VIEJO MADRID (17) : CALLE DE LA MISERICORDIA

Me detengo en mis paseos madrileños en esta solitaria Plaza de las Descalzas, silenciosa, llena de recuerdos. “Ese bario de las Descalzas – escribe Baroja en una de sus novelas – era entonces, y es todavía, un islote tranquilo y desierto en medio de la animación de unas vías tan frecuentadas como la del Arenal y de la de Preciados. (…) En aquel tiempo, en la Plaza de las Descalzas, enfrente del Monte de Piedad primitivo había una fuente con una estatua de Venus, la antigua Mariblanca, trasladada allí, desde la Puerta del Sol, donde estuvo muchos años. (…) La plaza de las Descalzas era entonces más bonita que ahora, pues no tenía los edificios de ladrillos blancos y rojos del Monte de Piedad, que por su color, recuerdan los trajes de baño. Estaba también más animada. En la fuente de la Mariblanca había siempre aguadores tomando agua o sentados en sus cubas, y en el resto de la plaza se estacionaba un sinnúmero de carros, y los carreteros fornaban sus corrillos al aire libre”.

«La casa de la calle de la Misericordia, núm 2, esquina a Capellanesrecuerda a su vez Azorín en su libro «Madrid«- , era simpática. Hace años la derribaron. Vejo caserón, tenía amplio zaguán con escalera al fondo. En el piso primero vivía el capellán del convento paredaño. Desde las buhardas de la casa se veía el convento (…) Las estancias en la casa de Baroja eran amplias. La sala en que nos reuníamos los amigos del escritor estaba alhajada con sillones y sillas de guatapercha negra, un escritorio isabelino y una consola de la misma época. Formaban la familia de Baroja, don Serafín, doña Carmen, Carmencita y Ricardo. Doña Carmen, delgada, alta, limpia, silenciosa, iba y venía por la casa en trajín afanoso. Estaba atenta a todo. Don Serafín, ingeniero notable, tenía sus fugas hacia lo humorístico. Tañía también discretamente el violoncello. Se propuso una vez don Serafín estar solo, al menos un minuto, en la Puerta del Sol, y se dedicó a conseguirlo. La cosa era difícil. Porque en la animada plaza a toda hora hay gente. Aun a la madrugada transitan por ella trasnochadores rezagados, mozos de cafés que se cierran, aguardenteros y churreros que allí van a a colocar momentáneamente su tablero forrado de cinc, encima de un ligero caballete. Duró mucho tiempo la porfía de don Serafín, y al cabo pudo, por maravilla, ser el hombre único, el hombre que podía ufanarse de una cosa estupenda: haber estado solo, único transeúnte, en la Puerta del Sol».

Simón Díaz evoca a su vez esta casa de la calle de la Misericordia a la que Baroja alude en sus «Memorias» : comenta que allí residía la tía abuela de Baroja, doña Juana Nessi, –dice Simón – que le alojó cuando en 1893 regresó a Madrid para cursar el doctorado de Medicina. Después de su experiencia profesional durante dos años en Cestona, decidió regresar de nuevo para asumir la direción de la fábrica de pan establecida en el mismo edificio por el marido de doña Juana, D. Matías Lacasa, que introdujo en la capital el tipo de pan denominado Viena, que allí mismo vendían y que por este origen motivó que los establecimientos creados posteriormente para su reparto se denominasen «Viena Capellanes«.

Salgo despacio de esta Plaza, de estos recuerdos. Delante de este convento de las Descalzas se alzaban tablado y dosel para la proclamación de los reyes y la aclamación de los príncipes de Asturias. Detrás de todas estas fachadas sigue la Historia, sus vítores y sus silencios.

(Imágenes:-1.-Plaza de las Descalzas.-foto JJP/ 2.-manos de Pío Baroja.-foto El Mundo.-elmundo.es/3.-casa de la calle de la Misericordia donde vivió Pío Baroja.-foto JJP/4.-Monasterio de las Descalzas.-foto JJP)

VIEJO MADRID (16) : LA POSADA DEL PEINE

Subo en mis paseos por la madrileña calle de Postas, cerca ya de la Puerta del Sol, caminando hacia la Posada del Peine, y evoco allí las palabras de Gutiérrez Solana contemplando esta esquina ya célebre:

«A mí me gusta oir vocear todas las noches – decía Solana -, cuando regreso a la Posada del Peine, los periódicos con la lista de la lotería o el crimen de anoche. (…) También todas las noches, antes de ir a cenar a un café cualquiera, abro el balcón para escuchar la voz de un ciego andaluz, feo y negro, que se sienta en los adoquines de la calle, con las piernas cruzadas como un moro, con un platillo delante, que canta abriendo la boca desdentada y la tuerce dando jipidos, pegando golpes con las manos en la guitarra, y poniendo los ojos en blanco, canta, durante una hora, con gran sentimiento:

Tiene la tarara,

tiene la tarara;

la tarara sí,

la tarara no«.

Es la observación siempre minuciosa de Solana en su «Madrid, escenas y costumbres«, recorriendo las calles  de la capital y hospedándose en esta Posada en 1913, el tiempo que se tardó en publicar su libro «Escenas de Madrid«. La calle de Postas y todas las adyacentes, con su viejo y pequeño comercio tradicional, que según las ordenanzas de los antiguos gremios, era el de mercería, especiería y droguería, toma su nombre del siglo XVl, pues aquí se encontraba la casa de Postas y a sus maestros pertenecía la imagen que había en el portal número 32, y que mostraba a la Virgen de la Soledad, imagen a la que el vecindario tenía mucha devoción.

«Es en esta Posada, tan conocida de los isidrossigue diciendo Solana -, que bajan al comedor a tomar el cocido y la sopa a sus horas, donde se hospedan tanta gente rara y sin colocación: criadas despedidas, que por el miedo a los peligros de encontrarse una noche sola en la calle, se ha encerrado a las seis de la tarde, sin cenar, en uno de estos cuartos, se ha atrancado con llave y se ha metido en la cama, y con una voluntad de hierro ha encontrado honrada colocación a la mañana siguiente».

Gutiérrez Solana hace decir de la Posada a uno de los que allí se hospedan: «Yo estoy conforme con esta habitación que está tan cerca de los tejados, de las casas de enfrente y del reloj de esta Posada, de esfera iluminada de noche, donde destacan negras y grandes las agujas, parecido a un reloj de bolsillo gigante, de claras y sonoras campanadas, que me despierta, invariablemente, a las nueve de la mañana, y me invita a levantarme de la cama, abrir el balcón y a oir los pregones y ruidos de la calle; me visto, y a dos pasos tengo el arco de la Plaza Mayor; me entretengo viendo las tiendas y hablo con las sirvientas que bajan de la compra, con la cesta al brazo. Al mediodía me encuentro al pie de la iglesia de San Sebastián; al lado hay una antigua relojería; su escaparate está ocupado por un enorme reloj de chinos de madera, pintados con las coletas hasta los pies y las caras y las manos amarillas; a gran altura de sus cabezas hay un boquete negro y lóbrego, con un complicado mecanismo de ruedas, campanas, poleas y cadenas. Cuando las agujas del reloj se van uniendo y acercándose  a las doce, hay un ligero estremecimiento en los brazos de los chinos, y de pronto, al sonar la primera campanada, un chirrido de muelles los pone en movimiento, y un chino pequeño sale de una caja, cuya puerta se cierra de golpe, y montándose a caballo en una campana, da un fuerte golpe en ella con un martillo muy grande, saliendo despedido al voltear la campana y quedando colgado de la trenza, entre un estruendo de hierro que arman los dos chinos gigantes, tirando de unas cadenas. Al poco rato me hallo en mi cuarto de la Posada del Peine quitándome las botas y poniéndome las zapatillas; bajo al comedor a almorzar».

Los ojos, como siempre, de Solana lo han fotografiado todo con las pupilas: la adivinadora, el ventrílocuo, el curandero, los peluqueros, el ciego de los romances. Madrid se detiene ante estos escritores que pasan y Madrid pasa a su vez ante  estos escritores que se detienen.

(Imágenes:- 1.-fachada actual de la Posada del Peine.-foto JJP.-/ La posada del Peine.-wikipedia)

LEYENDO A ROBERT WALSER

«En un bello y dilatado paseo se me ocurren mil ideas aprovechables y útiles. Encerrado en casa, me arruinaría y secaría miserablemente – escribe Walser en «El paseo» -. Para mí pasear no sólo es sano y bello, sino también conveniente y útil. Un paseo me estimula profesionalmente y a la vez me da gusto y alegría en el terreno personal; me recrea y consuela y alegra, es para mí un placer y al mismo tiempo tiene la cualidad de que me excita y acicatea a seguir creando, en tanto que me ofrece como material numerosos objetos pequeños y grandes que, después, en casa, elaboro con celo y diligencia».

Pasea uno con Robert Walser de forma extraordinaria gracias a la mano de Jürg Amann en «Una biografía literaria» (Siruela), donde textos esparcidos por el libro son como piedrecitas en el camino blanco del relato, una vida andando, una vida escribiendo – al final una vida en silencio -, piezas minúsculas recogidas aquí y allá por el biógrafo que van marcando idas y venidas del sendero.

«Al cabo de unos cinco o seis años, el artista, aunque descienda de campesinos – dice Walser hablando sobre Berlín en 1910 -, se sentirá en la gran ciudad como en su casa. Da la impresión de que sus padres vivieron y lo trajeron al mundo allí. Se siente comprometido, endeudado y hermanado con el singular estrépito, fragor y estruendo. Percibe el ajetreo y la agitación como una nebulosa y amada manifestación materna. Ya no piensa en marcharse de nuevo. Le vaya bien o mal, decaiga o progrese, lo mismo da, le «ha atrapado», está cautivo para siempre, le es impoible decir adiós a esta grandiosa agitación».

Es el poderío de las grandes ciudades fascinando siempre a los autores. Dublin en Joyce, Berlín en Döblin, Orán en Camus, Nueva York en Dos Passos.  En el caso  español, la llegada de Azorín a Madrid en 1896 supone que el ojo del escritor lo mire todo. Se ha abierto la plaza del Callao en 186o; se ha comenzado la construcción del barrio de Salamanca en 1863; se ha instalado el reloj de la Puerta del Sol en 1866; se ha inaugurado la primera línea de tranvías tirados por mulas en 1871; la nueva sede del Ateneo en la calle del Prado es de 1884; se ha proyectado la Gran Vía en 1886 y se han instalado los primeros teléfonos en 1887. El año en que Azorín llega a Madrid puede verse la primera exhibición del cinematógrafo y el primer automóvil en las calles de la capital. La intimidad – recordará luego el escritor en 1952 – irá dejando paso a la «universalidad, multiplicidad y facilidad».


Son las ciudades y los ojos de los artistas: los paseos de los escritores. Las ciudades apenas se mueven, pero los artistas se acercan a ellas hasta tocarlas, dibujarlas, escribir sobre ellas. Quedan sorprendidos, quedan cautivos, como confiesa Walser hablando de Berlín.

(Imágenes:-1.- Robert Walser.-lavozdegalicia/2.-Berlín en 1909.-wikimedia.org)

UN DÍA EN MADRID Y EN EL TIEMPO

«Al rayar el día – escribe Mesonero Romanos en 1833 – empieza lentamente el movimiento de este pueblo numeroso. Se abren sus puertas para dar entrada a infinidad de aldeanos (…); en estas primeras horas los tahoneros, montados en sus caballos con enormes serones, reparten el pan por las tiendas; los ligeros valencianos cruzan las calles en todas direccciones pregonando sus refrescos; las tiendas se llenan de mozos y criados que concurren a beber; los carros de los ordinarios que salen, se cruzan con la rechinante carreta de bueyes que viene cargada de carbón».

«las plazas y mercados van progresivamente llenándose de gentes que se ocupan de las compras en menudo, las iglesias de ancianos piadosos y madrugadores, que concurren a las primeras misas de la mañana (…) Suenan las ocho, y el tambor de las guardias que se relevan se hace oir en todos los cuarteles de la capital. Las jóvenes elegantes que habían salido a misa o a paseo en un gracioso negligé vuelven lentamente a sus casas, acompañadas, por supuesto, casualmente (…) Los cafés retirados, las tiendas de vinos y las hosterías presencian a tales horas estos obsequios misteriosos».

«Pero a las nueve el cuadro ha variado de aspecto; los coches de los magnates, de los funcionarios públicos, seguidos a carrera por la turba de pretendientes, que los espera a su descenso, corren a los Consejos y a las oficinas públicas; el empleado subalterno, saboreando aun su chocolate, marcha también a colocarse en su respectiva mesa; los estudios de los abogados quedan abiertos a la multitud de litigantes; el ruido de la moneda resuena en el contador del comerciante (…) La Puerta del Sol empieza a ser el centro del movimiento del público y del quietismo de una parte de él, que se la reparten como su propiedad. Los corredores subalternos de préstamos y demás, hacen allí sus negocios sin correr; los músicos, esperan avisos de bodas, llegadas de forasteros y festividades para correr a felicitar a los dichosos (…) ; los ciegos pregonan sus curiosos romances; los aguadores riñen por haberse quitado la vez para llenar sus cubas, y las vendedoras de naranjas hacen conocer sus excelentes pulmones».

«Los Consejos, la Sala, los Juzgados de la Villa, la Caja de Amortización y otros muchos objetos llaman a la multitud hacia la calle Mayor; los litigantes cargados de papeles; los procuradores de sus procesos; los escribanos y alguaciles con sus respectivas vestimentas».

«El artesano, entre tanto, que al punto de las doce dejó sus trabajos, prepara su comida sencilla, mientras el pretendiente va a ocupar su lugar en la antesala de la secretaria».

«En el Prado luce la sociedad elegante, los brillantes trenes y la esmerada compostura; la multitud esparciéndose fuera de las puertas, busca los paseos adecuados a sus gustos. Todos permanecen en ellos hasta que la noche se acerca. (…) La multitud va disminuyendo en las calles; los barrios apartados permanecen solitarios, y solo los del centro ofrecen todavía vida hasta después de cerrados los teatros. La mayor parte vuelve a sus casas a disfrutar del reposo; pero otra parte prolonga la vida que hurtaron al día, ostentando en tertulias elegantes sus estudiados adornos, o arruinándose en juegos reprobados; sus coches hacen retemblar las pacíficas calles y va disminuyendo su número hasta que ya a las dos de la mañana se oye solo la voz del vigilante sereno, que da la hora y avisa al desvelado las que aun le faltan que penar. Los cantos de las aves precursoras del día suceden a aquel silencio, y el cuadro anterior vuelve a comenzar».

Ramón Mesonero Romanos: «Un día en Madrid» («Manual de Madrid») 1833.

(Imágenes.-Se ha inaugurado estos días en Madrid, ( del 26 de noviembre al 31 de enero de 2010) la  exposición «Marileños. Un Álbum Colectivo» del Archivo Fotográfico de la Comunidad de Madrid, con fotografías provenientes de particulares.-Algunas de las imágenes aquí representadas pertenecen a dicho Archivo) ( Fotos:- 1.-Palacio Real en 1887 .-donado por Santiago Saavedra/2.-Omnibus del barrio de Salamanca en 1890.-donado por Mario  Fernández Albarés./ 3.-Puerta del Sol en 1900.-klumpcol.com/4.-calles y transeuntes en 1900.-donado por Mario  Fernández  Albarés/5.-operarios en 1900.-donado por Mario  Fernández Albarés/ 6.-La Cibeles en 1890.-donado por Mario Fernández  Albarés/7.-calle de Alcalá en 1892.-donado por Jaime Murillo Rubiera)

VIEJO MADRID ( 8 ) : ANTE BAROJA

 

 Ruiz de Alarcón 12.-casa de Pío Baroja. hasta 1956.-17-8-2009

En mis paseos por Madrid, al llegar a este portal de la calle de Ruiz de Alarcón 12, mis recuerdos vuelven a aquel día de 1955, en que entré aquí para visitar a Baroja. Me recibió en el pasillo de la casa Julio Caro Baroja, hijo de Carmen Baroja y de Rafael Caro Raggio, sobrino del novelista y del pintor Ricardo, y nieto de Serafín Baroja, corresponsal de guerra y autor de teatro y de novelas escritas en vascuence.

No sé exactamente en qué día  fue. Únicamente ocurrió una vez: la primera y única, aunque yo hubiera deseado que no fuera la última. Por los detalles que proporciona en Los Baroja su sobrino, debió de ser antes de la intervención quirúrgica que sufrió el novelista;  El motivo de mi visita a Baroja ‑yo estudiaba entonces Filosofía y Letras en Madrid‑ fue un encargo que me hiciera mi abuelo materno, con el cual vivía por entonces: el escritor José Ortiz de Pinedo. Por su casa de Raimundo Lulio, en pleno barrio de Chamberí, pasaban siempre sombras de literatura.

Y quedaba un manuscrito, que dirige Baroja a mi abuelo, dado que sobre Canciones del suburbio ambos, al parecer, cambiaron impresiones. Al poeta J. Ortiz de Pinedo, cordialmente ‑se lee en el página primera‑, Pío Baroja.)

No creo que me abriera la puerta de aquel piso en la calle de Alarcón, Clementina Téllez. No recuerdo quien fue. Sólo a él, a don Pío, tengo presente ahora. Sentado en su sillón, la boina puesta, le saludé con emoción. Estaríamos juntos un cuarto de hora; los dos éramos “personajes” de cualquiera de sus novelas. Le expliqué mi encargo; él me contestó casi textualmente:

‑¿Pero es que yo he escrito poesía? ‑me dijo. Y al poco, preguntó: ‑¿Y cómo se llama el libro?

(Mi tío Pío escribe Julio Caro en Los Baroja‑ había perdido casi la memoria.)

Canciones del suburbio ‑respondí.

Llamó don Pío al timbre y entró el sobrino. Pidió Baroja que le trajesen su obra. La hojeó. Y yo me atreví más tarde:

‑Don Pío: ¿usted podría enviarnos unas cuartillas para hacerle algún acto en Filosofía y Letras?

Estuvimos hablando de aquello, pero yo no quise cansarle. Le añadía algo y él guardaba silencio. Estuvo afable, muy interesado. Me acompañó luego, Julio Caro, otra vez hasta la puerta.

Es todo lo que puedo decir. Poco. Luego se cerró aquella casa de la calle de Alarcón. Y me quedaron sus libros. Me quedó sobre todo aquel pequeño recuerdo.

Baroja.-por Eduardo Vicente.-Ciudad de la pintura


Baroja – siempre lo he recordado -andando por los desmontes de Madrid en la época de La Busca parece un aguafuerte goyesco. Embutido en un abrigo negro, ligeramente encorvado, el sombrero –negro también– bajo un cielo en contraste rayado, la claridad del papel de la vida y el rasgo del dibujo a carbón, nos dan la pintura de este hombre de 32 años que avanza por los cortes del pesimismo, sobre los cascotes de la crudeza, esa frontera –no del «golfo» madrileño– sino del claroscuro entre el trabajador y el ocioso, el que formará en La lucha por la vida –la trilogía de La Busca, Mala hierba y Aurora roja– el personaje central –Manuel– y su unidad novelística.

Este Baroja que anda por las afueras de Madrid nace en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872. Hijo de don Serafín y de doña Carmen, con tres hermanos más –uno de ellos Ricardo, excelente pintor, autor de un delicioso libro revelador de una época, Gente del 98–, Pío Baroja a los 45 años tendrá el bigote espeso y la nariz gruesa, la barba corta y rojiza, los labios rojos y la sonrisa melancólica, un esqueleto fuerte, manos grandes y poco hábiles y se refugiará en los paseos solitarios. Mientras a Valle‑ Inclán le gustarán los paseos interminables y fabuladores donde creará historias de increíbles protagonistas, a Baroja le atraerán los tipos y sus detalles acumulados como escombros, existencias en el umbral incierto del dolor, cavernas de humorismo agridulce, vidas sombrías, canciones de un suburbio áspero y a veces irónico, cerros de Madrid contemplados desde la altura de la distancia. En el sotillo próximo al Campo del Moro –escribirá en La Buscaalgunos soldados se ejercitaban tocando cornetas y tambores; de una chimenea de ladrillo de la Ronda de Segovia salía a borbotones un humazo obscuro que manchaba el cielo, limpio y transparente; en los lavaderos del Manzanares brillaban al sol ropas puestas a secar, con vívida blancura. «Baroja –murmurará Valle‑Inclán– quiere que la realidad sea fotográfica, y de este modo escribe libros que sólo le gustan a un perro que tiene que se llama Yock«. Dirá esta frase en el café de Fornos, en un banquete en honor de Galdós. Baroja, que está cerca, lo oye. Como había oído un día a Blasco Ibáñez decirle sobre su trilogía La lucha por la vida. «Eso que ha hecho usted en las tres obras son estampas, pero hay que pintar el cuadro». Y Baroja le respondió: «Es probable. Mas no por ello todos los cuadros son buenos. Hay cuadros que son deplorables.»

madrid.-EE.-Corrala.-por Eduardo Vicente.-ciudad de la pintura

Pintar cuadros. Acumular infinitos detalles minúsculos. Conservar la distancia como estilo. Eso hará Baroja. Los paisajes de Madrid en muchas novelas suyas –como sucederá con Londres en La ciudad de la niebla– se intercalarán con las situaciones y los diálogos, irán dejando brochazos de prosa sobre la intensidad dramática. La Puerta del Sol cierra la última página de La Busca en los lindes de la madrugada:» Danzaban las claridades de las linternas de los serenos en el suelo gris, alumbrado vagamente por el pálido claror del alba, y las siluetas negras de los traperos se detenían en los montones de basura, encorvándose para escarbar en ellos. Todavía algún trasnochador pálido, con el cuello del gabán levantado, se deslizaba siniestro como un búho ante la luz, y mientras tanto comenzaban a pasar obreros… El Madrid trabajador y honrado se preparaba para su ruda faena diaria»

Madrid.-ÑÑ.-tomando un trago.-por Eduardo Vicente,.Ciudad de la pintura

Siempre en las ciudades hay un cerco indefinido que dibujar, una hora que cabalga en la duermevela, un cinturón geográfico y social que tiñe de dormitorios la franja de los que vienen y van del trabajo al ocio y del descanso al trajín, la zanja de las horas lívidas, el paso de los primeros bostezos. Siempre en los desmontes de las capitales hay un ojo literario enfundado en un abrigo negro, un ojo lúcido que es testigo de cuanto ocurre en la frontera entre vicio y bondad, sobre la línea de un horizonte donde las cercanías del desamparo hurgan en el cúmulo de la miseria. Los personajes de Baroja en La Busca cruzan Madrid sin sentido del tiempo, bajan las calles del espacio entrando por una página, interviniendo en una escena y desapareciendo. La filosofía de Baroja es la del «transeúnte y paseante en corte» y si Unamuno lucha contra el tiempo y contra la muerte, si Azorín trata de inmortalizar el instante y si Valle‑Inclán, al estilizarlo, lo hace atemporal, Baroja consigue la permeabilidad del tiempo, dejar siempre «una ventana abierta». Los personajes barojianos del Madrid de La Busca bajarán con frecuencia hacia el paseo de las Acacias, hacia el Puente de Toledo, los veremos cerca del Manzanares, saldrán a la carretera de Andalucía. El Bizco, Vidal, Manuel, el señor Ignacio… La Petra se muere y su hijo entra en la habitación de al lado para pedir auxilios: Manuel entró en el comedor. En la atmósfera espesa por el humo del tabaco, apenas se veían las caras congestionadas. Es el paisaje interior, el umbral entre noche y vida, el día y la muerte entre las palmas y las castañuelas del Domingo de Piñata en la casa de huéspedes, pared con pared con la Petra que se muere. Siempre hay esa hora sin agujas del estertor inesperado, el áspero sabor de boca que muestra el contraste definitivo de la existencia.

Madrid.-FF.-El vagabundo.-por Eduardo Vicente.-Ciudad de la pintura

Cuando en 1956, acercándose aquel 30 de octubre en que Baroja se fue de este mundo, la Muerte se iba acercando a la calle Ruiz de Alarcón donde el novelista vivía con su sobrino Julio Caro, las volteretas de las anécdotas daban su adiós despidiéndose. Una vez, comiendo algo, Pío Baroja comentó desde su ancianidad: «Este pescado tiene buen sonido». Y otro día, mirando a una visita que se reía, viéndolo todo de color de rosa, Baroja comentó a su sobrino: «Oye, eso que hay ahí: ¿es un plato de arroz con leche?».

Iba dejando la muerte como anticipo una huella de comicidad, la socarronería de un viejo escritor desde la última vuelta del camino, antes de desaparecer de nuestra vista».

«El artículo literario y periodístico.-Paisajes y personajes«, págs 128-131)

(Imágenes:-1.-casa de la calle Ruiz de Alarcón 12 donde vivió Baroja hasta su muerte, en 1956.-foto JJP/2.–retrato de Pío Baroja por Eduardo de Vicente/3, 4 y 4.-dibujos y pinturas de Eduardo de Vicente)

CASAS E INTIMIDADES

Juan Ramon Jimenez.-2.-adn.es«Si Antonio Machado era el hombre alejado y perdido en provincias, Juan Ramón Jiménez es el hombre alejado y perdido en un piso –escribió Rafael Alberti -. Su vida se desenvuelve en la monotonía de un bienestar burgués. Su tiempo se le ha pasado mirando las madreselvas, los malvas y  los verdes del crepúsculo. Su encierro voluntario, con salidas momentáneas al mar, es la consecuencia de la vida española tirante y agria en los finales de la monarquía. No quiere enfrentarse con ella, como Lope hizo. La rehuye y, al rehuirla, él y los que como él hicieron, nos escamotearon una interpretación de varios años de historia de España.– Punto de partida de mi generación son estos dos poetas».

Estas palabras singulares, publicadas por Alberti en «Revista Cubana» de la Habana – recuerda Ricardo Gullón – fueron comentadas por el propio Juan Ramón de esta forma: «Aquí Alberti es honrado. Dice las cosas como son. Me gusta esta clase de crítica. Odio al adulador impenitente y lo desprecio».

Ahora que se lleva tanto la espuma del cotilleo intranscendente y el rebuscar retales de intimidad en cualquier camerino célebre, he aquí que también los grandes tenían lógicamente sus pasillos internos, aquellas trastiendas que cualquier ser humano posee cuando elabora lentamente su creación,  talleres y pasillos cuya decoración muchas veces nos sorprenden.

los Machado con Margarita Xirgu en el estreno de La Duquesa de Benamei en el Teatro Españlol el 26 de marzo de 1932

Rafael Cansinos -Assens, frecuente cronista del vaivén de vidas literarias, describía en la revista «Ars«, en 1954, cómo vivían los hermanos Machado en Madrid hacia 1901.»Vivían los Machado en el segundo piso de un gran caserón viejo y destartalado, con un gran patio lóbrego, donde el sol se perdía y el frío del invierno se encontraba de pronto. Volvía a recuperarse el sol al entrar en la gran sala cuadrada, con balcón a la calle, tan anegada en claridades cristalinas que al principio deslumbraba y no dejaba ver. Voces juveniles y efusivas me acogieron. Ya estaban allí todos, es decir, Villaespesa, Antonio de Zayas y Ortíz de Pinedo, un joven poeta, aún todo en blanco, cual yo mismo. Uno de los Machado, creo que Antonio, en mangas de camisa, se estaba acabando de afeitar ante un trozo de espejo, sujeto en la pared, como los que se ven en las carbonerías. La habitación detartalada, sin muebles, salvo algunas sillas descabaladas, con el suelo de ladrillo, salpicado de colillas y las paredes desnudas, tenía todo el aspecto de un desván bohemio. Eran tan pocas las sillas, que algunos permanecían de pie. Allá dentro, tras una puerta lateral, sonaban voces femeninas. El sol, un verdadero sol de domingo, era el único adorno de aquella habitación que parecía una leonera de estudiantes. El sol y el buen humor juvenil».

(Hago un inciso personal aquí evocando, no sin emoción, que en aquella habitación de los Machado estaba – tal como relata Cansinos Assens – José Ortíz de Pinedo, mi abuelo materno, con el que yo conviví varios años, en la década de los cincuenta, en su casa de Madrid. Él me contaba directamente aquellos encuentros, aquellas tertulias y amistades que yo siempre recordaría)

Juan Ramon Jumenez.-2,.nobelprize.org

Pero la personalidad de los grandes y la dimensión de su obra, como es el caso de Juan Ramón, muestran también su envés desconocido, andanzas inesperadas por las calles de Madrid en excursiones sorprendentes para un hombre que -como quería definir Albertiestaba «perdido en un piso«. El 10 de mayo de 1936 Juan Ramón Jiménez publicó en «El Sol«, de Madrid, una evocación de sus trepidantes idas y venidas por la ciudad «arrastrado» de alguna forma por Villaespesa: «Cogidos de una idea súbita, locos sucesivos – escribe Juan Ramón -, andábamos y desandábamos las calles, las plazas, las iglesias, los paseos, las fábricas, los cementerios, recitando versos, cantando, hablando alto. Villaespesa insultaba a veces a uno que pasaba, creo que sin saber quién era, para admirarme, y luego me decía que era tal o cual escritor «imbécil»; tomábamos un coche, lo dejábamos; comíamos, bebíamos a cualquier hora, en cualquier sitio, cualquier cosa. Y así hasta las 4 o las 5 de la mañana, cuando el blando gris azul del cielo de oriente  sobre la Puerta del Sol, la calle de Alcalá, la Red de San Luis me arrullaba, me endulzaba el cuerpo y el alma y me llevaba a dormir. Pero a las 8 siguientes, como el primer día, Villaespesa estaba, con su sombrero de copa y su abrigo entallado, en mi casa, y otra vez el ciclón».

Sorprende ver a Juan Ramón así, tan agitado, él que se detenía contemplativo ante el oro del sol o ante la rosa. Pero la vida es así. Las anécdotas entretienen, sin duda, pero nunca serán más importantes que la obra lograda.

(Imágenes: 1 y 3.-Juan Ramón Jiménez/ 2.-Antonio Machado y Manuel Machado con la actriz Margarita Xirgu en el estreno de «La duquesa de Benamejí» en el Teatro Español el 26 de marzo de 1932.-Abelmartin.com)

ESTAMPAS DE LA PUERTA DEL SOL

Puerta del Sol.-A

Estos días que ha vuelto a levantarse una vez más  la estampa de la madrileña Puerta del Sol hasta horadar su vientre y abrir así nuevas y modernas galerías de comunicaciones futuras,  su historia  parece como si nos hablara desde el tiempo, murmurando desde sus cimientos y edificios, como así lo hacen muchas veces a los hombres las grandes ciudades.

Murmullos de la Puerta del Sol en guerra:

 Corpus Barga, el 1 de mayo de 1937, en «El mono azul» cuenta que «ya no transitan por su asfalto los coches que iban a Palacio, al Palacio Real o al Palacio Nacional; ni pasan por sus aceras las señoritas del barrio de Salamanca, que iban a San Ginés o a San Luis, o a comprar el postre a la calle Mayor, a la pastelería del Riojano. (…) Se han llevado también a los paletos, a los famosos paletos de la Puerta del Sol. Sigue habiendo ahora, más que nunca, boinas y pantalones de pana; pero los paletos no son ya paletos, son evacuados de guerra. Bajo el bombardeo, la Puerta del Sol ha quedado en poder de los vendedores ambulantes. Siempre han tenido algo de cantineros los vendedores de mechas, de cortaplumas y de anillos para los paraguas. Siempre han sido, naturalmente, vendedores de circunstancias. Ahora las circunstancias les han convertido en un verdadero ejèrcito. El ejército de Mercurio, que sigue siempre al de Marte.Puerta del Sol.-B

Allí encuentra el soldado la insignia – sigue Barga -, el pañuelo, el botón, el alfiler, la sortija, la fotografía que le hace falta. Sobre todo, el frasco de agua de colonia. La guerra huele mal: a todos los soldados de todos los tiempos les ha gustado perfumarse. Napoléon, perdido en las estepas de Rusia, se daba fricciones de agua de colonia todas las mañanas. En la Puerta del Sol abundan los puestos de perfumería.

Alguno de estos puestos anuncia terminantemente: «No hay jabón«. Es para que le dejen en paz los clientes civiles. Se trata de un puesto de guerra. El soldado no va a la retaguardia a comprar jabón; lo tiene en el frente. Lo que no tiene en el frente, lo que el soldado busca en la retaguardia no es lo que necesita, sino lo que se le ocurre. El mercadillo de la retaguardia de un ejército es la feria de la fantasía» («Paseos por Madrid») (Alianza)Puerta del Sol.-1970.-E Murmullos de la Puerta del Sol en paz:

En «La Mallorquina«, el tradicional local tan conocido, se puso al principio un despacho de pasteles, fiambres y botellas, con un saloncito interior para que en él las gentes se sentasen en sillas en torno a unas mesas y tomaran té, café, chocolate a la francesa y a la española, cerveza, vinos, pasteles variados, nunca mariscos ni caldo como el famoso de Lhardy. «Sus camareros- recuerda Aráujo-Costa -iban  correctamente vestidos de frac y hablaban francés. Los helados se servían no en copa y con copete, a la manera de los cafés, sino en unos platillos de cristal, que eran como conchas, colocados en un plato corriente de postre y con un bollito muy mallorquín, hecho de mantequilla y hojaldre. Para estos helados se usaban unas cucharillas en forma de palas, más cómodas y elegantes que las clásicas de los cafés, aovadas y ya vulgares a base de ser vistas. Y allí en «La Mallorquina» tomaban a veces su refrigerio de media tarde nada menos que don Francisco Silvela y don Raimundo Fernández Villaverde, ambos muy enlevitados, muy enchisterados, muy en su porte de ex ministros y ex presidentes del Consejo».

Puerta del Sol en paz, Puerta del Sol en guerra. Los murmullos de los edificios y de las calles cuentan siempre su historia, ahora más que nunca, cuando nuevamente han horadado su vientre en servicio de la comodidad y la velocidad.

(Imágenes:- 1.-Puerta del Sol en 1930/ 2.-Puerta del Sol antes de 1857/ 3.-Puerta del Sol en 197o)

LA VIDA EN MADRID

madrid-puerta-del-sol-1877

Madrid se nos aparece en la Historia, asoma entre los textos de literatos y periodistas, muestra de pronto las capas de su pasado, todos los sótanos ocultos bajo plazas y calles, y la mirada y la pluma de los que escribieron nos cuentan otra vez los cotidianos paseos de los que observaban, anotaban, iban contando a todas las gentes – a todos los lectores – cuanto ocurría. 

Así Larra, el gran periodista – tan vigente hoy con su ojo en observación -, querrá narrarnos el Madrid del XlX :

«La mirada de este gran escritor de costumbres se fijará, por ejemplo, en la actividad periodística descendiendo a situaciones que él retrata con gran visión cómica: “¿Quién me responde ‑se pregunta‑ de que algún maldito yerro de imprenta no me hará decir disparate sobre disparate? ¿Quién me dice que no se pondrá Camellos donde yo puse Comellas, Torner donde escribí yo Forner, ritómico donde rítmico y otros de la misma familia? ¿Será preciso imprimir yo mismo mis artículos? ¡Oh qué placer el de ser redactor! ¡Santo cielo! ¿Y yo deseaba ser periodista? Confieso como hombre débil, lector mío, que nunca supe lo que quise: juzga tú por el largo cuento de mis infortunios periodísticos, que mucho procuré abreviarte, si puedo y debo con sobrada razón exclamar ahora que ya lo soy: ¡Oh, qué placer el de ser redactor!» madrid-calle-de-toledo-1890 

 “Como a aquellas horas ‑escribe Larra el 12 de diciembre de 1834 en su artículo «La vida en Madrid«‑ no tengo ganas de volverme a dormir, dejo los periódicos; me rodeo al cuello una echarpe, me introduzco en un sobretodo, y a la calle. Doy una vuelta a la Carrera de San Jerónimo, a la calle de Carretas, del Príncipe y de la Montera, encuentro en un palmo de terreno a todos mis amigos que hacen otro tanto; me paro con todos ellos, compro cigarros en un café, saludo a alguna asomada y me vuelvo a casa a vestir.

¿Está malo el día? El capote de barragán; a casa de la marquesa hasta las dos, a casa de la condesa hasta las tres, a la tal otra casa hasta las cuatro; en todas partes voy dejando la misma conversación; en donde entro oigo hablar mal de la casa de donde vengo y de la otra adonde voy; ésta es toda la conversación de Madrid.

¿Está el día regular? A la calle de la Montera. A ver La Gallarde o a Tomás. Dos horas, tres horas, según. (…)

¿Está muy bueno el día? A caballo. De la puerta de Atocha a la de Recoletos, de la de Recoletos a la de Atocha. Andado y desandado este camino muchas veces, una vuelta a pie. A comer a Genieys o al Comercio; alguna vez en mi casa; las más fuera de ella.

¿Acabé de comer? A Solito. Allí dos horas, dos cigarros y dos amigos. Se hace una segunda edición de la conversación de la calle de la Montera. ¡Oh! y felizmente esta semana no ha faltado materia. Un poco se ha ponderado, otro poco se ha… Pero, en fin, en un país donde no se hace nada, sea lícito al menos hablar.

(…)

Acabado el teatro, si no es noche de sociedad, al café otra vez a disputar un poco de tiempo al dueño. Luego, a ninguna parte. Si es noche de sociedad, a vestirme; gran toilette. A casa de E… Bonita sociedad, muy bonita. Ello sí, las mismas de la sociedad de la víspera, y del lunes, y de…, y las mismas de las visitas de la mañana, del Prado, y del teatro, y…; pero lo bueno, nunca se cansa uno de verlo.

‑¿Y qué hace usted en la sociedad?

‑Nada; entro en la sala; paso al gabinete; vuelvo a la sala; vuelvo a salir al gabinete…

‑¿Y luego?

‑Luego, a casa, y ¡buenas noches!madrid-vista-desde-san-ididro-1875

Esta es la vida ‑termina Larra su artículo‑ que de sí me contó mi amigo. Después de leerla y de releerla, figurándome que no he ofendido a nadie y que a nadie retrato en ella, e inclinándome casi a creer que por ésta no tendré ningún desafío, aunque necios conozco yo para todo, trasládola a la consideración de los que tienen apego a la vida.” («El artículo literario y periodístico«, págs 44-45)

(Imágenes: 1.-Madrid.-Puerta del Sol, en 1877/-2.-Madrid- calle de Toledo, en 1890/- 3.-Madrid visto desde la Pradera de San Isidro, en 1875)