«Lo que más me sorprende en este escritor – dijo de Soljenitsin Heinrich Böll en 197o – es la calma que emana de él, de él, que ha sido discutido y amenazado más que ningún otro sobre la tierra. Se diría que nada puede arrebatarle esa sereniidad: ni los terribles insultos a los que está expuesto en su propio país, ni el «marcharse simplemente» que se le propone sin rebozo alguno, ese destierro que él rechaza. La calma de Soljenitsin no es la de un olímpico, sino la de un contemporáneo alcanzado por el curso de los acontecimientos, no la de un monumento viviente marcado ya por la pátina de la gloria».
«Si pudiéramos acercarnos más a él – escribí yo en un libro hace algunos años al comentar una fotografía suya de 1963 en Solotcha, cerca de Riazán, en lo profundo de Rusia – veríamos que este hombre que escribe bajo los árboles es el Premio Nobel ruso Alexandre Soljenitsin, autor de Un día en la vida de Iván Denísovich, de El pabellón del cáncer y de Agosto 1914. Ha escrito hace años entre ratones y cucarachas en la provincia de Vladimir, en lo que él llamó ‑y así tituló otro de sus libros‑ La casa de Matriona; ha redactado sus obras en los más diversos lugares, ha sobrevivido a las guerras, al cáncer y a los campos de concentración, pero cuando muchos años después el periodista francés Bernard Pivot logre entrevistarle para su célebre espacio televisivo, Apostrophes, el autor de Archipiélago Gulag (en su exilio del Estado de Vermont ‑Estados Unidos‑) habrá levantado no sólo una habitación sino una casa propia al servicio de su literatura:
Recuerdo ‑evocará Pivot‑ el techo de su casa de trabajo construida según las directrices del escritor para que él pueda ir sin perder tiempo hasta el principio de la gigantesca Rueda Roja (el gran plan de sus novelas) ¿Existe en el mundo alguna otra casa construida alrededor de un proyecto de escritura? En el piso bajo, la inmensa sala ‑biblioteca que contiene los manuscritos y las obras de referencia, así como una minúscula y encantadora capilla soleada y con iconos. En el primer piso, sobre enormes mesas, numerosas fichas y notas que corresponden a hechos históricos y a personajes: es ahí donde el escritor pone en escena todo el fresco novelístico. Y es en el piso superior, bajo la luz que entra abundantemente, donde él escribe.
Recuerdo la letra muy fina del antiguo prisionero del gulag, apurando con sus palabras los centímetros cuadrados
del papel.
Y cuando el periodista se despida y se aleje mantendrá viva una precisa imagen:
Saliendo, Natalia [Svetlova] (la segunda mujer del escritor) ‑dirá Pivot‑ nos ha mostrado allá en lo alto, entre los árboles, una luz. Es allí donde trabaja Alexandre. (…) Si hoy tuviera que retener un momento de esta visita a aquel que ha sido expulsado de su país, creo que escogería este movimiento de la cabeza y de mis ojos para mirar esa ventana violentamente encendida que disimulaba a Alexandre Soljenitsin, al que, sin embargo, yo veo.
Lo esencial, sin embargo, no es esa luz alta entre los árboles ‑esa ventana en Vermont‑ ni tampoco trabajar con el ruido de los ratones en la casa de Matriona. Lo esencial es todo a la vez, es decir, aprender a escribir en cualquier parte, con incomodidades o comodidad, con mucho o con poco tiempo, a horas distintas, en lugares diversos, en lugares creados por uno mismo, aprovechando retazos del día o de la noche». («El ojo y la palabra», Eiunsa, 2003, págs 92-93)
Este es el escritor que acaba de morir. (De él recordé en Mi Siglo el 23 de diciembre pasado la célebre entrevista que le hiceron para el canal estatal «Rossia» ) Fue un escritor que siempre quiso decir la verdad. Él escribió sobre la muerte de Tvardovski:
«Hay muchas maneras de matar a un poeta. En el caso de Tvardovski escogieron la de quitarle a su criatura, su pasión: su revista. Eran poco para este robusto caballero dieciséis años de humillaciones, humildemente soportadas: con tal de que viviese la revista, con tal de que continuase la literatura, con tal de que los autores pudiesen publicar, y los lectores, leer. ¡Era demasiado poco! Había que someterlo, además, al fuego de la injusticia: dispersar, aplastar la revista. Y este fuego lo quemó en seis meses; al cabo de este tiempo estaba mortalmente enfermo, y sólo su habitual resistencia le permitió vivir tanto tiempo y conservar, hasta el último momento, su plena conciencia. Sufriendo».
(Imágenes: Soljenitsin, Lefigaro.fr/AFP.-Lemonde.fr)



