» Aunque la lectura, la escritura y la enseñanza son necesariamente actos sociales – dice Harold Bloom en «El canon occidental» -, la enseñanza posee también un aspecto solitario, una soledad que sólo dos pueden compartir (…) Gertrude Stein sostenía que uno escribía para sí mismo y para los desconocidos, una magnífica reflexión que yo extendería: uno lee para sí mismo y para los desconocidos».
En estos días se debaten las declaraciones que ha hecho Bloom diciendo que «no me parece que en la literatura contemporánea, ya sea en inglés, en Estados Unidos, en español, catalán, francés, italiano, en las lenguas eslavas, haya nada radicalmente nuevo», y un gran lector y excelente crítico como es Alberto Mangel ha querido aportar sus opiniones distintas o complementarias señalando el valor de los influjos, lo que de algún modo quiso tratar también Harold Bloom en «Anatomía de la influencia».
«“Es cierto – dice Mangel – que la voz de Cees Nooteboom tiene ecos de Ibn Battuta y Diderot; que en W. G. Sebald hay vestigios de Sir Thomas Browne y de Heine prosista; que Enrique Vila-Matas es heredero de Laurence Sterne; que Ismail Kadaré continúa la tradición de Herodoto y de Homero; que Jean Echenoz ha aprendido la lección de los novelistas franceses del XVIII; que Tom Stoppard debe mucho al teatro de Wilde y de Pirandello; que Tomas Tranströmer ha leído al Virgilio de las églogas y a Wordsworth; que Cynthia Ozick ha estudiado la obra de Henry James; que Pascal Quignard tiene una deuda con Montaigne. Todo esto es cierto, pero cierto es también que estos autores son únicos, y sus obras iluminan nuestro siglo como Cervantes y Shakespeare iluminaron el suyo.”
Iluminan nuestro siglo, afirma Mangel. ¿Podría, por tanto, ser alguno de ellos el clásico futuro? Azorín en 1945 publicó «Clásicos redivivos – Clásicos futuros» y tras considerar a Góngora, a Tirso o a Cervantes se adentraba en otros que entonces «iluminaban» también el siglo: Pereda, en su casa de Polanco: Clarín, en su biblioteca de Oviedo, o en nombres hoy aún más olvidados, como José María Matheu o Ricardo León. Sólo en parte se salvaban Galdós, Baroja y Unamuno.
Iluminar de algún modo el siglo es una cosa y perdurar es algo bien distinto. Eliot en su excelente ensayo «¿Qué es un clásico?«afirma que «si hay una palabra en la que podemos fijarnos y que sugiere el grado máximo de lo que entiendo por clásico es la palabra «madurez»( …) Un clásico sólo puede aparecer cuando una civilización ha llegado a su madurez, cuando una lengua y una literatura han alcanzado su madurez: el clásico sólo puede ser obra de una mentalidad madura (…) Hacer realmente aprehensible el significado de la madurez es quizá imposible, pero si somos maduros reconocemos la madurez de inmediato o llegamos a reconocerla a través de un trato más íntimo. Ningún lector de Shakespeare, por ejemplo, falla a la hora de reconocer, según avanza su propia madurez, la gradual maduración de la mente de Shakespeare, incluso los lectores menos experimentados pueden percibir el veloz desarrollo de la literatura«.
En nuestro ámbito, Francisco Rico al hablar de «Veintiún clásicos para el siglo XXl» (Crítica) recuerda que «un clásico lo es porque no se lee tanto cuanto se relee, individual o colectivamente (…) El clásico vive en la memoria, y puede y aún pide ser revisitado, libérrimamente, a fragmentos».
Quizá toda la prueba de fuego esté en la relectura.
(Imágenes.- 1.-Lynne Cohen– imageartslecture/ 2.-Aad Hofman/ 3.-Honoré Daumier– 1886- The Metropolitan Museum of Art- New York/ 4.-Juliano López Dada/ 5.-Alexander Antigna)