ÉRASE UN NIÑO QUE SALÍA

«Érase un niño que salía cada día,

y el primer objeto que veía, en ese objeto

se convertia,

y ese objeto se convertía en parte de él todo el día

o al menos una parte del día,

o por muchos años o por largos ciclos de años.

Y las primera lilas se hacían parte de este niño,

y la hierba y el blanco y rojo de las campanillas, y

el trébol blanco y rojo, y el canto del

papamoscas,

y los corderos de tres meses y los rosados lechones,

y el potrillo y el ternero,

y la ruidosa camada del corral o junto al lodo

del estanque,

y los peces tan curiosamente suspendidos allá

abajo, y ese hermoso y curioso líquido,

y las plantas acuáticas con sus gráciles cabezas planas, todo

se convertía en parte de él.

(…)

Sus propios padres, el padre que le había engendrado y la madre

que le había concebido en su seno y dado a liuz,

y de sí mismos le dieron a ese niño más que todo eso,

le dieron después el cada día, se convirtieron en parte

de él.

La madre en casa que en silencio coloca los platos sobre

la mesa,

la madre de dulces palabras, limpios su gorrro y su vestido,

el saludable aroma que emana de su persona y ropa

cuando camina,

(…)

las costumbres familiares, el lenguaje, la compañía, los

muebles, el corazón conmovido y emocionado,

el afecto que no puede negarse, la noción de lo que

es real, el pensar si después de todo resultará

ser irreal,

las dudas que se tienen durante el día y las dudas de la noche,

los curiosos si y cómo,

si lo que parece ser así es así, o son todo destellos

y motas,

los hombres y mujeres que abarrotan veloces las calles, si no son

destellos y motas,  ¿entonces qué son?,

las calles mismas, y las fachadas de las casas, y

vehículos, caballos de tiro, los tablones de los muelles,

los inmensos embarcaderos de los ferrys,

el pueblo de la meseta visto desde lejos al alba,

el río que lo cruza,

sombras, aureolas y nieblas, la luz que se posa en los tejados

y hastiales blancos o pardos a dos millas de distancia,

la goleta cercana que duerme soñolienta sobre la marea,

el pequeño bote que va a remolque a popa,

las olas presurosas que vienen y van, las crestas efímeras,

que chapotean,

las capas de nubes de colores, la larga franja de tono

marrón allá solitaria, la extensión de pureza donde

permanece inmóvil,

el filo del horizonte, el vuelo del cormorán, la fragancia

de las salinas y el lodo de la orilla,

todo eso se hizo parte del niño que salía cada

día, y que ahora sale, y que siempre saldrá

cada día».

Walt Whitman: » Érase un niño que salía»

(Imágenes:-1.-Wynn Bullock.-niño en Forest Road.-1958/2- Fernand Khnopff.-1885/3.-Arkady Rylov -la extensión del azul.-1918.-wikipedia)

HOMBRES DESARRAIGADOS

«Demasiado mar. Ya hemos visto bastante el mar.

Por la tarde, cuando el agua se extiende, incolora

y difusa en la nada, el amigo la observa

y yo observo al amigo, y mientras no habla nadie.

Ya en la noche, acabamos en el rincón de una taberna,

aislados entre el humo, y bebemos. Mi amigo tiene sueños

(son un poco monótonos los sueños junto al rumor del mar)

donde el agua es tan sólo el espejo, entre una isla y otra,

de colinas, salpicadas por cascadas y flores salvajes.

Su vino es así. Se contempla en el vaso,

alzando verdes colinas sobre el llano del mar.

Me agradan las colinas; y dejo que me hable del mar

porque su agua es tan clara que muestra hasta las piedras».

Cesare Pavese : « Hombres desarraigados».

(Imágenes:1.- Léon Spilliaert.-1916/ 2.-Hengki Koentjoro)

LA DESNUDEZ DE ESTILO

«Los Matisse cuenta Gertrude Stein – vivían junto al Bulevar Saint-Michel, en un piso pequeño, el último de la casa, con tres habitaciones y hermosas vistas a Notre-Dame y al Sena (…). Madame Matisse  era una admirable ama de casa. Mantenía su pequeño piso limpio como una patena. Todo estaba en orden, sabía cocinar e ir a la compra, y además, posaba para su marido. Ella era «la Femme au Chapeau«. En los tiempos en que los Matisse carecían de dinero, madame Matisse puso una tiendecilla de sombreros, gracias a la cual sortearon la dificultades. Era una mujer morena, de porte erguido, cara larga y labios de trazo firme pero inclinados hacia abajo, lo que le deban un aspecto caballuno. Tenía una gran mata de pelo negro. A Gertude Stein le gustó siempre el modo en que madame Matisse se ponía el sombrero, y en una ocasión, Matisse pintó un retrato de su mujer en el momento de ponerse un sombrero con el ademán en ella caracterísitico, y se lo regaló a miss Stein».

Así lo va contando Gertrude Stein en la «Autobiografía de Alice B. Toklas» (Lumen)

Ahora, la exposición que está teniendo lugar en el Gran Palais de París recorre aquella atmósfera, la compra y venta de cuadros, la adquisición de una colección.

Pero cuando uno se detiene ante el retrato de Gertrude Stein pintado por Picasso, parece que volviéramos a oir las palabras de miss Stein: «creo – decía – que ya he descrito el taller de Picasso. En aquellos días, allí, había todavia mayor desorden, más gente que entraba y salía, más fuego en la estufa, más comida cocinándose y más interrupciones. Había un gran sillón roto, en el que Gertrude Stein posaba. Había un diván en el que todos se sentaban y dormían. Había una pequeña silla de cocina en la que Picasso se sentaba para pintar, un gran caballete y gran cantidad de grandes telas. En el apogeo del período del Arlequín, las telas de Picasso eran enormes, y las figuras y los grupos también».

Eran los tiempos de la desnudez de estilo aplicada en breves recomendaciones por Gertude Stein a algunos escritores. Como recuerda Anthony Burgess en su estudio sobre Hemingway, el futuro autor de «París era una fiesta» era lo bastante joven para poder ser el hijo de Stein, y éste le mostraba humildemente su trabajo, un fragmento de novela. «Demasiadas descripciones porque sí – le dijo Stein a Hemingway -, demasiados adornos: comprima, concentre. Hay mucha descripción aquí, y descripción no demasiado buena. Vuelva a empezar y escriba con más cuidado». Y como ella misma añade, comentando el trabajo de corresponsal de un diario canadiense que Hemingway desempeñaba por entonces, agregó: «Si sigue con los trabajos periodísticos, nunca tendrá ocasión de ver la realidad, sólo verá las palabras, y esto no basta, no basta, desde luego, si es que pretende ser escritor».

(Imágenes:- 1.- Henri Matisse.-La Femme au Chapeau.-1906.-colección SFMOMA/2.-Horst. P. Horst.-autorretrato con Gertrude Stein.-1946/3.-Gertrude Stein por Picasso.- 1905.-Museo Metropolitano de Nueva York/4,- Gertrude Stein posa junto al retrato pintado por Picasso.-APF.-La Vanguardia)


LA MAGDALENA EN EL PALADAR

«El sabor de la magdalena nos puede llevar al París de principios del siglo XX.. Las migajas de una magdalena en el paladar de una lectura nos trasladan a 1909, cuando en París, un escritor llamado Marcel Proust empapa sus recuerdos infantiles al mojar en una taza de tila unas personales evocaciones. Tiene Proust entonces 38 años. Seguramente es en junio de 1909, en su Cuaderno 25 de escritura –unos cuadernos estrechos y alargados, repletos de anotaciones apretadas, como una vibración de recuerdos, como un fluir intermitente de sensaciones y de pliegues– cuando Proust escribe el borrador o el esbozo de este famoso texto, situado casi al principio del primer tomo de su gran obra En busca del tiempo perdido. Es en ese primer tomo, Por el camino de Swann, publicado en 1913, cuando Proust dirá de esa magdalena casi mágica en la literatura: las formas externas –también aquella tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos–, adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.

Gotitas de recuerdo. El recuerdo nos vuelve a trasladar a París, al barrio de Auteuil, donde nace Marcel Proust un 10 de julio de 1871. El recuerdo nos lleva de puntillas al Bois de Boulogne de la capital francesa para seguir los paseos en bicicleta de esas muchachas en flor que bajo sus sombreros de paja toman refrescos. Con el recuerdo en migajas nos iremos a las carreras de caballos de 1902, entre sombrillas y programas de mano, coqueteos furtivos y sombreadas miradas. Las ruedas del recuerdo en coche de caballos bajan con nosotros los Campos Elíseos, la mirada orienta sus prismáticos y observamos los colores del nuevo siglo. Están los hombres con sus bigotes refinados y puntiagudos y el dandysmo de sus bastones de nácar, las damas atraviesan la plaza de la Concordia camino de esos bailes de blancura almidonada, y hay aquí y allá, entre inmaculadas pecheras, el vaivén de abanicos azules, escotes rosas y perlas hilvanando gargantas de luz. Se baila en París igual que se toma el sol en la arena imaginaria de una Normandía proustiana, al norte de Francia, entre Deauville y Cabourg. Proust lo va anotando todo. Apunta no sólo lo que ve sino lo que su memoria le entrega a la orilla del tiempo: Y a cada momento saludaban a madame Swann –escribe en A la sombra de las muchachas en flor para retener una escena cerca del Arco de Triunfo–, inconfundible en aquel fondo de líquida transparencia y de luminoso barniz de sombras que sobre ella derramaban su sombrilla, jinetes rezagados en aquella avanzada hora, que pasaban como en el cinematógrafo, al galope por la Avenida, inundada en sol claro.

Marcel Proust, que morirá el 18 de noviembre de 1922 tras acolchar el cofre de su asma en un tapiz de trabajo encarnizado y de secreto silencio, dejará escrito un París redivivo, un siglo desgajado en minúsculas sensaciones antes de que los faros nocturnos barran de inquietud los presagios de un cielo en la Primera Guerra Mundial. Proust no sólo nos cuenta el París recobrado del tiempo sino que va al encuentro del tiempo mismo desmenuzando su magdalena de olor. Mojando esa magdalena en la taza de tila de la novela, nos entrega el sabor de un mundo que se fue, las migas de una época que nos evocan el pasado de una literatura que ya no se hará más, esas intermitencias del corazón que dieron latido a nuestras lecturas y a nuestra infancia».

(«El artículo literario y periodístico -Paisajes y personajes«.-págs 194-196)


(Al leer la vida de Proust se estudian sus preparativos para el trabajo: la lenta, paciente, perseverante tenacidad de su espíritu volcado sobre la labor, en plena habitación acolchada, rodeado de notas, de papeles, de fotografías y de recuerdos. Maurois describe con gran claridad todo este impresionante proceso. Y resulta admirable contemplar a este gran trabajador ‑anteriormente un gran perezoso‑ entregado de una manera obsesionante a producir lo único para lo que estaba llamado y lo único que le importaba en el mundo)

(Imágenes:- –Jean Béraud:- 1.-Boulevard des Capucines/2.-concierto privado/3.-el Bois de Boulogne/4.-sombrerera en los Campos Elíseos)

DULCÍSIMA MADRE

«Mater dulcissima, ahora descienden las nieblas,

y el Naviglio embiste confuso contra los muelles

los árboles se hinchan de agua, arden de nieve;

no estoy triste en el Norte; no estoy

en paz conmigo mismo, mas no espero

perdón de nadie, muchos me deben lágrimas

de hombre a hombre. Sé que no estás bien, que vives,

como todas las madres de los poetas, pobre

y con la justa medida de amor

a causa de tus hijos lejanos. Hoy soy yo

quien te escribe».- Al fin, dirás, dos líneas

de aquel muchacho que huyó de noche con un abrigo corto

y algunos versos en el bolsillo. Pobre, tan generoso,

un día lo matarán en cualquier parte- .

«En verdad, lo recuerdo, fue en aquel gris andén

de trenes lentos que llevaban almendras y naranjas

a la desembocadura del Imera, el río lleno de urracas,

de sal, de eucaliptos. Mas ahora te agradezco,

así lo deseo, la ironía que has puesto

sobre mis labios, mansa como la tuya.

Esa sonrisa me ha salvado de llantos y dolores.

Y no me importa si ahora derramo lágrimas por ti,

por todos los que como tú esperan,

y no saben qué esperan. Ah, muerte amable,

no toques el reloj que en la cocina late sobre el muro,

toda mi infancia pasó sobre el esmalte

de su cuadrante, sobre sus flores pintadas:

no toques las manos, el corazón de los viejos.

Pero ¿acaso alguien responde? Oh piadosa muerte,

muerte honesta. Adiós, querida, adiós mi dulcissima mater«.

Salvatore Quasimodo: «Carta a la madre»

(Imágenes:- 1.- Gertrude Käsebier.-1901.-Museo de Arte Moderno de Nueva York/ 2.-retrato de madame Caillebotte.-madre del artista.- Gustave Caillebotte. 177.-colección privada)

DELACROIX Y «LA LUCHA CON EL ÁNGEL»

«Durante sus últimos años – cuenta Philip Sandblom en «Enfermedad y creación» -, Eugène Delacroix luchaba contra el cansancio, la debilidad y un sentimiento de incapacidad mientras se esforzaba por terminar su obra más difícil: las pinturas de Saint- Sulpice de París. En la de Jacob luchando contra el ángel probablemente describió su propia situación, como un hombre que lucha contra su destino, lo cual parece una batalla perdida. Hay una frase de Scott Fitzgerald, escrita poco antes de su muerte – sigue diciendo Sandblom -, que viene al caso: «La vida nos hace sencillamente trampa y nos pone por condición la derrota (…); lo que nos redime no son la «felicidad y el placer», sino las satisfacciones más profundas que resultan de la lucha«.

Esa lucha personal – escaramuzas victoriosas, escaramauzas vencidas – aparece numerosas veces en su «Diario» al que me he referido en varias ocasiones en Mi Siglo. «Todas las veces que puedas – se dice a sí mismo el 13 de septiembre de 1852 – disminuye tu aburrimiento o tu sufrimiento mediante la acción. Esta resolución aplicada a las vulgaridades de la existencia, como a las cosas mportantes, daría al alma un resorte y un equilibrio que son el estado más apropiado para evitar el aburrimiento. Sentir que se hace lo que se debería hacer, le eleva a uno ante sus propios ojos. Se disfruta después, a falta de otra cosa, del primero de esos placeres: estar contento de sí mismo. La satisfacción del hombre que ha trabajado y que ha empleado convenientemente su jornada es inmensa. Cuando estoy en ese estado, gozo después de un momento delicioso el reposo. Puedo inclusive, sin el menor pesar, encontrarme entre gentes aburridas. El recuerdo de la tarea que he realizado vuelve y me preserva del aburrimiento y de la tristeza».

Es la lucha por aprovechar el tiempo que ya aplicó en su viaje a Marruecos, en 1832, con sus dibujos al natural, superando dificultades.” A las nueve hemos echado el ancla delante de Tánger – escribe ese mes de enero -. He gozado grandemente del aspecto de esta población africana. Ha sido bien otra cosa, cuando, después de las señales de rigor, el cónsul llegó a bordo en una canoa. tripulada por una veintena de moritos negros, amarillos, verdes, que se dedicaron a trepar como gatos por todo el barco y se atrevieron a mezclarse con nosotros. Yo no podía separar mis ojos de tan singulares visitantes”.

 El 21 de febrero Delacroix asiste a una boda judía: “Moros y judíos a la entrada de la casa- va anotando -. Los dos músicos. El violín y el dedo pulgar del violinista destacándose en la luz, mientras que el dorso de la otra mano quedaba muy en la sombra. Claridad detras de la figura; transparencia en distintos sitios: las mangas blancas, y sombra en el fondo. El violinista sentado sobre sus talones, oscuridad en la parte baja. La funda de la guitarra sobre las rodillas del tocador, muy oscuro hasta la cintura del guitarrista, luego se destacaba su chaleco rojo con adornos marrones, azul el fondo, detrás del cuello. Una sombra causada por el brazo izquierdo sobre la rodilla. Las mangas de las camisas arremangadas de manera que dejan ver los biceps. Una verruga en el cuello, la nariz corta”.

Es la lucha siempre con su «ángel » personal, la lucha contra cualquier desánimo o decaimiento. Así se esforzará durante años en su vida. Es la acción. Como han señalado los estudiosos de su «Diario«, es la progesiva estrangulación del aburrimiento gracias al trabajo.

(Pequeño apunte con motivo de la exposición que sobre Delacroix está teniendo lugar en Madrid)

(Imágenes:- 1.-la lucha de Jacob con el ángel.-iglesia de Saint-Sulpice.-París/2, 3  y 4.- Delacroix: álbum del viaje a Marruecos en 1832.-Museo del Louvre/ 5.-boda judía en Marruecos.-Museo del Louvre)

ELISABETH X

«Viene a verme a mi consulta la señora Elisabeth X., que llega, según me dice, directamente de la estación, tras haber pedido hora con anticipación desde la cercana ciudad de provincias donde vive. Es una mujer aún joven y agraciada, se diría que bella, de porte distinguido y una cabellera que se adivina negra bajo el ala del sombrero elegante y ladeado que cubre su cabeza. Tiene un lunar en la mejilla derecha que realza aún más su cutis blanco y unos ojos grandes y misteriosos. Me cuenta su historia que es la siguiente: cada vez que sube a un tren, nada más colocar su equipaje y sentarse en la butaca correspondiente, al intentar descorrer o correr la cortina de la ventanilla o cruzar las piernas y acomodar su nuca en el respaldo, el vagón y las personas que en éste se trasladan comienzan a difuminarse muy lentamente ante sus ojos y una bruma gaseosa empieza a invadir poco a poco el pasillo central recubriendo los montículos de los asientos tal como si los rodeara una densa espuma. Me lo cuenta así la paciente y me añade que ella, en esos casos, no logra distinguir los contornos de los objetos ni de los individuos. Presa de pánico, sin atreverse a leer una revista ni a girar su cabeza hacia uno u otro lado y mucho menos a levantarse, aguarda siempre el mismo movimiento, que tiene lugar al cabo de cierto tiempo, sin que ella pueda calcular cuándo éste ocurre con exactitud. De lo profundo de la nube blanca elevada verticalmente en el pasillo del tren surgen ahora dos manos precisas, cortadas en el aire alrededor de las muñecas, y esas manos, de dedos ágiles y activos, avanzan hacia ella reclamándole su billete, que ella entrega sumisa, sabiendo que con ese gesto se reincorporará inmediatamente a la realidad. Efectivamente es así, me dice, y una vez reintegrado su billete por esas manos que han comprobado su validez, el vagón recobra la apariencia que antes tenía, se desliza vertiginoso entre sonidos y luces y el viaje es felicísimo: ella recupera la plenitud de sus sensaciones y la libertad.

Llegada a la localidad prevista, la paciente, según ella me sigue contando, se dispone a bajar con su equipaje, aprovechando al máximo los pocos minutos que el ferrocarril suele detenerse en esa estación, ya que conoce lo breve que es esta parada. Desciende con cuidado hasta el andén, pone el pie en la alfombrilla, se calza enseguida las zapatillas y cubriéndose el camisón con la bata se dirige con toda celeridad hacia el cuarto de baño, haciendo caso omiso del tren que ahora se va alejando entre pitidos y resoplidos. Suelta los grifos del agua caliente para que el baño se caldee, va hasta la cocina y pone en marcha la cafetera, vuelve otra vez al baño, se arregla mientras escucha la radio, desayuna un café rápido y sale con prontitud en su pequeño automóvil camino del trabajo, un puesto que desempeña a pleno rendimiento desde hace varios años y que consiste, según ella me informa, en llevar la responsabilidad de la sección de diseño en una casa de modas. Trabaja en su despacho todo el día. Almuerza habitualmente en la cafetería, a no ser que le surja alguna comida de negocios. Sale a las seis, y un día a la semana hace la compra en el supermercado antes de volver a casa. Los sábados suele salir al cine con varias amigas. No me habla en absoluto de amoríos ni de hombres, cosa que me sorprende. A mi pregunta sobre si es soltera o casada me responde que estuvo casada y ya no añade más sobre su situación actual. Yo tampoco insisto. Me informa que por las noches suele ver la televisión hasta las diez y media u once menos cuarto, se prepara para irse a la cama y apaga la luz entre las once y cuarto y once y media.

-¿Qué sucede entonces? – le pregunto.

– Lo que le he contado. Nada más colocar mi equipaje y acomodarme en el asiento, todo empieza a llenarse poco a poco de niebla y ya no distingo a las personas.

– Entonces, ¿no duerme?

– No, no puedo dormir, ya le digo que está todo rodeado de niebla.

-¿Qué hace entonces?

Ella se queda absolutamente quieta esperando la siguiente pregunta

-¿Espera usted a que le pidan el billete? –le digo, procurando ayudarla.

– Sí, exactamente hago eso – me dice.

Como en este momento la paciente hace una más larga pausa y me mira con sus grandes ojos negros y misteriosos, sin que al parecer tenga intención de proseguir, aprovecho para preguntarle con qué frecuencia le ocurre lo que me está relatando.

– Cada que vez que subo al tren – contesta sin titubear.

– Querrá usted decir – le corrijo suavemente – cada vez que usted se mete en la cama…

– Sí, así es. – Luego, tras otra larga pausa, añade -: Es siempre el tren de las once treinta y cinco.

– ¿Viaja usted siempre en el mismo vagón?

– Sí, siempre. En el mismo vagón y en el mismo asiento.

Me añade, sin embargo, que en uno de esos trayectos nocturnos, hace concretamente una semana – especifica que fue la noche del último jueves -, tuvo ocasión de conocer mejor ese ferrocarril. Una vez pasado el trance habitual con el revisor, me cuenta que se atrevió a levantarse de su butaca, algo que nunca había hecho. Tenía sed y necesitaba beber algo. Anduvo y anduvo buscando el coche restaurante y atravesó así tres vagones seguidos, bamboleándose por el traqueteo y teniendo que apoyarse en el borde de los asientos para poder avanzar con cautela y no caerse. “Al llegar – me dice -, todo aquel vagón estaba iluminado y los niños estaban ya jugando muy entretenidos, peleándose entre sí”.

-¿Qué niños? – le pregunto.

– Mis hermanos. Mis primos. Todos mis amigos de la infancia.

-¿En el vagón – restaurante?

-Sí.-me contesta impasible.

-¿Y qué hizo usted?

– Bueno, le pedí agua a María, mi hermana mayor, que siempre lleva  las provisiones en la excursión.

– ¿Adónde iban de excursión?

– Íbamos a la montaña, como cada domingo. Toda mi familia va siempre a la montaña los domingos. Vamos en ese tren pintoresco que sube hasta la cumbre. Un tren muy divertido.

– ¿Estuvo usted mucho tiempo en ese vagón?

– Como armaban mucho jaleo, me volví a mi asiento.

Parece que me va a añadir algo pero se detiene y balbucea.

– Y entonces me perdí… – dice angustiada.

– ¿Se perdió?

– Sí. Estuve andando y andando el tren arriba y abajo buscando mi asiento, pero el tren no acababa nunca. No encontraba mi sitio.

– ¿Al fin lo encontró?

– No, no lo encontré – responde con mucha ansiedad.

Veo que está sudando y que sus manos tiemblan ligeramente. Me levanto, me siento junto a ella, pongo mi mano sobre su frente y bajo la presión de mis dedos la enferma me va explicando poco a poco que anduvo recorriendo uno tras otro los vagones hacia delante y hacia atrás no sabe exactamente cuánto tiempo. Ahora empieza a hablar con algo más de fluidez, recuperando poco a poco la calma. Me cuenta con gran serenidad y como si disfrutara al contarlo, que en cada vagón que iba recorriendo llegó a ver de una forma muy nítida diversas escenas de su vida pasada, todas ellas relacionadas con el tren. Con minuciosidad me describe el vagón de su viaje de novios que ella recordaba (es la primera vez que se refiere a tal episodio), igualmente me describe el vagón de su último viaje con su padre ya anciano, y así va añadiendo diversas visiones que tuvo, según ella me dice, durante aquel recorrido y todas esas visiones las recrea con tal vivacidad como si las tuviera en ese momento delante y las reviviera.

Así permanece hablando y hablando, describiéndome todos aquellos episodios, sin atreverme yo a interrumpirla, al menos durante diez minutos.

Llegados a este punto, me creo en la obligación de plantearle si no ha pensado que todos estos viajes y descripciones de los que me habla no puedan ser elementos de un mismo sueño o de sueños distintos, y que ninguno de ellos esté basado en la realidad.

– No – me contesta levantando la cabeza. Eso es imposible – y agrega sin dejar de mirarme -: Yo nunca sueño.

– ¿Está segura?

Me repite que sí con fuerza, y lo hace con tal convicción como si estuviera ofendida por mi pregunta. Desisto, pues, de interrogarla sobre este asunto. A la vez, como la veo cansada, le propongo proseguir en la siguiente sesión, convocándola, si a ella le parece bien, para el miércoles próximo.

La paciente acepta. Sin embargo, ante mi sorpresa, al transcurrir la semana, la enferma no acude a la sesión siguiente. Me intereso por ella ante mi secretaria y ésta, tras comprobar su ficha, me comunica que de ella solamente poseemos sus datos personales – Elisabeth X. – y una simple dirección en R., la ciudad de provincias donde ha afirmado que reside. Pienso por un momento que la enferma haya podido olvidar su cita o bien retrasarla, o incluso que haya renunciado a venir a verme, temerosa quizá de proseguir avanzando algo más en sus confesiones.

Poco a poco me olvido de ella. Aun cuando su caso ofrecía un prometedor inicio que pudiera hacer pensar en un interesante análisis posterior, son tantas las historias y  sujetos que suelen acudir a mi consulta que pronto las palabras de la paciente se disuelven entre otras muchas y me sumerjo, como siempre, en un trabajo intenso que me absorbe durante largos meses.

Sólo un año después, con ocasión de una conferencia que casualmente he de pronunciar en R., vuelvo a acordarme de Elisabeth X. al subir precisamente al tren. Hacía mucho tiempo que no utilizaba este medio de transporte y al tomar el ferrocarril y sentarme en mi sitio me acuerdo nítidamente de aquella enferma y de su enigmático relato, sobre todo en el momento en que una densa nube de niebla comienza a invadir el vagón nada más arrancar, como si ya estuviéramos atravesando un túnel.

Es de repente, en medio de esa densa niebla, cuando unas manos cortadas que sobresalen de las mangas de un uniforme, y que yo atribuyo a las manos del revisor, me piden el billete, que yo entrego puntual, antes de que el tren adquiera más velocidad. Así, solitario en medio de la niebla, viajo durante largo tiempo, sin saber distinguir quién puede acompañarme y cuántos asientos pueden ir ocupados: tal es la atmósfera casi impenetrable que invade a este ferrocarril. Al cabo más o menos de una hora es cuando decido incorporarme para ir hasta el vagón-restaurante. Lo hago con precaución, tanteando los respaldos de los asientos sobre los que aparecen pequeños cúmulos de neblina gaseosa e intentando avanzar sin perder el equilibrio. Atravieso así penosamente varios vagones enlazados y corridos, abro con cuidado numerosas puertas y cruzo con lentitud este pasillo del tren que ya me está pareciendo interminable hasta por fin llegar a lo que, al menos eso creo, puede ser el último vagón. Al abrir esa puerta veo de pronto sentada y de perfil a la señora Elisabeth X. tal y como yo la conocí en mi consulta, es decir, con el sombrero elegante y ladeado que entonces llevaba cubriendo en parte su cabellera negra y resaltando en su mejilla derecha el lunar. Al parecer, según observo, se encuentra en mi despacho, hablando conmigo, porque yo me veo a mí mismo en ese instante con mi bata blanca, sentado ante ella, y en el momento en que la paciente me está diciendo: “Eso es imposible. Yo nunca sueño”.

–         O sea, doctor – le interrumpo – ¿que ella le vuelve a repetir las mismas palabras que usted escuchó hace un año?

–         Sí. Exactamente.

–         ¿Esto le había pasado alguna vez?

–         No. Nunca. Nunca con una enferma.

–         Se encontraba usted, pues, reviviendo un momento de su pasado. Lógicamente, estaba usted soñando…

–         Sí, naturalmente estaba soñando.

–         ¿Un sueño concretado en ese preciso momento o un sueño total? ¿Cómo lo podría definir? ¿Cuándo cree usted que empezó realmente a soñar?

–         No lo sé…Creo que fue un sueño… También la visita a mi consulta de Elisabeth X. creo que fue un sueño. Sí, creo que fue un sueño. Todo ha sido un sueño. Esa  visita nunca existió.

–         Y por supuesto, tampoco su viaje en tren…

–         No. Tampoco mi viaje en tren. Ése es un sueño habitual en mí…

–         ¿Siempre sueña con el tren?

–         Sí, siempre es el sueño del tren. Me acuesto hacia las diez y media, apago la luz cinco minutos después y enseguida llega el tren de las once treinta y cinco.

–         ¿Viene siempre puntual?

–         Sí, siempre viene puntual. Sé que viene siempre. Tarda en arrancar apenas dos o tres minutos. Me relajo más. Cierro los párpados. Me dejo conducir.

–         ¿Va usted sentado siempre en el mismo lugar?

–         Sí, siempre en el mismo lugar. Apenas ha arrancado ese tren aparecen en el pasillo, como le he dicho, unas manos cortadas en medio de la niebla, unas manos que me piden el billete. Yo se lo entrego puntual.

Todo esto me lo cuenta el doctor Gregorio Ñ., colega mío desde hace años, sin ninguna indecisión ni titubeo. Advierto que adopta un tono de absoluta naturalidad, aunque lógicamente ha venido a verme para encontrar una solución a su caso. Me repite lo que ya le he escuchado en sesiones anteriores: que como médico se  dedica de lleno a la consulta de sus pacientes y que, como el primer día, sigue muy enamorado de su profesión. Pocas veces he tenido ante mí a un colega como sujeto de un caso clínico y me esfuerzo, en la medida que puedo, en conciliar cordialidad y atención.

Transcurre así una hora entera. Me relata que no puede despegarse de la imagen de aquella mujer, Elisabeth X, aunque sabe que todo fue un sueño. Cada noche, me reitera, al subir al tren de las once treinta y cinco ( él también conoce que es un sueño ) avanza por ese pasillo lleno de niebla y encuentra al fondo a Elisabeth X. que habla con él.

Al cabo de una hora, como le veo algo fatigado, le propongo al doctor Ñ, proseguir la semana que viene si no tiene inconveniente y así procurar llegar poco a poco al fondo de su caso.

Me encuentro muy interesado en este tema, el sueño dentro de un  sueño o quizás sueños eslabonados.

Ceno con rapidez. Me acuesto a las diez y media. Apago la luz casi inmediatamente y como cada noche noto que el vagón se va llenando de niebla y arranca puntual mi tren de la once treinta y cinco».

José Julio Perlado: (del libro de relatos «Elisabeth X»  de próxima aparición)

(Imágenes:-1.- Toni Frissell.-Lisa Fonsagrives.-Londres 1951/ 2.-Stanco Abadzic.-contemporaryworks.net/ 3.-j some.-estacaô de oriente.-wikipedia/4.  –Elliot Erwitt/5.-Holger Droste.-smashingpicture.com/6.- autor desconocido)

OJOS Y CORAZÓN

«Están mi corazón y ojos en guerra,

pues ambos se atribuyen tu conquista:

a su derecho el corazón se aferra,

títulos niega al corazón mi vista,

aduce el corazón que él te atesora.

y en él no vio el cristal de una mirada,

mas refutan los ojos que hora a hora

está en ellos tu imagen reflejada.

Llamados a fallar los pensamientos

a los que informa el corazón invicto,

se escucharon también los argumentos

de los ojos, y tal fue el veredicto:

Es de los ojos, tu exterior belleza,

del corazón, tu amor en su pureza».

William  Shakespeare:  Soneto XLVl. (traducción de Mariano de Vedia y Mitre)

(Imágenes:- 1.-Bryce Dallas Howard en «Despair» de Alex Prager/2- retrato de Jeanne Hébuterne.-Amedeo Modigliani.-1917.-colección pivada.-Wahshington.-wikipedia)

CONFIDENTES Y PERIODISTAS

Ahora que distintos diarios hablan nuevamente del arte de la entrevista periodística, evoco aquí algunas de las anotaciones y matices que en su momento hice sobre el tema en mi libro «Diálogos con la cultura». Históricas entrevistas no realizadas sin embargo por periodistas:

«Los diálogos con figuras de la Historia – recordaba entonces – tienen una cita excepcional cuando el portugués Francisco de Holanda conversa con Miguel Ángel en Roma, en San Silvestre, en coloquios de muy alto valor, a los que asiste Lactancio Tolomeo y la marquesa de Pescara. Los diálogos de este dibujante portugués « tienen toda la frescura y atractivo de una conversación escuchada – dice Sánchez Cantón -. Son los diálogos gratos de leer. Nos descubre un punto de aquello a que el historiados siempre aspira, hacer moverse y oir a las grandes figuras del pasado. Por una vez en su vida tocó Holanda las cimas a pocos reservadas; y dio ejemplo que imitar«. En verdad vemos a Miguel Ángel reirse y opinar entre el embajador de Siena en Roma, Lactancio Tolomeo y Victoria Colonna, poetisa, gran señora, viuda del marqués de Pescara, amiga de Miguel Ángel. El creador del «Moisés», «que posaba al pie del Monte Caballo – escribe Holanda -, acertó, por mi buena dicha, de venir contra San Silvestre, haciendo el camino de las termas, filosofando con su Orbino por la Via esquilina y hallándose tan dentro del recado no nos pudo huir, ni dejar de ser aquel que llamaba a la puerta». (…) Así, aprovechando su estancia cerca de diez años en Italia, de 1538 a 1547, Francisco de Holanda recoge en tres amplios diálogos lo que Buonarroti comentó sobre pintura y sobre varios temas.(…)

Pero Francisco de Holanda en el siglo XVl no es un periodista, como no lo fue Eckermann para Goethe, ni lo había sido Platón para Sócrates, ni lo sería James Bosswell para el doctor Samuel Johnson. Tampoco fue periodista el fotógrafo Brasaï en sus conversaciones con Picasso, el director Robert Craft para Stravinski, Umberto Morra para el crítico de arte Berenson, Gustav Janouch con Kafka, Goldenveizer para Tolstoi, o Émile Bernard con Cézanne. Más escritor también que periodista fue André Malraux en el siglo XX, acercándose a Mao, a De Gaulle y a Picasso, pero la pluma de Malraux «re-creará» ciertas cosas. (…) Alguna vez en Mi Siglo me he referido a todos ellos.

Hay libros de entrevistas como las realizadas por Alain Bosquet a Dalí que están muy por debajo de vivencias y evocaciones de marchantes como Kahnweiler o los recuerdos de amigos de artistas como Sabartés lo hiciera con Picasso. A veces, como en el caso de Bosquet, el periodista queda aplastado por las «boutades» encadenadas de un Dalí brillante, siempre resbaladizo, jugando a los equívocos permanentes. Se sabe que Dalí era así, pero el profesional del periodismo se ha quedado en el umbral de las captaciones, fuera de una atmósfera que quisiéramos habitar. Brassaï, en cambio, lo consigue. Conoce a la perfección que Picasso quedará en la historia de la pintura y no duda en entrar y salir de esos años – finales de los treinta y principios de los cuarenta – como entra y sale de estudios y de humores, abriendo puertas y anécdotas y estableciendo una corriente de vida, con Sabartés, Henri Michaux, Malraux o Kahnweiler. Brassaï, no siendo periodista, nos deja un calor más cercano de una existencia que se mueve, y al moverse provoca arte. Quisiéramos que Francisco de Holanda hubiera estado más tiempo con Miguel Ángel, que Platón nos describiera más gestos y movimientos de Sócrates, que Brassaï nos hubiera dejado más días con Picasso«.

Son confidencias y confidentes de vidas que permanecen en la Historia, confidencias que – sin provenir de periodistas – enriquecen el caudal de la entrevista. Al fin, el caudal del humanismo, también del periodismo.

(Imágenes:- 1.- Brassaï/.-2.-Miguel Ángel Buonarroti. autorretrato-grabado por A. Francois/3.- Picasso en la rue des Grandes Augustin.-1952.-Denise Colomb/4.-André Malraux.-Gisele Freund/5.-Dalí pintando en 1939.-ngv.vic.gov.au)

PÁJAROS EN LAS MANOS

«Durante todo el día, mientras la lluvia golpeaba y susurraba – confesaba John Burroughs  en sus «Miradas a la naturaleza» (Centellas) -, he estado oyendo las notas del petirrojo y el tordo de los bosques; el papamoscas no dejaba de jugar a dos pasos de mi ventana, lanzándose como una flecha, gorjeando con voz baja y satisfecha entre las hojas humedecidas, con las plumas secas y lisas, como si las gotas hubieran pasado a través de él; el sinsonte jugueteaba y se

posaba sobre la valla de mi jardín; el troglodita se detenía un instante bajo la lluvia, y se entregaba luego a una breve pero fogosa repetición bajo las grandes hojas del emparrado; el ave del paraíso me informó de su vecindad con su vuelo amanerado, y la golondrina de las chimeneas, encaramada en la buhardilla, cantaba «chipi-chipi-cherri», la adivinanza para los niños». Alguna vez en Mi Siglo he hablado ya de la música de los pájaros, pero ahora son también los pájaros los que se posan sobre los dedos de nuestras manos, sobre las páginas de nuestros libros. Cuando Len Howard, en «Los pájaros y su invidualidad» (Fondo de Cultura) habla del cántico del petirrojo recuerda que es mucho más expresivo en otoño que en primavera. «Me suena feroz – dice -, amenazador, mimoso, aliviado, contento, triunfante, mórbido, presumido, lastimero, resuelto, aburrido, desesperanzado, dando la impresión de que su adversario es un necio y el mundo una cosa estúpida. Garstang,recuerda también Howard  -en su libro sobre el canto de los pájaros, lo llama el Chopin de su clase, pero

Chopin es a menudo sentimental y los petirrojos no lo son nunca». Burroughs y Howard, entre tantos otros, van y vienen entre los pájaros, entre sus plumas y sus cánticos, observándolos y escuchándolos, interpretando sus movimientos.  «Con estos ángeles y ministros de misericordia como compañeros – seguía diciendo Burroughs -, hasta en la soledad de mi despacho me siento impulsado más que nunca a expresar amor y admiración. (…) A los ojos del hombre de ciencia, que diseca y clasifica, un pájaro no es ni más ni menos simpático que una ardilla o un pez; a mí, sin embargo, me parece que todas las cualidades superiores de la creación animal convergen y se concentran en estas ninfas del aire; la naturaleza alcanza su obra maestra con el pájaro cantor».

Es así como los poetas se acercan a los pájaros y los pájaros a los pintores y los pintores de nuevo a los poetas para escuchar mejor a los pájaros, prendidos todos ellos, por ejemplo, de los timbres del mirlo,» de voz bellísima y madura – comenta Howard -, con los modos de sus tonadas diversos, a menudo hermosos, serenos y calmantes, a veces humorísticos o extraños, y con frecuencia de carácter pastoril, porque la canción de cada pájaro se compone de muchas de esas tonadas, ideadas por él y cantadas luego con variaciones improvisadas sobre la idea original si está de humor».

(Imágenes:- 1.- Sonja Braas.- 1991.- you-hare-ere.-26.-melisaki/ 2.-Indra Grusaite.- Indra Grusaite. tumblr/ 3.-New York Historical Society/ 4.-René Magritte/ 5.-anónimo francés del siglo XVll)

PUENTES DEL MANZANARES

«Duélete de esa puente, Manzanares;

mira que dice por ahí la gente

que no eres río para media puente,

y que ella es puente para muchos mares.

Hoy, arrogante, te ha brotado a pares

húmedas crestas tu soberbia frente,

y ayer me dijo humilde tu corriente

que eran en marzo los caniculares».

Así iba cantando Góngora al madrileño río por donde hoy paseo.

«Y después que a Manzanares

vi correr por tus arenas,

y que aun murmurar no osa

por ver que castigan lenguas;

considerad a tu puente,

cuyos ojos claros muestran

que aún no les basta su río

para llorar esta ausencia».

Así iba cantando Quevedo al Manzanares que hoy contemplo.

«La puente soy toledana,

que ciñendo a Manzanares

para encubrir su flaqueza

le sirvo de guarda-infante.

Cualquier gota de agua suya

un ojo dicen que vale.

Para mí que no los tengo

es el precio intolerable»-

Así iba cantando Quiñones de Benavente al agua del río madrileño.

«Sabed, pues, que Manzanares

no como solía humilde,

sino ambicioso pretende

que a Madrid se pongan diques.

Porque sobervio, sus muros

dizque ha de inundar, i dizque

ha de tocar de su puente

con las aguas los pretiles».

Así iba cantando  Pantaleón de Ribera  en el siglo XVll al célebre río.

Me alejo poco a poco, a mitad de mañana, de este Manzanares tantas veces descrito, atacado y festejado en la literatura.

Asombrado ahora con sus nuevos, modernísimos puentes.

Asombrado siempre con sus viejas, permanentes poesías.

(Imágenes: puentes y río Manzanares.- Madrid-8-10-2011.-fotos JJP)

DESHIELO A MEDIODÍA

«El aire matinal repartió sus cartas con sellos incandescentes.

La nieve iluminó y todos los pesares se alivianaron: un kilo pesaba apenas setecientos gramos.

El sol estaba alto sobre el hielo, volando por el lugar, caliente y frío a la vez.

El viento avanzó lentamente como si empujase un cochecillo de niño frente a sí.

Las familias salieron, vieron cielo abierto por primera vez en mucho tiempo.

Estábamos en el primer capítulo de un relato muy intenso.

El resplandor del sol se adhería a todos los gorros de piel,

como el polen a los abejorros,

y el resplandor del sol se adhirió al nombre INVIERNO

y se quedó allí hasta que el invierno hubo pasado.

Una naturaleza muerta de troncos, en el lago, me puso pensativo.

Les pregunté;

«¿ Me acompañan hasta mi niñez?» Respondieron: «Sí».

Desde la espesura se escuchó un murmullo de palabras en un nuevo idioma:

las vocales eran cielo azul y las consonantes eran ramas negras

y hablaban

muy lentamente sobre la nieve.

Pero la tienda de saldos, haciendo reverencias con su estruendo de faldas,

hizo que el silencio de la tierra creciese en intensidad».

Tomas Tranströmer : «Deshielo a mediodía» ( traducción de Roberto Mascaró)  (Nórdicalibros)

(Imágenes:- 1.- Edward Weston-1936.- Center of Creative Photography.-Arizona.-Master of Photography/ 2.-Edward Weston.- 1938.-Chris Beetles Galeries)

GRANADA, SOROLLA, JARDINES

«La frondosa vega, el marco de montañas, la confluencia de los ríos, las colinas coronadas de pinos y ceñidas de arbustos, las pirámides volcánicas de Sierra Elvira, esmaltadas por la luz de Andalucía; el cristal veneciano de Sierra Nevada, que toma tantos reflejos y tiene tantos resplandores; los contrastes del color, la variedad de la vida en aquel resumen de la Creación, le encontraton indiferente, que ni la Naturaleza ni el Arte lograban penetrar en su aborbente misticismo».

Así iba contando Emilio Castelar en 1876, en «La cuestión de Oriente«, cómo un árabe iba descubriendo la belleza de  Granada por primera vez en su vida.

«Subieron al cerro de la Alhambra seguía Castelar -. Pasaron las umbrosas alamedas, por donde bajan susurrando los claros arroyuelos. Detuvieron un momento la vista en las torres bermejas doradas por el sol, en los mármoles del interrumpido palacio imperial, en los bosques del Monte Sacro, en las quebradas márgenes del aúreo Darro, en los blancos miradores y minaretes del Generalife, que se destacan sobre el cielo azul, entre adelfas, cipreses y laureles. Por fin, atravesaron la puerta del árabe alcázar y dieron con el patio de los Arrayanes. La fisonomía del árabe se contrajo, sus ojos se oscurecieron y sólo se aumentó su silencio. De aquella alberca ceñida de mirtos, con sus ajimeces bordados como encaje, sus galerías ligeras y aéreas, sus aleros incrustados, sus frisos de azulejos, sus pavimentos de mármol, pasaron al Patio de los Leones, al bosque de ligeras columnas, sostenes de arcos que parece prontos a doblarse, como las hojas de los árboles, al menor soplo del aire que pasa por los inersticios de su gracioso y transparente alicatado. El árabe, pálido como la muerte, se apoyó en una columna para poder continuar en aquella visita».

«Por fín, cuando penetró en las estancias y alzó los ojos a las bóvedas compuestas de estalactitas empapadas en colores brillantísimos, y leyó las leyendas místicas o guerreras que esmaltan las paredes, semejantes a visiones orientales, y se detuvo en aquel camarín incomparable que se llama el mirador de Lindaraja, a través de cuyas celosías se esparce la esencia del azahar y se oye el rumor de la vega, su emoción iba rompiendo toda conveniencia y mostrándose en sacudimientos del cuerpo, semejantes a los espamos de la epilepsia. Ya en el salón de Embajadores, con el Darro a un frente y al otro el Patio de los Arrayanes, las paredes de mil matices, adornadas con los escudos de los reyes; los ajimeces, bordados con todos los prodigios de la fantasía asiática; las puertas, recuerdos de los días de esplendor y de la fortuna, cuando desde las tierras más remotas venían, unos, a recibir luz de tanta ciencia, y otros, de tantas artes, placeres y encantos; las bóvedas, incrustadas en marfil y oro; las letras, semejantes a las grecas de una tapicería persa, repitiendo entre las hojas de parra y de mirto y de acanto, cincelados, los nombres de Dios, el corazón le saltaba en pedazos y un inmenso lloro, un largo sollozo, que semejaba a la elegía de los abdibitas en Africa al perder a Sevilla o las lamentaciones de los profetas en Babilonia al perder a Jerusalén, llenó aquellos abandonados espacios, henchidos de invisibles sombras augustas, con el dolor de toda su triste y destronada raza».

Azorín recoge íntegra esta larga cita de Castelar y colocándola en «El paisaje de España visto por los españoles«, tras calificar de belleza insuperable este texto, se pregunta:  «si volviéramos a Granada, ¿perduraría luego en nosotros la primitiva impresiòn? ¿ No sería borrada aquella imagen por la imagen nueva? No – se contesta – ; hay imágenes imborrables, hay sensaciones que no se desvanecen nunca en nuestro espíritu».

Treinta y tres años después de este texto de Castelar, el 22 de noviembre de 1909, Joaquín Sorolla le escribe desde Granada a su mujer, Clotilde, al acercarse a la ciudad para pintarla: «la llegada es de noche, y el coche te lleva largo rato cuesta arriba por estos laberínticos jardines, produciendo igual efecto que si entraras con los ojos vendados… y si mañana hay sol es maravilloso el espectáculo, pues si como me dicen hay una gran nevada en esta estupenda sierra, entonces no dudo superará esta vez a la primera que vine».

Pintará así Sorolla la ciudad de Granada con enorme plasticidad y lo hará en varias ocasiones. Ahora, la exposición recién inaugurada en el Museo Sorolla  de Madrid dedicada al tema de Granada en Sorolla, recoge la belleza de todas aquellas horas, del sol y los jardines.

(Imágenes:– Joaquín Sorolla: -1.- Sierra Nevada en invierno.–Museo Sorolla/ 2.-Patio de Comares.-Alhambra de Granada.-1917.-Museo Sorolla/ 3.-Patio de la Justicia.– Alhambra de Granada.-Museo Sorolla/4.- Sierra Nevada en otoño.-1909.-Museo Sorolla/ 5.- calle de Granada.-1910.-Museo Sorolla/ 6.- Torre de las Infantas.-1910.-Museo Sorolla)

VIEJO MADRID (29) : EL «TAPÓN DEL RASTRO»

«El Rastro – escribe RAMÓN en su célebre libro del mismo título – no es un lugar simbólico ni es un simple rincón local, no; el Rastro es en mi síntesis ese sitio ameno y dramático, irrisible y grave que hay en los suburbios de toda ciudad, y en el que se aglomeran los trastos viejos e inservibles, pues si no son comparables las ciudades por sus monumentos, por sus torres o por su riqueza, lo son por esos trastos filiales.

Por eso donde he sentido más aclarado el misterio de la identidad del corazón a través de la tierra, ha sido en los Rastros de esas ciudades por que pasé, en los que he visto resuelto con una facilidad inefable el esquema del mapamundi del mundo natural».

Pero el Rastro de Madrid tiene, como todas las cosas, una vida anterior que es interesante investigar. Indagando en ella, María Isabel Gea, al estudiar el Plano de  Madrid de Teixeira, descubre que » el llamado «Tapón del Rastro» era una manzana de casas que obstruía la entrada al Rastro, conocida popularmente como»tapón del Rastro«. Las calles que circundaban la manzana eran las del Cuervo (al oeste), travesía del Rastro (al sur) y San Dámaso (al oeste). El tapón del Rastro fue derribado en 1905 dando lugar a la actual plaza de Cascorro y facilitando así la entrada al Rastro«.

«El matadero del Rastro y Carnicería Mayor se hallaba junto al llamado Cerrillo del Rastro, en la actual plaza del General Vara de Rey. El 14 de mayo de 1569 se acordó la instalación del Rastro junto a un cerrillo, entre las calles Ribera de Curtidores y Piñón . Para ello – sigue contando Gea – se compró un terreno propiedad de Antonio de Rojas y Pedro de Quintana por 60.000 maravedies a los que se unió, en 1585, la tierra de Miguel Pérez para degolladero de carneros. En 1583 se construyó un edificio en la zona más alta, con vistas a un cerrillo que gozaba de buena ventilación natural. Debido a su emplazamiento fue conocido como «Casa Cerrillo«. El matadero era un edificio grande. Según Jerónimo de la Quintana tiene «de largo ciento setenta y cuatro pies y de ancho ochenta y seis, dentro tiene dos patios grandes de igual proporciones, alrededor de ellos hay soportales grandes y capaces que sustentan columnas con capiteles y piedra berroqueña; debajo de las cuales están las escarpias con la carne. Se entra a él por cuatro puertas correspondientes en cruz, en cada lado la suya, es obra de mucho aseo, y costa«, escribe. Una puerta con un escudo de Madrid esculpido en piedra – continúa explicando Gea  -daba acceso al caserón del matadero y cerca se hallaba una fuente con un pilón y tres caños. El degüello se realizaba durante la madrugada y un reguero o rastro –El Rastro – de sangre salía por la puerta del matadero y bajaba por la Ribera de Curtidores«.

Son los inicios o prólogos del Rastro tal como lo conocemos hoy. Paseaba RAMÓN por las páginas de su Rastro personal de 1900 a 1914.  Allí  «las golondrinas – iba contando en sus greguerías – juegan sobre la calle de cielo que corresponde a nuestra calle de tierra como párvulos en vacaciones o al salir de las escuelas» . «¡Qué deseo queda en uno de nuevos paseos por el Rastro, de más lentas andanzas hasta morir de repente un día y que eso nos absolviese de tener que terminar lo interminable, lo que debía consumarse en el silencio y en el secreto, viviéndolo más vastamente que escribiéndolo!«.

Y así iba hablándose RAMÓN, contándose cosas a sí mismo por la cuesta de la larga calle, doblando la última esquina del Rastro en 1914.

(Imágenes:- 1.- El Rastro.- Fundación Saber.es.-Ferias y mercados/ 2.-El Rastro en 1929.-Museo Municipal de Madrid/ 3.-El Rastro.-Plaza de Cascorro en 1912)

LAS HOJAS MUERTAS

«Alrededor del seis de octubre, las hojas suelen empezar a caer, en sucesivos chaparrones, tras una lluvia o una helada, pero la principal cosecha de hojas, el súmmun del otoño, suele ser alrededor del  dieciséis» –  así lo va contando en sus paseos solitarios el norteamericano Henry David Thoreau. enamorado, como tantos otros, de los movimientos de la naturaleza. «Las calles están cubiertas por una capa espesa de trofeos, y las hojas caídas de los olmos crean un pavimento oscuro bajo nuestros pies. Tras uno o varios días especialmente cálidos del veranillo de San Martín, percibo que es el calor inusual lo que provoca, más que nada, la caída de las hojas, quizá cuando no ha habido lluvia ni heladas durante un tiempo. El calor intenso las madura y marchita repentinamente, igual que ablanda y pone a punto a los melocotones y otras frutas y las hace caer».

«Las hojas del arce rojo tardío, brillantes aún, están esparcidas sobre la tierra, con frecuencia como un fondo amarillo con manchas rojas, como manzanas silvestres, pero sólo conservan esos colores sobre la tierra uno o dos días, especialmente si llueve. (…) Los nidos de los pájaros en los arándanos y otros arbustos, y en los árboles, ya están llenos de hojas marchitas. Han caído tantas en el bosque, que una ardilla no puede correr tras su nuez sin que la oigan. Los niños las rastrillan en las calles, sólo por el placer de tratar con un material tan fresco y crujiente. Algunos barren los senderos y los dejan escrupulosamente limpios, para quedarse a mirar el siguiente soplo que esparza nuevos trofeos».

«Aquí no se trata sólo del mero amarillo de los granos – sigue diciendo Thoreau al hablar de los «Colores de otoño» (Centellas) -, sino de casi todos los colores que conocemos, sin exceptuar el azul más brillante: el arce temprano ruborizado, el zumaque venenoso enarbolando sus pecados escarlata, la morera, el rico amarillo cromado de los álamos, el rojo brillante de los arándanos que pinta el fondo de las montañas. (…) La tierra está engalanada. Y, a pesar de todo, las hojas siguen viviendo alli en el suelo, a cuya fertilidad y volumen contribuyen, y en los bosques de los que vienen. Caen para elevarse, para subir más alto en los próximos años, por medio de una química sutil, trepando por la savia a los árboles y a los primeros frutos que caen de los árboles jóvenes, trasmutadas al fin en una corona que, al cabo de los años, las convierten en el monarca de los bosques».

«Es agradable caminar sobre  este lecho de hojas fresco y crujiente – continúa Thoreau -. ¡Con qué belleza se retiran a su sepultura! ¡Con qué suavidad yacen y se convierten en mantillo, pintadas de mil colores, perfectas para ser el lecho de nosotros, los vivos!. Así desfilan hacia su última morada, ligeras y juguetonas. No caen sobre las hierbas, sino que corretean alegres por la tierra, eligen un terreno, sin vallas de hierro, susurrando por todos los bosques de los alrededores. Algunas eligen el sitio donde hay hombres que yacen debajo enmoheciendo y se reúnen con ellos a medio camino. ¡Cuántas revolotean antes de descansar en silencio en sus tumbas!».

Y luego a las hojas las recogen voces y canciones antes de morir.

(Imágenes:- 1.-otoño en Ontario.-foto Ellioy Eskey/ 2.-mrhayata.-amayakeer/3.-Lynn Geesaman.-Parque de Sceaux.-París.-1997.-artnet/4.-la melancolía de la caída.-foto Balduino)