“… Y en una de aquellas tardes, de repente, en determinado momento, el pintor Sesshû Tôyô se levantó y quiso que Hisae le acompañara hasta el fondo del taller, es decir, hasta el fondo de la naturaleza. Avanzaron los dos entre arbustos y riachuelos, sortearon recovecos y senderos, y al fin llegaron a lo que parecía ser el extremo del taller. Extendido sobre una amplia pared y colocado a media altura, aparecía un largo paisaje de unos quince metros de largo representando las estaciones del año. Allí estaban, ondulados y vivos sobre un largo soporte horizontal, los dibujos de la primavera, el verano, el otoño y el invierno, y con ellos las casas, las rocas, diminutas figuras, espacios y vacíos. No había colores, todo era en blanco y negro. “Es un simple esbozo de un trabajo mío que he empezado y que un día deseo terminar — quiso explicar sencillamente el pintor Sesshû al llegar allí —, pero para eso quizá falten aún muchos años. Querría llamarlo “El paisaje de las cuatro estaciones.” Hisae se quedó absorta contemplando el primero de aquellos dibujos, el dibujo de la primavera, con sus casas, sus nubes y sus pequeños habitantes, pero de repente aquella primavera empezó a moverse en rápidas ondulaciones, dio paso enseguida al dibujo del verano, y éste se precipitó a mostrar el dibujo del otoño y éste el del invierno. Fue todo muy rápido. Las cuatro estaciones, a la vez que las contemplaba Hisae, adquirían un constante movimiento. “Es el movimiento del año — quiso explicar simplemente el monje pintor —. Son los cambios. Es el fluir de las cosas”. La pintura del invierno se encadenaba enseguida con el dibujo de la primavera, ésta con la del verano, luego con la del otoño y otra vez el invierno se encadenaba con la primavera. Hisae seguía asombrada aquellos movimientos continuos de las estaciones y a la vez permanecía sin moverse, completamente quieta, la pintura del mundo era la que se estaba moviendo y ella aguardaba inmóvil, recordando lo que le había sucedido muchos años antes, hacia 1215, al descubrir por primera vez que ella vivía sobre el tiempo y que el tiempo no vivía sobre ella. Sobre todo le interesaba el movimiento del otoño. Cada vez que aquel paisaje de las cuatro estaciones giraba y pasaba con rapidez delante de Hisae, ella procuraba fijarse en los rasgos del otoño, en aquellas vigorosas pinceladas marcando las rocas, las montañas y los árboles, toques un poco bruscos de tinta, efectos de profundidad muy calculados, desde las rocas negras en un extremo hasta los caminos sinuosos escapando en zig-zag hacia el infinito. Recordaba las excelencias del otoño evocadas en la Historia de Genji con la imagen de las hojas cayendo de modo silencioso, las lluvias refrescando a las últimas flores, las nieblas perfectamente agrupadas, pero sobre todo el tono de la tristeza.”
José Julio Perlado
(del libro “Una dama japonesa”) (relato inédito”)
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(Imágenes —1- Yayoi Kusama-1991– museo de Tokio/ 2-Kaichi Kobayashi