remedios – según Burton – para apartar esa melancolía. “La música -señala él – es la mayor medicina de la mente, un poderoso golpe para elevar y reavivar un alma lánguida, “afectando no sólo a los oídos, sino a las propias arterias, los espíritus vitales y animales, eleva la mente y la agudiza” como así dice Lemnio. Juan de Salisbury, por su parte, indica que la música tiene su efecto sobre las almas más embotadas, severas y dolientes, “expulsa la pena con alegría, y si hay algunas nubes, polvo o escoria de las preocupaciones todavía latentes en nuestros pensamientos, los barre poderosamente”.
¿Es esto así de diáfano? No, no lo es. El dorso de este posible remedio de la música lo muestra Platón, el cual prohíbe la música a todos los jóvenes, porque la mayoría están enamorados y no hay que alimentar el fuego con el fuego. Muchos hombres – apunta también Robert Burton – se ponen melancólicos al escuchar música, pero les causa una agradable melancolía, y por lo tanto, para quienes están descontentos, con pesar, miedo, dolor o están abatidos, es el mayor remedio presente. Plutarco a su vez decía que la música vuelve a algunos hombres tan locos como tigres y Homero, que la música hace a algunos despertar y a otros dormir, mientras Teofrasto profetizaba que las enfermedades tanto se pueden adquirir como mitigar con la música.
Naturalmente, si hubiera que elegir un cuadro cuyo tema sea éste que nos ocupa nos encontraremos siempre con Durero y su celebre grabado “La Melancolía“. “En la Edad Media – nos recuerda Kenneth Clark al comentar la obra -“melancolía” quería decir una simple combinación de pereza, aburrimiento y desaliento que debe de haber sido muy corriente en el seno de una sociedad analfabeta. Pero la aplicación que de ella hace Durero dista muchos de ser simplista. Esta figura es la humanidad en su forma más evolucionada, provista de alas para elevarse .Está sentada en la actitud del “Pensador” de Rodin, y todavía tiene en la mano el compás, símbolo de la medición con que la ciencia conquistará el mundo A su alrededor aparecen todos los emblemas de la acción constructiva: un serrucho, unas tenazas, una balanza, un martillo, un crisol y dos elementos de la geometría de los sólidos, un poliedro y una esfera. Pero ella, desdeñando todos esos instrumentos de construcción, permanece ahí sentada, meditando sobre la futilidad del esfuerzo humano Su mirada obsesiva refleja algún profundo trastorno psíquico”.
La melancolía, pues, ha sido siempre tema que con diversas variantes ha recorrido los siglos. Hoy quizá sean los temores del futuro y los recuerdos del pasado los que inquietan a veces a nuestro presente, sobresaltando sus aguas. La serenidad que debería instalarse en cada uno de nuestros momento actuales se ve alterado por tormentas, o bien que ya pasaron o bien o que aún no llegaron y ni sabemos siquiera si llegarán. Si miramos tan obsesivamente al ayer que ya sucedió y que no tiene remedio o al mañana que aún no ha sucedido y que es una gran incógnita en el porvenir, deberíamos preguntarnos por qué a veces nos embarga tanto en el presente esa curiosa y muchas veces perjudicial melancolía.
José Julio Perlado
(ilustraciones de Alenarte Revista)