«LÁGRIMAS NEGRAS» EN «MI SIGLO»

Desde hoy aparece a la derecha de esta pantalla la posibilidad de descargarse íntegramente mi novela «Lágrimas negras«. Publicada en 1996, la acoge ahora «Mi Siglo» con el amor que se tiene a cualquier hijo de la creación literaria. Novela coral, puzzle surrealista, fue en su momento comentada y convenientemente cualificada por los críticos y así quedó abierta al público. Hoy se expande en la Red. Como dice Joaquín Mª Aguirre en «Especulo«, «la finalidad última de esta novela es producir un universo en el que el único ser real, Francisco Franco, pasa, por contraste, a ser el menos real de todos ellos«. En España, a veces, se tiene la tentación de clasificar prontamente a un autor, y si éste es profesor se supone que es difícil que pueda ser también creador, y si es creador de ciertos temas parece improbable que lo pueda ser de otros y con tonos muy distintos. Quédese cada lector, pues, con la faceta que más desee. Uno escribe con la abierta libertad de las variantes que se le ocurren, en un abanico libérrimo de muy diversas facetas.

Recibo hoy en este espacio de Mi Siglo a los numerosos personajes que en su momento quise crear. Entre muchos de ellos a uno, no el más importanteFrancisco Franco cuya aparición en el segundo capítulo del libro empieza así:

«Las clases con Franco empezaron un viernes por la tarde. No fueron propiamente clases sino lecturas, aunque al principio no se llamaron así. Cada viernes, al acabar los consejos de ministros, el general Torrezno, ayudante de campo de Franco, asomaba desde una puertecita y levantando la pesada cortina, decía:

-Ya puede pasar.

Franco lo recibía sentado ante una mesa camilla cubierta con un tapete marrón, ante una pequeña jarra de agua y dos vasos tapados con unas servilletas. Ya estaba arrelllanado en el sillón, esperando:

-¿Qué hay, Cabarús? – le saludaba – Empiece usted.

Cada viernes le leía unas páginas de historia. Comenzó por don Pelayo bajando los riscos de Covadonga.  Los dos primeros viernes acabó el inicio de la Reconquista y al tercer viernes, como hacía buen tiempo, Franco quiso pasear hasta el Cristo de El Pardo mientras Juan Sebastián Cabarús le iba leyendo. El general nunca le interrumpió.  Un día, estando en el despacho, se sirvió de la jarrita, bebió un sorbo, y le ofreció a Cabarús: «¿Quiere usted agua?» Pero Cabarús no aceptó. Se había acostumbrado a ir comido y bebido de casa, a beber poco para estar más cómodo y no tener que ir al servicio, a llegar a Palacio y no inmutarse en su labor. Carmen Trenzana quiso prepararle un bocadillo para media tarde, pero él lo apartó. Le intrigaban la fila de motoristas con casco alineados a la entrada. Pronto averiguó que eran motoristas mudos, con una excepcional visión diurna y nocturna que suponía atravesar con faros las carreteras y las calles en todos los sentidos. Se les había examinado por escrito, comprobando que eran mudos de nacimiento y que jamás revelarían los mensajes que transportaban en sus potentes máquinas. Aquellos mensajes, ocultos en sobres lacrados, suponían los nombramientos o los fulminantes ceses. Al ir y volver del Cristo de El Pardo el zig-zag de los motoristas incansables zumbaba en torno a la puerta como una bandada de sorpresas. El sigilo era total. Franco y Cabarús subían la escalera del Palacio sin interrumpir la lectura, y el general entraba en su despacho sin inmutarse, volvía a sentarse en la mesa camilla y fijaba los ojos en el vacío. Un día parpadeó y se volvió al lector:

-¿Puede repetir? – dijo con voz atiplada.

Juan Sebastián Cabarús volvió a leer la conquista de Granada. Aquellas repeticiones se sucedieron varias veces. Los médicos no le dieron importancia. Incluso cuando Franco murió y lo llevaron a la agonía de cama en cama y de hospital en hospital, nadie atribuyó ningún síntoma a aquellas repeticiones imprevistas. «Eso es que no oía bien», dijo uno de los doctores de cabecera. «Sería una secuela de cuando fue estudiante», aventuró un especialista. Pero Cabarús estaba dispuesto a todo, cobraba a primeros de mes según las sesiones, y el librito de Historia de España en resúmenes le estaba saliendo muy bien. Pronto asistió también a las tertulias. Se celebraban los lunes en la sala contigua al despacho del general. Allí se podía fumar y el que tenía apetito se servía algún canapé. Franco despachaba con uno, y el resto esperaba por si era llamado. Cada civil o cada militar entregaba su cartera o su gorrra al entrar, le daban un número en el ropero y con aquel número se sentaba en el Salón de Espejos. Allí conoció Cabarús al capitán Cuadrato y a Benigno Deogracias. Los dos eran asiduos a la tertulia. Benigno Deogracias era el único que tuteaba a Franco, había hecho la guerra por su cuenta y tenía acotado un río entero de salmones en Asturias. Hablaba de los salmones como de la familia. De tanto pescar en la misma postura tenía deformadas las piernas y no podía sentarse más que en sillita propia, una silla de tela plegable que él llevaba bajo el brazo y que extendía de pronto en el lugar más conveniente»….

Y así prosigue «Lágrimas negras«.

¡Buena lectura a quienes deseen seguir adelante!

MIRADAS DE MIGUEL ÁNGEL

Cuando el Moisés de Miguel Ángel ve acercarse esa mirada de 91 años que le dirige Miguel Ángel Antonioni, las dos miradas se cruzan en el tiempo, de pupila a pupila: fija e impertérrita la piedra al recibir el homenaje, fijo y asombrado el ojo del cine al redescubrir el arte.

La mirada de Antonioni es una mirada cansada, al borde del final de la vida; la mirada del Moisés es una mirada incansable: constata cómo las épocas le seguirán mirando. El llamado cineasta de la incomunicación se comunica directamente con Buonarroti en el año 2004 cuando, entrando despacio en la iglesia romana de San Pietro in Vincoli, toca con sus manos la piedra, admirado ante su misterio. Es «Lo sguardo di Michelangelo«, una de sus películas finales, un documental.

«He aquí una tarea que nunca me cansa: mirar» –repetirá Antonioni cuando hable de sus films -. Un director no hace otra cosa que buscarse a sí mismo en sus películas. Son documentos no de un pensamiento ya formado sino de un pensamiento en formación». Como todo artista ( y varias veces lo he comentado en Mi Siglo al hablar de escritores o pintores), el director de cine aguarda también pacientemente ante sus temas: «Por muy fascinante que pueda parecerme, no soy capaz de aceptar rápidamente una idea. A veces pasan meses, años. Tiene que quedar flotando a la deriva en el mar de cosas que se acumulan al vivir: es entonces cuando se convierte en una buena idea». Estas pacientes esperas ante la cristalización de una forma nada tienen que ver con otras esperas fastidiosas, a veces necesarias e irrenunciables para todo artista: «He perdido un largo y penoso tiempo en las antesalas de los despachos – dirá Antonioni en 1964 -, contando historias o escribiendo páginas y más páginas inútiles. A veces nos decimos para consolarnos que tal vez la experiencia nos haya servido de algo, pero mi generación se ve obligada a sumar esta experiencia a la de la guerra, y la combinación es terrorífica». Ocho años después, en 1972, tras haber dedicado Antonioni largo tiempo a preparar la realización de un nuevo film, «Tecnicamente dulce«, Carlo Ponti le dice de improviso e inexplicablemente que ha cambiado de idea y que no piensa producir la película. «El mundo que tan trabajosamente había logrado construir en mi mente, fantástico y verdadero, hermosísimo y misterioso – confesó luego el director italiano -, se derrumbó de golpe. Las ruinas están todavía aquí. En alguna parte dentro de mí».

«Pero una película – dirá también – no existe hasta que no se filma. Los guiones presuponen la película, no tienen autonomía, son páginas muertas». Estas páginas muertas son las que se publicaron en «Las películas del cajón» (Abada). Al abrir ese cajón los párpados de los films que no han visto la luz permanecen cerrados. Uno mete la mano en el cajón buscando secuencias y palpa sólo papeles. Papeles bien escritos, apuntes, relatos cuyas hojas son removidas por el olvido. Felizmente la mirada no está oculta entre esos papeles. La mirada se ha elevado, ha huído de ese cajón. Ha logrado colarse en la cámara, se ha proyectado luego en la pantalla. Es esa mirada penetrante y única, como la que le dirigió Antonioni a Buenarroti. Mirada desde el ojo al Moisés. De Miguel Ángel a Miguel Ángel.

(Imágenes: 1 -«Moisés» de Miguel Ángel/ 2.- Miguel Ángel Antonioni.-foto AMPAS/ 3.-detalle de la película «Lo sguardo di Michelangelo»)

COPOS DE NIEVE

«De las entrañas del aire,

de los pliegues de las nubes, como vestido agitado,

sobre los bosques pardos y pelados,

sobre los sembradíos abandonados,

silenciosa, y suave, y lenta,

cae la nieve.

Igual que nuestras sombrías fantasías

toman forma de pronto en expresión divina,

igual que el corazón atribulado

se muestra en el semblante lívido,

el cielo alborotado revela

la pena que siente.

Éste es el poema que el aire ha escrito,

y en sílabas lentas y silentes ha anotado;

éste es el secreto del desespero,

tanto tiempo en su sombría entraña guardado.

Ni sussurrado ni revelado

ni a los bosques ni a los sembrados».

Henry Wadsworth Lonfellow: «Copos de nieve»

(Imágnes:.-1.-Nueva York en 1942.-foto Essays.-TIME/ 2.-nieve.-foto Charles Rex Arbogast.-Associated Press.-The New York Times)

LA DAMA DEL COLOR DE LAS CEREZAS PRECOCES

Como ya he contado varias veces es algo maravilloso vivir con mi abuelo, un Premio Nobel de Literatura.

          Viene despacio esta tarde por el pasillo, con sus pasitos cortos. Se sienta ante nosotros. Ante mi hermana, ante mi madre y ante mí.  Dante, con voz muy tímida, nos empieza a decir que le hubiera gustado escribir la historia de un hombre que sueña, un hombre enamorado de un nombre, pero que no le ha salido.

          –No, no me ha salido. No he podido escribirla –dice – Me ha sido imposible escribirla -repite apesadumbrado.

            Hay un murmullo en la habitación.

          –¡Chist! –susurra mi madre imponiendo silencio– ¡Vamos, no le interrumpáis!

          Dante nos explica que él no ha podido escribir eso porque no lo lleva más que en la cabeza. Coge un papel blanco con la mano izquierda, lo levanta a media altura en el aire, y con los dedos de la mano derecha se toca la frente.

          –Hay que pasar el pensamiento a la hoja y eso es muy difícil. Es muy difícil pasar una cosa de la cabeza al papel –nos explica.

          Nos quedamos algo defraudados. Blasa, la asistenta, que ya ha terminado de recoger la cocina, se acerca una silla a una esquina y se sienta intrigada, con las manos sobre el delantal.

          –¡Qué interesante! –se le escapa.

          –¡Chistt!! –susurra mi madre– ¡Que os calléis!

          –No- –repite Dante–. Aún no he podido escribirlo.

          Miramos toda la familia al escritor por si nos dice algo, por si se le ocurre algo, por si nos dice algo de lo que se le ocurre.

          Al parecer, no se le ocurre nada.

          O si se le ocurre no nos lo quiere decir.

          –Conviene dejarlo tranquilo –murmura mi madre–. De verdad, ¿tú estás tranquilo?

          –Sí, sí, yo estoy tranquilo –responde el escritor.

          –Blasa, sírvele una tila a don Dante –dice mi madre.

          –No, no quiero nada –dice mi abuelo–. Sólo quiero pasar esto del pensamiento al papel –repite mientras mira angustiado la hoja en blanco.

          A las cinco, como sigue sin ocurrírsele nada y continuamos todos mirándole en silencio, yo me atrevo a decir como todas las tardes:

          –Ha llegado la hora de merendar.

          No nos decidimos a merendar hasta que el escritor no mete otra vez sus hojas en blanco en la cartera negra, hasta que no bebe un sorbo de agua y se levanta mirándonos con sus ojos muy vivos.

          –Me voy –dice tímidamente.

          –¿Tampoco quieres merendar? –le pregunta mi madre.

          No, tampoco quiere. Mi hermana me susurra que lo único que Dante desea es escribir lo que lleva en la cabeza y que no le sale.

          –Los escritores son así –dice mi madre disculpándole.

          Cuando se va, de la puerta viene un aire de tristeza. Nos quedamos solos, sin el escritor, sin la imaginación.

          –La imaginación se ha ido –dice mi madre–. Bueno, vamos a merendar.

          Es una merienda algo triste.

          Pero dos horas después, cuando ya casi lo habíamos olvidado, ocurre algo insólito.        

          Me quedo impresionado de la potencia de mi abuelo el escritor. Me gustaría ser escritor. ¿Ser escritor es crear personajes? ¿Tanta fuerza tiene Dante, mi abuelo,ese escritor menudo y delgado, de barba puntiaguda y ojos eléctricos y vivos?

          Mi abuelo se sienta otra vez, saca de nuevo de su cartera negra unas hojas en blanco y las pone sobre el tapete granate de la mesita que le hemos colocado. Ordena las hojas junto al vaso de agua y a la servilleta de papel.

          –¿Qué? –pregunta mi madre contenta– ¿Ya has podido escribir?

          Entonces Dante, primero con balbuceos y luego con un poco más de decisión, mirando de reojo a las hojas blancas alineadas junto al vaso de agua y como si quisiera ir pasando lo que va diciendo a la superficie del papel, poniendo todo su empeño en contarnos lo que no puede escribir, nos relata la historia que lleva en el pensamiento. Se inclina hacia adelante con su barbita puntiaguda, como si empujara a la historia con el mentón.

          –Llevo tiempo –nos dice– intentando escribir la aventura del hombre que sueña pero no consigo escribirla.

          –¿Un hombre que sueña? ¡Qué emocionante! –se le escapa a Blasa boquiabierta, que ha vuelto a traerse una silla de la cocina.

          –¡A callar! –exclama mi madre– ¡Tú a callar, Blasa, o te vuelves a la cocina! ¡Dejarlo que se explique!

          –Se me ha ocurrido –prosigue el escritor– la historia de un hombre que sueña con un nombre, el nombre de Yasue, un nombre que se le aparece en su sueño y que él no sabe qué es.

          Dante mira de reojo sus hojas en blanco por si la historia va pasando poco a poco al papel.

          Pero no. Yo por su cara noto que no ha pasado nada.

          Quisiera ayudarle, quisiera quitarle esa preocupación.

          Entonces le digo:

          –¿Y qué más,  abuelo? ¿Qué le ocurre más a ese hombre?

          –¡Chistt! –me chilla mi madre– ¡Silencio!

          Le está costando mucho a Dante contarnos esta historia.

          Pero poco a poco nos va confesando todo lo que no puede escribir. Lleva en la cabeza, nos dice (y Dante se señala la frente), esa historia del hombre que sueña con un nombre. Un nombre que se le aparece en el fondo del sueño, un nombre de plata, un nombre iluminado, fosforescente, Yasue. Un nombre de estrellas.

          –¡Qué bonito! –me susurra mi hermana apenas sin voz.

          –Entonces –nos sigue diciendo Dante– lo que yo quisiera escribir es la historia de ese hombre y de ese nombre. La primera noche ese hombre sólo lee Yasue en el fondo del sueño, como si estuviera colgado del vacío. La segunda noche se le revela como un nombre femenino, un nombre de mujer. La tercera noche conoce que ese es un nombre japonés, que Yasue es el nombre de una japonesa a la que tendrá que buscar, una japonesa que le amará, Yasue o la dama del color de las cerezas precoces.

          ¡Toda la familia está ahora quieta, sin moverse, escuchamos sin interrumpir al escritor! ¡Pueden oírse perfectamente nuestras respiraciones!

          Dante nos mira. Luego mira al papel por si se va escribiendo algo.

          Nada. No se ha escrito nada.

          –Entonces –nos dice Dante preocupado– lo que yo quisiera seguir contando en este papel es esa historia del viaje que ese hombre empieza a hacer alrededor del mundo hasta llegar al Japón. Busca allí a Yasue entre las alamedas de bambú, por las avenidas de crisantemos, a lo largo de los bosques de hayas. Cada vez que ve a una mujer le pregunta: «¿Eres tú Yasue, la dama del color de las cerezas precoces?». Y cada vez cada mujer se vuelve desde su quimono azulado o rosa púrpura y le va diciendo: «No. Yo soy la Dama del paseo de glicinas. ¿Quién eres tú?» Y la siguiente: «No, yo no soy Yasue. Yo soy la Dama del viento en los pinos. ¿Quién eres tú?» Y así va conociendo el hombre a la Dama de la tercera luna, a la Dama de los pensamientos morosos, a la Dama de la túnica damasquinada, a la Dama de los acordes lúgubres.

          Está a punto ya de decirnos el escritor lo que va a pasar con Yasue, de contarnos el momento en que el hombre descubre a Yasue, cuando un rayo de sol entra por la ventana del comedor donde estamos y ciega los ojos de Dante, los hace chisporrotear, clava la aguja de la luz en la pupila de Dante y hace aletear sus párpados como una mariposa.

          –Eso es la luz del atardecer que le está molestando –advierte mi hermana–. Esa luz no le va a dejar ver ni incluso hablar.

          Efectivamente, ese rayo de sol no le deja ver. No nos ve. Dante intenta moverse en la silla y cambiar de postura, pero el rayo de sol le persigue y va con él.

          Entonces, muy pacientemente y sin una palabra, el escritor mete las hojas blancas en su cartera negra, echa su silla para atrás y se levanta.

          –Me voy –dice procurando huir del rayo de sol que le persigue.

          –¿Cómo? –pregunta mi hermana– Pero, ¿y la historia? ¿Cómo acaba esa historia?

          –No lo sé –dice Dante yendo hacia la puerta–. No consigo escribirla.

          Con él se va también el rayo de sol.

          Cuando cierra la puerta nos quedamos pensativos. Estoy toda la semana pensando en esa historia de amor de la japonesa. Pienso el domingo, el lunes, el martes, el miércoles. El jueves me despierta mi madre:

          –¡Hoy vuelve Dante a contarnos el final! –anuncia– ¡Acaba de decírmelo! ¡Viene a las cinco!

          Hemos comido por eso un poco antes, hemos avisado a más familia. Han venido Thomas, ha llegado mi primo Max y su mujer Caterina. Casi no cabemos en el pequeño comedor. Blasa lo tiene que ver todo desde la puerta de la cocina porque no tiene sitio.

          A las cinco en punto entra Dante por la puerta.

          –¡Aquí está el escritor, aquí está! –susurra Blasa muy nerviosa.

          –¡Cómo no le dejéis hablar no volverá más por aquí! –nos ruega mi madre.

          Entonces oímos con respeto la tos del escritor mientras avanza hacia la mesa.

           Le vemos muy bien, con su barbita puntiaguda y su cartera negra. Hace un gesto con su mano derecha y deja pasar delante de él, educadamente, a una figura.

          Entra en nuestro comedor un quimono de seda anaranjado, un rostro empolvado, como de nieve mezclada con niebla. Entra a pasitos cortos, con un rumor de seda fruncida, y nos hace una reverencia.

          –Esta es Yasue, mi personaje –la presenta el escritor–. Esta es la dama del color de las cerezas precoces.

          Todos nos hemos levantado, toda la familia hemos correspondido a la reverencia de la japonesa.

          Mi madre le dice a Blasa:

          –Blasa, tienes que poner una silla más para este personaje. Acerca esa silla al lado de don Dante.

          Yo me quedo mirando ese rostro de porcelana de Yasue, el arco de sus cejas dibujadas, el rosa de sol que se fija en sus pómulos.

          Mientras habla y habla mi abuelo yo me quedo mirando a Yasue sentada junto al escritor, miro sus párpados color de hojas muertas, la seda delgada de su peinado. Yasue transmite un perfume de naranja sutil que poco a poco va llenando nuestro comedor.

          –Deberíamos abrir una ventana –sugiere mi hermana.

          –¡Chistt! –dice mi madre emocionada.

          Sí, es un perfume penetrante.

          ¿Es fragancia de manzana verde, de tomillo, de madera, de algas marinas? ¿Es raíz de roble, de cuero, aroma floral, almizcle? ¿Es el olor del clavo, del pino, de la tierra mojada por la lluvia?

          Siento este perfume de naranja sutil que emana de esta dama del color de las cerezas precoces.

         Pienso.

         Vuelvo a pensar.

         Miro atentamente a Yasue.

         ¿Alguien puede enamorarse de un personaje?».

       José Julio Perlado: (del libro «Nosotros, los Darnius«) (relato inédito)

(Imágenes:-1. O shima Eiko.-Shomei Tomatsu.-1961.-Tepper Takayama Fine Arts.-artnet/ 2.-Cicada Pendant.-1996.-Yang Yi.Art Beatus.-Honkong.-artnet)

ANTE UN ALBERT CAMUS HORIZONTAL ( y 2)

 

Dos meses antes de morir, en noviembre de 1959, Albert Camus le confesaba a uno de sus mejores amigos, Jean Grenier, sus dificultades en la redacción de la que sería su última novela (publicada póstumamente) «El primer hombre» (Tusquets):» Me he retirado aquí (a Lourmarin) para trabajar y, en efecto, he trabajado. Las condiciones de trabajo siempre han sido para mí las de la vida monástica: la soledad y la frugalidad. Salvo lo que atañe a la frugalidad, son contrarias a mi naturaleza, aunque el trabajo es una violencia que me hago. Pero es preciso. Regresaré a principios de enero a París pero luego volveré a irme, y creo que esa alternancia es la forma más eficaz de conciliar mis virtudes y mis vicios, cosa que en última instancia es la definición del saber vivir».

La última página de «El primer hombre» diría: «como el filo de una navaja solitaria y siempre vibrante, destinada a quebrarse de un golpe y para siempre, la pura pasión de vivir enfrentada con la muerte total, él sentía hoy que la vida, la juventud, los seres se le escapaban, sin poder salvar nada de ellos, abandonado a la única esperanza ciega de que esa fuerza oscura que durante tantos años lo había alzado por encima de los días, alimentado sin medida, igual que las circunstancias más duras, le diese también, y con la misma generosidad infatigable con que le diera sus razones para vivir, razones para envejecer y morir sin  rebeldía».

Como cuenta Olivier Tood en su «Camus» (Tusquets), el novelista se levantaba en Lourmarin a las cinco de la mañana, daba un paseo por el camino de Cavaillon, bordeaba el castillo y volvía de su caminata antes de las ocho. Aquella excursión de un kilómetro le permitía espabilarse. Luego trabajaba en pie en su despacho, o sentado en la terraza. Al mediodía, huyendo del restaurante Ollier, de Lourmarin, a causa de que reconocían continuamente al Premio Nobel, su asistenta le preparaba diversos platos: vaca salada, tomates rellenos, empanada de pimientos y fruta. En varias cartas de diciembre de 1959, semanas antes de su brusco fallecimiento, explicaba sus altibajos como creador: «Contemplo el hermoso paisaje o la página en blanco, me desanimo ante el camino a recorrer, luego lo reanudo y olvido, y más tarde me desespero escribiendo tonterías, y luego vuelvo a empezar, para dejarlo todo y dar vueltas en el mismo sitio, preguntándome qué quiero hacer, no saberlo, intentarlo de todos modos, y clamar por un poco de genio, sólo un poco, un genio modesto que no curaría nada pero que al menos detendría este sufrimiento interminable. A pesar de todo avanzo, pero sin ninguna satisfacción, avanzo por avanzar, para decirme que lo he hecho, que está muy bien, que estoy aquí para eso, y no para tener genio, en el que no creo demasiado, puesto que creo en el aprovechamiento del tiempo (…) Para trabajar hay que privarse, y reventar. Reventemos, pues, dado que no quiero vivir sin trabajar (…) Sigo trabajando, pero con menor rendimiento. Es cierto que no habría podido soportar ese ritmo. Esta larga tensión solitaria es agotadora y es preciso que la continúe el mayor tiempo posible. El tiempo se ha echado a perder pero durante cinco días era la creación del mundo (…) No sé qué voy a hacer. Me obstino. ¡Ay, qué dura, desventurada – e irremplazable – es la vida del artista! (…) Todavía me quedan unos días de soledad antes de la llegada de la tribu y quiero aprovecharlos (…) Se diría que la función escribiente se ha agotado en mí por haberla ejercido demasiado. Es un fracaso del estilo. Mi trabajo está atascado desde hace tres días. De todos modos espero recuperarme un poco antes de mi vuelta».

Estas últimas reflexiones pertenecen a una carta del 23 de diciembre de 1959. Camus moriría en accidente de automóvil el 4 de enero de 1960. Muchos escritores se reconocerán en estas confesiones (vacilaciones y esperanzas) del oficio. Haber recibido el  Premio Nobel tres años antes no le aliviaba en su creación ni de las inseguridades ni de las angustias.

(Imágenes:-1.-casa de Albert Camus en la localidad de Lourmarin.-webcamus.free.fr/2.-foto Brassai: en el taller de Picasso el 16 de junio de 1940.-En la foto, entre otros, Lacan, Pierre Reverdy, Picasso, Simone de Beavoir, Sartre, Albert Camus, Michel Leiris y Jean Aubier)

ANTE UN ALBERT CAMUS HORIZONTAL (1)

A las 13, 55 horas del lunes 4 de enero de 1960, a veinticuatro kilómetros de Sens, en la Nacional 5, entre Champigny-sur-Yvonne y Villeneuve-la Guyad, el automóvil conducido por Michel Gallimard camino de París, da un bandazo, se sale de la carretera, totalmente recta, y se estrella contra un plátano, rebota contra otro árbol y se parte. Al lado del conductor viaja Albert Camus que muere en el acto. En el maletero del coche, viaja también su manuscrito de «El primer hombre«, ciento cuarenta y cuatro hojas de una escritura apretada, las sesenta y ocho primeras sobre papel con su membrete, márgenes y añadidos.

Hoy se cumple medio siglo de su muerte.  Hace cincuenta años, con motivo de ese fallecimiento, pocos días después del acontecimiento, escribí en «La Estafeta Literaria» el texto que aquí reproduzco:

«Sí, ante un Albert Camus horizontal, pero ante un suceso literario sangriento y cruelmente desgarrador. Albert Camus acaso significa ya para siempre – ensalzado por una muerte que como la de Saint- Exupery eleva aún más fantasmagóricamente su figura -, lo que en en el siglo XX, su enfermedad o su morbosa salud, necesitaba: un hombre en pie. Hasta este momento, enero de 1960, los amores, los odios, las guerras, el temor y el temblor se han abrazado, y el mundo ha mantenido en Francia a su escritor reconocido: algo que contaba en los anales del espíritu humano y algo que avivaba inquietud de análisis, espionaje – diríamos – de nuevas y esperanzadas soluciones.

Albert Camus, al morir, desaparece tan vertiginosamente por la escotillas del gran teatro del mundo, como huye acelerada, estremecida y sorprendentemente del reino de la celebridad. Pero la celebridad no importa. La Literatura mundial dedicará a su «Caída«, a su «Mito de Sísifo» o a su «Calígula«, lo que dedicó a Hugo o a Sthendal o a Verlaine. La vida es la que dedicará sólo sus ojos abiertos. Ahí está mirándole, mientras a Albert Camus le recogen y le llevan y le colocan rígido y hermético y solemne y quieto sobre la tabla de la Desconocida que vino a buscarle una noche antes de los Reyes Magos. Al mirar a Albert Camus, se desearía que toda la juventud europea le observase por última vez. Su presencia a oscuras es lo que nos aterra. Que el mundo queda sin otro auscultador, sin otro psiquiatra, sin otro cirujano.

Un escritor como Camus supone un corazón con la ventana abierta toda la noche a la vigilancia. El mundo de las violencias y las envidias abre sus aguas y sepulta los pescados más pecadores, aquellos que el escritor sacaba siempre a flote con la caña de su estilo. Ahora el mundo mira a su escritor y los ojos del escritor ya no saben cómo le está mirando el mundo.

Si algún deseo tuve al pensar en visitar París desde mi trampolín de España, fue aquel constante de conversar al menos cinco minutos con Albert Camus y verle y tocarle. Me parece que los que le han asediado a preguntas desde sus dolores y sus cautiverios sabrán que Camus siempre contestaba. Pronunciaba aquellos largos y nocturnos discursos que, a la orilla del Sena, iluminaban de claridad el pensamiento oscuro y el camino torpe e intransitable. Sé que Gabriel Marcel habrá pensado en él ante los pies de un madero crucificado. Sé que Francois Mauriac habrá alargado su ansiedad ante la desaparición de este hombre, el que era para sí mismo el más sincero y el más despiadado. Y sé también que si Charles Du Bos viviera, anotaría una reseña de cariñosa caridad en su «Diario«, y que el gran Bernanos marcharía delante en su entierro. El mundo entero sabe todo esto, y el mundo sigue mirando aún, absorto y boquiabierto, a este Albert Camus, el hombre de la postura horizontal.

Llevado horizontal, como corresponde al que marcha entre silencios, sin coro, sin ancianos, alejado del pueblo, los designios y los mensajeros, llevado horizontal entre dos ascuas llameantes, dejando en sombras conforme avanza este mudo cortejo cuanta luz y esplendor tienen hasta hoy las letras de Francia, Albert Camus, argelino, vendedor de accesorios, metereólogo, oficinista, aficionado al teatro y estudiante, entra en el reino de los famosos muertos.

El otro Albert Camus, escritor, quedará para siempre en el presente de nuestra biblioteca. Sísifo y Mersault, Tarroú y cuantos jóvenes, niños, enfermos, enamorados, doloridos encuentre en su camino, le acompañan. Estará rodeado de los mancos y ciegos del mundo – sus invitados -, celebrando las bodas de este hombre delgado y serio con la Muerte, esa mujer que llegó en automóvil y lo mató con las mismas armas del Absurdo: reventando un neumático.

(José Julio Perlado:-«Ante un Albert Camus horizontal«, en «La Estafeta Literaria«.-Tercera época.-Nº 185.-Madrid, 15 de enero de 1960)

(Imágenes:-Albert Camus.-foto: Yousuf Karsh.-French Library Aliance/ 2.-tumba de Albert Camus en Lourmarin.-wikipedia)

LOS TRES REYES MAGOS DE LOPE DE VEGA

«Yo vi un viejo venerable con una túnica de púrpura bordada de oro y aljófar por los extremos; un alfanje, cuyo pomo parecía un topacio, preso en una cadena de oro tan gruesa, que le sustentaba por el hombro derecho. Sobre la túnica traía un manto persa de brocado morado y blanco, y la cabeza tocada a su costumbre, con tanta variedad de colores, que sobre las blancas canas parecía que el viento había derribado flores de almendro sobre nieve… Como arrebatado en éxtasis, miraba al Niño el rey segundo, la barba negra peinada, la nariz aguileña, los ojos verdes, grandes y hermosos, con un sayo árabe, tan cubierto de piedras engastadas en varias labores de oro, que no pude discernir la color. El tocado era rojo, guarnecido de algunos velos, y sembrado de las mismas piedras. La espada tenía en vez de pomo una cabeza de águila de oro, con dos rubíes por los ojos de grandeza, que sin estar muy cerca se conocían. Esta pendía de un cinto de ante blanco, que tachonaban jacintos y cornerinas, guarnecidos de unas coronas de perlas. El manto era azul, bordado de unos blancos lirios de aljófar que le daban hermosa vista. Etíope me pareció el tercero…, los vivos ojos de manera se mostraban en las niñas blancas como suelen las labores del marfil oriental sobre las tablas del ébano; la boca se descubría bien por la blancura de sus dientes, cual suele alguna sola estrella en tenebrosa noche…También era el manto blanco, pero sembrado todo de labores verdes; tocábase con tantos laberintos y lazos, que no podían más discernirse que después de junta alguna bola de nieve se ven los copos… Bien sé, pastores, que no os parecen soberbios, pues ya sabéis con la grandeza que los persas, árabes y sabios se visten; mas no puedo dejar de deciros que en poniendo los ojos en la Virgen, en el Niño y en José, tanto más rica era aquella pobreza cuanta diferencia hacen el resplandor del oro el sol y los colores del sereno cielo a las de las piedras y telas».

Lope de Vega: «Pastores de Belén«(1612)

(Imágenes:1- Reyes Magos.-Andrea Mantegna.-educastur/2.-personajes napolitanos y seguidores de los Magos (detalle).-siglo XVlll.-The Metropolitan Museum of Art of New York.-metmuseum.org)

PRIMERO DE ENERO

«Las puertas del año se abren,

como las del lenguaje,

hacia lo desconocido.

Anoche me dijiste:

                             mañana

habrá que trazar unos signos,

dibujar un paisaje, tejer una trama

sobre la doble página

del papel y del día.

Mañana habrá que inventar,

de nuevo,

la realidad de este mundo.

Ya tarde abrí los ojos.

Por el segundo de un segundo

sentí lo que el azteca,

acechando

desde el peñón del promontorio,

por las rendijas de los horizontes,

el incierto regreso del tiempo.

No, el año había regresado.

Llenaba todo el cuarto

y casi lo palpaban mis miradas.

El tiempo, sin nuestra ayuda,

había puesto,

en un orden idéntico al de ayer,

casas en la calle vacía,

nieve sobre las casas,

silencio sobre la nieve.

Tú estabas a mi lado,

aún dormida.

El día te había inventado

pero tú no aceptabas todavía

tu invención en este día.

Quizá tampoco la mía.

Tú estabas en otro día.

Estabas a mi lado

y yo te veía, como la nieve,

dormida entre las apariencias.

El tiempo, sin nuestra ayuda,

inventa casas, calles, árboles,

mujeres dormidas.

Cuando abras los ojos

caminaremos, de nuevo,

entre las horas y sus invenciones

y al demorarnos en las apariencias

daremos fe del tiempo y sus conjugaciones.

Abriremos las puertas de este día,

entraremos en lo desconocido».

Octavio Paz: «Primero de enero» («Árbol adentro«)

(Imágenes:- 1.-(Really) Stumming Pictures and Photos.-Smashing Magazine.-Vitaly Friedman, editor-in-chief/2. «Tissue Pattern»-2001.-Rudy Ernst.-artnet)

CUATRO ESTAMPAS PARA DESPEDIR EL AÑO

A veces en los finales de año no hay que hablar, hay que contemplar, hay que recordar.

A veces en los finales de año hay que cantar, hay que agradecer.

A veces en los finales de año hay que evocar, hay que hacer preparativos.

A veces en los finales de año no hay más que estar de pie, erguido, situarse ante el árbol esperando que el Nuevo Año comience.

¡FELIZ  2010!

(Imágenes:- 1.- ángel.-Siglo XVlll, atribuido a Giuseppe Sammantino.-170-1739.-The Metropolitan Museun of Art of New York.-metmuseum.-org/2.-ángeles de la Natividad (detalle).-siglo XVlll .-Napolitano.-The Metropolitan Museum of Art of New York.-metmuseum.org/3.- ángel.-siglo XVlll.-napolitano.-atribuido a Giuseppe Sammantino.-170-1739/ 4.-abeto azul en una colección del siglo XVlll napolitano, con ángeles y querubines y entre sus ramas grupos de cifras realistas que flanquean la Natividad en su base.-representada en el Museo Medieval de Escultura Hall.-metmuseum.org)

LA RUEDA DEL TIEMPO

 

Ahora que acaba un año, ¿qué recordamos de él?  Determinados montículos en el horizonte de las noticias, ciertos sucesos que nos conmovieron. ¿Y el resto? El resto desaparece en las largas planicies del ovido, y ello es lógico, pues la memoria no nos vuelve a recordar ni siquiera lo que comimos anteayer. 

Estratón, en el siglo lll antes de Jesucristo, llegó a decir:

«Día y noche, un mes y un año, no son tiempo ni partes del tiempo, sino luz y oscuridad y las revoluciones de la luna y el sol. El tiempo, sin embargo, es una cantidad en donde está contenido todo eso».

 Walter Pater, en el siglo XlX señaló: «¿Te fatiga la identidad, la repetición de los espectáculos públicos? Lo mismo hace esa identidad de acontecimientos en el espectáculo del mundo. Y así será contigo hasta el fin. Porque la rueda del mundo siempre tiene el mismo movimiento, arriba y abajo, de generación en generación. ¿Cuándo, cuándo cederá el sitio el tiempo a la eternidad?». («Mario el Epicúreo«)

Y Eliot, en el XX, al que ya me referí  alguna vez en Mi Siglo:  

“El tiempo presente y el tiempo pasado

Están tal vez ambos presentes en el tiempo futuro,

Y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado. 

Si todo tiempo es eternamente presente

Todo tiempo es irredimible». 

«El tiempo apremia. Vivo«, hay que decirse tal vez en días como hoy.

«El tiempo apremia. Escribo«, nos dice a su vez Wislawa Szymborska en su último libro, «Aquí» (Bartleby).

(Imágenes;.-1.-Ed Ruscha .-Murayama Fine Art-artnet/ 2.-Grand Central.-Steven Katz.-2007.-Katharina Rich Perlow Gallery– New York.-artnet) 

MANUSCRITOS EN PANTALLA

Becquer escribía sus Rimas en prosaicos libros de contabilidad, Galdós, Pereda y Pardo Bazán solían hacerlo en cuartillas apaisadas, a veces reutilizadas en el reverso de otros escritos (en el caso de Galdós se han encontrado apuntes o versiones desechadas de novelas). Otros poetas españoles improvisaban sus composiciones en folios, cuartillas u octavillas de papel de mala calidad. Ramón Gómez de la Serna escribía con tinta roja sobre papeles amarillos y empleando a la vez varias plumas estilográficas sobre distintos borradores. Curiosamente esa tinta roja se utilizó siglos antes para trazar una raya vertical a lo largo de las iniciales, en lo que entonces – en los monasterios – se conocía por rubricar.

¿Es ahora el fin del manuscrito con el teclear ante la pantalla del ordenador? Parece ser que sí. «Las diferencias emotivas entre el texto domesticado y encerrado en el ordenador – recordaba un gran especialista – nos lleva a pensar que la escritura, cuando ésta es manuscrita, traza en su recorrido las etapas sucesivas de la creación, la respiración, el pensamiento del autor, el gesto de su mano, incluso sus arrepentimientos«.

Borges en «El Aleph», Beckett en «El innombrable«, Keats en sus Cartas o Barrington, por ejemplo, certificando el don de Mozart para la música, nos traen cada uno de ellos el tono del pulso (incluso los ritmos interiores) al oprimir los dedos sobre el papel. Auster confiesa que siempre ha trabajado con cuadernos de espiral y que prefiere las libretas de hojas sueltas. «El cuaderno – declara – es una especie de hogar de las palabras. Como no escribo directamente a máquina, como todo lo escribo a mano, el cuaderno se convierte en mi lugar privado, en un espacio interior…Naturalmente, acabo utilizando la máquina de escribir, pero el primer bosquejo siempre está escrito a mano». «Con la nieve – dice Beckett en enero de 1959, en su casa de campo de Ussy -, el cuaderno escolar se abre como una puerta para permitir que me abandone en la oscuridad». Ya desde hace años las grandes Bibliotecas del mundo aceptan en su sección de manuscritos los originales de un autor mecanografiados, puesto que la máquina de escribir se ha considerado siempre un instrumento, igual que la pluma, que el autor ha utilizado según su necesidad, añadiendo luego, de su mano y con pluma, las pertinentes correcciones. Pero el ordenador es distinto: suprime el procedimiento intermedio – el original, el manuscrito – para realizar directamente la impresión.

Hemingway escribía en muchas ocasiones de pie y sobre un atril. También Tabucchi, apoyándose sobre un alto arcón, a causa de sus problemas de espalda. Pero lo importante en este caso no es la postura sino el soporte elegido. Como Auster, Tabucchi confiesa, como tantos otros, que escribe a mano, «en viejos cuadernos de tapas negras, que cada vez tengo más dificultad en encontrar. Los suelo comprar en una vieja papelería de Pisa, pero no siempre los tienen, por lo que debo encargarlos a Lisboa, donde todavía se encuentran en tiendas tradicionales, o bien abastecerme de una buena reserva en mis viajes a Portugal. Escribo en la página de la derecha y dejo la izquierda para posibles correcciones. Utilizo el cuaderno porque no sé escribir a máquina, escribo con un solo dedo. Si escribiera a máquina creo que podría hacer poesía concreta«.

(Imágenes:- 1.-manuscrito de Samuel Beckett.-Biblioteca Nacional Francesa/ 2.-manuscrito de «El Aleph» de Borges.-Biblioteca Nacional.-Madrid/ 3.-manuscrito de John Keats.-silvisky5-files/4.-fragmento de códice de «Las virtudes y las artes» de Nicolo da Bologna.-Biblioteca Ambrosiana de Milán.-divulgamat.ehu)

DEBAJO DE LA CRISIS

Debajo de la crisis, tapado con los cartones de la necesidad, del hambre, de restos de desavenencias conyugales, de ilusiones frustradas, de todo aquello que su madre le habló cuando era niño, en la cocina de su casa, al enseñarle la proyección del mundo, descubierto su hombro a la intemperie de políticos que pisan fracasadas convenciones, los ojos horizontales reclamando ilusión, la cabeza postrada sobre la destrozada creación, inmóvil, cansado, sobre todo cansado, sin siquiera pedir una limosna, así nos mira este hombre en la acera del mundo.

Pero de pronto este hombre se pone en pie. No es el mismo hombre pero sí es la misma crisis. La crisis empezó con la bebida, al cruzarse la navaja nocturna con la mejilla y arrugarse la frente arando preocupaciones, la nariz fue hinchada a puñetazos por las deudas, esculpió el viento oquedades en los ojos, se le hicieron grutas en las pupilas, pero las pupilas aún siguen firmes distinguiendo el escepticismo en la lejanía.

Y debajo de la crisis apareció también esta otra mirada sesgada, azul, alambre eléctrico en las canas, rictus de boca despreciando promesas, todo lo escuchó, todo lo sabe, se cubre con el manto las varices del alma, pústulas de despedidas sin curar, desplantes familiares, todo lo cubre con el botón del pudor de la vida, nada hay que enseñar, nada hay que decir, ni siquiera hay que hablar, sólo mirar, mirar lo que se vivió y ya pasó, ver cuanto está pasando, otear lo que puede venir con una punta de melancolía.

Algunas de estas crisis no se protegen del frío con cartones. Es un frío interior, una inclemencia sin nombre. Algo que continuamente nos llama por las calles.

(Imágenes:-fotografías de Pierre Gonnord, algunas en la exposición madrileña «Tierra de nadie» hasta el 28 de febrero en la sala de exposiciones de la Comunidad de Madrid :.-1-«El Manuel»/ 2.-Michel.-2005.-artnet/3.-Olympe,.2006.-galería Juana de Aizpuru)

VILLANCICO DE LAS CINCO VOCALES

También las vocales, para cuantos escribimos, se acercan en estas fechas al Portal:

«Aquí llegan, Niño,

            las cinco vocales,

sencillas y claras

como unos pañales.

De tanto mirarte,

de   tanto admirar,

con   la boca abierta,

se queda la “a”.

Para que le vuelvas

tus  ojos, la “e

desde  su ventana

te tira un clavel.

Porque quiere siempre

mirar  hacia Ti,

su punto redondo

te  entrega la “i”.

Nunca como ahora

le  dolió a  la “o

que  su forma sea

para  decir no.

De rodillas pide

llenar  de tu luz

su pequeño cuenco

vacío la “u”.

Escucha, Cordero,

las cinco vocales:

te ofrecen los niños

su voz en pañales».

José Javier Aleixandre.

Villancicos de todos los siglos se llegan a cantar ante el Portal. Como recordé en un artículo, desde un íntimo amigo de Lope, el sacerdote José de Valdivielso, entre 1560 y 1638, hasta los recogidos por Manuel Alvar en «Villancicos dieciochescos«, hasta también los de Juan Ramón Jiménez, Alberti, Luis Rosales, Gerardo Diego o José Hierro, y tantos otros.

En una ocasión, por ejemplo, llega un pescador con su nave y  para divertir al Niño “cantarle quiero/ la tonadilla/ del marinero”:

                                                                  » Iza, amaina, al remo,

                                                                    las velas a la playa.

                                                                    Las ondas suben,

                                                                    las ondas bajan,

                                                                    pero mi nave

                                                                    siempre está en calma.

                                                                    La tonadilla

                                                                    aquí se quede

                                                                    arrimando mi nave

                                                                    junto al pesebre».

(Imagen:- «Adoración de los Magos»- Leonardo da Vinci.-wikipedia.org)

NAVIDAD DE LOPE DE VEGA

«Conociendo, pues, la honestísima Virgen la hora de su parto, José salió fuera, que no le pareció justo asistir personalmente a tan divino sacramento. María, descalzándose las sandalias de los benditos pies, y quitándose un manto blanco que la cubría y el velo de su cabeza, quedándose con la túnica, y los cabellos hermosísimos tendidos por las espaldas, sacó dos paños de lino y dos de lana, limpísimos y sutiles, que para aquella ocasión traía, y otros dos pequeñitos para atar la divina cabeza de su Hijo…Como tuviese todas estas cosas prevenidas, hincándose de rodillas, hizo oración, las espaldas al pesebre, y el rostro levantado al cielo, hacia la parte del Oriente… Estando en esta oración sintió mover en sus virginales entrañas su soberano Hijo, y en un isntante le parió y vio delante de sus castos ojos… El Niño entonces, llorando y como estremeciéndose por el rigor del frío y la dureza del suelo, extendía los pies y las manos buscando algún refrigerio, y el favor y amparo de su Madre, que, tomándole entonces en sus brazos, le llegó a su pecho, y poniendo su rostro con el suyo, le calentó y abrigó con indecible alegría y compasión materna. Púsole después de esto en su virginal regazo, y comenzó a envolver con alegre diligencia, primero en los dos paños de lino, después en los dos de lana, y con una faja le ligó dulcemente el pequeñito cuerpo, cogiéndole con ella los brazos poderosos a redimir el mundo; atóle también la soberana cabeza por más abrigo, y hechas tan piadosas muestras de su amor materno, entró el venerable José«.

Lope de Vega: «Pastores de Belén» (1612)

(Imagen: Boticelli: «Adoración del Niño Jesús».-foto Städel Museum.-The New York Times)

¡FELIZ   NAVIDAD   A  CUANTOS   LEEN   «MI  SIGLO» !

LA BREVE VIDA DE UN PÁRRAFO

«Hay que aprovecharse de tener en casa a un Premio Nobel de Literatura.

Mi abuelo Dante es Premio Nobel de Literatura, vive con nosotros, y entra todas las tardes en el comedor. Lo hace despacio, a pasitos cortos, con sus ojos muy vivos y su barbita puntiaguda.

Mi hermana y yo le preguntamos:

          –  Dante, ¿qué has escrito hoy?

Se sienta delante de nosotros, ante la mesa camilla. Como todas las tardes le hemos puesto encima del tapete un vaso y una pequeña jarrita con agua.

Así estará más cómodo, pensamos.

         Dante  levanta los ojos.

         Nos mira.

          Tose.

          Saca del bolsillo de su chaqueta una hoja de papel.

        -«La breve vida del Párrafo«.-nos dice- Eso es lo que he escrito.

          Nos mira.

          Vuelve a toser.

          No se atreve.

         ¿Es verdad que no se atreve o es que es tímido?

         Tarda en decidirse.

          Y por fin comienza a leer:

                   «Yo quisiera que ya desde ahora –empieza Dante con su voz muy fina– estuviéramos todos muy atentos al Párrafo, al párrafo siguiente a éste, que vamos a leer enseguida. –Y hace una pausa– Porque me parece de una importancia primordial ese párrafo, y lo que en él va a decirse, y que juntos –vosotros y yo– vamos a ir am­pliando a cada paso y en su momento«.

          Se detiene, extiende su mano, toma el vaso y bebe un sorbo de agua.

          –¿Qué, qué te ha parecido este principio? –le pregunto a mi hermana Amenuhka.

          –Bien. Hasta ahora va bien –me dice mi hermana.

                   «Nos vamos a adentrar, pues, tal como hemos dicho –prosigue Dante después de haber bebido y haber­se secado los labios con una pequeña servilleta–, en este párrafo segundo. Pero no podemos ni debemos olvidar el anterior. ¿Y qué encontrábamos en el anterior? Una invitación a leer éste, que es lo que estamos haciendo. El impulso de este párrafo nos está llevando casi sin querer, como con velas desplegadas, hacia el párrafo tercero. No estamos aún en el párrafo tercero, seguimos en el segun­do; aún más: nos complacemos de estar en el segundo. Pero ya el párrafo tercero nos está llamando con sus sones misteriosos. ¿Qué nos irá a decir? Es la llamada de lo desconoci­do, de lo aún no leído. Todo lo no leído, como lo no escrito, es un enigma. Si el párrafo anterior nos empujaba a leer, éste nos proyecta sobre lo que va a seguir. A su vez –como nos sucede tantas veces en la vida– lo que sigue quedará proyectado e iluminado por lo que nos ha precedido«.

          Se detiene, extiende su mano hasta el vaso y bebe otro pequeño sorbo de agua.

          –Tiene sed Dante, ¿eh? –le murmuro a mi hermana–. Lo que ha escrito le está dando sed.

          –Sí, sí tiene sed –constata mi hermana Amenuhka.

          El escritor vuelve a secarse los labios con la pequeña servilleta.

                   «Y he aquí –sigue leyendo Danteque hemos llegado casi sin darnos cuenta al párrafo tercero. Nos encontra­mos, pues, en el centro de la cuestión. Equidistantes tanto del principio como del final. Ante eso no debemos tener miedo. Avancemos con precaución. Ahora es menester sobre todo no correr y paladear muy bien estas líneas que son el núcleo de todo lo que estamos diciendo. Nos ayudamos con alguna línea más –por ejemplo, con ésta que ahora estamos leyendo– para ir con más cuidado hacia adelante. ¿Y qué encontramos aquí? ¿Dónde nos hallamos? Al fin estamos tocando el centro del significa­do, el corazón del recorrido. Pero aún hay más. Una investigación no se detiene y un camino no es nada en sí mismo si no nos lleva hasta un final. Para ello el siguien­te párrafo va a ser vital. No titubeemos ante él. Demos con valentía ese paso necesario. Yo animo a todos vosotros, los que me habéis acompañado hasta aquí, a poner la atención en lo que sigue. Nos sentiremos atraídos –yo diría incluso que fascinados– por esta búsqueda«.

          Dante bebe otro sorbito más, se limpia los labios y prosigue ahora más seguro que nunca:

                   «Acabamos de decirnos a nosotros mismos que avancemos y así lo hemos hecho. Ya está cumplido. Espoleados y animados por todo lo anterior, notamos que ha merecido la pena llegar hasta aquí. Nuestros esfuerzos han sido recompensados. Tan sólo unas palabras más y habremos dado un paso de gigante, el paso decisivo«.

          Entonces el escritor levanta sus ojos y nos mira a mi hermana y a mí. Se le nota firme, exultante, a punto para rematar muy bien el texto que ha escrito. Lo hace sin mirar al papel.

                   «Y ésta ha sido la Breve Vida de un Párrafo.– concluye – Muchas gracias«.

          Le aplaudimos. Estamos en el comedor. Solamente somos dos personas, somos  sus nietos. Pero a los escritores les gusta que les aplaudan. Le aplaudimos varias, varias veces.

          –¿Qué, qué te ha parecido? –le pregunto a mi hermana mientras aplaude.

          –Un poco corto –contesta Amenuhka sin dejar de aplaudir.

          –Bueno, él ya lo ha advertido antes.- le  digo – Lo ha titulado la Breve Vida del Párrafo, no una vida larga.

          –Sí, pero a pesar de eso me ha parecido corto. Yo creo que para un Premio Nobel esto debería ser más largo.

          –A lo mejor no se ha atrevido. O no se le ha ocurrido nada más. Ya sabes cómo es Dante –le digo a mi hermana–. Yo creo que para lo que es él ya ha dicho bastante.

          –Sí –acepta Amenuhka no muy convencida–, quizás ha dicho bastante.

          Yo también creo que ha dicho bastante.

Mi abuelo Dante está emocionado. Se levanta de la silla, guarda su papel en el bolsillo. Nos agradece mucho los aplausos. Seguro que se va a escribir más cosas a su cuarto.

Como es un Premio Nobel nos inclinamos al dejarle pasar».

José Julio Perlado: (del libro «Nosotros, los Darnius«) (relato inédito)

TAURINOS Y ANTITAURINOS

«Yo quería ver a Belmonte en otro ambiente de más calma que el de Sevilla, en donde a diario se riñen las más tremendas batallas boquilleras con, de, en, por, sin, sobre el novillero de Triana; y me vine a Barcelona, en donde si es verdad que el público es tan impresionable o acaso más impresionable que en cualquier otra parte por ser menos entendido, es también menos aficionado y no se preocupa de toros y toreros más que mientras está en la plaza.

En Barcelona no hay belmontistas y antibelmontistas que le sugestionen a uno; ni más bandos que los dos en que la población se ha dividido con motivo de la cuestión del negocio de las aguas de Dos Ríus, a saber: los concejales y los vocales asociados que son dosriusistas, y el resto de la población, que son unos cientos de miles de almas, que constituyen el partido antidosriusista. Y no les hable usted de otra cosa.

Pero hétenos en la plaza.

Hemos llegado un poco tarde, y cuando, a viva fuerza, nos vemos en el callejón, el malagueño Larita, materialmente metido en la cuna, está realizando una de las faenas más apretadas que yo he visto en mi vida. ¡Vaya un tío fresco! El público se harta de aplaudir al muchacho, que a su vez se harta de adornarse, y torea con más seriedad que le habíamos visto en Madrid.

Pero yo no he venido a la plaza vieja de Barcelona a hacer la revista de esta corrida, sino a decirles a ustedes, aunque no les importe mucho, mi opinión respecto a Juan Belmonte. (….) Indudablemente, en todo este alboroto que se ha armado tiene una gran parte la simpatía del chiquillo. La figurilla delgadilla, esmirriadilla, desgarbadilla, no puede ser menos torera; feo también lo es el chico, y, sin embargo, tiene a manta, qué quieres, la simpatía. (…) Ni en Sevilla, ni en Madrid, ni en Valencia, ni en otro público menos impresionable hubiera producido tanto efecto esta faena pura, simple y sencillamente efectista, desarrollada toda en pases de «entra, torito», sin mandar una sola vez.  Pases de guardabarrera, trinchera, pecho, con la derecha, dos molinetes con ambas manos, muy valientes ambos, y ni un natural. El toro entraba solo a la muleta en cuanto la veía; el torero limitábase a alzar el brazo y dejarlo pasar; el toro seguía su camino, y como era muy bravo y muy noble, cuando se encontraba con que por allí no había gente, volvíase el solito de su bueno, en busca de su enemigo, y éste, al verle venir, le volvía a invitar:

-Pasa, torito.

Y el toro pasaba y se iba y volvía solo».

 (Crónica de «Don Pío» (Alejandro Pérez Lugín): ·Mirant les agullas» en «La Tribuna«, de Madrid, 1913) (Taurus)

«Ahora, he aquí el edificante castigo: seis o siete puyazos en los brazuelos, morrillo y cercanías; noventa lances de capa, en los que las vértebras, cuernos y músculos sufren martirios imponentes al dilatarse, contraerse y moverse sin hallar oposición, en redondo, en semicírculo, de frente, cuarteando, etc; seis u ocho pinchos de banderillas y, por fín, nuevos trasteos de muleta y un pinchazo en hueso, una estocada en el lomo, un descabello, otro descabello, dos estocadas más y lances nuevos de capa en todos los sentidos o puntos cardinales.

Este nobilísimo toro antes de ser martirizado era un bello animal, una fiera poderosa que no se hubiera atrevido a hacer daño a no iritarla nosotros. Su destino era ayudarnos, poner toda esa resistencia pasmosa a nuestro servicio. Nosotros lo entendimos mejor, y le toreamos. El se defendió magníficamente. Nos dio un profundo ejemplo de amar su vida, que vale tanto como la nuestra, aunque algunos superhombres hagan aspavientos. Y fue en la plaza un consumado artista. Poseía la fuerza, la belleza y la fe en sí mismo, sobre todo esto último, que es lo que distingue a los toros».

(Eugenio Noel: «El mártir«.- «Lo que hay en una plaza de toros», en  «Escritos antitaurinos«.-1913.-(Taurus)

(Imágenes:- 1.-toros de Francisco de Goya/ 2.- patronatodeltorodelavega.com/ 3.-Juan Belmonte.-Enciclopedia Británica)