LA VANIDAD

«Le Monde» ofrece a partir de pasado mañana, 15 de septiembre, -y cada semana – un tomo de «La Comedia humana» de Balzac y  en la publicidad  que acompaña a su lanzamiento figuran distintas imágenes. Por ejemplo, La Vanidad.

«Que una cosa tan clara como es la vanidad del mundo – dice sobre ella  Pascal – sea tan poco conocida, que sea una cosa extraña y sorprendente el decir que es una necedad buscar las grandezas, eso es admirable».

«La ciencia de las cosas exteriores no me consolará de la ignorancia de la moral en tiempos de aflicción – sigue diciendo Pascal -, pero la ciencia de las costumbres me consolará siempre de la ignorancia de las ciencias exteriores».

«En las ciudades por donde pasamos no nos ocupamos de ser estimados. Pero cuando debemos quedarnos en ellas durante algún tiempo, nos preocupamos de ello. ¿Cuánto tiempo hace falta? Un tiempo proporcionado a nuestra duración vana y mezquina».

«Quien no ve la vanidad del mundo es bien vano él mismo. Pero, ¿quién no la ve, excepto los jóvenes que están completamente sumidos en el ruido, en el divertimento y en el mañana?

Mas quitadles su divertimento, les vereís consumirse de tedio. Sienten entonces su nada sin conocerla, pues es ser muy desgraciados el estar en una tristeza insoportable, tan pronto como uno se ve reducido a pensar en sí mismo y a no estar entretenido».

Todo esto también dice Pascal.

(Imágenes: «La vanité»: ilustración aparecida en «Le Monde» anunciando «La Comedia humana»» de Balzac/ Jan Miense Molenaer, «Allégorie de la Vanité» 1633.-Toledo Museum of Art.-Toledo, Ohio.-jama-ama-assm.org)

ROSTROS – NACIMIENTOS

Ahora que quiere abrirse en España el debate sobre el absoluto carácter inviolable de la vida humana inocente, vuelvo a citar en Mi Siglo al filósofo Emmanuel Lévinas, del que he hablado alguna vez más aquí, concretamente ahora hace un año -el 14 de septiembre de 2007.

«El rostro es lo que no se puede matar – dice Lévinas -, o al menos, eso cuyo sentido consiste en decir. «No matarás«. El «No matarás» es la primera palabra del rostro. Ahora bien, es una orden. Hay, en la aparición del rostro, un mandamiento, como si un amo me hablase. Sin embargo, al mismo tiempo, el rostro está desprotegido; es el pobre por el que yo puedo todo y a quien todo debo. Y yo, quienquiera que yo sea, pero en tanto que «primera persona», soy aquel que se las apaña para hallar los recursos que respondan a la llamada».

«Lo que consideramos escrito en las almas está escrito antes en los libros, cuyo estatuto ha sido siempre banalizado demasiado rápidamente entre los útiles o los productos culturales de la Naturaleza o de la Historia. Pienso que a través de toda la literatura habla – o balbucea, o se disimula, o lucha con su caricatura- el rostro humano. Creo en la eminencia del rostro humano expresado en las letras griegas y en  nuestras letras, que les deben todo».

«El hijo no es simplemente mi obra, como un poema o como un objeto fabricado, no es tampoco mi propiedad. Ni las categorías del poder ni las del tener pueden indicar la relación con el hijo. Yo no tengo a mi hijo, yo soy, de alguna manera, mi hijo. Tan sólo que las palabras «yo soy» tienen aquí una significación diferente de la significación platónica. El hijo no es un acontecimiento cualquiera que me pasa, como por ejemplo mi tristeza, mi ponerme a prueba o mi sufrimiento. Es un yo, es una persona. La paternidad no es una simpatía, por la cual puedo ponerme en el lugar del hijo; yo soy mi hijo por mi ser, y no por la simpatía».

Todo esto que cuenta Emmanuel Lévinas en «Ética e infinito» (La Balsa de la Medusa) conviene recordarlo una y otra vez cuando la vida humana inocente vuelve a estar amenazada. (al menos en España).

(Imágenes: esculturas de Annie Samuelson)

CESARE PAVESE

Hoy se cumplen cien años del nacimiento de Cesare Pavese , nacido el 9 de septiembre de 1908 en Santo Stefano Belbo, y releo aquella entrevista  que el escritor italiano  quiso conceder a  la RAI en junio de 1950, dos meses antes de morir en Turín.

«Traducir – dijo entonces Pavese -, hablo por experiencia, enseña cómo no se debe escribir; me hace sentir a cada paso de qué modo una diversa sensibilidad y cultura ha sido expresada en un determinado estilo, y me esfuerzo por hacer que este estilo esté curado de toda tentación que pudiese quedar alimentada por algo mío. Al concluir un intenso periodo de traducciones – Anderson, Joyce, Dos Passos, Faulkner, Gertrude Steinyo sabía exactamente cuáles eran los modulos y las maneras literarias que no me eran consentidas, es decir, que me resultaban extrañas, que me dejaban frío».

«En una época como la nuestra en la cual quien sabe escribir parece que no tenga nada que decir y quien comienza a tener algo que decir aún no sabe escribir, la única posición digna de quien al menos se siente vivo y hombre entre los hombres me parece ésta: enseñar a las masas futuras, que tengan necesidad, una lección de cómo la caótica y cotidiana realidad nuestra únicamente puede ser transformada por el pensamiento y la fantasía».

«Pavese no se preocupa de «crear personajes» – continuó diciendo el propio escritor hablando de sí mismo -. Los personajes simplemente le sirven para construir fábulas intelectuales. He aquí por qué Pavese, con razón, retiene los «Diálogos con Leucó « como su libro más significativo, y después de él vienen las poesías de «Trabajar cansa«. A Pavese le gusta mucho Shakespeare, pero no por la razón romántica de que él logre crear personajes inolvidables, sino por una más verdadera: su absurdo y maravilloso lenguaje trágico ( y también cómico), las terribles frases del quinto acto en el cual, por diversos que sean los caracteres de los personajes, todos dicen siempre la misma cosa. Le gusta, como narrador, Giovanni Battista Vico – narrador de una aventura intelectual. En fin, le gusta también «Moby Dick», que ha traducido, no sabe bien si con mucha competencia, pero sí con mucho entusiasmo, hace ya una veintena de años, y aún ahora le sirve de estímulo para concebir sus relatos no como descripciones sino como juicios fantásticos de la realidad».

«¿Qué querría decir a nuestra crítica? Se sabe que sin Kipling no se explica Hemingway, sin el expresionismo alemán y ruso no se explican ni O`Neill ni Faulkner, sin Maupassant no se explica a Fitzgerald«.

Traductor, poeta, narrador, las contrariedades con quien fuera el último amor de su vida, la joven actriz norteamericana Constance Dowling, le condujeron al final aquel  27 de agosto de 1950 en Turín.

(Imágenes: Cesare Pavese.-edebiyat kisvesonde asiri sanat/ Constance  Dowling.–internetculturale.it/ Pavese y Constance Dowling en Cervinia.-internetculturale.it)

INDRO MONTANELLI

«Aquí está tal cual la vi aquella noche, con los negros cabellos desgreñados sobre la frente sin necesidad de peluquero, entre los cuales brillan los ojos duros y tristes dentro de las hondas órbitas. Estos ojos saben encenderse y reir, cuando quieren; sonreir, jamás. Ella no los fuerza a una expresión jovial ni siquiera ahora cuando viene a mi encuentro al umbral de su habitación; los deja en estado bravo, en armonía con el resto de su persona, o sea, con su dureza y tristeza habituales. Tal vez está cansada; tal vez me considera demasiado astuto y ya demasiado amigo para tener que recurrir a semejantes coqueterías que, evidentemente, le pesan. «¿Ha visto que soy una mujer de palabra? – me dice estrechándome la mano – Ahora veremos si puedo decir otro tanto de usted. ¿Quiere un té?». (…) Pero, Dios, ¡qué bella es esta mujer fea, despeinada, sin afeites, que se yergue ante mí y, a través de los cristales, contempla discurrir la vida de la ciudad! No por un gesto de la mano, sino aterrorizados por el resplandor de los ojos sobre los que hacían sombra, los cabellos se le han alzado sobre la frente de mármol y ahora se pliegan dócilmente de lado y bajan a lamerle la mejilla en una caricia consoladora, mientras una lágrima, contenida, al parecer, hace años, le brota de lejos entre las pestañas y viene a ablandar la mirada dura y triste que naufraga en ellas lánguidamente».

Así escribe y describe a Anna Magnani uno de los más grandes periodistas europeos, Indro Montanelli, una pluma acerada, concreta, independiente. Su excepcional libro «Gentes del siglo» (Espasa) parece que nos trajera el retrato a carbón, un luminoso carbón, de tantas personas que él conoció, que vio, que visitó, pero que sobre todo captó con la cámara de la experiencia y de los viajes, asombrándose ante cada perfil y reduciéndolo a unas líneas vertidas en la corriente del periódico. «Pensé con melancolía  –dice Montanelli – en cómo nos escarnece la gloria: nos lanzamos a su búsqueda soñando que habrán de reconocerla nuestros compañeros de infancia y en cambio solamente lo hacen los de la vejez, que ya no nos interesan».

En este libro se recogen algunas de las gentes que se cruzaron con él  -o que él se quiso cruzar con ellas – a lo largo del camino: Dalí, Claudel, Maurois, Rosellini, Gassman, Rubinstein, Dos Passos, Berenson y un largo etcétera. Del autor de «El desierto de los tártaros«, Dino Buzzati, hace, por ejemplo, este retrato:

«Llega al diario en su «Topolino» modelo antiguo. No lo renueva, porque es avaro, y lo confiesa. Va despacio porque es miedoso, y también esto lo confiesa. Pero conduce con las manos enguantadas, como si se tratase de  atravesar Europa, y cada vez que se apea, se entrega a toda una liturgia de saludos, como si fuese superviviente de un aventurado viaje por tierras lejanas. Buzzati da los buenos días y se quita el sombrero ante el portero, el garajista, el ordenanza, el empleado, la mecanógrafa y hasta ante todos los colegas que encuentra por la escalera. No me trata de «usted» también a mí, solamente porque podría parecer una pose; pero está claro que el «tú» le cuesta esfuerzo.Viste con suprema elegancia. Lleva el cabello corto, sobre el que los años han empezado a sembrar algunas hebras de plata; viste siempre chaquetas sin pulcritud y con hombreras en forma de botella; corbatas de color apagado, anudadas de modo que parece que haya sido mamá quien lo ha hecho, murmurándole al oído la acostumbrada recomendación: «Y no te manches, ¿eh? La ropa se deteriora al lavarla; y cuesta mucho hoy en día…» Dino, hijo obediente, no mancha nunca nada. Precisamente por no ensuciarla se cambia la chaqueta en cuanto entra en el despacho; y se levanta con frecuencia para ir a lavarse las manos. En efecto, bien pensado se nota que sus páginas han sido compuestas por manos limpias. En todos los sentidos».

Prodigiosos ojos del Montanelli observador. Excelente escritor. Extraordinario periodista.

(Imágenes: Anna Magnani.-filmeweb.net/ cartel de «Bellísima», pelicula dirigida por Luchino Visconti/ Dino Buzzati en via Solferino)

CARTA A UN DESCONOCIDO

«Observemos a un lector en la librería: toma un libro en sus manos, lo hojea – y, durante algunos instantes, está del todo ausente del mundo. Oye que alguien habla, y que sólo él lo siente. Acumula fragmentos casuales de frases. Cierra el libro, mira la portada. Después, con frecuencia, se detiene en la solapa, de la que espera una ayuda. En ese momento está abriendo – sin saberlo – un sobre: esas pocas líneas externas al texto del libro son, en efecto, una carta: una carta a un desconocido».

Así describe Roberto Calasso  («Cien cartas a un desconocido» (Anagrama) la solapa del libro que vamos a tener en las manos las próximas semanas, cuando llegue la llamada «rentrée«, la avalancha de portadas, lomos, líneas, autores que invadirán las librerías del mundo. El pequeño océano literario está algo revuelto. En estos días «Le Figaro Littéraire» publica algunos de los movimientos que sacuden a cada  manuscrito enviado a una editorial. De diez a quince manuscritos al día recibe Grasset y en el curso del año sólo publicará cinco. Quedan divididos en excelentes, raros y muy raros. La edición- se dice – es la escuela de la paciencia. Una vez decidido el que será editado ha de redactarse la solapa,  «una forma literaria humilde y difícil, que espera todavía  – dice Calasso – quien escriba su teoría y su historia. Para el editor ofrece con frecuencia la única ocasión de señalar explícitamente los motivos que lo han impulsado a escoger un libro determinado. Para el lector, es un texto que se lee con sospecha, temiendo ser víctima de una seducción fraudulenta. Sin embargo la solapa pertenece al libro, a su fisonomía, como el color y la imagen de la portada, como la tipografía con la que se ha impreso. Una cultura literaria se reconoce también por el aspecto de sus libros».

Luego el lector, que ya ha terminado de leer la solapa, cierra el libro.  Aún duda si esa carta va dirigida exactamente a él y si él es ese desconocido que está desorientado entre tantas lecturas. Después aún quedan ciertos gestos: manos que toman el volumen, pasos al parecer decididos.. Pero  le dejamos ahí, solamente le miramos desde lejos y de reojo. No sabemos qué hará.  Quizá haya un nuevo lector o quizá no. Tal vez aún quiere convencerse porque aún no está muy convencido…

ENCENDÍAMOS PALABRAS

«Mirad:

somos nosotros.

Un destino condujo diestramente

las horas, y brotó la compañía.

Llegaban noches. Al amor de ellas

nosotros encendíamos palabras,

las palabras que luego abandonamos

para subir a más:

empezamos a ser los compañeros

que se conocen

por encima de la voz o de la seña».

Jaime Gil de Biedma: «Amistad a lo largo» (1959), en «Compañeros de viaje»(1952-1959)

 Café. Palabras. Amistades.

 «La tertulia no tenía prisa ni inquietud – escribe Ramón Gómez de la Serna -.(…) Y en ese medio azulado, la improvisación es ágil, y nos queremos acordar después de lo que hemos dicho, favorecidos por esa agilidad que da el agua propicial a los movimientos y a los desperezos frenéticos de la imaginación. Sólo en un grande hombre que posee las llaves de las grutas maravillosas ha podido permitirnos ese goce de la levitación.

Los que entrábamos los primeros encontrábamos aún revoloteando palabras del día anterior, alegres en su remanso inviolable» («Automoribundia», 1948)

Amistades. Café. Palabras.

Ahora, en un extraordinario número monográfico, la Revista «Insula«, junio 2008, evoca,  bajo la excelente coordinación de Laureano Bonet, todas aquellas amistades, los cafés donde se encendían las palabras.