WEEGEE, LAS CALLES Y LOS ROSTROS

Grandes fotografías que hacen época: Weegee y sus calles, crímenes y rostros. De Weegee, «el ojo público«, hablé ya en Mi Siglo. Walter Benjamin hacía notar que «con toda justicia se ha dicho de Atget que fotografiaba calles desiertas de París como si fueran la escena de un crimen. La escena de un crimen siempre está desierta; se fotografía con el propósito de reunir pruebas. Con Atget, las fotografías se transforman en pruebas estándar de hechos históricos y adquieren una significación política oculta».

En el caso de Weegee, las calles muchas veces no aparecen desiertas. En las calles, en torno al detective que indaga, a las gabardinas y al resplandor de los focos, los curiosos se arremolinan intentando abrirse paso como sea y hasta allí llegan las palabras que pronunciara E.M Wrong: «el amigo del detective tiene la doble función de lector muy del montón y de coro griego; comenta lo que le parece sobre lo que no entiende». Entonces, mientras los amigos del detective comentan y preguntan, la cámara de Weegee se adelanta a todos ellos y en un instante dispara su foto: fija la expresión. Así se recuerda ahora en una nueva exposición en torno a lo que algunos han llamado «el fotógrafo de los asesinos«.

El fotógrafo, con su instantánea, es siempre más celérico que el novelista. Por aquellos años 4o americanos Raymond Chandler confesaba: «cuando escribo algo que es duro y rápido y lleno de acción y crimen, me atasco por ser duro y rápido y lleno de acción y crimen, y entonces, cuando trato de bajar un poco el nivel y desarrollar el lado mental y emocional de la situación, me atasco por apartarme de lo que me atascó antes».

Mientras tanto, Weegee, aprovechando la indecisión del narrador e inclinándose, tomando bien el ángulo, ya ha disparado su fotografía.

(Imágenes:- 1.-Weegee.-1964/2.-Anthony Esposito, fichado bajo sospecha de matar a un policía de Nueva York.-16 de enero de 1941.-Weegee.-International Center of  Photography.- foto de Weegee/ 3.-sospechosos a la puerta del juzgado de Guardia.-1941.-Weeger.-Institute Center of Photography.-foto Weegee)

SCHUBERTIANA

» En la oscuridad de la noche en un lugar en las afueras de New York, un punto de observación desde donde se puede, con una sola mirada, abarcar ocho millones de hogares humanos.

La enorme ciudad a lo lejos es un montículo vibrante, una galaxia espiral vista desde el costado.

Dentro de la galaxia se deslizan las tazas de café sobre la barra, las vitrinas mendigan a los que pasan, una maraña de zapatos que no deja huella alguna.

Las escaleras de incendio que trepan, las puertas de ascensor que se unen resbalando, tras las puertas con cerradura de seguridad, un continuo diluvio de voces.

Cuerpos caídos duermen a medias en los vagones del metro, las catacumbas que se cruzan a toda velocidad.

También sé – sin ninguna estadística – que ahora mismo alguien toca a Schubert en alguna habitación a lo lejos y que, para alguno, esos tonos son más reales que los demás.

Las cuatro cuerdas tocan. Voy a casa atravesando tibios bosques, con la tierra, elástica debajo de mí,

me acurruco como un recién nacido, me duermo, ruedo ingrávido hacia el futuro, siento de pronto que las plantas tienen pensamientos.

Nos apretamos frente al piano y tocamos a cuatro manos en Fa menor; dos cocheros en el mismo carruaje, resulta un poco ridículo.

Las manos parecen cambiar de sitio objetos tintineantes de acá para allá, como si tocásemos los contrapesos,

en un intento de afectar el terrible equilibro de la balanza: alegría y sufrimiento pesan exactamente igual.

Annie dijo: «esta música es tan heroica», y es verdad.

Pero el que navega envidiando a los hombres de acción, esos que en el fondo se desprecian a sí mismos porque no son asesinos,

ellos no se reconocen aquí.

Y los tantos que compran y venden personas y creen que todos son comprables, ellos no se reconocen aquí.

No es su música. La larga melodía que es ella misma en todas las transformaciones, por momentos brillante y débil, por momentos opaca y fuerte, huella de caracol y cable de acero.

El terco canturreo que nos acompaña hasta aquí

saliendo

de las profundidades».

Tomas Tranströmer:- fragmentos de «Schubertiana» , de «La barrera de la verdad» (1978)

(En el día en que Tomas Tranströmer recibe el Premio Nobel de Literatura)

(Imágenes:- 1.-Toscanini al piano, con 87 años.- Milán 1954.-iicchicago. esteri.it/2.-Nueva York 1960.-foto Nick  DeWolf.-lainformacion. es/3.-Edvard Grieg al piano.-ballade.no/ 4.-Nueva York 1966.-Arthur el Tress.- contemporaryworks)

MANHATTAN

«El cine nos divide la vida en secuencias y la inteligencia del espectador acostumbra a su pupila a desplazarse de una a otra escena, de una existencia a una ciudad, de una capital a una aventura, de un espacio a un tiempo. El cristal de la pupila del ojo del cine es un proyector literario en John Dos Passos que se mueve por el mosaico del Nueva York de los años veinte, distinto al Nueva York de los puntos de vista de Henry James, al viejo Nueva York que surge de Edith Wharton y a la modernísima hoguera de las vanidades que es el Nueva York de Tom Wolfe. El cristal nevado de la ciudad, los cubos de cristal iluminados en rascacielos fantasmas, los cristales en caleidoscopio de las vidas giran en torno a nuestro ojo devorador, el Ojo de la Cámara asomado al Noticiario múltiple que intenta entregarnos la selección de la esencia del siglo americano, la simultaneidad de las existencias cruzando las calles, el zumbido de la colmena neoyorquina.

Dos Passos, el escritor norteamericano nacido en Chicago en 1896 y muerto en 1970, nos presenta unas novelas simultaneistas o unanimistas –Manhattan Transfer y su trilogía USA: Paralelo 42, 1919 y El gran dinero– en donde el héroe es la muchedumbre y las mil cabezas de un personaje inexistente se llaman multitud. Esa multitud y esa muchedumbre están vistas desde la superficie, sin penetrar en psicologías, andando por avenidas de epidermis y mostrando de estas urbes gigantescas únicamente las cortezas. Pero entre cortezas, epidermis y superficies he aquí que John Dos Passos nos quiere dar unas instantáneas que perduren, un flash de Nueva York en un tiempo determinado, una singular fotografía americana en la época de la Gran Depresión.

«Toda la noche los grandes edificios permanecen callados y vacíos, sus millones de ventanas apagadas – se lee en «Manhattan Transfer» -. Babeando luz, los ferries devoran su camino en el puerto de laca. A medianoche los transatlánticos expresos de cuatro chimeneas zarpan de sus muelles luminosos para hundirse en la oscuridad. Los banqueros, con los ojos legañosos, oyen, terminadas sus conferencias secretas, los aullidos de los remolcadores cuando los vigilantes, gusanos de luz, abren las puertas laterales. Se instalan refunfuñando en el fondo de limousines y se dejan llevar rápidamente hacia la calle cuarenta y tantos, calles sonoras, inundadas de luces blancas como gin, amarillas como whisky, efervescentes como sidra.

Intenta ser un poema fotográfico sobre el corazón de la urbe, la toma del pulso a la gran ciudad cuya imagen hemos visto ya en tantas películas que nuestros ojos no parpadean en la costumbre. Pero un escritor, aunque use técnicas cinematográficas en sus habilidades y en sus talleres literarios, trabaja con la herramienta de la palabra, y Dos Passos hace todo un esfuerzo por captar momentos simbólicos, encuadres personales.» El joven sin piernas se ha parado en medio de la acera sur de la calle 14. Lleva un jersey azul y una gorra azul de punto de media. Sus ojos levantados se agrandan hasta llenar la cara blanca como el papel. Pasa un dirigible. Brillante cigarro de estaño, esfumado en la altura, perfora suavemente el cielo lavado y las blandas nubes. El joven sin piernas se queda inmóvil, apoyado en sus brazos, en medio de la acera sur de la calle 14. Entre piernas que andan a zancadas, piernas delgadas, piernas anadeantes, piernas con pantalones, con bombachos, con faldas, él sigue allí, perfectamente inmóvil, apoyado en sus brazos, mirando al dirigible·.

Nueva York aparece en su indumentaria de época, vestida con su moda costumbrista, y el dirigible pasa como están pasando por el cielo de la historia de esa ciudad unos años difíciles, años eminentemente sociales, meses de paro y de búsqueda, semanas largas de insatisfacción laboral. Ese Nueva York que será años después el del krack financiero en el que ciertas vidas desgraciadas abrirán sus ventanas y se arrojarán al vacío del desamparo, al espacio de una intemperie sin soluciones, es ya el Nueva York latente bajo los ruidos y las músicas que Dos Passos narra al contar el hormigueo de las aceras.

Manhattan Transfer es la novela de la gran ciudad americana, esa ciudad es el gran personaje y sobre sus calles caminan constantemente, en deambular incansable, sus numerosas figuras. Manhattan es el decorado y es el paisaje. Las tres partes del libro se subdividen en capítulos y como islas sobre las páginas permanecen los títulos de Embarcadero, Metrópoli, La ciudad alegre y confiada, Puertas giratorias o Rascacielos. El resto de los títulos complementan la visión de América: Dólares, Carriles, Apisonadora. Nos encontramos, pues, entre el ruido y el olor de esa modernidad en donde uno de los personajes, Jimmy Herf, será aquel a quien seguiremos desde la infancia hasta su enigmática partida. Pero serán las Calles –Cuarta, Sexta Avenida, Quinta Avenida, Novena, Tercera– quienes se hagan vida y muestren sus caminos de asfalto para el andar incansable de los hombres.

Dos Passos, que en sus inicios estuvo muy influido por las ideas socialistas y que al final se inclinaría hacia la derecha, tendió su mirada de escritor hacia la sociedad sin olvidar al individuo y quiso abarcar una ciudad inolvidable en unos años inolvidables. Su empeño fue aprehender la esencia de una moderna urbe.» Babilonia y Nínive eran de ladrillo –escribió–. Toda Atenas era doradas columnas de mármol. Roma reposaba en anchos arcos de mampostería. En Constantinopla los minaretes llamean como enormes cirios en torno del Cuerno De Oro…Acero, vidrio, baldosas, hormigón, serán los materiales de los rascacielos. Apilados en la estrecha isla, edificios de mil ventanas surgirán resplandecientes, pirámide sobre pirámide, blancas nubes encima de la tormenta».

¿Y el alma de Nueva York? ¿Y las almas que en Nueva York viven?. Los edificios se encumbran en verticalidad ascendente, pero en Dos Passos los hombres se presentan horizontales, sin un aliento aspirado, sin una profundidad, sin una accesis».

(J.J. Perlado: «El artículo literario y periodístico.-Paisajes y personajes», págs 284-286)

(Imágenes: 1.-Manhattan.- Cristopher Rini/2.- Manhattan 1967.- Andy Blair/3.- Times Square.- wikipedia/ 4-. Manhattan 2009.- Joe  Wigfall/

DEL CAMPO Y LA CIUDAD

«El hombre es un animal que forma parte del cosmos y que sufre los influjos naturales – me decía el filósofo y pensador francés Gustave Thibon en Madrid, en 1976 -, y al que la vida en las grandes ciudades le es necesaria quizá; de ella le es muy difícil evadirse, pero en gran parte constituye una vida antinatural: el hombre en la ciudad no está directamente influido por las estaciones, no contempla la naturaleza, no recibe entonces esa especial sabiduría que la naturaleza inspira… Los hombres de ciudad viven siempre apresurados, quieren ir muy deprisa, quieren resolver todos los problemas de modo extraordinariamente rápido, quieren recetas para solucionarlo todo…Esto es el aspecto mecánico de la civilización urbana.

Yo vivo en pueblecito – continaba diciéndome Thibon -. Bien. Cuando se vive en un pueblecito, se sabe muy bien que la vida de ese pequeño pueblo no es precisamente idílica, aquello no es el paraíso terrestre: existen los celos, los rencores…Conozco a uno de mis vecinos que sabe mucho mejor que yo mis idas y venidas: cuando yo paseo con una mujer, se cuentan historias en el pueblo: yo no voy a empezar a discernir sobre mis visitas masculinas o femeninas.., pero muchos no ven jamás las visitas masculinas, sólo espían las femeninas… Porque entre los campesinos, a un hombre que se da un paseo con una mujer ya se le considera extremadamente sospechoso. Se vive, pues, a veces en una atmósfera tal, que incluso podría llegar a suspirar por el ambiente de una gran ciudad.

Pero aparte de esto, al menos unos y otros nos conocemos; se habla mal del prójimo quizá, pero a ese prójimo se le conoce; al mismo tiempo, existe una solidaridad, esa solidaridad que es necesaria en las pequeñas comunidades…; los unos a los otros no pueden ignorarse: si un campesino está enfermo, alguien del pueblo le auxilia, se mantiene el lazo humano que permanece siempre, que puede respirarse… Y esto hace que ciertos excesos, que tienen lugar en las ciudades, no tengan cabida en un pequeño pueblo; por ejemplo el «gansterismo», la prostitución.., es la ventaja de las pequeñas comunidades, en contraste con las grandes ciudades donde los hombres se aprietan y aprisionan unos junto a otros y todo parece estar permitido, porque se hunden en el anonimato. En el campo, no; aún queda esa relación humana, el lazo humano… Creo, por todo esto, que es muy importante «ventilar» el aire de la sociedad; cuando los hombres están excesivamente cerca, excesivamente apasionados los unos contra los otros, no se mejoran».

Me decía todo aquello Gustave Thibon en Madrid, en noviembre de 1976, sentados en la madrileña calle de Velázquez ;han pasado los años, y siempre lo recuerdo. («ABC,»  5 de diciembre de 1976)

(Imágenes: 1.- Philipp Klinger.- taringa net/ 2.-Martin Lewis.- «Danza de las sombras».- Nueva York.-Park Avenue.-1930/ 3.-Gustave Klimt.-detalle de «Arttersee  Litzlberg».-1915/4.-T. F. Simon.-1887-1942.-Nueva York de noche.-ordchild-thief livejournal)

El CHELSEA Y LOS ESCRITORES

«Inmueble de ladrillo rosa y con balcones de hierro forjado iluminado con el neón azul de su nombre legendario, mágico, cerebralmente brillante, psicodélico en su travesía de decenios de alucinaciones y sueños más o menos sabiamente dosificados» – así va contando Nathalie de Saint Phalle cómo es el  Chelsea en los «Hoteles literarios«.

«El Chelseadice – albergó las pesadillas de todas las locuras, la muerte, dulce y violenta, las ilusiones y desilusiones de los extravagantes de su tiempo».

» Oh, que al fin pueda siempre yacer, leve, en la última colina atravesada, bajo la hierba, amando, y allí reverdecer entre largas manadas, y ya nunca extraviarse ni cesar en los días sin cifra de su muerte, aunque ansiaba ante todo el seno de su madre que era descanso y polvo, y en el afable suelo la oscura ley mortal, ciego y sin bendición – escribió Dylan Thomas en la habitación 206 del Chelsea, su último poema compuesto en ese Hotel – «Que no encuentre descanso, pero sí patria y sitio- rogué en su humilde cuarto, junto a su lecho ciego en la callada casa, bordeando el mediodía y la noche y la luz. Los ríos de los muertos inervaban su mano sobre la mía, y vi tras sus ojos cegados las raíces del mar».

Arthur Miller, que vivió en el Chelsea seis años, evoca que « pronto me dejé envolver por su fascinación, por su aire inequívoco de decadencia incontenible. No era parte de Norteamérica, no había aspiradoras, no había normas, no había gustos ni recato. (…) En la planta novena, en la otra punta del pasillo, un  compositor, George Kleinsinger, excitaba a sus amigas asustándoles con su colección de pitones, lagartos sudamericanos y tortugas que se pasaban el día soñando en sucios recipientes que llegaban hasta el techo. (…) Charles James, el célebre modisto de antaño, vagaba por los pasillos apesadumbrado porque la antigua decadencia del lugar la estaba suplantando una decadencia de nuevo cuño, de artistas vulgares y drogados que, auténticos o falsos, emponzoñaban el ambiente con sus extravagancias publicitarias, y sin que entre ellos hubiese ni una sola dama o caballero; y para mantener el orden en todo aquel circo, el diminuto detective del hotel se encerraba en su habitación con siete llaves y vivía rodeado de los televisores, los equipos de alta fidelidad, lad máquinas de escribir y los abrigos de piel que había ido robando a los huéspedes, según vino a saberse el día en que los bomberos tuvieron que echarle la puerta abajo porque en la habitación contigua un borracho se había quedado dormido con el cigarrillo encendido y se había declarado un incendio».


«El Chelsea
sigue diciendo Miller -, pese a todos sus inconvenientes – el polvo secular de cortinas y alfombras, las cañerías oxidadas, el frigorífico que chorreaba, el acondicionador de aire al que había que echar un jarro de agua tras otro -, era un desastre espantoso y saludable que me recordaba una frase de William Saroyan, norteamericana por demás, que suelta un árabe en un bar, una frase totalmente olvidada por los revolucionarios de los años sesenta, ocupados en idear una antisociedad nueva que desterrase de la memoria todo lo que había existido hasta entonces: «Ningún cimiento debajo de nada«.


En el  Chelsea trabajaron Elia Kazán y Robert Whitehead preparando «Después de la caída» de Miller, por el Chelsea pasaron, entre otros, Brendan Behan, Tennesse Williams, Bob Dylan, Leonard Cohen, Sam Shepard, Thomas Wolfe, Nabokov, Mark Twain, Jimi Hendrix, Milos Forman, Andy Warhol, Harry Everett Smith, Arthur C. Clarke encerrado en su habitación 1008 observando el cielo con telescopio y muchos más.» El decorado era sobrio, la fauna, extraña – recuerda Saint Phalle – El hotel es un monumento a la gloria de la decadencia, sin otra razón que el genio de los lugares, sin otra organización que unos cuantos principios libertarios y cierta idea de la armonía. (—) Es un hotel de psicosis, un hotel psiquiátrico, el hotel de la más delirante imaginación, un santuario de creación, con sus víctimas consentidoras».


(Imágenes:- 1, 2 y 4.- fachada, interior y vestíbulo del Hotel Chelsea.-wikipedia/ 3 – Dylan Thomas.-bbc. co. uk/ 5.- Elia Kazan y Robert  Whitehead trabajando en el Chelsea sobre «Después de la caída» de Miller/ 6- entrada del Chelsea.- G. Paul Burnett.- AP Photo)

VERANO 2011 (5) : MIRA LA NOCHE

«Mira la noche. Redonda

y cabal: sin una estrella.

Puedes sumergirte en ella

a tu gusto, porque es honda

y no ha de exhibir la ronda

falaz o superchería

con que se enguirnalda el día,

encubriendo en sus ramajes

florecidos y paisajes

la escueta verdad sombría».

Juan José Domenchina.-«Décimas concéntricas y excéntricas».- «Destierro«.-1942

(Imágenes:- 1.- Georgia O´Keeffe.- Nueva York de noche-.1929.-arthistoryarchive/ 2.-Daniele Cestari.-Roma de noche.-2011.-albemarlegallery.-Londres)

NUEVA YORK

«He aquí el tiempo de los signos y de las cuentas

¡Nueva York! he aquí pues el tiempo del maná y del hisopo.

Basta con escuchar los trombones de Dios, tu corazón latir al ritmo de la sangre tu sangre.

Vi en Harlem zumbando de ruidos de colores solemnes y olores flamígeros

– Es la hora del té en casa del repartidor-de-productos-farmacéuticos

Vi aprestarse la fiesta de la Noche en el atardecer. Yo proclamo la Noche más verídica que el día.

Es la hora pura en que por las calles Dios hace brotar la vida anterior a la memoria

Todos los elementos anfibios radiantes como soles.

¡Harlem, Harlem! ¡He aquí lo que vi Harlem, Harlem!

Una brisa verde de trigales brotar del empedrado labrado por los pies descalzos de danzantes Dans

Ancas ondas de seda y pechos de hierros de lanza, ballets de nenúfares y máscaras fabulosas

A los pies de los caballos de la policía, los mangos del amor rodar de las casas bajas.

Y vi a lo largo de las aceras, arroyos de ron blanco arroyos de leche negra en la niebla azul de los tabacos.

Vi el cielo nevar en el atardecer flores de algodón y alas de serafines y penachos de brujos.

¡Escucha Nueva York! Oh escucha tu voz viril de cobre tu voz vibrante de óboe, la angustia con sordina de tus lágrimas caer en gruesos coágulos de sangre

Escucha a lo lejos latir tu corazón nocturno, ritmo y sangre del tam-tam, tam-tam sangre y tam-tam».

Leopold Sédar Sénghor: « A Nueva York» (para una orquesta de jazz: solo de trompeta)

(Imágenes:-  1.- escena nocturna en Nueva York.-1912.- por Edward Potthast/2.-Nueva York.-por Adolf  Fassbender/ 3.-calle de Nueva York.- 1924.- Georgia O`Keeffe.-arthistoryarchive)

PLA Y CUNQUEIRO

Varias veces he hablado de estos dos excelentes escritoresCunqueiro y Plaen MI SIGLO.

Ahora, con motivo del año Cunqueiro, reproduzco aquí el artículo que en su momento escribí para el Centro Virtual Cervantes:

» Ambos escritores – decía entonces hablando de Pla y de Cunqueiro – proporcionan y proponen una vuelta a los orígenes de las cosas, a la sabiduría del hombre, a ese inspirar y aspirar de la persona cuyo aliento es el humanismo.Está aconsejando Pla —en un mundo de veleidades vertiginosas— a los jóvenes que le preguntan, por ejemplo, «¿Qué hemos de hacer? ¿Podría usted tener la amabilidad de darnos una orientación y decirnos qué podríamos hacer?» Entonces Pla les contesta: «Yo les aconsejaría un viaje a pie […] Su viaje debería tener un objeto: informarse, enterarse de lo que es el país, de cómo vive en él la gente, empaparse de la manera de ser básica, inalienable, insoluble, del material humano […]: pasear y hablar con la gente […] Nada hay, me parece, que ofrezca tanto interés para el ciudadano como saber exactamente en qué consiste su país» (Josep Pla, «Invitación al viaje», en Viaje a pie, Madrid: Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros, 1979, pp. 7 y 9).

Estamos, pues, aquí, no sólo en el suelo y en la tierra de los caminos, sino también andando por las veredas del sentido común —un sentido muy del payés y del mundo de Pla—, un camino sembrado de recomendaciones que nos marcan el ritmo del paso del hombre.

Tomemos otro ejemplo, éste de Cunqueiro: «La inmensa cantidad de noticias que al hombre le es suministrada es inadmisible. Tal cantidad termina formando insensiblidad. Puede decirse que la información que se le suministra al hombre en 1977 es infinitamente superior a la que ese hombre necesita, y por ese mismo exceso lo transforma en un hombre desinformado» (Álvaro Cunqueiro, «Sin agua y con noticias», Arriba Dominical, 12 de junio de 1977, p. última).

Y otro texto, también de Cunqueiro: «Recientemente aludía Giovanni Ansaldo a la disminución de la capacidad de asombro en las gentes de la inmensa cantidad de varia noticia que se le suministra diariamente y señalaba la creciente pérdida de credulidad y, finalmente, la indiferencia» (Álvaro Cunqueiro, «Noticias y prodigios», El Progreso, 1 de septiembre de 1960).

Ambos textos —el de Pla y los dos citados de Cunqueiro— nos proyectan hacia la paradoja. ¿Cómo es posible que Pla —en una civilización en la que viajar es global y meteórico, fulminante en velocidades— nos aconseje la sabiduría de un viaje a pie? ¿Cómo es posible que Cunqueiro —en un mundo de saturación informativa y de multiplicidad de medios (y eso que él se refiere aún a la frontera de 1977; ¿qué diría en 2011?—, denuncie que cada vez se es más insensible como lector y como persona y cada vez se pierde más la capacidad de asombro?

La respuesta no es la paradoja sino —como decíamos al principio— el recordatorio y la llamada de atención al sentido común. No se conoce Nueva York sino viajando a pie por la Gran Manzana, no se conoce Estados Unidos sino paseando y hablando con las gentes de esos pueblos escondidos entre cordilleras y llanuras y que únicamente intuimos por el cine o por la televisión; así se conoce Bombay, entre los olores, los colores y los pliegues que cubren las callejuelas, y así se conoce Moscú, deteniéndose en las esquinas desoladas, a veces alcoholizadas, frecuentemente heladas y abiertas a la urbe gigantesca. Es decir, al hombre lo conoce el otro hombre entrecruzando los pasos con él, entrecruzando las palabras: en resumen, yendo a pie por el tiempo que nos circunda y por el espacio que nos envuelve. En un siglo de velocidades aéreas sólo conocemos al hombre en la distancia corta, en la conversación personal, en el interés por el otro que se descubre en la cercanía, en el sosiego y hasta en la lentitud.

Por su parte, Cunqueiro nos pregunta para qué nos inundamos de información si bajo esa cantidad nos ahogamos entre la indiferencia y la falta de asombro. La calidad de nuestras respuestas debe recibir y asimilar las calidades que nos proporcionan los medios, no las cantidades. Por tanto, habría que educar siempre al periodismo en las calidades que nos suministra y no en el copioso vertido de la cantidad. Y habría que mantener en la educación del hombre —del receptor— esa llama, también de calidad, denominada interés, sensibilidad y asombro.

Siempre el hombre, dando vueltas al hombre, el hombre que no acaba nunca de encontrarse a sí mismo. Dos periodistas vuelven al humanismo. El hombre olvida que debe leer el periódico con el corazón para estar informado».

(Imágenes: 1.-Josep Pla a los veinte años.-asacademic.-Fundación Josep Pla.-colección Josep Vergés/ 2.-Álvaro Cunqueiro.-laregion.es)

NOCHE OSCURA Y NOCHE ILUMINADA

«La noche es algo natural: lo contrario de la luz que a nosotros y a todas las cosas envuelve. No es propiamente un objeto en el sentido literal de la palabra. No está delante de nosotros y ni siquiera se sostiene por sí mismo. No es tampoco una imagen, entendida como figura visible. Es invisible e informe. Y, sin embargo, la recibimos verdaderamente y está más próxima a nosotros que todas las formas y figuras, está más propiamente unida  con nuestro ser. Como la luz penetra con sus propiedades visibles todas las cosas, de la misma manera se las traga la noche y amenaza con tragarnos a nosotros también (…) Frente a la noche oscura y espantosa está el embrujo de la Noche, la luz de la luna que la penetra con un suave y delicado resplandor. No se traga las cosas, sino que las deja brillar con aspecto nocturno. Todo lo duro, lo áspero y penetrante es moderado y suavizado y se manifiestan rasgos esenciales de las cosas que no aparecen a la luz del día. Se escuchan también voces que el ruido del día amortigua y hace enmudecer. Mas no solamente la noche iluminada tiene sus encantos sino que podemos igualmente encontrarlos en la noche oscura. Da fin a la prisa y al ruido del día y nos trae el descanso y la paz».

Edith Stein

(Imágenes:-1.-Nueva de York de noche.-1929.-Georgia O´Keeffe.- arthistory/.-2.-Foto Revista TIME)

INVIERNO 2011 (4) : RENATA SCHWEITZER

«En un mar de luces multicolores se refleja hechicero

en el asfalto negro y mojado.

Las fachadas, los anuncios luminososos y poderosos

irrumpieron multiformes en aquella época.

Y cada ruido que traen los motores

acelera el latido del pulso de las calles iluminadas.

Con un sordo zumbido se detiene en las esquinas

y se precipita incontenible en la corriente de la muchedumbre.

La vida borbollea en la red extendida

en el laberinto de la risa, los bostezos, el comercio

donde se buscan tesoros no vistos.

Pero me parece ver la oscuridad y las lágrimas

y un cruel vacío que se esconde en las esquinas

y un mortal suspiro que hiela mi sangre».

Renata Schweitzer ( joven escritora alemana que durante años estuvo carteándose con Pasternak, visitándole luego en su casa de campo, cerca de Moscú): «La gran ciudad en invierno» («Boris Pasternak: «Cartas a Renata«) (Guadarrama)

(Imagen: Nueva York 1927.-Georgia O ´Keeffe.-arthistoryarchive)

MONEDAS DE TIEMPO

Pasan las monedas de tiempo en el último día del año, resbalan de mano en mano las hojas de los meses, horas circulares, redondas penas y alegrías, esferas, agujas, mecanismos, las cajas de madera de raíces plantadas en nuestra sobremesa de siempre, sonerías, agujas del reloj que un día nos hirieron, silenciador de voces, calendario de fechas, segundero de nimios pensamientos, alarmas que nos conmovieron, muelles que nos levantaron en caídas, decoración grabada en platino de tantos días iguales, pasos de cebra de aquellos días iguales, autobuses, aviones, teléfonos, péndulos de inestable corazón, placas de nacimientos y rupturas, despertadores de sueños, acristaladas cúpulas de deseos, aceros forjados de voluntad, cuartos y medias de tantas citas memorables, hendiduras de dolores, llaves poniendo en marcha la vida, cajas de música, pesas, alambres, ruedas de infortunios y sorpresas, decisiones torneadas a punta de buril, visualidad, claridad, la vida, el día es claro y siempre rodeado de misterio, se desmontan, se retocan los recuerdos, la numeración de latón que marcan alegrías se hace de bronce dorada a fuego, es el mecanismo de la repetición, repetición, repetición, relojes de agua, de arena, de sombra y sol, astrolabios contemplando estrellas, estrellas, estrellas que en el último día del año nos pasan monedas de tiempo.

(Imágenes: 1 y 2:  Terminal Grand Central de Nueva York-1941.- foto John Collier.-shorpy.com)

HORAS DE NUEVA YORK

Como hizo RAMÓN en su Elucidaro  de Madrid pasando agujas de literatura ante el reloj de la Puerta del Sol, así el periodista norteamericano Gay Talese pasa las páginas de sus reportajes sobre las horas de Nueva York, segundero y minutero de imágenes y palabras. «A la una de la mañana – escribe en «Nueva York, ciudad de cosas inadvertidas» – Broadway se llena de avispados y de muchachitos que salen del hotel Astor vestidos de esmoquin, muchachitos que van a los bailes en los coches de sus padres.»

«A las dos, algunos bebedores empiezan a perder la compostura, y ésta es la hora de las peleas de cantina. »

« A las tres, termina la última función de los night-clubs y la mayoría de los turistas y compradores forasteros están de vuelta en sus hoteles«.

«A las cuatro, cuando cierran los bares, se ve salir a los borrachos…»

«A las cinco, sin embargo, casi todo está en calma. Nueva York es una ciudad completamente distinta a las cinco de la mañana: Manhattan es una ciudad de trompetistas cansados y cantineros que regresan a casa. Las palomas se apropian de Park Avenue, y se pavonean sin rivales en medio de la calle«.

Son ciudades sobre las que está pasando el tiempo, costumbres que rozan las calles, horas de historia.

«A las cinco – sigue contando Talese – los asiduos de Broadway se han ido a casa o a un café nocturno, en donde, bajo el relumbrón de luz, se les ven las patillas y el desgaste«.

» A las seis de la mañana los empleados madrugadores comienzan a brotar de los trenes subterráneos. El tráfico empieza a fluir por Broadway como un río«.

«A las 7.30, cuando la mayoría de los neoyorquinos sigue aún sumida en un cegajoso duermevela, cientos de personas hacen fila en la calle 42 a la espera de que abran los diez cines ubicados casi hombro a hombro entre Times Square y la Octava Avenida«.

«¿Quiénes son los que van al cine a las 8 a.m? Son los vigilantes nocturnos del centro, los pelagatos, los que no pueden dormir, los que no pueden ir a casa o los que no tienen casa«.

«Nueva York es una ciudad en la que unos halcones grandes que suelen anidar en los riscos hincan las garras en los rascacielos y se precipitan de vez en cuando para atrapar una paloma en Central Park, o Wall Street, o el río Hudson. Los observadores de pájaros han visto a estos halcones peregrinos circular perezosamente sobre la ciudad. Los han visto posarse en los altos edificios, e incluso en los alrededores de Times Square«.

Como hiciera RAMÓN en su Elucidario de Madrid también aquí un escritor ve cómo pasan las horas.

(Imágenes:-1.Nueva York en 1958.-Dennis Stock.-all-art.org/2.-Nueva York en 1892.-Alfred Stieglitz.-all-art.org/3.-Nueva York en 1893.-Quinta Avenida.-Alfred Stieglitz.-all-art.org/4.-Nueva York en 1947.-Cartier- Bresson.-all-art.org/5.-Nueva York en 1946.-Andreas Feininger.-phoyographers gallery.-artnet/6.- Nueva York en 1975.-Nicholas Nixon.-artnet/ 7.-Nueva York en 1911.-George W Bellows/.-8.-Nueva York en 1975.-Nicholas Nixon.-artnet/ 9.-Manhattan.-Robert Clark.-National Geographic Magazine)

LORCA DESDE EL CHRYSLER BUILDING

«Manzanas levemente heridas

por los finos espadines de plata,

nubes rasgadas por una mano de coral

que lleva en el dorso una almendra de fuego,

peces de arsénico como tiburones,

tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,

rosas que hieren

y agujas instaladas en los caños de la sangre,

mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos

caerán sobre tí. Caerán sobre la gran cúpula

que untan de aceite las lenguas militares

donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma

y escupe carbón machacado

rodeado de miles de campanillas».

Estas palabras, intuiciones, poemas, Federico los escondía en los bolsillos. Era en papeles de diversos tamaños – algunos de ellos en hojas arrancadas de un bloc, otros abocetados sobre un papel con membrete del Hotel Biarritz de San Sebastián -, escritos a pluma y a lápiz, con los dobleces propios por llevarlos guardados, salpicados de numerosas correcciones, tachones, supresiones y adiciones que señalan el duro trabajo del creador al concebir sus poemas, la búsqueda incesante de la palabra, los pasos de la revelación.

Así consta en el manuscrito de Poeta en Nueva York.

«El cielo ha triunfado del rascacielo – decía Federico García Lorca -, pero ahora la arquitectura de Nueva York se me aparece como algo prodigioso, algo que, descartada la intención, llega  a conmover como un espectáculo natural de montaña o desierto. El Chrysler Building se defiende del sol con un enorme pico de plata, y puentes, barcos y ferrocarriles y hombres los veo encadenados y sordos; encadenados por un sistema económico cruel al que pronto habrá que cortar el cuello, y sordos por sobra de disciplina y falta de la imprescindible dosis de locura«.

«Me va molestando un poco había dicho tiempo antes mi mito de gitanería, no quiero que me encasillen; siento que me van echando cadenas«.

Llegó a Nueva York en junio de 1929, casi huyendo – como recuerda Juan Marichal -de los efectos diversos de su primer gran éxito, el del «Romancero gitano» publicado un año antes. Apenas aprendió inglés, y aquí escribió  «Poeta en Nueva York«. Salió de Nueva York rumbo a La Habana a primeros de marzo de 1930.

«Yo soy español integral«, dijo Lorca. En esta gran ciudad norteamericana estrechó su amistad con el matador de toros Ignacio Sánchez Mejías – que en la ciudad pasó varios meses con la bailarina Encarnación López, «Argentinita«, y a cuya muerte en el ruedo, cuatro años más tarde, dedicó Lorca su elegía «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías«.

«Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino,

ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,

ni quien abra los linos del reposo,

ni quien llore por las heridas de los elefantes.

No hay más que un millón de herreros

forjando cadenas para los niños que han de venir.

No hay más que un millón de carpinteros

que hacen ataúdes sin cruz.

No hay más que un gentío de lamentos

que se abren las ropas en espera de la bala».

(,,,)

Federico García Lorca: Grito hacia Roma (Desde la torre del Chrysler Building).-Poeta en Nueva York


(Imágenes: 1- Nueva York.-1946.-Andreas Feininger.-photographes gallery.-artnet/2.- Nueva York.-Johann Berthelsen.-Mark Murray.-/3,.puente de Brooklyn.-1998.-foto Barbara Mensch.-Bonni Benrubi Gallery.-artnet/4.-Nueva York en 1911.-foto National Gallery of art.-The New York Times/5.-Nueva York.-foto Eudora Wely Missisipi Departament of Archives and History,.1935.-The New York Times/6.-Nueva York en 1931.-wikipedia)

LEYENDO A ROBERT WALSER

«En un bello y dilatado paseo se me ocurren mil ideas aprovechables y útiles. Encerrado en casa, me arruinaría y secaría miserablemente – escribe Walser en «El paseo» -. Para mí pasear no sólo es sano y bello, sino también conveniente y útil. Un paseo me estimula profesionalmente y a la vez me da gusto y alegría en el terreno personal; me recrea y consuela y alegra, es para mí un placer y al mismo tiempo tiene la cualidad de que me excita y acicatea a seguir creando, en tanto que me ofrece como material numerosos objetos pequeños y grandes que, después, en casa, elaboro con celo y diligencia».

Pasea uno con Robert Walser de forma extraordinaria gracias a la mano de Jürg Amann en «Una biografía literaria» (Siruela), donde textos esparcidos por el libro son como piedrecitas en el camino blanco del relato, una vida andando, una vida escribiendo – al final una vida en silencio -, piezas minúsculas recogidas aquí y allá por el biógrafo que van marcando idas y venidas del sendero.

«Al cabo de unos cinco o seis años, el artista, aunque descienda de campesinos – dice Walser hablando sobre Berlín en 1910 -, se sentirá en la gran ciudad como en su casa. Da la impresión de que sus padres vivieron y lo trajeron al mundo allí. Se siente comprometido, endeudado y hermanado con el singular estrépito, fragor y estruendo. Percibe el ajetreo y la agitación como una nebulosa y amada manifestación materna. Ya no piensa en marcharse de nuevo. Le vaya bien o mal, decaiga o progrese, lo mismo da, le «ha atrapado», está cautivo para siempre, le es impoible decir adiós a esta grandiosa agitación».

Es el poderío de las grandes ciudades fascinando siempre a los autores. Dublin en Joyce, Berlín en Döblin, Orán en Camus, Nueva York en Dos Passos.  En el caso  español, la llegada de Azorín a Madrid en 1896 supone que el ojo del escritor lo mire todo. Se ha abierto la plaza del Callao en 186o; se ha comenzado la construcción del barrio de Salamanca en 1863; se ha instalado el reloj de la Puerta del Sol en 1866; se ha inaugurado la primera línea de tranvías tirados por mulas en 1871; la nueva sede del Ateneo en la calle del Prado es de 1884; se ha proyectado la Gran Vía en 1886 y se han instalado los primeros teléfonos en 1887. El año en que Azorín llega a Madrid puede verse la primera exhibición del cinematógrafo y el primer automóvil en las calles de la capital. La intimidad – recordará luego el escritor en 1952 – irá dejando paso a la «universalidad, multiplicidad y facilidad».


Son las ciudades y los ojos de los artistas: los paseos de los escritores. Las ciudades apenas se mueven, pero los artistas se acercan a ellas hasta tocarlas, dibujarlas, escribir sobre ellas. Quedan sorprendidos, quedan cautivos, como confiesa Walser hablando de Berlín.

(Imágenes:-1.- Robert Walser.-lavozdegalicia/2.-Berlín en 1909.-wikimedia.org)

SONREIR EN UN BLOG (3) : LA PLUMA ESTILOGRÁFICA

En varias ocasiones he querido incluir en Mi Siglo diversos textos para sonreir en un blog: páginas de Perec, de Cortázar, de Jardiel Poncela. El humor, de cuando en cuando, es beneficioso mezclándolo con tanto comentario de temas.

El humorista español Jardiel Poncela al hablar del origen de las cosas explica del modo siguiente el nacimiento y  evolución de la pluma estilográfica y su relación con los talleres de escritura:

«El origen de la pluma estilográfica – escribe – se pierde en esa oscuridad oliente a queso de Gruyère que se denomina noche de los tiempos.

Parece ser que en la Edad de Piedra no se conocía la pluma estilográfica y, cuando el hombre deseaba expresar su pensamiento por medio de la escritura, cogía a un amigo por los pies y golpeándole rítmicamente contra una piedra, grababa en esta piedra una serie de hendiduras, muescas, abolladuras y anfractuosidades, que constituían otros tantos signos del alfabeto primitivo.

Más tarde el amigo fue sustituido por un pincel hecho con rabos de animales, y los golpes en la piedra pasaron a ser pinceladas dadas con dichos rabos, previamente mojados en materias colorantes.

Los rabos de animales que se preferían para este trabajo eran los de vaca, ternera, buey o toro, aunque estos últimos resultaban muy difíciles de adquirir, sobre todo cuando quería quitársele el rabo al toro estando vivo.

De suerte que, después de una larga práctica, llegaron a utilizarse excllusivamente como pinceles rabos de vaca. Esto obligó a montar verdaderos talleres de escritura, donde, en grandes cuencos de piedra toscamente labrada, yacía la tinta – mezcla de líquidos diversos, tales como agua, aceites de animales, saliva, etc, y de sustancias colorantes – y donde en grandes montones se veían multitud de rabos, arrancados a vacas de todos los tamaños: desde vacas de diez arrobas hasta vacas de tres pesetas ( a seis reales cada uno y lo que se gane a medias).

Cuando una muchacha de aquella época quería escribir a su novio o cuando un chico que estaba haciendo el servicio deseaba escribir a sus padres, se veían obligados a acudir a los talleres de escritura, donde, previo el pago de quince cocos o de una piel de mamut, les eran escritas las cartas que ansiaban en una piedra del tamaño del ruedo del Coliseo romano, solo que sin leones.

Este sistema de escritura era, naturalmente, muy molesto, pues no todos los que deseaban escribir podían acudir a los talleres y, además, no todos tenian los quince cocos que solía costar el encargo.

Después de muchos años de sufrir las molestias de dicho sistema, en el año 3228 ( antes de J.C,), un tío pulpo, denominado Chau-Cha, que estaba empleado en uno de los talleres de escritura, tuvo una feliz ocurrencia, que fue ni más ni menos que inventar la pluma estilográfica.

Considerando que el traslado de los cuencos de pintura y de los rabos de un lado a otro era faena erizada de dificultades, y comprendiendo la necesidad de convertir la escritura, hasta entonces inmóvil, en algo positivamente trasladable, Chau-Cha ideó, en primer lugar, utilizar el rabo de vaca sin cortarlo de su sitio y, acto seguido, tuvo la inspiración de hacer lamer carbón a la vaca cuyo rabo pensaba utilizar.

El resto ya os lo podéis suponer.

Al poco tiempo de lamer carbón, la vaca empezó a dar leche negra, y así que hubo logrado esto último, Chau-Cha cogió a la vaca por un cuerno y salió andando.

De esta manera, cuando el ingenioso muchacho quería escribir, se limitaba a arrimar a la vaca de espaldas a una piedra, la ordeñaba, mojaba el rabo en la pintura que producía la misma vaca, y dale que te pego, dale que te pego, en un momento se escribía diez canteras de mármol.

La pluma estilográfica ( es decir, el instrumento para escribir) trasladable de un lado a otro quedaba inventada.

Pronto la invención se extendió por todo el mundo existente entonces.

Y el llegar de aquella estilográfica primitiva a las que usamos nosotros ahora ha sido – sencillamente – una cuestión de perfeccionamiento, ya sin importancia».

Enrique Jardiel Poncela: «Para leer mientras sube el ascensor» (Aguilar)

(Imágenes:-2.- caricaturas de Charles Addams– Museo de la ciudad de Nueva York.- foto permiso de Tee y Fundación de Charles Addams.-The New York Times/.-2.3 y 4.-caricaturas de Charles Addams.-foto permiso de Tee y Fundación Charles Addams.- The New York Times)

MI ABUELO, ÁFRICA, LA NOCHE

Es maravilloso vivir con mi abuelo, Premio Nobel, en nuestra casa.

   Lo he contado ya varias veces en Mi Siglo. Cuando recibió el Premio Nobel. Cuando explicó la vida de un párrafo. Cuando creó a la dama de las cerezas precoces.                                            

          Me he quedado tan pensativo en esta encrucijada del pasillo que apenas oigo a mi lado la voz de mi abuelo:

          –Juan, ¿pero qué haces aquí?

          No sé qué contestar.

          –Ven, te voy a enseñar algo.

          Me toma de la mano y me lleva –uno, dos, tres corredores, una, dos, tres galerías– hasta el nuevo cuarto que le han construido  para que pueda pensar mejor. 

          –Siéntate –me dice.

          Me siento entre redomas alambicadas como culebras de cristal, entre gases color de azafrán y de canela.

          –¿Estás ahí, abuelo? –le pregunto.

          Lo pregunto porque de repente ya no le veo.

          –Sí, claro que estoy aquí. ¿Dónde iba a estar?

          –No, es que no te veo. ¿Qué hacemos aquí?

          –Esperar a la noche –oigo la voz de Dante.

          Espero a la noche escuchando las tripas de las botellas hirviendo, el bullicio que arman las burbujas. El día se me hace muy largo porque no me veo la punta de los zapatos. Hay un olor a azufre, a amoníaco, a lejía ácida, pero eso es lo de menos. Lo que me preocupa es que no me veo la punta de los zapatos, pasan las horas y sigo sin verme la punta de los zapatos a causa de la niebla.

          –¿Hay que esperar mucho? –le pregunto a mi abuelo–. ¿Cuánto falta?

          La voz de mi abuelo viene de alguna parte, a lo mejor está delante de mí, no lo sé.

          –En los experimentos siempre hay que esperar –oigo su voz–. En los inventos siempre hay que esperar. En los descubrimientos siempre hay que esperar. Esperar. Esperar. Es muy importante esperar en la vida.

          Vuelvo a mirar hacia abajo, a ver si mientras espero consigo verme la punta de los zapatos. No. Nada. No los veo. Pero están ahí. Meto la mano entre la niebla y sí, ahí están los dos zapatos, uno en cada pie, eso es una realidad.

          Al fin, tras toda la espera, viene la noche.

          –Ahora, fíjate bien –me dice mi abuelo apartando las nubes de gases y de bruma.

          Hay un ventanal inmenso con el cielo duro y curvo, cuajado de estrellas. Nos acercamos lentamente a los continentes, a los países, a las ciudades. Lentamente los continentes, los países y las ciudades se acercan a nosotros.

          Entonces veo en las ciudades los rascacielos en la noche, primero iluminados, luego apagados.

          –Eso es Nueva York –me va explicando Dante.

          Veo a los hombres y a las mujeres tumbados, horizontales, cada uno en su cama. Hay millares, millones de cuerpos acostados, cada uno en su dormitorio, cada uno en su piso, todos los pisos de los rascacielos unos debajo de los otros, todos los cuerpos tendidos. Unos tienen colocada su cabeza a la derecha y los pies a la izquierda y otros han preferido colocar su cabeza a la izquierda y los pies a la derecha.

          Entonces, la ciudad va apagando todas sus ventanas, todos sus rascacielos, y los cuerpos de los dormidos también apagan poco a poco sus luces y se quedan inmóviles y horizontales, entregados al sueño.

          Excepto algunos.

          Sí, hay cuerpos que aún siguen encendidos.

          –¿Los ves? –me dice mi abuelo.

          Sí, sí que los veo. Hay uno allí, iluminado en su cama, en el piso 39 de un rascacielo de acero, queda otro cuerpo encendido en el piso 56 de un edificio de cristal, otros dos cerca de una azotea, en lo alto, no me imagino qué piso será.

          Pero voy descubriendo más. Muchos. Muchos más.

          –¡Mira, abuelo, aquel en aquella ventana! ¡Sigue con luz! –le señalo con el dedo– ¡Y aquel otro, abajo, ¿lo ves?, en aquella casa! –y le voy indicando los cuerpos iluminados por toda la ciudad– ¿Por qué no se apagan?.

          –Ahora los apago yo –me dice Dante.

          Alarga su mano y va dando a los interruptores de los cuerpos con luz. Toca suavemente en el cerebro de cada uno y le da vuelta a la llave del sueño. Todo se va apagando, todo duerme.

          –¿Pero por qué tardan tanto en apagarse? –pregunto.

          –Por preocupaciones, por disgustos –me va diciendo mi abuelo mientras sigue apagando los cuerpos–. No pueden dormir porque les dan vueltas y vueltas a las cosas y creen que pensando en ellas las van a resolver.

          Algunos se resisten.

          Dante Darnius les tiene que dar a algunos dos y tres vueltas a la llave y hacer girar varias veces el interruptor, con suavidad y sin hacerles daño, hasta que quedan a oscuras, totalmente dormidos.

          –Hay que hacerlo en el hipotálamo –me explica.

          No sé lo que es el hipotálamo. «Tiene nombre de caballo», pienso. «De caballo alado». ¿Es un caballo alado?

          –¿El hipotálamo es un caballo alado, abuelo? –me atrevo a preguntar.

          –El hipotálamo es una parte del cerebro y el cerebro es una parte del hombre –me dice Dante mientras sigue apagando los cuerpos.

          Me quedo maravillado ante esos cuerpos iluminados de cada edificio. Parecen vasijas transparentes conteniendo luz, irradiando luz como barras horizontales.

          –Se les desconecta el apetito, la sed, el comportamiento sexual –continúa explicándome mi abuelo conforme da a los interruptores.

          «¿El comportamiento sexual?», me digo pensativo.

          –Se les desconectan las sensaciones, el estímulo para despertar –sigue diciéndome Dante.

          –¿Y cuando ya están desconectados?

          –Cuando ya están desconectados, ¿ves?, como éste –dice girándole a uno la llave del sueño–, pues se quedan ya tranquilos, sosegados. Reposan.

          Ahora veo todo Nueva York a oscuras –edificios, calles, cuerpos. Toda la ciudad duerme. Casi podría oírse la respiración de la ciudad.

          Como mi abuelo ve que esta experiencia me gusta, la noche siguiente me llama a su cuarto.

          –Ven, hoy iremos a África.

          Enseguida nos vamos a África. Ya estamos en África.

          En África la noche es muy distinta. Hay una luna de color azul, de tinte de aceituna, una luna grande de tono violáceo o violeta, no lo sé muy bien. La veo encima de África como un disco y luego veo cómo se va posando poco a poco, horizontal, hasta transformarse en un lago. Entonces África se queda a oscuras porque la luna es una laguna a la que van a beber elefantes y jirafas y en donde nadan los cocodrilos.

          –Me gusta África –le digo a mi abuelo–. Sí, me está gustando mucho África.

          Lo que más me gusta de África son los colores. Hay un color verde oscuro, verde botella, verde esperanza en las ramas de los árboles y unas rayas de tiza tumbadas en los cuerpos de las cebras. Luego está el color de vino en los traseros de los  chimpancés y la plata en la melena de los leones.

          Y el silencio.

          Nunca he oído tanto silencio.

          –¿Oyes qué silencio, Juan? –me dice mi abuelo.

          ¡Es verdad, qué silencio!

          Mi abuelo, el escritor, pone su oreja sobre el cuerpo de África, yo le imito, y juntos oímos (como cuando se oye venir de lejos al tren, como cuando juego a escuchar en las vías) el rumor de los tambores avanzando, el tam‑tam de los latidos.

          –¡Cuántos corazones!, ¿eh, Juan? –me dice mi abuelo mirándome mientras escuchamos.

          –¡Sí, cuántos corazones!

          ¿Cuántos corazones habrá en África?

          Cuando nos levantamos, veo los cuerpos dormidos de los africanos. La noche va pasando y cerrando sus párpados.

          Y luciérnagas. Veo luciérnagas. Gusanos de luz.

          –¡Mira, abuelo, cuántas luciérnagas!

          Pero como en África las apariencias engañan, no sé bien si son estrellas o luciérnagas, si están reflejándose en el lago de la luna o es que son auténticas.

          –No son luciérnagas –me explica Dante–, son cuerpos encendidos.

          Efectivamente, son cuerpos encendidos. Africanos que no pueden dormir. Parecen gusanos de luz sobre los campos. Aquí no es como en Nueva York, no hay rascacielos. Los cuerpos forman el paisaje y cada uno está tumbado en una postura distinta. Parecen lombrices iluminadas junto a las chozas, en los poblados. O quizá pulseras brillantes. O ramas, sí, ramas de luz.

          Mi abuelo va apagando estos cuerpos encendidos en el silencio de África. Va pasando por entre el verde y el violáceo, aparta el malva de las montañas, separa las lianas amarillas y apaga, desconecta, deja que el sueño entre.

          Cuando nos tumbamos otra vez –mi abuelo y yo– con la oreja pegada al cuerpo de África, la oímos perfectamente dormir. Es una respiración potente la de este continente, suben y bajan con la respiración las cordilleras, las fieras, las cataratas, los penachos de plumas de los jefes de las tribus, se levantan en el aire las lanzas, retumban los tambores, sí, es una respiración potente la de África en el añil de la noche. Cuando África respira, incluso cuando ronca, los monos se encaraman en sus chillidos, las llamas de las hogueras ascienden, los caimanes se hunden en las aguas y se paralizan todas las danzas rituales, las máscaras, todas esas máscaras cruzadas de pinturas en la brujería de los bailes.

          ¡Sí, qué respiración tan oscura, tan profunda, tan fuerte la de África!

          Quizá por eso –por oír dormir a África o por apagar cuerpos en Nueva York– me gusta tanto el venir aquí a pasar grandes ratos al nuevo cuarto de mi abuelo, el Premio Nobel».

José Julio Perlado: ( del libro «Nosotros, los Darnius«) (relato inédito)

(Imágenes: 1.-África.-Christa Dichgans.-2007.-artnet/ 2.- foto: Andrew Henderson for The New York Times/ 3.- África.- Christa Dichgans.-2003.-artnet)