SUEÑOS AL ALBA

“Ahora cada vez experimento más a menudo esa forma particular de estar despierto con imágenes en la cara interior de los párpados—-escribe Enest Jünger en sus Diarios de 1990–; ya no me sorprende tanto, penetro en ellas como en una de mis habitaciones, o al menos como en una buhardilla. La mayoría de las veces me despierto al alba y vuelvo a quedarme medio dormido durante dos o tres horas.

Ya hay luz en la habitación, luz también para los ojos cerrados, pero aquí la luz se ha hecho más comunicativa y peculiar. Me inclino sobre la sábana que se ha transformado en una mesa, vuelvo a estar aquí. Está cuidadosamente puesta. Sobre el inmaculado mantel hay platos con pan y frutas cortadas de color amarillento. Por lo demás sólo un verde de puntas de eneldo excepcionalmente finas. Una obra de arte. Entre medias, dos copas de vino. Pero ¿por qué otros seis vasos pequeños…? Parecía puesta para dos personas. Probablemente se servirán licores.

Disfruté a fondo del verde, luego volví a echarme a dormir, como si desconectara. Después de tales preparativos, en realidad debería pasar algo, tendría que entrar un invitado.”

(Imágenes-1- Gerhard Richter- 1982– museo de Baden Baden/ 2- Eliot Hodgkin- 1961)

ELOGIO DE LA COMIDA

 


Ahora que lamentablemente desaparecen o se cierran tantos restaurantes en el mundo, se abren las páginas del historiador y pensador griego Plutarco en “ La cena de los sietes sabios”, dentro de su “Moralia”, y allí se oyen y se leen estas palabras: “quisiera decirles lo que pienso — señaló Cleodoro— , especialmente teniendo aquí una mesa puesta, que es retirada cuando la comida es retirada de ella, y que es un altar para los dioses de la amistad y de la hospitalidad. Tales dice que, si la Tierra desapareciera, la confusión reinaría en el universo, y esto representaría la disolución de la casa y de la comida. Pues una vez quitada la mesa, desaparecen también estas cosas: el fuego del altar en el hogar mismo, las copas de vino, todo el entretenimiento y la hospitalidad, los actos más humanos y los primeros actos de comunicación entre hombre y hombre; y así todo lo viviente queda abolido, si es que vivir es gastar tiempo del hombre en una cierta cantidad de actividades, la mayoría de las cuales son las necesarias para buscar y procurarse la comida. Y si se destruyese la agricultura, quedaría la tierra sin labrar y sin limpiar, llena de bosques que no dan frutos y con ríos que corren sin control, debido a la inactividad del hombre. Y con la destrucción de la agricultura se destruirían también toda artesanía y oficio que se inician con ella, y para los que ella provee las bases y materiales; y todo esto quedaría en nada si la agricultura desapareciera de la Tierra. También quedarían abolidos todos los honores para los dioses, pues los hombres tendrían poca gratitud que deberle al Sol, y menos aún a la luna, no más que por el calor y la luz. (…)

 

 

Una vez que Cleodoro acabó su discurso, tomé yo, Solón, mi turno y dije: “Pero hay otro punto que no han mencionado: que quien condena la comida condena el descanso; y sin descanso no habrá sueños, y nuestra forma más antigua y respetable de adivinación se habrá acabado. La vida sería una y la misma, una gran monotonía.”

 

(Imágenes-: 1- Richard Diebenkorn/  2- Joan Brossa- el país/3-Dibujo de Sancha- diciembre 1906- la Ilustración Española y Americana)

VIEJO MADRID (94) : EN LA COCINA DEL REY

 


“Las cocinas del Palacio Real ocupan el subsuelo — describía el argentino Roberto Arlt  durante su viaje a Madrid en 1936 —. Se llega a ellas por estrechas escaleras de piedra. Un guardián de librea azul, gorra plana, galones dorados, ex-cocinero, nos dice la dirección de la cocina. Cuando llego a la puerta, otro ex-cocinero  se calienta las manos en un encendido brasero. Sigo adelante. He entrado al primer equipo de las cocinas. Estantes larguísimos, cargados de peroles de cobre, chocolateras, barreños, moldes para hacer helados. Un anciano que me acompaña me dice:

—Aqui se preparaba el desayuno de los reyes. La reina desayunaba después de escuchar misa, a las nueve de la mañana, jamón, mantequilla con tostadas y café con leche muy liviano. El rey desayunaba a las diez, café con leche y unos bizcochos. A las once y media, después de terminar la audiencia, se le volvía a servir un vaso de vino añejo y algunas galletas.

Junto a este equipo, destinado exclusivamente a los desayunos, se encuentra la despensa. Grandes tableros de mármol ofrecen la extensión de sus mesas. Docenas y más docenas de bandejas de cobre, unas estañadas y otras no. Morteros monumentales. Una inmensa heladera eléctrica aparece adosada al muro. El ex-cocinero me dice:

—Después de que colocaron la heladera, el rey bajó para verla. La reina nunca bajaba a la cocina.

—¿Y esto?

—Es la legumbrera. Aquí se ponían las patatas, allí las coles, para lavarlas.

En un estante relucen, enfilados, ataúdes de cobre. Son salmoneras. Al fondo de la repostería, con elevados arcos encalados,donde la media luz evoca la soledad conventual, hay una garita encristalada. Desde aquí vigilaba el cocinero mayor, aquí llevaba la contabilidad del menú, desde el casamiento de Alfonso Xlll. El menú se escribía en francés.

 

De la despensa se pasa a la cocina. Dos fogones monumentales, de siete pies de largo por tres de ancho cada uno, con numerosas hornallas, dan la idea de la fabulosa cantidad de vituallas que ingerían los señores nobles los días de fiesta y banquetes oficiales.  Ollas estañadas, grandes como toneles, muestran sus panzas de asteroides.  Incrustado en un muro, un horno monumental. Sus asadores son altos como lanzas. Allí se puede dorar un buey sin descuartizarlo. Pantagruel se refocilaría en este subsuelo pavimentado de anchas lozas de piedras; se enternecería  contemplando las ristras de coladores, de marmitas, de estantes cargados de casquetes de aluminio. Dichos casquetes  cubrían los platos servidos que el montacargas  elevaba al antecomedor. En otro estante veo aros de aluminio, redondos y ovales. Se aplican a los bordes  de los platos y fuentes, para que los dedos de los cocineros no maculen la loza real, ni la salsa llegue a salpicar las orillas. Se sale de esta cocina monstruosa y entramos a otra cocina más pequeña: es la pastelería. Un horno enlozado muestra su puerta de hierro, el muro tiene estanterías con hileras de moldes para pastas, redondos, cóncavos, poligonales, con cantos en estrellas, unos son de cobre rojo, otros estañados. Aquí se preparaban los dulces para los reyes.

—¿Trabajan muchos hombres en las cocinas?

—Veintisiete, en tiempo normal. Cuando había fiestas se elevaban hasta sesenta.”

 

(Imágenes—1-Palacio Real/ 2-Palacio Real visto desde la cuesta de la Vega- Fernando Brambila-  colección del ministerio de Hacienda/ 3- Palacio Real)