PASEOS DE SOLEDAD Y SILENCIO

Cuando se sube a los silencios desde el cauce del río vienen todas las sombras con nosotros, desgastadas pisadas de viajeros, rozadas piedras…

Ascienden las soledades empinadas, contraluces en muros…

Pero cuando se baja del silencio hacia el cauce del río se abren entonces las plazas solitarias…

Un pasadizo en piedra nos entrega una luz…

Y por la luz se descuelgan paisajes desde casas colgadas, el río al fondo, vértigo de distancias…

La Historia nos va mostrando ventanas con señales…

Puertas con costumbres…

Y el silencio otra vez. El día que se va. Soledad de la luz…

(Imágenes: diversos rincones de Cuenca.-fotos JJP.-abril 2011)

GÓNDOLAS BAJO LOS PUENTES

Más de una vez he hablado en Mi Siglo sobre Venecia. Vuelven mis recuerdos hasta el Lido, hasta las aguas silenciosas. «A las ocho de la tarde, primera visión del Gran Canal nada más salir de la estación. Amenazaba una tormenta y el tono severo de la ciudad parecía destacar con sus colores oscuros, a veces fúnebres, reflejarse en el agua, en los palacios y en las góndolas. Venecia tiene un color serio a pesar de su abigarrada, inaudita y prodigiosa arquitectura. Blancos, negros, grises sobre Venecia. El resto de los colores, los más vivos, con alguna excepción, los aporta el turismo ‑el rojo de los toldos a orillas del canal, los farolillos amarillos de los restaurantes, el verde, el fuerte azul de los vestidos que llevan de aquí para allá americanos y europeos.

Venecia, en cambio, de modo general, es blanca, negra, gris. Estoy seguro de que alguien habrá definido ya las góndolas como ligeros ataúdes flotantes. Vacías, cabeceando entre los altos palos de las embarcaciones, aguardando a la próxima romántica pareja, aparecen extrañamente negras, como cajas de muerto labradas con esos raros dibujos sobre la madera con la que los fallecidos más famosos desean inexplicablemente viajar al cementerio. Todo esto puede dar una impresión macabra. Pero Venecia no es triste: es inexplicable, irreal, montada sobre la sorpresa y la fantasía. Cada día se asoman a su historia, en donde el recuerdo del Dux y del Consejo de los Diez vuelve a aumentar los tonos severos, hombres y mujeres que vienen en busca del pasado a navegar por unas calles abiertas en el agua, a navegar en silencio».(«Él artículo literario y periodístico«, pág 240)

(Imágenes:- 1 y 2.-Venecia.-Carlo Naya -1816-1882.-wikimedia. com/3.-góndolas bajo los puentes.-elpais. com)

EL VIAJE INVEROSÍMIL

«Estaba la mujer como desvaída, el rostro largo, bello, afilado de deudas. Estaba la mujer en el pasillo del «Mistral», del «Ligure», del «Saphir», del «Helvetia»… Miraba la nada de los días encontrando la vida; miraba el sentido del hueco, la  belleza de Niza, de París, de Milán; miraba a Basilea sobre Francfort, Bruselas bajo Hamburgo y en Zurich… Alta, la frente clara, las arrugas internas, secciones transversales de hierro fundido, rieles de hierro forjado, rieles de acero suavemente invisibles entre capas de piel, máquinas de vapor silenciando rumor de pensamientos… Anduvo, (conforme el tren y la edad se  lanzaban), y al final del pasillo, abrió la puerta. Un viento  negro, de 1804, pasó desde Merthyr hasta Abercynon, y el viento se llamaba Trevithick, y con vapor a alta presión, le dio en la  cara. Cerró la puerta y cruzó como pudo hasta el otro vagón. Casi  sonrió al leer el anuncio: «El viajero que quiera cambiar de  asiento o prolongar su viaje lo manifestará al jefe del tren, el cual le expedirá un billete de suplemento, retirando el  ordinario». Ella quería cambiar de asiento, alguien le impelía a  prolongar su viaje. Se arregló el pelo alborotado. Había  encanecido cincuenta años y miró la hora: 1854. «Los relojes  en todas las estaciones se arreglan al de la catedral de  Valencia«, decía aquel tablero. Entonces se apoyó en la  ventanilla y notó el ritmo y la intensidad del tren, la sangre  proyectada desde el ventrículo izquierdo a la aorta, provocando  una onda de presión que dilataba brevemente las paredes de las  arterias, la brillante lámina de las vías, el agua estancada en  la retina. ¿Habría rejuvenecido?. Sentía la lenta rapidez de «La  Fusée» de Stephenson a 47 kilómetros por hora. La vía óptica  transmitía la sensación de estar recorriendo de Stockton a  Darlington, por el condado de Durharn, cruzándose las fibras  nerviosas internas en el quiasma óptico, marchando paralelas al cerebro las fibras externas, 40 kilómetros de trayecto hasta la  corteza visual. «Siempre me dijo él que cuidara mis ojos, que  acabaría con gafas», pensó. De repente notó un escalofrío: estaba casi envejeciendo, conquistando el «record» en la misma  Inglaterra, en 1846, con los 120 kilómetros por hora. Se apretó  fuerte a los salientes del vagón. Corría blanquecina, blanca,  veloz en cabellos y sienes por toda Francia, 1890, a 144  kilómetros por hora. Ni un alma en el pasillo: era su pelo en  América, hebras cenizas a 160 kilómetros en el reloj 1893. Se  agarró fuerte a cuanto pudo: 202 kilómetros por hora en  Inglaterra, 203 sobre Italia. El viento ‑sin humo, sin color, sin  gruñidos daba en la cara de la mujer roturada por dentro, a punto  de estallar, contenida… Dos locomotoras eléctricas la  arrastraban por 1955  a 331 kilómetros de vértigo. Cerró los  párpados. Los abrió asustada. Oscuro. Negrura como el primer  carbón. «¿Me he quedado ciega?«. Pasaban junto a su oído dos  kilómetros de túnel Huntington‑Lake de California, uno del Simplón italiano, otro ahogado kilómetro del Lotschberg en  Suiza…

A tientas, caminó por los pasillos‑túneles de Otira, el  Transandino de Argentina y Chile, el Hoosac de Massachussets, el  Sutro de Nevada… Extendía los brazos esqueléticos en la  oscuridad.

‑¿Signora?…

La luz volvió a las cuencas, y un empleado del «Settebello» le  ofrecía un lugar en el departamento panorámico a la cabecera del  tren. «No. La puerta. Esa puerta. Huir de las miradas. Escapar.  Dejar a todos cuanto antes. ¿Sabe?, odio estas fiestas de resplandor«. Abrió aquella puerta la mujer, y el aire la arrolló  en juventud. Tuvo que sujetarse a unos barrotes y golpear,  golpear con ellos fieramente hasta matar: ser asesina de su  propio mareo. Tenía ante sí una locomotora de carro giratorio y  una larga caldera horizontal, unida a una caja de fuego. Ella era  entonces muy joven. Delgada y elegante, no se parecía en nada a  la dama del tren. De ilustre familia, no le agradaba sin embargo,  el «snobismo» de cierta aristocracia inglesa, cuya feminidad  distinguida solía alternar amantes y bebidas con apuestas y  juegos. Miraba ahora a los alabarderos formados, y oía en los  cercanos desmontes, salvas de artillería: su mente estaba lejos  de la elegante playa de Bringhton, del gran balnerario de Bath, y  de los salones de Almack’s donde se  probaba, puntualmente, el  thé. Ante aquella solitaria locomotora, el tren de su vida  avanzaba a buen ritmo. No era ilusión óptica viajar tras una  máquina de Baldwin quizá por Filadelfia, ir seguido por el primer  ferrocarril de lujo ‑el «Experiment» de Stephenson, con su convoy  de coches adornados con asientos de seda, acolchados sillones y  brillantes espejos‑, y dirigirse al fin, desde Madrid hasta  Aranjuez, todo ello evocado en un 9 de febrero de 1851, cuando  alcanzó la línea, desde la estación terminal hasta la puerta de  Damas del propio palacio, ‑tendidos los carriles por los amplios  jardines‑, para detenerse allí donde desembocaba la galería de  las capillas, de fácil comunicación con la principal entrada de  la real residencia de Isabel.

‑¿Madame?…

La mujer volvió la cabeza. Un giro…, y la hizo encanecer. El  empleado del «Brabant» parecía hablarle a una velocidad media de  123 kilómetros por hora. No conseguía ser el tren diesel  Nueva  York‑Los Angeles, ‑el más rápido del mundo‑: 165 kilómetros de  velocidad media; tampoco se acercaba al tren experimental,  accionado por motores diesel, que en el curso Chicago‑Burlington‑  Quincy, había recorrido el más largo trayecto sin pararse: 1.658  kilómetros, al ritmo de 125 kilómetros por hora.

‑¿Madame?…

El empleado del «Edelweiss» mostraba la diferencia de los Países  Bajos, el acento de Bélgica, el tono de Luxemburgo. Atravesaba  cinco naciones, pero no conseguía el «record» de la «Union  Pacific Railway«, su tren compuesto por una locomotora diesel y  diecisiete vagones que unían Salt Lake City con Caliente: 520  kilómetros, sin parada intermedia.

La mujer quiso abrir la puerta del Berlin de los Emperadores, del  San Petersbusgo de los Zares, la puerta de la Viena de Francisco  José…

Dobló una manilla, y asomó el «Transalpin«; entreabrió un poco  más y sorprendió al «Sud‑Express«; empujó a fondo y, vislumbró a  la vez, al japonés «Hikari«, al turco «Bogazici» y al danés «Syd‑  Vestjyden»

De repente le asombró el tremendo frenazo. Un fondo azul sobre  luz vaporosa descubría la estación «Saint‑Lazare» de París.

‑Es maravilloso. Una verdadera fantasmagoría. En el momento de la  salida de los trenes, el humo de las locomotoras es tan denso que  casi no se distingue nada ‑decía Monet instalado ante su  caballete.

Asentía Renoir. Tendría el óleo, Caillebotte. Por fin, lo  adquirirá Durand‑Ruel.

La mujer miró extasiada el cuadro. Recordaba el motivo del  ferrocarril en paisajes de Turner; pensaba en los trenes que  pintaba Manet, Pisarro, Sisley.

De improviso los cuadros se animaron. Lo fijo se puso en  movimiento. Era el Discóbolo, el Choque del Futuro. «¿Realmente  habrá próximas fuentes de energía?… ¿La pila combustible…, la  propulsión por campo electromagnético?… ¿El motor a  reacción?… ¿La turbina?»…

El vagón que acababa de pisar era un vacío inmenso: un mensaje  sentado, viajaba a la velocidad de la luz; tardaba cincuenta mil  años en llegar desde el centro a la periferia.

La mujer se detuvo invisible ante el mensaje inerte.

El mensaje tardaría en volver otros cincuenta años: para  entonces, no existiría ya quien lo había enviado, no existiría  quien esperaba respuesta. Tampoco la mujer. Ni siquiera el tren.  Quizá ni la misma Galaxia. Ni el Hiperespacio. Ni el  Superespacio. El mensaje podría perderse por todas las entradas y  salidas que existirían en todas partes: en los espacios entre las  galaxias; en los espacios entre las estrellas; en el agujero  central de la curva interior del anillo sólido. En el Algo de la  Nada de Alguien.

Era allí y en infinitas veces, donde podría perderse el inmenso  contenido vacío del minúsculo mensaje invisible.

‑¿Madame?…

Un tren interminable.

‑¿Signora?…

Silencios opacos en los vértigos.

«¿Estaba el tren en marcha?»

«¿Estaba quieto?»

Puertas, ventanillas, pasillos, maderas alargadas, bloques de  acero sin que se viera el fin…

Voces en eco repetido.

‑¿Madame?…

‑¿Signora?…

No contestaba. De modo etéreo, surcaba por el tren sin final. No  podía verse, ‑no podía detenerse‑, pero en sus células volvió a  sentir la juventud. Las preguntas le parecían utopías: «¿Llegaría  un instante en que podría definirse y producirse objetos  económicos «a medida»…, y ello gracias a utilizar  calculadoras por análisis…, gracias a procedimientos  automáticos de fabricación?… ¿Se lograría un control limitado  del tiempo?…, ¿del clima?… ¿Habría una etapa donde el empleo  efectivo surgiera de la comunicación electrónica directa, a  través de la estimulación del cerebro?»… ¿Y ella? ¿Y sus  estímulos? ¿Y el anhelo exasperado del tren por alcanzar la  cordura, estabilidad, velocidad, seguridad?… Oyó gritos lejanos  en niebla de vapores. Proseguía vertiginosamente pasillos  adelante, en vagones enlazados: un viaje interminable. Todo, era  un frío tren vacío sin sentido, y ella no conseguía detenerse en  su búsqueda de puerta  a ventanilla, de picaporte a uno, y otro,  y otro compartimento. Inesperadamente se sintió fuertemente  sujeta.

‑¿Madame?‑ decía una voz.

Era Nadie. Un murmullo de júbilo la hizo volver la cabeza. Era  ella una mujer viejísima, las sienes plateadas como una abuela.  Asomó la cabeza y vio la radiante mañana del miércoles 15 de  septiembre de 1830. Parecía la inauguración oficial de un  acontecimiento: el ferrocarril entre Liverpool y Manchester, con  asistencia del primer ministro , el duque de Wellington. Miró  asombrada a casi un millón de personas apiñadas entre los dos  terminales y a lo largo del trazado. George Stephenson había  seleccionado ocho locomotoras para tal ocasión.  A la primera  «Northumbrian«, le seguían a intervalos siete trenes encabezados  por «Fénix», «Estrella del Norte», «Cohete», «Dardo», «Cometa»,  «Flecha» y «Meteoro«. Era la estación de Crown Street, en  Liverpool. Una banda de música acompañó el deslizamiento por  gravedad de los vagones que marchaban a lo largo del túnel que  conducía desde Liverpool hasta Edgehill, allí donde se  enganchaban las locomotoras y avanzaba el ferrocarril.

El viaducto construido sobre el Sankey Brook y el Sankey Canal,  hizo que la atención del duque manifestara exclamaciones de  asombro. Los trenes, entonces, ‑la mujer anciana lo veía‑,  alcanzaron la velocidad de 38 kilómetros, mientras que las  primeras locomotoras pronto llegaron a Parkside, a 17 kilómetros  de Liverpool.

En el hueco aislado de su ventanilla, la mujer oyó un grito. Era  un escalofrío. Los trenes se habían detenido para tomar más agua,  y a pesar de los avisos insistentes, alguien había desobedecido.  Carreras, pánico, chillidos. El ex‑ministro «tory» liberal,  William Huskisson, parecía haber mantenido el picaporte de una  puerta, a pesar de su reciente operación en una pierna que le  llevaba a la parálisis. La mujer no consiguió ver la llegada de  «Cohete», cuarta locomotora que se acercaba a Parkside por vía  paralela; sin embargo sí oyó cómo el duque de Wellington gritaba:  «Huskisson, ¡vuelva a su sitio! ¡Por el amor de Dios, vuelva a su  sitio!«. Pero Huskisson, mantenía, al parecer, la puerta del  vagón de par en par abierta para que subiese la gente. No logró  cambiar su movimiento y retirarse a tiempo. El largo grito le  llegó a la anciana como un silbido de estremecimientos.  Huskisson, tropezando, había caído bajo el vagón segundo.  Mientras apresuradamente le oprimía un tenso torniquete el conde  de Wilton, la mujer escuchó una voz de temblores. «Voy a morir,  Dios me perdone«. George Stephenson hacía desenganchar dos  vagones de la «Northumberland» y los transformaba en ambulancia.  El propio Stephenson tomó el mando de la locomotora, subió a dos  cirujanos y al enfermo, y velozmente partió para Eccless Bridge,  hacia la vicaría del reverendo Blacburne. A 56 kilómetros por  hora salió hacia Eccless; luego reunió en Manchester a cuatro  cirujanos y volvió al moribundo.

William Huskisson, señora ‑escuchó ella a alguien‑, ha fallecido  a las nueve de esta noche.

El tiempo espléndido de Liverpool se nubló, y un viento portador  de lluvia rebotó en mil gotas sobre las locomotoras de  Manchester.

Entonces la mujer corrió y corrió, sabiéndose alada y alocada de  vagón a vagón, de vacío a vacío. El pasillo inaudito tenía ahora  todas las puertas abiertas. Era un túnel desierto. La mujer  envejecía y hacíase joven: era una niña, una anciana, una dama de  arrugas…, una adolescente. Lo notaba en sus poros. Viajaba  hacia Marte por el canal del espacio. Del espacio. Del  Superespacio de Galaxias unidas por cabinas.

Al fin, sintió una puerta. Algo hermético. Cerrado. Ella era una  vieja sin fuerzas que ya no podía más.

Abrió la puerta doblando sus esfuerzos.

Era Munich, Belgrado,Lausanne, Venecia, Zagreb, Ljublajna,  Sofia… Sentados charlaban animadamente, Proust, Morand,  Guatier, Cendrars, Zola, Greene, Flaubert... Se escuchaba música  de Strauss y de Berlioz. Los hermanos Lumière rodaban una  instantánea. John Ford preparaba su «The Iron Horse«. Buster  Keaton se vestía de Maquinista de la General. Tourjanski y  Bragaglia disponían sus cámaras.

‑Messieurs, présentez los billets si’l vout plait.

La mujer parada en el umbral, lo admiraba todo.

‑¿Signora?.. ‑escuchó.

‑¿Madame?…

Dio un breve paso.

‑Desearía saber si esto es…

En la esquina, dos ojos perspicaces la observaban.

‑…Estambul ‑pudo oír‑ El cementerio del «Orient‑Express»

‑¡Agatha! ‑escuchó la mujer de Ian Fleming.

‑¿Y usted?… ‑proseguían los ojos inquietantes‑ ¿Usted quién  es?…

La mujer dio un paso atrás estremecida.

‑¿Yo?…

Los ojos clavaron de un golpe la frase:

‑Señora…, me intriga quién puede ser usted… ‑e hizo una  pausa‑ ¿No sabe usted que esto es un cementerio?… La tumba de  Estambul

La miró y dijo suavemente:

‑Esta es una vía muerta… Señora, ‑con perdón‑, pero creo saber que usted se ha equivocado desde siempre, y para siempre, de tren  y de vida».

José Julio Perlado: «El viaje inverosímil«.-(Finalista del Premio de Narraciones Breves «Antonio Machado»).-Fundación de los Ferrocarriles Españoles, 1996

(Imágenes:-1.-tren nocturno-shastaunset.com/2.-Pullman británico.-irtsociety.com/3.-Monet.-Saint-Lazare.-1877.-artchive.com/4.-Pullman británico.-cortesía de Orient Express.-irsociety.com/5.-Alfred Stieglitz.-all-art.org/6.-Orient Express.-latin.es)

PLA, MATVEJEVIC, MAGRIS

Tiempo de verano, tiempo de viajes. Nubes, horizontes, espacios nuevos. Tiempo también para acompañar a tantos escritores viajeros, como entre muchos otros destacan Pla, Matvejevic o Magris. En torno a montañas y a mares quise evocar a los tres en Alenarte a través de este artículo:

«Como si quisiera seguir  a Pla de algún modo aunque con otro estilo muy distinto y muy original, el gran escritor yugoslavo Predrag Matvejevic, profesor de literaturas comparadas en la Sorbona y del que acaba de reeditarse su célebre “Breviario mediterráneo” (Destino),  cuenta los viajes de las olas, los de las nubes, los vientos, el mar, y  también esas conversaciones que el océano arroja en las costas siempre que sepamos dialogar con ellas

Siempre me ha interesado también la forma con la que Josep Pla invita al viaje. Y de su delicioso libro “Viaje a pie” he hablado ya en Mi Siglo.

¿Cuándo se viaja a pie? Pocas veces. No es estrictamente un viaje el que hacemos caminando desde el autobús hasta la boca del Metro cada mañana o cada tarde ni ese  callejear al costado de los barrios cuando vamos o venimos del trabajo, ni  tampoco lo son las pequeñas excursiones semanales, si es que las hacemos, con fines deportivos o higiénicos. El viaje a pie lento, mesurado, contemplativo, despreocupado y gozoso lo cumplimos en contadas ocasiones amparados en  la excusa de que estamos cercados por el tiempo. “Ante todo – recomienda Pla en ese libro a los jóvenes y en el fondo a todo el mundo – les propondría un corto viaje por alguna de nuestras comarcas, que pasaran de una a otra población, no por los caminos reales y las carreteras del orden que fueren, sino a través de los caminos vecinales, los atajos y las veredas. (…) . Hay dos cosas muy interesantes – continúa –  : pasear y hablar con la gente” Y aquí Pla da en el clavo de dos cuestiones que reflejan bien nuestro tiempo. Ni  paseamos suficientemente ni tampoco  hablamos.  Marchamos siempre veloces por la vida  y a la vez nos refugiamos en el mutismo, convivimos  con  nuestra  propia  soledad.

Pasear – sigue diciendo Plasupondría tener una idea del aspecto material de las cosas. Y de muchas otras cosas que no son el aspecto material (…) Y a base de hablar con la gente se llegaría a tocar, a ver, a presentir nuestra manera de ser más auténtica y real. ¿Que eso no tiene interés? Pero, entonces, ¿qué es lo que tiene interés? ¿Qué es lo que vale la pena observar?”.

“Los mediterráneos – afirma por su parte  Matvejevic siguiendo el motivo del mar– se hacen preguntas ya desde niños, y a veces contestan a ellas, como niños cuando ya son viejos. Las he escuchado sobre todo en los autodidactas, mientras exponían sus teorías sobre el mar y sus orígenes, sobre el nacimiento y la muerte de las lenguas, sobre el origen de los pueblos, sobre antepasados únicos o comunes, por ejemplo, godos y ostrogodos, vénetos…Algunas de estas tesis o hipótesis – especialmente por el modo de exponerlas o defenderlas – provocan la sonrisa, otras nos hacen pensar: las mareas, las posiciones de la luna en el continente y en las islas, las diferencias entre los lunáticos continentales e insulares; el lucero del alba y la estrella polar, sus movimientos e influencias; los signos del zodíaco y los calendarios más variados; los alfabetos más antiguos, los manuscritos que versan sobre ellos, los lugares donde fueron hallados o aún pueden ser hallados; los mares antiguos y sus vestigios; las causas y los efectos de las lluvias amarillas o rojas, los vientos que las traen de la costa africana; las catacumbas y su papel en la política, las canículas y su influencia sobre el poder; la distribución de los terremotos en la cuenca del Mediterráneo…” Es decir – como Pla –  Matvejevic se ha detenido a conversar con los hombres y las mujeres de las costas y,  sobre todo, más que hablar él,  los ha escuchado. Así ha ido acumulando esa sabiduría que el viajar por el mundo otorga.

En el fondo, es tan importante el escuchar como el viajar como persuasión  (así lo recomienda Claudio Magris), no viajar de modo apremiante y apremiado, ya que hacerlo obligados por el trabajo o los quehaceres significa la negación de la persuasión,  de la parada o del vagabundear. El viajar espaciado – con la curiosidad a flor de piel, “pegando la hebra” (como diría Delibes), hilvanando conversaciones con las gentes – es algo tan valioso que podríamos compararlo a  cursar una asignatura al aire libre en la que se nos fuera explicando – a veces al caminar, a veces ante un vaso de vino – muchos secretos de la longevidad y de la vida, la vuelta de muchos amores y desdenes, cómo se superó un desarraigo y se perdonó una traición o qué herencia se recibió y qué herencia se deja.  ”¿Adónde os dirigís?”, se pregunta en “Enrique de Ofterdingen“, la novela de Novalis. “Siempre hacia casa”, es la repuesta. “¿Por qué cabalgáis por estas tierras?’”, pregunta el alférez en la famosa balada de Rilke. “Para regresar” contesta el marqués.

En resumen, casi cada vez se nos cuenta mientras cruzamos la existencia que estamos volviendo al origen,  unos a las raíces, otros a las creencias, otros a la patria de donde salimos. Caminamos y volvemos. Caminamos y avanzamos. El recorrido lo han hecho muchas gentes y uno entre muchos fue Ortega con sus “Notas de andar y ver“. Vemos y andamos. Andamos y escribimos cuanto escuchamos antes. Anotamos (como hizo Cela en la Alcarria y en el Pirineo de Lérida, entre otros libros) y lo que anotamos fue lo que nos fueron diciendo quienes nos saludaron o nos recibieron. Pla lo hace igualmente por el Ampurdán. Castroviejo por los montes y chimeneas de Galicia. Unamuno y Azorín por muchos lugares de España.

Lo esencial es viajar por mares y montañas, pueblos y ciudades,  y saberlo hacer. Los mares le van hablando al yugoslavo Matvejevic porque notan que el escritor ama el Mediterráneo y sabe escucharlo con atención. A su vez Claudio Magris escucha a Viena, a Prusia, a Zagreb, incluso a Vietnam,  y así va poco a poco  escribiendo “El infinito viajar” (Anagrama), la síntesis de  sus recorridos por el mundo. Andar y ver es todo. Tan sencillo como pasear y como  hablar  con las gentes.

(Imágenes:-1. Oleander Drive.–Slim Aarons.-1965.-photographers gallery.-arnet/ 2, 3, 4 y 5  fotos procedentes de Alenarterevista)

EL INFINITO VIAJAR

«Aparte de esas mínimas salidas, era tan poco lo que podía hacerse que las horas acababan por superponerse, por ser siempre la misma en el recuerdo – se leee en «La autopista del sur», el excelente cuento de Cortázar – (…) Por la mañana se avanzó muy poco pero lo bastante como para darles la esperanza de que esa tarde se abriría la ruta hacia París. A las nueve llegó un extranjero con buenas noticias: habrían rellenado las grietas y pronto se podría circular normalmente«. El cuento prosigue pero lo que continúa en el tiempo es esta espera actual en los aeropuertos del mundo, la ruta de humildad del hombre ante el vapor y las cenizas de la Naturaleza, la parálisis en vidas y proyectos dormitando sobre las maletas, meditando la sorprendente impotencia de un mundo que se creía omnipotente, y diciéndose – como recuerda Magris en «Ítaca y más allá» (Huerga & Fierro) -: «dónde estamos yendo, pregunta el héroe de la novela de Novalis a la misteriosa figura femenina que se le ha aparecido a su lado en la antiquísima peña en el bosque, ¿hacía dónde se dirige nuestro camino? «Siempre hacia casa«.

Sí, siempre hacia casa, siempre queremos ir hacia casa, queremos llegar a casa, estar por fin en casa. Eso es lo que dicen los rostros y los labios en los aeropuertos de medio mundo. Es una constante también en la literatura. Laurence Sterne en su Viaje sentimental habla de los viajeros ociosos, los curiosos, los mentirosos, los orgullosos, los presuntuosos, los melancólicos, los forzados, los inocentes y los desgraciados, y también de los simples viajeros. Todos ellos quieren volver a casa. La pista de la velocidad, que creíamos dominar, permanece ahora detenida en el aire, entre la Nube y los aviones, y las peripecias que nos cuentan estos viajeros del XXl parecen volver por un momento a los avatares del XVlll, cuando Felipe V realiza el primer viaje del primer año del siglo: partió el rey de la raya de Francia el 30 de diciembre de 1700 a las once de la mañana, saliendo del viejo alcázar de los Austrias, para llegar en diecisiete jornadas a Irún, antes del 20 de enero de 1701. Cada jornada era de duración desigual, de cuatro a siete leguas ( a poco más de cinco kilómetros y medio la legua), según los accidentes del camino y también la distribución de las casas, torres o palacios donde poder hacer noche. Las jornadas eran de entre 25 y 40 kilómetros, y la velocidad nunca excedía de los 10 kilómetros a la hora.

Llegar a casa, estar por fin en casa. Pero a veces ocurre – como está pasando estos días en el mundo – que «el viajero – como dice Cees Noteboomsiente «las corrientes de aire que se filtran por las fisuras del edificio causal». Y Claudio Magris en El infinito viajar (Anagrama) comenta estas palabras como si glosara lo que estos días sucede en muchos países: » la realidad, tan a  menudo impenetrable, de pronto cede, se cuartea. Lo real se revela probabilista, indeterminista, sujeto a repentinos colapsos cuánticos que hacen desaparecer algunos de sus elementos, engullidos, absorbidos en vórtices del espacio- tiempo, remolinos de la mortalidad de todas las cosas, pero también del imprevisible brote de nueva vida».

El viaje siempre ha acompañado a la literatura y la literatura al viaje. A veces atravesar el agua de los viajes, la edad de los viajes, ha surcado de arrugas los recorridos y el viajero ha llegado al borde de su término exhausto y casi dolorido de cuantos recuerdos ha vivido. John Cheever lo describió magníficamente en su extraordinario cuento, El Nadador– luego llevado al cine .-Neddy Merrill atraviesa las piscinas en su intento de llegar a casa, de estar por fin en casa. «Ned se tiró al agua e hizo un largo, pero cuando intentó alzarse hasta el borde para salir de la piscina, descubrió que sus brazos y sus hombros no tenían fuerza: llegó como pudo a la escalerilla y salió del agua. Al mirar por encima del hombro vio un hombre joven en los vestuarios iluminados. Al cruzar el césped – ya se había hecho completamente de noche – le llegó un aroma de crisantemos o de caléndulas, decididamente otoñal y tan intenso como el olor a gasolina. Levantó la cabeza y comprobó que habían salido las estrellas, pero ¿por qué tenía la impresión de ver Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se habían hecho de las constelaciones de pleno verano? Ned se echó a llorar».

(Imágenes:-1. fotografía; ucem-es/2.–Benny Andrews.-1996.-artnet/ 3.-Benny Andrews.-2004.-artet/ 4.-Emiliano Ponzi.-The New York Times)

DÍAS DE GREGORIO MARAÑÓN

«Me levanto de seis a seis y media – le confesaba Marañón a González Ruano en 1954 -. Entonces despacho la correspondencia con mi mujer. No se acaba ésta antes de las diez. A esa hora voy al hospital, donde estoy hasta la una o una y media. Almuerzo. Hago mi trabajo en casa hasta las nueve. Leo o estudio hasta las doce y media o la una. Leo con entusiasmo, como cuando era muchacho. Y me acuesto. Y escribo sólo en Toledo, el sábado y el domingo, y durante los veraneos».

De este «trapero del tiempo«, como a veces se le ha calificado por su exigencia para aprovechar las horas, hablé ya en Mi Siglo. A su biógrafo se lo recordaba Marañón con unas palabras y a Ruano con otras, pero el sentido era el mismo: «Yo he dado con una fórmula para aprovechar el tiempo que es la del día de viaje. ¿Qué hace usted en un día en que sabe que su tren o su avión sale a las seis de la tarde y que se ausentará usted por algún tiempo del lugar donde vive? Se levantará usted, naturalmente, temprano y hará todas las cosas que necesite hacer con eficacia, sin perder un momento. Pues bien: hay que convertir todos los días en ese día de viaje. Así, a las seis de la tarde, a la hora ideal en que usted ha pensado salir de su casa con las maletas, lo tendrá usted todo resuelto, e incluso le sobrará tiempo para aplicarlo al ocio que prefiera».

«En uno de estos cigarralescomentaba Marañón hablando de su refugio de Toledo -, han transcurrido mis horas mejores, las más fecundas de estos catorce años: los más sobresaltados de la historia de España: 1922, 1936. Allí están escritos casi todos mis libros, en su paz transida de pasado y de pensamiento: que es pasado y futuro».»Siempre pensé – añadía en otra ocasión – que para la sabiduría, a la cual he aspirado continuamente, es imprescindible, necesario, forzoso, viajar mucho. Los griegos que están aún vivos entre nosotros adquirieron gran parte de su profundidad viajando».

Sólo en el año antes de morir – 1959  – esos viajes de Madrid a Toledo, esas estancias en el cigarral y el aprovechamiento de momentos antes de la cena,  dieron como fruto de publicaciones seis prólogos, ocho críticas de libros científicos, cuatro notas sobre maestros desaparecidos, varias conferencias y discursos, más de una veintena de trabajos científicos y varios artículos en la Prensa española e hispanoamericana. La laboriosidad le acompañó toda su vida. «Me preparo para cumplir con dignidad mi vejez, si me es dado alcanzarla«, había dicho. Cuenta Marino Gómez -Santos en la biografía del gran médico y humanista que «la última vez que se disponía a asistir a un espectáculo, pocos días antes de su muerte, fue a un concierto de la Sinfónica. Llamó a su hijo Gregorio para que le acompañara. Pero al llegar al Palacio de la Música, dijo, con palabras mal vocalizadas:

– No; vámonos. No conocería a los amigos, ni podría hablar con ellos.

Añadió:

– Vamos un rato a la Casa de Campo, a hacer tiempo, para que tu madre no se entere. Le diremos que el concierto ha estado muy bien.

Por la Casa de Campo estuvo paseando muy despacio, cerca de una hora, sin pronunciar una sola palabra.

El 26 de marzo estuvo todo el día muy animado. Dedicó parte de la tarde, solo en su despacho, a leer y clasificar correspondencia de enfermos y amigos. Cenó normalmente, en familia. En la sobremesa comentó con su mujer y sus hijos el último libro de Azorín, que acababa de recibir.

Se acostó muy temprano. Se durmió en seguida. Y para siempre».

(Pqeueño recuerdo a los cincuenta años de su muerte: 27 de marzo de 1960.-marzo 2010)

(Imágenes: 1.-Marañón con Baroja, en París, en 1939.-piobaroja.guipozkoalkultura.net/ 2.- Marañón en el Hospital que hoy lleva su nombre en  Madrid.- larazon.es/ 3.- Gregorio Marañón, con Carmen Marañón Moya, Gustavo Pittaluga, Federico García Lorca y otras personas, en Toledo. flickr)

VIEJO MADRID (11) : LA FONDA DE LA AMISTAD

casa donde vivió Gautier.-Caballero de Gracia detras´de la Gran Vía.-2

«Después de bastante búsqueda – escribe el francés Teófilo Gautier – por fin encontré una mesa redonda en la calle del Caballero de Gracia, donde uno podía tomar una comida muy agradable por el razonable precio de 20 reales por día. El dueño era un francés grueso, con un vivo y alegre semblante y cuya buena disposición mantuvo favorablemente el humor en la casa». Estamos en 1840, como dice la placa de este portal numero 21, a espaldas de la Gran Vía. El tiempo de Madrid ha saltado de pronto desde el XlX al XXl  y leo que «en torno a este lugar» se hospedó Gautier, en la llamada Fonda de la Amistad. Calle de muchas y buenas fondas, como cuenta Mesonero Romanos en su «Manual de Madrid«. Sobre todo, «la Gran Cruz de Malta«, a la que cita. Y Répide, en sus «Calles de Madrid«, alude a ésta de la Cruz de Malta, «de lujo» – dice- y a otra más modesta, la «Hostería del Caballo Blanco«.  Cerca de aquí estaba –recuerda Répide – el primer circo que hubo en Madrid, el Circo Olímpico, de M. Avrillon, que se trasladó desde el barracón que aquí ocupaba a un local junto a la Casa de las Siete Chimeneas. Pero quien describe algo del interior de esa «Fonda de la Amistad» es Philip Henry Stanhope–  tal como recoge Peter Besas en su «Historia de las Fondas madrileñas» (La Librería) : » tenemos la suerte – dice el forastero – de estar donde estamos, de contar con una planta grande y aireada donde además de disfrutar de un amplio cuarto de estar sin chimenea, hay también un cómodo salón con una buena chimenea francesa».

Al parecer, Teófilo Gautier se hospedó aquí desde el 22 de mayo al 26 de junio de 1840, y pocos meses despuésdel 3 de octubre al 11 de febrero de 1841 -estaría de huesped el citado Stanhope. Cinco años antes Gautier había conocido a Balzac Gautier contaría luego en un interesante estudio la gran amistad que a los dos les unió. «No puedo ni leer ni escribir» le envió Balzac  a Gautier una sola línea en 1850, pocos días antes de su muerte.

Hago la fotografía de este portal y me llevo conmigo los recuerdos.

(Imágenes: 1.-Lugar donde, al parecer, estaba situada «La Fonda de la Amistad».-foto JJP/.-Teófilo Gautier.-librarything.es)

AUTOSTRADA DEL SOLE

New York.-taxi 1947.-foto Ted Croner.-Michael Hoppen Gallery

«Voy conduciendo en la noche por una autopista amplia, de MilánRoma, la autostrada del Sole. Vuelvo del Congreso de Literatura en que hemos hablado de Pirandello. Todos los faros se proyectan. Todos van en la misma dirección, hacia el infinito: todas las rectas, las curvas, los vaivenes suaves del volante, todas las subidas y bajadas en los montes oscuros, entre los pueblos aislados y dormidos, entre los oasis de las estaciones de servicio. Ráfagas de velocidad rozan en haz de vértigo mi ventanilla. Son bramidos. Zumbidos. Escapan su ahogo en fuga de estrellas. Va conmigo este cuadro de mandos, los relojes, el cuentakilómetros encendido, los pedales, las marchas: una intimidad iluminada. Cada vez que toco muy ligeramente la rueda del volante, la tierra gira sus ruedas en el espacio y me deja ver a la derecha la noche curvada, luego la noche enderezada, la noche rectilínea, la noche plana y sin fin. ¿A dónde vamos? Recorremos la orografía del mundo como gusanos de luz que van y vienen velozmente, clavadas las vidas tras los cristales. Ahora empieza a llover y las gotas son barridas en curva por un parabrisas con media luna de humedad. Conduzco. Recuerdo que conduzco. Sigo conduciendo deprisa y de noche por la autostrada del Sole. He dejado atrás Florencia. Por las luces debo estar acercándome a Arezzo, una ciudad que queda en la vasta oscuridad. Mis faros blanquean la negrura. He puesto hace un rato música suave, jazz solitario, un ritmo que va golpeando muy cadenciosamente al motor. De pronto, como en un arrebato de fuego, roza un bólido junto a mí, veo sus rojos pilotos traseros alejándose, adivino su tremenda velocidad, no me da tiempo a asombrarme del vértigo porque le veo y no le veo hacer un zig-zag, se levanta el bólido en el aire, vuela, desaparece. Suena un horrendo estampido de hierros, intento frenar deprisa, viene una nube de gas que se amplía, que avanza mientras sigo frenando, no consigo frenar, no puedo frenar, voy a estrellarme contra esta nube de gas que se extiende, recuerdo, recuerdo que al fin freno. ¿Qué hay detrás de esta nube de gasa que es ahora lento polvo blanco, polvo que vaga iluminado ante mis faros inmóviles, proyectados sobre la muerte, proyectados contra esta puerta de niebla, niebla de lo desconocido? Recuerdo. Recuerdo que sigo agarrotado al volante, clavado contra este umbral.

Lo desconocido toma entonces la vida que he vivido, estos huesos aún articulados, esta cabeza poderosa y pesada, todas las venas rumorosas y azules de mis manos, mi memoria, los latidos de mi corazón, este respirar acompasado de toda mi vida, lo desconocido toma mi sonrisa, mis dedos alargados al hojear el periódico, mi timbre de voz, mis carcajadas, todas las veces que he subido y bajado escaleras por tantos trabajos, mis emociones, los labios, esa mirada cálida y entrañable cuando he reprochado algo, lo desconocido lo toma todo – mis movimientos, la temperatura de mi cuerpo -, lo aquieta, lo enfría, lo deja absolutamente quieto, casi como una madera, igual que un objeto. Mi cuerpo cruza lo desconocido. Atraviesa lo desconocido. Lo desconocido me toma de una mano y me saca así de la autostrada del Sole«.

José Julio Perlado: del libro «Vida contemporánea» ( relato inédito)

(Imagen: foto de Ted Croner- 1947 .-Collection Miami Art Museum)

EN EL HUMO

 

trenes.-13581.-fto por Roman Loranc.-Susan Spiritus Gallery.-Newport Bech.-USA.-photopgraphe artnet«Cuántas veces he estado en el frío y la niebla

del andén, esperándote. Paseaba

carraspeando, comprando periódicos sin nombre,

fumando Giuba, suprimidos luego

por el estúpido ministro del tabaco.

Quizás un tren fallido o uno de refuerzo

o un servicio anulado. Examinaba

las carretillas de los equipajes

por si viniese el tuyo y tú llegaras,

demorada, después. Y surgías, la última.

Es tan sólo un recuerdo. Pero en sueños me acosa».

Eugenio Montalefumar.-WWS.-foto por William Klein.-Vogue.-Michael Hoppen Gallery.-pjotographie.-artnet

(Imágenes:-1.- Moving Train, Lwow, Poland.-foto Roman Loranc.-Susan Spritus Gallery.-Newport Beach.-California.-USA. -artnet/ 2.- Smoke and Veil.-(Vogue) .-foto William Klein.-Michael Hoppen Gallery.)

MORIR COMO VIAJAR

viajar.-el hombre con la maleta.-por Alberto Sughi.-1992.-artnet

Ahora que pasan los obituarios por el arco iris de las palabrasBenedetti, Rafael Conte, tantos más – recuerdo las frases de Vincent Van Gogh a su hermano Théo:

«Si tomamos el tren para irnos a Tarascón o a Ruán, tomamos la muerte para irnos a una estrella. Lo que es realmente cierto en este razonamiento es que, estando en vida, no podemos irnos a una estrella; lo mismo que estando muertos no podemos tomar el tren. En fin, no me parece imposible que el cólera, el mal de piedra, la tisis, el cáncer, sean medios de locomoción celeste, como los barcos a vapor, los ómnibus y el ferrocarril, lo son terrestres. Morir tranquilamente de vejez sería ir a pie». («Cartas a Théo«) (Barral editores).

Ahora que pasan las palabras por encima de tantos obituarios morir recuerda mucho al viajar.

(Imagen: «Andare dove? L´uomo con le valigie».- por Alberto Sughi.-1992.-artnet)

AUTOMÓVIL Y LITERATURA

bergman.-7

 «Apenas salgo de la ciudad me doy cuenta de que ha oscurecido. –escribe Italo Calvino en un cuento de 1967 -Enciendo los faros. Estoy yendo en coche de A a B por una autovía de tres carriles,de ésas con un carril central para pasar a los otros coches en las dos direcciones. Para conducir de noche incluso los ojos deben desconectar un dispositivo que tienen dentro y encender otro, porque ya no necesitan esforzarse para distinguir entre las sombras y los colores atenuados del paisaje vespertino la mancha pequeña de los coches lejanos que vienen de frente o que preceden, pero deben controlar una especie de pizarrón negro que requiere una lectura diferente, más precisa pero simplificada, dado que la oscuridad borra todos los detalles del cuadro que podrían distraer y pone en evidencia sólo los elementos indispensables, rayas blancas sobre el asfalto, luces amarillas de los faros y puntitos rojos». («La aventura de un automovilista» en «Los amores difíciles«) (Tusquets)

El automóvil – como tantas otras cosas – ha sido motivo literario en muchos autores, y la exposición «Auto. Sueño y materia» que se celebra en la ciudad española de Gijón hasta el 21 de septiembre nos puede evocar creaciones diversas, entre ellas el viaje de Kerouac » En el camino» o – retrocediendo muchos años – las descripciones que Corpus Barga hizo en su visita a Rodin, en Meudon, en 1916: » El poderoso automóvil me lleva en volandas al retiro del escultor. Sube por una carretera que se desliza curiosa, aquí y allá, dando vueltas. A los pocos minutos, por el camino de una finca humilde, diríase de obrero enriquecido, avanza el auto, poderoso señor mecánico y movilizable, nieto de una gran dama recatada y portátil: la litera». («Entrevistas, semblanzas y crónicas») (Pretextos) noche en automovil.-foto Alex Prager.-Michael Hoppen Contemporary

El automóvil avanza pues por la literatura. Atraviesa las novelas con sus largos faros y los giros de sus neumáticos pisan celéricamente el borde de las frases, recorren velozmente capítulos enteros.  Dentro del automóvil va conduciendo el mensajero, al volante sus ambiciones, sospechas, celos, los amores difíciles que desean encontrar facilidad y felicidad. Llenan la carretera mensajes amorosos cruzados. Así escribe Calvino mientras conduce: «el mensaje amoroso dirigido exclusivamente a mí se confunde con todos los otros mensajes que corren por el hilo de la autovía, y sin embargo, no podría desear de ella un mensaje diferente de éste». El narrador va en busca de Y para intentar salvar su relación amorosa con ella pero aún no sabe si además se encontrará con Z, su contrincante u oponente.  «Entre los centenares de coches que la noche y la lluvia reducen a anónimos resplandores – sigue escribiendo Calvino -, sólo un observador inmóvil e instalado en una posición favorable podría distinguir un coche de otro, reconocer quizá quién va a bordo. Esta es la contradicción en que me encuentro: si quiero recibir un mensaje tendré que renunciar a ser mensaje yo mismo, pero el mensaje que quiera recibir de Y – es decir, el mensaje en que se ha convertido la propia Y – tiene un valor sólo si yo a mi vez soy mensaje; por otra parte el mensaje en que me he convertido sólo tiene sentido si Y no se limita a recibirlo como una receptora cualquiera de mensajes, sino si es el mensaje que espero recibir de ella».

Así van los escritores ( a veces sencillos, a veces complicados) lanzados bajo la lluvia, en la noche, conduciendo por las carreteras sus textos, en velocidad de aventuras, deseando llegar al final.

(Imágenes: 1.-escena de un film de Bergman/ 2.-foto: Alexander Prager.-2008.-Michael Hoppen Gallery)

VIAJES DESCONOCIDOS

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«¡Qué delicioso es despertarse en cualquier lugar donde nadie, nadie en el mundo, puede adivinar que uno está! – escribe Rilke en una carta desde Muzot el 3 de febrero de 1923 – Algunas veces me he detenido inesperadamente en ciudades que se encontraban en mi camino, solamente para saborear esta delicia de no poder ser imaginado estando allí por ningún ser viviente, ni alcanzado por ningún pensamiento de los demás. (…) ¡Oh los viajes!  Cuántas veces mi vida se ha encontrado enteramente concentrada en ese único sentimiento de la partida; ¡partir lejos, lejos; y ese primer despertar bajo un cielo nuevo!  Y reconocerse en él; no, aprender más aún de él. Sentir que también allí donde no se estaba nunca, se continúa algo, y que una parte de nuestro corazón, inconscientemente indígena bajo ese clima desconocido, nace y se desarrolla desde el instante de nuestra llegada y nos dota de una sangre nueva, inteligente y maravillosamente instruida sobre cosas que es imposible saber». 

Nada más que añadir. Cruzamos el mundo atravesando muchas veces grandes viajes programados y acaso nos perdemos los diminutos rincones, el encanto de las pequeñas cosas, el asombro ante los misterios. 

(Imagen.- foto: Desiree Dolron.-Michael Hopper Contemporary)

VIAJE ALREDEDOR DE MI CUARTO

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«He emprendido y llevado a cabo un viaje de cuarenta y dos días alrededor de mi cuarto.(…) El placer que encuentra uno en viajar por su cuarto está al abrigo de la envidia inquieta de los hombres; es independiente de la fortuna.(…) Mi cuarto está situado bajo el grado cuarenta y cinco de latitud, con arreglo a las medidas del padre Beccaria; su orientación es de Levante a Poniente; forma un cuadrilátero alargado que tiene treinta y seis pasos de perímetro siguiendo la rasante del muro. Mi viaje será más largo aún que esta medida, pues con frecuencia atravesaré la habitación a lo largo y a lo ancho o la cruzaré diagonalmente sin sujección a regla ni método. Incluso haré zig-zags y recorreré todas las líneas posibles en geometría si la necesidad lo exigiera. No me gustan las personas que son tan dueñas de sus pasos y de sus ideas, y que dicen: «Hoy haré tres visitas, escribiré cuatro cartas y terminaré este trabajo que he empezado«. No, no hay ninguno más atrayente, a mi modo de ver, que seguir la pista a las ideas, como el cazador persigue la pieza sin seguir un determinado camino. Por eso, cuando viajo por mi cuarto, difícilmente sigo una línea recta; voy desde mi mesa hacia un cuadro colocado en un rincón; desde allí me dirijo oblicuamente para ir a la puerta; pero aunque mi intención al partir sea la de llegar hasta allí, si encuentro mi butaca en el camino, no titubeo entonces y me acomodo en ella inmediatamente».

Así continúa describiendo Xavier de Maistre en 1794 sus reducidos y a la vez imaginativos paseos en «Viaje alrededor de mi cuarto» que ahora lanza en una nueva edición Funambulista. Al releerlos se comprende que haya escapatorias de memoria y de fantasía, de creación cerebral de puertas y salidas en muchos seres humanos privados de libertad. Los ejemplos son múltiples, siempre lamentables, y algunos muy recientes.  Xavier de Maistre nos va mostrando la importancia de salir mentalmente de un cuarto sin abandonarlo, urdiendo cómo abandonarlo, como hizo Bresson en el cine con Un condenado a muerte se ha escapado.bresson-un-condenado-a-muerte-se-ha-escapado-spcfotologsnet

La imaginación, la voluntad de evadirse y de emprender un viaje exterior desde el interior, las astucias para contemplar el cuarto como si fuera el mundo y avanzar sobre ese mundo que aún no vemos como si ya fuera nuestro, son agudos resortes que nos abren el balcón de la libertad. El cuarto es un estrecho sótano o una selva de Colombia.  Aún no tenemos libertad y sin embargo ya la tenemos. Nadie sabe que tenemos libertad porque nos ven encerrados. Viajamos alrededor del encierro y cada paso que damos es libre. Nadie nos quitará ya la libertad.

(Imágenes: Maasten  Kolj.-foto: Miep Jukkema-press.-designacademy.nl/ escena de «Un condenado a muerte se ha escapado» de Robert Bresson)

VENECIA, EL SILENCIO, LOS RUIDOS

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La Red me trae el texto de Una temporada en el infierno con el regalo del catálogo veneciano de la Fundación Beyeler y la Red me lleva a  la evocación de otro texto mío, recuerdo de una de las visitas a aquella ciudad.

» Entré en San Marcos ayer a las doce en punto de la mañana. Los dos moros de bronce tocaban en ese instante las campanas. Escribir sobre la plaza de San Marcos…: a pesar de ello cada encuentro tiene un significado nuevo y cada ojo humano descubre un signo, sea original o repetido, que conserva todo su encanto. Creo que ha de penetrarse en San Marcos con el espíritu desnudo de turismo. La invasión turística ya se encargará de transmitirnos todo su eco mecánico, artificial y falso. Pero el centro de la belleza, el corazón de lo  maravilloso y de lo insólito, debe llegarnos directamente, sin el obstáculo de las prevenciones, como un tiro de gracia: con sorpresa, como un disparo que lanza la belleza al cuerpo. San Marcos, nueva plaza para mi memoria, invadida, alborotada, orquestada por las palomas. Fomentan el turismo estas palomas de San Marcos. Caminan a pasos cortos; con sus patas rojas se amontonan, revolotean, se picotean breve y fieramente en una guerra intestina en busca de los granos de maíz. Es necesario levantar la mano a media altura y no bajarla, no arrodillarse: levantar la palma repleta de granos y sentir en la piel  las puntas de estos picos que no hacen daño, que a una velocidad asombrosa devoran los copos sin fallar un solo golpe, con una voraz y consumada maestría. El rumor que acompaña a estos banquetes es únicamente el del aleteo, clásico aleteo registrado en las postales y en los filmes: ese volar muy leve, como una onda o como un golpe de viento».venecia-0008-edouard-manet-el-gran-canal-de-venecia-1874-fundacion-beyeler

» Curiosos estos ruidos de Venecia. El oído humano, acostumbrado a la tensión del tráfico y a su trepidación, encuentra aquí sonidos distintos: el motor ronco, no muy fuerte, de las motonaves de pasajeros; un levísimo chapoteo en el agua: el único remo de estos gondoleros, uniformados con jerseys a listas, inclinándose e irguiéndose: todo a un ritmo acompasado, como un rito, un movimiento permanente realizado con sumo cuidado para rendir pleitesía al turismo y elevar la cifra de las divisas. Estos son los rumores venecianos. Y las pisadas. Pisadas de hombres. Los hombres sobre los puentes, en el laberinto de las estrechas calles; los hombres andando por fin con total libertad, sin semáforos, sin el sobresalto de los claxons; los hombres pisando y paseando sobre la tierra. En su reino.

El resto, como en una frase de Shakespeare, es silencio. Una ciudad extendida sobre el silencio. La voz del hombre y sus pasos dominando esta sensación de paz en la ciudad más sorprendente del mundo. Anteanoche, cuando venía en el pequeño vapor desde la estación hacia el Lido y el cielo se había cerrado bruscamente, la noche comenzaba y Venecia entera, oscurecida, se me ofrecía como una estela de agua y de fachadas cada vez más asombrosas, comprendí el encanto de este lugar en donde pintores y escritores vienen a beber el lenguaje de los sueños. Aquí estuvo Thomas Mann. La muerte: precisamente La muerte en Venecia y no otra cosa. Aquí han estado Dostoievski, Somerset Maughan, Simenon, por nombrar a cuatro escritores diversos que recuerdo en este momento. Cuando había pasado ya bajo el puente de Rialto, la tormenta se anunció sobre la ciudad con su primer trueno. Estaban encendidas las luces de los farolillos en las dos orillas; en las casas, por el fuerte calor con sus ventanas abiertas, se vislumbraban rostros, tapices, cuadros. Una mujer se peina ante el espejo; un niño se recorta en el umbral de una habitación; un hombre, con la cabeza vuelta hacia fuera, observa los temblores del cielo. Todo ello se contemplaba desde el vaporcito. A mis pies, el agua casi negra hacía espuma… y el rumor, el rumor del motor atravesando el Gran Canal mientras unas gruesas gotas hacían batir el río…» («El artículo literario y periodístico». Paisajes y personajes.-págs 240-242)

(Imágenes: Pietro Fragiacomo: «Venecia, Plaza de San Marcos», 1899.- Fundación Beyeler/ Edouard Manet: «El Gran Canal de Venecia», 1874.-Fundación Beyeler)

«LA ESPAÑA NEGRA »

«Son estos hombres de pelo en pecho; sus caras se parecen a la del toro, muy barbudos, con las cejas muy pobladas y juntas, las caras atezadas por el sol, las frentes llenas de arrugas y las mejillas con surcos, como la tierra abierta con la azada; encerrados por el negro del afeitado de la barba y el bigote, destacan, más descoloridos, los labios y los dientes muy blancos; sus manos, desproporcionadas, grandes y membrudas; sus chaquetas llenas de cuchillos de tela de distinto color, para tapar los rotos, con la zamarra al hombro, en cuyo bolsillo asoma el pañuelo moquero con el que se suenan fuerte y lo atan al cuello para empapar el sudor; sus piernas, calzadas con polainas de cuero con todos los broches y hebillas tapadas y blancas por el barro de los días de lluvia; sus sombreros, de forma rara, encasquetados hasta las orejas».

Así describe Gutiérrez Solana a los carreteros de Tembleque en su libro «La España negra«. Ahora que acaba de publicarse una nueva edición de esta obra (Comares), que recoge los Viajes por España y otros escritos, el pensamiento se me va a los días en que leí mi tesis doctoral en la Universidad Complutense de Madrid hace ya muchos años sobre el tema «La muerte en la obra literaria de Gutiérrez Solana«. Dirigida por un gran catedrático y luego gran amigo mío, Francisco Yndurain,  expuse en aquellas páginas la vida y la obra del pintor-escritor, muerto en 1945 a los 59 años de edad que entre Santander y Madrid, su hermano Manuel y el café «Pombo», cantaba a voz en grito y no con mala voz, rociando de vez en cuando la existencia con el sabor de la botella. Los principales biógrafos y comentaristas de Solana dejan fuera de duda su derecho deseo sin ninguna concesión a «ser leal consigo mismo», honrado en su quehacer de artista, y, sobre todo, en presentar desnuda su verdad, sin afeites ni arreglos, monda y lironda, aunque a muchos desagradase.

«Gutiérrez Solana – dije entonces- fue un permanente viajero y lo reflejó en todos sus libros. Viajó por Madrid en las dos series de «Madrid, escenas y costumbres», cuyo título evoca el de Mesonero Romanos. Viajó igualmente por España – desde Santander hasta Zamora, una vez «visitado» y «observado» de modo implacable lo mismo el Museo de Valladolid que pueblos como Tembleque, Calatayud, Ávila o tantos otros- en su libro «España negra». Esa España pobre, oscura, bastante ignorante y olvidada, encerrada en sí misma porque otros la hubieran encerrado en sus pueblos vacíos: toda esa faz negra de España – sin agregar moralejas, sino simplemente con pintarla con la pluma desnuda y denunciadoramente (ella se denunciaba con sus hechos) -, Solana la describió más que la escribió; y lo hizo a través de un viaje por nuestras tierras». («La muerte en la obra literaria de José Gutiérrez Solana», Tesis Doctoral, inédita).

Ahora vuelve a editarse esa «España negra» y volvemos a contemplar a esos carreteros de Tembleque que a la hora de comer «abrazan la cazuela y la recuestan en el pecho, llena de patatas, de berzas y de cocido; el pan se convierte en moreno cuando lo amasan con los dedos tiznados y negros donde resaltan el blanco de sus uñas, que suelen ser zapateras por los golpes, y a alguno le suele faltar un dedo de la mano, que se ha cogido entre dos moles de piedra».

Una vez más – como he comentado en varias ocasiones en Mi Siglo , hablando de Pla y de algún otro – estamos en la «literatura de observación», algo realmente difícil que el ojo del escritor va recogiendo. En este caso, un pintor que mira atentamente y que, en vez de llevar cuanto ve hasta el lienzo ( o a la vez que lo lleva), desea transmitirlo en la página.

(Imágenes: Autorretrato del pintor Gutiérrez Solana, 1943/ Gutiérrez Solana: «Las máscaras»)