REDESCUBRIMIENTO DE LA CASA

 

 

“El espíritu doméstico es calmo, familiar, natural —decía John Burroughs— : ama el bienestar, la intimidad, la discreción; le gusta el rincón de la chimenea, el viejo sillón, las ropas habituales, los ambientes sin afectación, los niños, los placeres simples. El hombre medio, en cierto sentido, construye su casa a su imagen y semejanza. Como los caracoles y los moluscos, el ser humano segrega su vivienda. Cuando uno se construye solemnemente su casa, hace públicos sus gustos y sus modales, o la necesidad que se tiene de ellos. Si el instinto doméstico es fuerte, si uno es humilde y sencillo, la casa reflejará sin disimulo esas cualidades. Si, por el contrario, se es arrogante y se tiene una ambición malsana, o se es frio y egoísta, esas cualidades se transparentarían igualmente.

La casa aporta refugio, comodidad, salud, hospitalidad; en ella se come y se duerme, se nace y se muere, y su apariencia debería estar de acuerdo con los usos cotidianos carentes  de pretensión,  y con los objetos y lugares de la naturaleza universal. Debe hundir sus raíces en el amor; su ambiente particular y su personalidad deben emanar de la vida doméstica.”

 

 

(Imágenes -1- comedor de Monet/ 2-Berthe Morisot)

LAS TAREAS DE CASA

 

 

“Cuando no puede conciliar el sueño, la abuela se levanta, todavía de noche y baja a la cocina a prepararse un café. Luego se sienta en el sofá del comedor, se queda allí  fumando y espera a que amanezca. Le gustaría ponerse a hacer las tareas de la casa: barrer las escaleras, fregar los suelos, limpiar puertas y ventanas. No puede, porque todos duermen, y estas acciones en las que piensa y que no lleva a cabo la encienden con un fuego frío — escribía la italiana  Natalia Ginzburg en uno de sus artículos , en 1969—. Ella recuerda haber sido muy desordenada y perezosa en su desorden, sin embargo, había una regla inquebrantable: que los niños debían levantarse en cuanto se despertaban, y que entonces había que enjabonarlos  con energía, rociarlos con polvos de talco y llevarlos, después del café con leche, al primer y fresco sol de la mañana.

Hoy le gustaría hacer lo mismo con los hijos de sus hijos, pero una maniobra tan simple, como levantar y bañar a esos nuevos niños, no le está permitida. Estos nuevos niños tienen, en sus habitaciones, bizcochos y tebeos; se levantarán más tarde, cuando a ellos les apetezca; darán vueltas por la casa con sus pijamas de rizo, esparciendo tebeos y bizcochos sobre sus padres, todavía sumergidos en el sueño.

Finalmente, también los padres se despiertan, se levantan y bajan a la cocina, desgreñados y descalzos: no tienen zapatillas o no se preocupan de buscarlas debajo de la cama; la abuela se pregunta cuánto tiempo durará la industria de las pantuflas, puesto que la gente parece considerarlas innecesarias. Todavía a tientas a causa del sueño, los jóvenes padres buscan por la cocina pan y tazas. Empieza un largo y caótico desayuno, sin café con leche, el café con leche, como las pantuflas, parece estar desapareciendo de la faz de la tierra. Cocinan huevos revueltos y beben zumos de fruta embotellados , y una sustancia horrible, oscura y pastosa que se unta en el pan y que se llama Nutella.

 

 

Preguntan a los niños qué quieren comer, no lo saben,  y la indecisión los hace llorar, fuera el sol ya calienta y la abuela piensa que los niños deberían estar al sol desde hace un rato; calla, porque ya se ha acostumbrado a callar: piensa que el modo en que  crían a estos nuevos niños es complicado y agotador; el modo antiguo quizá era autoritario y descuidado: aquello de levantarlos en cuanto se despertaban, bañarlos y llevarlos afuera quizá era , como dicen ahora sus hijos, un acto de prepotencia y de autoridad.

Entretanto los jóvenes padres discuten si ir a la playa durante todo el día o solo por la mañana, parecen ignorar que la mañana casi se ha acabado. Discuten a qué playa ir y con qué coche; la madre piensa que el rasgo principal de los jóvenes de hoy en día es la indecisión. En la indecisión de los padres están también implicados los niños; lloran, porque la indecisión les exaspera; mezclan las suyas con las incertezas de los padres, preguntan llorando cómo irán vestidos y qué juguetes  deben llevar; de repente los padres se enfadan y en su cabreo adoptan un tono trágico; estos nuevos y jóvenes padres no gritan a los niños, pero cuando pierden la paciencia creen  que deben poner un gesto trágico: los niños sollozan, los padres, de pronto, arrepentidos, hacen un aparte con los niños y no los consuelan sino que les dan, con secretos susurros, difusa explicación sobre su comportamiento. Por fin se van, llenos de salvavidas, cubos, toallas y bolsas; la abuela piensa que ahora  podrá hacer las tareas de casa.

En la puerta, nueras e hijos le insisten para que no haga nada; en las habitaciones, le dicen, ya todo esta hecho

 

 

 

En cuanto desaparecen, la abuela va a las habitaciones, con un placer siniestro y salvaje, deshace las camas ya hechas y recoge camisetas y periódicos. El número de camisetas es infinito, se encuentran por toda la casa, manchadas de fruta y repletas de arena(…)

Ahora regresan todos, con salvavidas, toallas húmedas, montones de arena, camisetas, trozos de pan y periódicos, el cargamento de este grupo lento, feliz e indeciso. La madre se pregunta si cuando ella esté muerta habrá alguien en la casa que todavía friegue los suelos”

 

 

 

(Imágenes—1- Edgar Degas/ 2-Vilhelm Holsoe/ 3-Camille Pisarro- 1877/4- Alex Colville)

LA CASA Y LA LUZ

 

 

“La casa que habito es sencilla, aislada y bastante silenciosa — cuenta el escritor italiano Giorgio Manganelli -; habito allí desde hace ya muchos años y supongo que en este lugar, hacia el cual ya no siento sentimientos  precisos, deberé dejar de existir. La casa no es grande: tiene dos dormitorios, una sala, una cocina y un guardarropas. Yo duermo solo y, en consecuencia, en la casa no hay más que un lecho; la sala no se usa para esparcimiento ni para las comidas, dado que casi nadie frecuenta mi casa. La casa se multiplica en relación a la luz: hay días luminosos en los cuales habito una casa entristecida, ruinosa, colmada de un vago olor a musgo, a moho, que me hace pensar en una biblioteca frailuna abandonada, las ventanas desde hace años abiertas de par en par a la lluvia y al viento, y los grandes volúmenes abiertos empapándose sobre el pavimento. No distingo los títulos, pero el olor de las encuadernaciones  me hace desear que haya suficiente luz como para leer aquellos libros que, es posible, tienen que ver con mi soledad.

En breve, la luz que ilumina la casa no parece tener relación con la luz que debo suponer del mundo sino con una luz intrínseca, una luz que no emana de las paredes sino que la habita. A veces la casa es embestida por una luz color amaranto, fluctuante y metálica, que la transforma, me atrevería a decir, en un paisaje, un lugar casualmente encantador que yo admiro, inmóvil, y al que me entrego sin resistencia. Resulta inevitable preguntarme si esta luz color amaranto indica una particular relación con mi existencia , pero no sabría qué responder si, por así decir, tiene un significado. Mas desde hace tiempo he dejado de preguntarme si la casa es capaz de significados y cuáles pueden ser.

(…)

Sin embargo hay muchos momentos en que la luz de la casa es sencillamente vespertina, una especie de caricatura de la luz de una noche mundana. La luz vespertina tiene la obvia cualidad de ser próxima a todas las posibles luces y, por tanto, de estar en los umbrales del color amaranto, del violáceo y lo tenebroso, incluso en los umbrales de una luz que no he nombrado, un chillón anaranjado, que claramente me desafía (…) En estos momentos me queda claro que la casa está, al revés de lo que en apariencia he afirmado, habitada; aunque se trate de habitantes discontinuos de los cuales no tengo experiencia, sin duda, pero a quienes frecuento.”

 

 

 

(Imágenes—1- casa de Claude Monet/2- Kengo Kuma)