Entonces Eva entró mientras yo estaba trabajando y se sentó en una silla de mi despacho con ánimo de contarme algo. Venía con una de esas historias de sus amigas tan importantes para ella y por las que necesitaba desahogarse. Y yo dejé todo, me incliné un poco en mi sillón de orejeras, y presté atención. Se trataba de Inés, que cruzaba medio sonámbula la calle con riesgo de que la pillara un coche, la cabeza abarrotada de pastillas anti depresivas. para superar el tema de su marido. Pero Eva no lo contaba así ; tiempo después pude recuperar su voz: “¿Inés?, no te imaginas cómo estaba hoy, iba con el carrito de la compra como si lo arrastrara, no miraba los semáforos, yo la llevé casi de la mano de una acera a otra, porque un día, le dije, te mata un coche, tienes que reaccionar, hay gente en la vida mucho peor que tú, no puedes ir como una borracha de pastillas, pero ella no me escuchaba, seguía y seguía hablando del infierno que vive con su marido.“Ahora tengo dos enfermeros, me decía, pero aún así no aguanto más, un día se me escapa de casa, mi hijo mayor no me apoya, se ha puesto de parte de su padre. “ Yo creo, ¿ sabes que pasa?, me decía Eva, que ella siempre se ha ocupado de sus nietos, ellos han sido su salvación, años y años trayendo y llevando a sus nietos al colegio, pero eso ya se acabó, los nietos han crecido como todos los nietos del mundo, no quieren saber nada de su abuela, son mayores, vienen los domingos a darle un beso y a pedirle dinero, y eso se acabó, todo ese tiempo en que ella se refugiaba en sus nietos ya no existe”. “Tengo que ir al psiquiatra,me decía Inés esta mañana, y yo le he dicho, No, Inés, tú no tienes que ir al psiquiatra, lo que te tienes que ir pensando es cómo internar a tu marido en una residencia, hay residencias buenas por aquí, algunas son un poco caras, pero encontrarás una cercana y barata, allí tienes que meter a tu marido, pero no por egoísmo sino por él, por él y por ti, tienes que quitarte de las pastillas… “ Y la voz de Eva proseguía en una historia que yo ya conocía porque la había oído muchas veces y entonces puse menos atención y ladeé un poco la cabeza en una de las orejeras del sillón, y pensé que si algún día me quedo solo en este piso me arrepentiré de no haber escuchado bien, porque ¿a quién le va a contar todo esto Eva si no a mí? , y ahora, cuando abro las puertas de las habitaciones vacías, y veo lo larga que se hace la tarde en este piso sin nadie, y veo el sillón de orejeras, pienso en aquellos momentos desperdiciados, en la voz de Eva contándome las mismas historias de siempre, la voz , la voz de Eva, la voz…, y doy una vuelta más por el pasillo interminable y apago la luz.
Y luego están los exteriores. Mi madre me dice de repente: “No pensarás hacer una película sólo con interiores, sólo con esta casa. Tienes que buscar “exteriores”, o lo que vosotros llamáis exteriores que no sé bien lo que es, los exteriores vuestros o nuestros, los que yo he vivido con tu padre y luego con vosotros, exteriores de luz, de mar, de amaneceres, de montañas”. Yo no imaginaba que a mi madre le gustara tanto el cine, pero sí, le gusta, yo creo que le gusta sobre todo porque oye rumores y ve que su hijo un día podría ser director de cine, quizá ahora mismo, se enorgullece, se pavonea, “mi hijo va a ser director de cine”, le dice orgullosa a las vecinas mientras cuelga la ropa en el patio. La ropa, ahora que me doy cuenta, conforme mi madre la va colgando e intenta sujetarla con pinzas, podría ser muy bien uno de esos “exteriores”, no sé, no hay que forzar las cosas, esas pinzas nos podrían llevar volando una a la otra, como pajaritos de madera que van piando por el patio de la casa hasta el cielo del tejado donde están las buhardillas y las antenas de televisión. Desde que murió el portero, esta casa no tiene fantasía, el montacargas sube y baja, sí, lo hace lentamente, trae enseres y comida, pero carece de fantasía. Vittorio De Sica, en “Milagro en Milán”, hacía volar a los hombres por los aires, grupos de hombres, sombras, y aquí podría yo perfectamente hacer volar a las pinzas de tender de mi madre, una tras otra, que nos fueran llevando al exterior del cielo, a ver qué pasaba. Pero yo sé que mi madre quiere cosas distintas. “Yo me voy a morir, hijo”, me dice muchas veces. “Sí, madre, ya sé que te vas a morir, no me lo digas tantas veces, te vas a morir como todo el mundo, todo el mundo se muere, te morirás como todo el mundo.” “No. Es que yo me voy a morir personalmente, no como todo el mundo”, me dice. “¿Y qué?, le pregunto, ¿qué me quieres decir con “personalmente“? “Pues que me gustaría despedirme de sitios curiosos en los que he estado con tu padre, y también con vosotros, sitios que me gustaron en su día y me gustaría recordarlos, verlos por última vez”. Entonces no hay más remedio. Nos metemos todos en dos coches, uno desvencijado, no desvencijado por completo pero sí muy antiguo, nos lo ha prestado el mecánico del barrio, un coche de segunda mano, que es el que preside de algún modo nuestra comitiva familiar. “Tendrá que ir su madre con las piernas algo levantadas, me dice el mecánico, porque no tiene suelo ese coche, le he puesto una madera gruesa para que apoye los tacones, no irá muy cómoda” “¿ Y yo? ¿Para conducir?”, le pregunto. “Usted para conducir irá perfectamente, me dice el mecánico. Porque usted tiene el suelo normal, el que tienen todos los coches. Lo malo es la parte de su madre, que no la he podido arreglar, la parte del copiloto.” Nos metemos todos en dos coches, dos SEAT antiguos, parecidos a los Fiat Italianos, nos dividimos. Mi madre va conmigo porque tiene que señalarme el camino y todos nos vamos a buscar “exteriores”. Ella nos dirá. “Tú sigue recto, hijo, dice mi madre, tenemos que atravesar media España, pero ten paciencia. Tú sigue recto. Yo te indicaré”. Tardamos bastantes horas en llegar a Asturias, que está lejos, en el norte, es el primer exterior que queremos ver para hacer la película. “Allí me besó tu padre por primera vez”, me comenta mi madre. “Eso no me lo habías contado nunca“, le digo. “Como ya eres mayor y estamos solos pues te lo puedo contar.” Estas confidencias de mi madre las agradezco, me hacen más mayor, un recipiente de secretos. No diré nada. Son secretos de mi madre y se nota que los lleva muy dentro, que la han marcado. Cuando llegamos a Asturias tenemos que preguntar por una playa que es donde ocurrió todo aquello, pero el nombre de la playa no lo recuerda mi madre. “Es una playa que tiene un camino que baja hasta el mar, un camino pequeñito, dice mi madre, que sale de la carretera”. “Pero, señora, le dice un campesino al que preguntamos, todos los caminos llevan hasta el mar”. “No. No. Este es un camino inconfundible, dice mi madre, es un camino pequeñito, de piedrecitas, que va bajando y bajando, que tiene muchas hierbas y matorrales, un camino que no se puede olvidar”. “Pero perdona, madre”, me atrevo a decirle, “ reconoce que tú lo has olvidado”. “No. Yo no lo he olvidado. Es un camino inconfundible, todo el mundo lo conoce. Es un camino que al final lleva a una especie de mesa y de silla como de arena, que imita a la arena, imitando la arena. Allí toca con el mar.” “¿Pero en qué carretera está eso ?”, le dice el campesino, “¿ usted recuerda de qué carretera sale el camino? Porque Asturias es muy grande”. “No. Yo no me acuerdo ahora de la carretera, le dice mi madre al campesino, porque han pasado muchos años, pero el camino sí que lo recuerdo, que iba bajando y bajando entre matorrales. Es que no tiene pérdida.” Entonces bajamos como podemos por uno de esos caminos polvorientos, llenos de arena y matorrales, el primer camino que encontramos, las ruedas de los coches parecen harina, dan vueltas y vueltas entre el polvo, somos coches fantasma.”Si es por aquí, madre, le digo a mi madre, pues muy bien. Y si no es por aquí, pues hacemos los exteriores aquí, que será prácticamente igual.” Mi madre va callada, erguida, apoyada sobre la madera donde reposan sus pies, su traje gris de florecitas se va cubriendo poco a poco del polvo que entra por las ventanillas. Como hace mucho calor, yo no me arriesgo a cerrarlas. Mi madre tiene setenta y un años, está bien para su edad, está activa, no sé por qué ese empeño de que se va a morir, porque yo creo que no se va a morir por ahora, está llena de recuerdos, a su manera quiere irse despidiendo de la vida. “Otro sitio que quiero que filmes, me dice mi madre, es la bajada de los caballos.” “¿Dónde es la bajada de los caballos? ¿Por aquí?”, le pregunto. “No. No es por aquí. Es en los Picos de Europa Fue de noche. Cada noche tu padre y yo, después de cenar, salíamos a ver la bajada de los caballos que bajaban del monte. Era precioso. Eso quizá podría servirte también de “exteriores”. “Pero no podemos estar a la vez en Asturias y en los Picos de Europa, madre”, le digo. “Eso es carísimo. ¿Sabes cuánto cuesta una película? Un millón. Una película sale carísima.” “Pero lo de los caballos, si yo te lo pido, me lo harás, ¿verdad? Es un recuerdo profundo”. Entonces me callo. Los recuerdos profundos de mi madre, cuando los suelta, es como si soltara parte de su corazón, como si se le desgarrara el corazón. Me estoy acordando, mientras bajamos por el camino polvoriento, de la escena del coche en “Fresas salvajes”, cuando al viejo profesor Borg, es decir, al actor Víctor Sjöström, le llevan en el coche hasta la casa de su infancia, allí donde encontrará sus fresas salvajes. Y así llegamos al borde del mar. Se sienta mi madre en el suelo, cerca de la orilla, en la arena, y el mar está bravío, ondulado, hasta llega la espuma a los pies de mi madre, que se ha quitado los zapatos y es feliz, y el mar es un tumulto. Me acuerdo al ver las olas y oír la voz de mi madre que sigue evocando la bajada de los caballos, me acuerdo de los caballos azules de Franz Marc, un pintor expresionista alemán que dibujó caballos preciosos, unas grupas onduladas azules como si fueran olas, las que ahora veo, las que ve mi madre, los remolinos de las crines azules subiendo y bajando y caracoleando. Yo no quiero hacer una película de culto, pero cuando oigo la voz de mi madre evocando los caballos, parece que viera la belleza que pintó Franz Marc, que aplicaba el azul a la austeridad masculina y a lo espiritual, el amarillo a la alegría humana y el rojo a la violencia. Me he colocado detrás de mi madre, a pocos metros de ella, sentado en el suelo, he guardado silencio. Lo único que le he dicho es que me cuente cosas. He tomado luego mi cámara y así, tranquilamente, la voy filmando y la dejo hablar. Está mi madre sola ante sus recuerdos y ante el mar, y ante los caballos que bajan del monte, e incluso ante los caballos de Franz Marc que nacen de las olas, y que ella no ve porque no los puede ver, pero que yo, como director, sí los veo como fondo, y los meteré indudablemente en la película. Tarkovski, cuando rodó “Nostalghia” metió, casi como una obsesión suya, “La Madonna del Parto” de Piero della Francesca y yo meteré esos caballos azules y estas olas blancas. “Pues yo no sé, dice mi madre mirando el mar, si aquello fue por aquí, porque todo parece igual, las orillas del mar siempre son iguales, por eso a veces pienso que me gusta más el campo, tiene más variedad, pero bueno, si fue o no exactamente aquí, da lo mismo. Lo importante fue la cena, una cena maravillosa con tu padre y yo aquella noche. Cenamos un “bollo preñao” con un vaso de vino, yo no sabía lo que era un “bolllo preñao”, me dice, no lo había oído nunca, me hacía gracia el nombre, pero lo cierto era que era un simple bocadillo con un bollo y un huevo duro dentro, encajado en la miga, un huevo al que había que sacar del bollo, quitarle la cáscara y tomárselo con un vaso de vino.” “¿Lo pasaste bien?”, le pregunto mientras la voy filmando. Sé que lo pasó bien aunque no me contesta. Mejor. Hay que respetar esos momentos. Yo no he sabido felizmente lo que es el Alzheimer, mi madre no tiene Alzheimer, razona, va a la compra, sobre todo le obsesiona la fruta, compra mucha fruta, sabe perfectamente cuál es la fruta de verano y la de invierno, eso lo sabe todo el mundo, pero no sé si lo saben los que tienen Alzheimer, ella no lo tiene, se pone sus guantes en el mercado, toca los melocotones, la dureza de los plátanos, la dulzura de los higos, ella no tiene Alzheimer, abre muy bien las puertas y se acuerda de cerrarlas perfectamente, por eso ahora, cuando veo que no me ha contestado, no me preocupo, pienso que el Alzheimer se aleja de ella, el Alzheimer debe ser una gran gasa que se expande entre las algas, se pierde azul, gaseosa, dramática, se lleva las memorias deshilachadas, las tritura, y al final las devora.
Como mi madre no tiene Alzheimer, lo que está recordando ahora vivamente son las crines de aquellos caballos plateados que miraba en la noche en los Picos de Europa, cómo bajaban al trote por el monte y, excitados, se desbordaban luego al galope ante la mirada extasiada de mi padre y de ella. Tengo que buscar un color para colocar todos esos recuerdos. Spielberg, en “La lista de Schindler”, dejaba que apareciera de pronto, en medio de la fotografía en blanco y negro, el abriguito rosa de una niña que corría entre la fila de prisioneros. Lo importante no era el abriguito sino la sorpresa del color. La ventana de luz. El color invade los recuerdos de mi madre aunque ella no lo sepa. Sigue sentada en el suelo en blanco y negro, con los pies descalzos, los zapatos a un lado, su vestido gris de florecitas recibe la espuma de las olas que ya no son olas sino hileras de agua que se esparcen. Pero todo aparece en blanco y negro, y sin embargo yo filmaré en color sus recuerdos. En el cine se puede hacer de todo. Y entonces el color de los recuerdos de mi madre lo iré alternando con este blanco y negro que ahora veo. No me gustan las voces “en off”. A veces hay que aplicarlas, eso sí, pero prefiero siempre que la imagen sea la que hable, no necesita voz, y entonces haré hablar a la imagen de los caballos al galope, sus pezuñas, sus cascos, a pesar de ser de noche en los Picos de Europa pondré un resplandor en esos recuerdos que será el resplandor de las grupas bajo las luces de los pueblos cercanos, o bajo las estrellas, sí, quizá sea mejor recurrir a las estrellas, mi madre se acuerda que eran noches de estrellas las que vio con mi padre. Si la cámara la acerco más y afino el sonido, se oirán los relinchos de los caballos salvajes y brillará el sudor de sus cuerpos. A mis padres todo aquello les fascinaba porque era la naturaleza misma como espectáculo después de cada cena. Como ir al teatro. Mi madre recuerda que los dos cenaban en un hotel pequeñito, rústico, familiar, donde se hospedaban unos días en vacaciones, y luego, después de cenar, salían a ver el espectáculo. Aquí sí pondré color. Estos hotelitos de montaña tienen el techo rojizo, unos cuartos pequeños, unos balcones de madera que dan al monte. ¡Qué paz!, está pensando ahora mi madre junto al mar. No dice nada pero se acuerda de aquel comedor de mantelitos rojos y servilletas dobladas, todo muy cuidado, donde había sitio para veinte personas, muchas sillas alineadas el primer día, menos sillas el día segundo, muchas menos el tercero, y poco a poco se iban retirando sillas y mesas hasta quedarse solos los dos porque la gente no acudía, mi padre y mi madre, en medio del comedor vacío, como dos novios. No se cogían de las manos, pero aquellas vacaciones tranquilas se mezclaban con las tensiones que tiene todo matrimonio. Todo se mezcla. Ellos tenían naturalmente discusiones, y luego venían las trifulcas con Sofía, con Irene o con Paula y los desplantes míos. El matrimonio, me decía un día mi madre pero yo no la escuchaba, es una carretera en zig-zag, hijo, y a veces te sales y te das un golpe o mil golpes, ya lo probarás. Yo no me he casado. He tenido mil novias distintas y he probado algún que otro golpe pero aquí estoy, buscando exteriores para la película y buscando actores. Buscar actores es muy complicado. Hay que dejarles en libertad cuando hablan, darles las mínimas instrucciones, que se quiten la timidez. Sorprendentemente los actores son tímidos. La gente los ve en las pasarelas, parecen dioses, se creen dioses, van envueltos en ropajes carísimos y prestados, dan una vuelta a su cintura para que se les vea bien de perfil, hacia adelante, hacia atrás, nuevamente de perfil, sonríen, sonríen siempre, las actrices llevan tacones y los actores gafas de sol. Se creen los reyes del universo al menos por una noche, la pasarela es el tapiz de su gloria. Pero son tímidos. Cada vez que los veo en el trabajo cotidiano me acuerdo de Susanna Pasolini, la madre de Pasolini en “El evangelio según Mateo” cuando hizo de madre de Jesús. ¿Cómo la convenció su hijo? ¿Cómo convenzo yo a mi madre para que haga aquí de madre en la película, a orillas del mar?
A mí me gustaría hablar de todo esto antes de empezar a rodar con Ettore Scola, el director de “La familia”, y que me ayude a a tomar este pasillo con las voces y las puertas y las entradas y salidas para rodar bien la pelÍcula, es director admirable por su conocimiento de la intimidad y yo puedo también presentar mi pasillo de intimidad con puertas y ventanas, el momento en que entra mi tío Adolfo que suele pasar temporadas con nosotros, las cabezas de los novios de mis hermanas, cabezas distintas porque cambian mucho de novio, cabezas alargadas, rubicundas, sin pelo, con pelo, cabezas asustadas, cabezas sonrientes, cabezas lisonjeras con mi madre, mi madre que entra como una estrella de cine, una Ana Magnani con los ojos fieros detrás de la sopera, “Toma, hijo, que tienes que comer”, le dice mi madre al novio de Sofía, es el tercer novio que come varios meses en casa, los otros dos anteriores ya comían bastante, yo creo que venían a comer más que a enamorarse, “¡qué rico está esto, doña María!, decían, ¿cómo consigue usted estas cosas?”, mi madre adivinaba sus gustos, unas croquetas de jamón para el primer novio, unas chuletas de cordero para el segundo, al tercero lo está engatusando con los dulces, todo esto tengo que rodarlo, hay que poner una cámara en la puerta de la cocina y seguir despacio a las chuletas de cordero hasta el comedor, luego, con otra cámara ya muy cercana a la mesa se une el primer plano de las chuletas con el de los dulces y se da paso con enorme continuidad a la cara del tercer novio, el tercer novio aparentemente es un poco bobalicón, tiene los ojos saltones, pero es muy listo, para la película da muy bien porque es la fantasía celeste, ojos que van del dulce a mi madre y de mi madre al dulce. “Come, Rubén, come, le dice mi madre, que un padre de familia necesita comer. Porque, digo yo, un día querrás ser padre de familia, ¿no?”, Pero no, Rubén por ahora no quiere ser padre de familia, solo le interesa un restaurante que ha montado a las afueras de Madrid, un restaurante donde prueba cosas famosas de la gastronomía y también un homenaje a los grandes gastrónomos de la Historia, porque es un apasionado de la gastronomía, me lo ha dicho a mí en una esquina del pasillo, un día tienes que venir a ver mi restaurante, me ha dicho, no se lo ha dicho a Sofía, a Sofía la tiene engañada, estas conversaciones entre hermano y hermana en el pasillo son muy inútiles, no llevan a ninguna parte, no sé si las pondré en la película porque son conversaciones muy cortas, apenas nada, más incomunicación que comunicación, Antonioni reflejaba muy bien la incomunicación, lanzaba unos silencios infinitos y las pupilas de los enamorados se quedaban como traspasadas, cada una en su isla, podían estarse mirando una eternidad y a la vez mirar al espectador sin decirle nada, absolutamente nada, yo no sé si el espectador se aburría algo con aquello, pero yo con Sofía no puedo aburrir, Sofía es una chica alegre, encantadora, con el pelo rubio cayéndole sobre los hombros, pero que está engañada, yo se lo he dicho, Bergman no sé qué haría con esta incomunicación de mi hermana conmigo, sin duda haría algo admirable, Bergman lograba una incomunicación con la ciudad, con el universo, con la vida, con la muerte, con cualquier cosa, yo no sé si lograré filmar estas conversaciones de la incomunicación, ella y yo no nos entendemos, Sofía no entenderá nunca mis proyectos cinematográficos y yo no entiendo lo que le pasa con sus novios que van y vienen entre engaños y que la tienen enloquecida el seso.
Otra cosa muy distinta es lo de mi tío Adolfo. Podría ser un personaje interesante en la película.
– ¿Se puede? – pregunta cada vez que viene a casa.
– ¡Claro que se puede, Adolfo, eres mi hermano! ¿Cómo no se va a poder? – dice mi madre.
El tío Adolfo deja su gabardina en el vestíbulo, toma con vigor sus modernas maletas, tiene un perfil elegantísimo, es delgado, con bigotito recortado, presume de su monóculo azul, el pelo algo ensortijado, alto, enjuto de cara, siempre ha jugado en Bolsa, no se ha casado, tiene dinero.
– Mamá – le susurra Paula a mi madre – ¿cuánto se va a quedar el tío Adolfo? Lo digo por si tengo que cambiar toda mi ropa del armario.
– Sí, naturalmente que tienes que cambiarla. Yo no sé cuánto se va a quedar el tío Adolfo. Esta es su casa. Bueno, no exactamente su casa pero como si lo fuera.
– Es que la última vez se quedó tres meses.
– ¿Y qué si se quedó tres meses? ¡Como si se quiere quedar toda la vida!
– Bueno, pero es por lo de la ropa de invierno y la de verano. Si se queda tres meses, la de verano la tengo que poner en sillas.
– ¡Pues la pones en sillas, Paula! ¡Y ahora no me entretengas que tengo que prepararle la habitación a tu tío!
– Entonces, ¿la ropa de verano la pongo en las sillas del cuarto de Irene?
– ¡Habla con Irene! ¡En las sillas de Irene y también en las tuyas!
– ¿Y los horarios del cuarto de baño?
– ¡Bueno, Paula, ya no me saques más de mis casillas! ¡Ayúdame a vaciar estos armarios!
El tío Adolfo – el hermano más joven de mi madre – necesita dos amplios armarios para su ropa. Trae siempre preciosas camisas planchadas, pañuelos con sus iniciales, media docena de pantalones, dos batas, tres pijamas, numerosos calzoncillos, un gran surtido de corbatas azules y una docena de trajes enteros también azules. Yo creo que, como hizo Alexander Sokurov en “El arca rusa”, se podría empezar aquí empleando una cámara digital de alta definición para intentar filmar en una sola toma toda la vida del pasillo y de la casa, pero haciéndolo despacio y con cuidado, partiendo precisamente de los dos armarios abiertos de mi tío Adolfo, que les de bien la luz de la ventana a toda la variedad de camisas y corbatas y a la gama de colorido de jerseys e incluso de calcetines, para ir retrocediendo poco a poco y a la vez elevándose la cámara para pasar sobre el marco de fotografías de la familia, esas en las que estamos todos durante los veranos en las piscinas, siempre morenos y siempre sonrientes, para pasar luego sobre los cuadros que nos regaló el tío Víctor, hay un cuadro pequeño pero muy bonito que es un atardecer, no vale demasiado, pero que es misterioso, yo lo considero misterioso, representa una casa de campo y un camino, y junto al camino el mar, y por ese camino anda el perfil de una figura en sombras, y ahí la cámara podría detenerse un momento porque ese perfil siempre me ha parecido extraño, como si nos quisiera decir algo del camino de la vida, y luego, ya en el montaje posterior, se puede incluir algo de música, unos acordes, por ejemplo, del Adagio de Albinoni, o no poner nada, porque Sokurov a veces no pone nada, pero otras veces sí, introduce a Chaikovski mientra giran y giran los bailarines en las salas del Hermitage, giran y giran las luces de las lámparas y también los techos y las molduras de las puertas, y toda la belleza de la historia de Rusia y del gran Museo, también nosotros tenemos nuestra pequeña historia, este es un piso un poco grande, heredado de mis abuelos, la terraza de la cocina da a un patio interior donde cuelga la ropa de mi madre, de mis hermanas y la mía, y aquí está también la belleza de la vida, el color de la fantasía, la luz de la mañana atraviesa la tela de las blusas blancas y azules y el viento las va hinchando, las transforma, el viento ruge desde la cumbre de los trasteros de las terrazas, cerca de las chimeneas, en esos trasteros duermen restos de naufragios de muchos años, regalos inservibles, las ruedas de una bicicleta, tres muñecas antiguas, la primera radio que tuvimos, unas cortinas, un antiguo baúl desvencijado, toda esa niñez y esa primera juventud que suele bajar muchas noches hasta mi imaginación, y eso he de filmarlo en una única secuencia, como cuando el director ruso deja asomar el río Neva por una ventana del Hermitage, una imagen del río nevado atravesando San Petersburgo, así quiero yo que asomen mis sueños, podría hacerse aquí una mezcla de Sokurov y de Fellini, yo amo a Fellini, es un personaje que me sirvió para soñar, y ahora Fellini me hará bajar sobre el aire del patio las ruedas de la bicicleta, las ruedas girando en el aire con música de Nino Rota, la gente de la casa no puede verlas porque es de noche y están todos durmiendo pero toda la terraza del patio se ilumina de pronto y en una luz difusa se mueven las blusas de mis hermanas como si fueran fantasmas femeninos, son los sueños, bailan los sueños en mi cerebro, todo esto es cine, una casa apagada, se oyen los ronquidos en algunas ventanas entreabiertas, las blusas bailan, las ruedas giran, el tío Adolfo duerme con su pijama de seda bordada en la que se destaca su escudo, él no tiene título nobiliario, no sé dónde ha podido encontrar un escudo que no es suyo, la cámara deberá pasar lentamente por su escudo, luego por su frente y por su pelo ensortijado para salir despacio hasta el comedor, hasta las bandejas imitando la plata que hay sobre el aparador, hasta las sillas perfectamente colocadas, hasta la butaca de mi madre y la casa que duerme.
José Julio Perlado
(del libro “ Carnet de un director de cine”)
relato inédito
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Nos rodean muchos temas de la vida cotidiana: la atención a los demás, la comprensión de los hombres y de los hechos más que la resolución o que el juicio sobre ellos. Nos encontramos en una época preocupada por lo cotidiano,tiempo y trabajo planificados, horarios regulados, existencia monótona y encadenada a una rueda gris. El héroe puede ser un empleado de oficina, un albañil o un médico, él es generalmente el único gran héroe, el hombre de las ocho horas de esfuerzo. Ha de contarse entonces su vida pegada a la tierra; su gran hazaña es superar mil hazañas sin relieve. Nos encontramos bajo el reino de lo cotidiano: vivir sin cumbres, andar a través de una planicie, tropezar cada día con pedruscos chatos pero tropezar incesantemente. El héroe no va a las Cruzadas, duerme seis o siete horas, conduce su automóvil en el caos, se sumerge entre móviles y pantallas y a veces ha de quedarse a comer de pie en un rápido restaurante.
Unos hombres se plantean este ritmo casi matemático, otros hombres injertan los valores del espíritu precisamente sobre esta vida de horarios y de trabajos oscuros, de aventuras sin nombre que componen la gran aventura del vivir.
Los griegos querían ser un pueblo de filósofos y no de tecnócratas, es decir eternos niños, que veían en el asombro la condición más elevada de la existencia humana, como señala St. Harkianakis. Solamente así puede explicarse el hecho significativo de que los griegos no hicieran uso práctico de innumerables hallazgos . ¿Por qué se pierde el asombro, cómo se pierde? Los inventos que nos ofrecen en bandeja las televisiones ya no nos produce estupor sino avidez de tomarlos prontamente y consumirlos. Hay una costumbre, un hábito rumiante de consumir masticando lo nuevo, a veces triturando lo último, a veces sin siquiera atragantarse, tan voraces somos. Se consume y se consume , se circula y se circula, se recorre el mundo instantáneamente con sólo oprimir el teclado, únicamente moviendo el volante.
¿Y el silencio, la sorpresa, la quietud? Parecen haber desaparecido. Y sin embargo, la sorpresa es una categoría importante en la vida. “Mas, al menos para mí —decía la Premio Nobel polaca Wislawa Szymborska —, todavía hay otra cosa importante en la creación … La curiosidad. Nadie incluye la curiosidad entre los sentimientos, pero yo creo que la curiosidad es un sentimiento. Cuando la miró a usted, tengo curiosidad”, le decía a una periodista. Esa tensión de la atención tendida hacia lo ajeno, hacia lo otro, hacia el otro — lo que me va a revelar el otro, lo que ya me está revelando, lo que me ha revelado — , esa postura anímica expectante hacia lo que me va a desvelar hoy la vida, este día, esta persona que entra ahora en el despacho y que se sienta ante mí con su pregunta y su problema, incluso con su abanico de soluciones aún sin decidir, todo esto se halla en el centro de la curiosidad y a pocos pasos del umbral del asombro.
Se ha estudiado muy bien los sueños de los niños porque ellos no oyen las puertas, no sienten las manos de las madres cuando les arropan la garganta porque es un sueño profundo, no sienten los párpados, no notan que se han dejado los labios entreabiertos, que su respiración va y viene acompasada, que las voces, las guerras, los portazos, no alteran un milímetro la profundidad de su sueño porque es un sueño plácido, reparador, profundo, necesitan olvidarse de la fatiga de los nueve meses de gestación y adelantarse a la fatiga que vendrá después, en cuanto abran los ojos y necesiten beber, llorar, ser traídos y llevados de cuna en cuna y de habitación en habitación, ser besados, estrujados, contemplados por tantas caras desconocidas que les miran pero que nunca llegarán al secreto de su sueño. Las veces en que se ha colocado el sueño de un niño en medio de un campo de batalla, en la intemperie de la barbarie, se ha comprobado que los misiles no les alteran. Los fogonazos y las carreras en llamas no han movido sus párpados ni sus labios entreabiertos, ni siquiera los han estremecido, porque su sueño es la profunda serenidad, un reposo posterior y anterior a la vida que vivirán, y los párpados ni siquiera se inmutan ante las barbaridades de los hombres. Duermen y duermen y nunca nos contarán qué soñaron porque ni ellos mismos lo recuerdan.
José Julio Perlado
(Imagen – Francisco Gimeno Arasa- retrato de su hijo Francisco – 1899 -conservado en la biblioteca Víctor Balaguer)
Recuerdo el ruido de.los libros. Yo me había quedado a oscuras a propósito en el centro de la biblioteca, en el centro la habitación, sin toser, sin moverme, los pies juntos, inmóvil. De repente apareció don Quijote apartando con su lanza la cortina de los clásicos,allí, en el rincón de Quevedo y de Manrique. Apartó la cortina con la lanza y evitó que Rocinante diera un pequeño traspiés contra la madera de la balda, apenas nada, porque pronto se irguió su figura y con Sancho detrás en la grupa avanzó por entre los lomos de los libros y los cristales de las estanterías porque iban los dos en busca de Papá Goriot, que estaba cenando con Balzac en la balda de los franceses entre una nube de café humeante, tazas y tazas de café humeante cuyas burbujas subían hasta el cerebro del novelista y le provocaban crear la Comedia Humana. Yo sabía que los personajes invadían la biblioteca del despacho y cada uno hablaba en su idioma y contaba sus hazañas, pero lo que no imaginaba era que cuando yo me iba a acostar los personajes salieran de sus estanterías como si se asomaran a un pueblo singular, a la gran plaza de un pueblo literario, en donde se
podia ver a Hamlet con su calavera en la mano preguntándose el ser o no ser de su personalidad, aunque don Quijote, mirándole, se asombraba de aquello porque él bien conocía su personalidad, la de un hidalgo que veía en en las tazas de café humeantes de Balzac molinos de viento y Sancho le decía que no, que eran volutas de humo para excitar el cerebro del novelista y que escribiera más y más.Todo aquello, sentada en un vagón de ferrocarril y asomada a su ventanilla en la estantería de los rusos, lo veía Anna Karenina, cubierta con su sombrerito azul y agarrando su pequeño bolso lleno de secretos porque allí ella no solo llevaba su lápiz de labios, las cremas y unas tijeritas, sino también una pequeña caja llena de mentiras ocultas, otra con las traiciones y las infidelidades y otra con las tentaciones y los celos
Yo seguía allí, quieto en la oscuridad, apenas me movía en el sillón del despacho, entraba una diminuta rendija de luz por los ventanales porque se habían dejado encendidas las luces de las oficinas de enfrente y la cara sombría de Juan Rulfo apenas se veía en la oscuridad. Era una cara sembrada de arrugas, como el campo, como si hubieran arado el campo, la nariz, las mejillas, los ojos, y cuando don Quijote, lanza en ristre, se acercó hasta la balda de los mexicanos y le preguntó qué significaba Comala, si era tierra o no de conquista, Rulfo levantó los ojos y los extendió sobre el campo y yo vi perfectamente la extensión del silencio y del campo, como si allí nadie hubiera vivido nunca y el silencio mostrara sus muertos.
Y así amaneció, sin yo moverme, aquella no, rodeado por los libros.
José Julio Perlado
(del libro “Relámpagos” ) ( relato inédito)
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( Imágenes- 1- don Quijote/ 2- Balzac/ 3- Hamlet/ 4 – Garbo en Anna Karenina/ 5- Juan Rulfo)
Me pide un amigo mío libros para leer y le llevo hasta el puesto de la memoria, ese puesto inclinado que muestra – —- como si fuera fruta al aire libre— encuadernaciones rosadas, verdes, negras, hojas antiguas y modernas, títulos al derecho y al revés, reelecturas inciertas, aficiones, tendencias, allí aparecen —- todos mezclados a propósito— Lampedusa, Calvino, Basani, Buzzati, Hemingway, Cunqueiro, Pavese, Le Carré,Tolstoi, Aldecoa, Borges,Mann, Delibes, Chejov, Ferlosio, Proust, Woolf, Pirandello, Baroja, Cortázar, Zweig, Bioy Casares y tantos y tantos otros que nunca se leyeron, o que quizá se leyeron mal, a a una edad insólita o insípida, variaron los gustos, se elevaron las admiraciones y se hundieron los desprecios
Lo cierto es que mi amigo va escogiendo cubiertas y solapas, autores, historias, lleva unos guantes elásticos de goma para hacer su compra, valora, pesa, calcula las dimensiones de su tiempo. Al fin le acompaño y nos sentamos a leer los dos en el despacho.
Hojas de calendario que se desprenden de las paredes de las cocinas, de los humos, de los hornos, de las comidas. Salen por las ventanas a los patios, empiezan a revolotear cargadas de fechas y tareas, proyectos, marcas, señales, recuerdos en rojo, avisos, lo que se hizo, lo que aún hay que hacer, tachaduras, cruces. Vuelan y vuelan por los patios, se unen a otras hojas que vienen de otras cocinas en países y en idiomas distintos y todas van al mar. De pronto el mar se cubre de hojas de calendario blancas y azules como veleros, que también parecen pájaros con señales en los lomos, cada hoja te cuenta la historia y vicisitudes de una familia, los barcos ven pasar las hojas porque pasa el tiempo y el tiempo lleva números y nombres en las alas, días de la semana que volaron, lo que se hizo y lo que se dejó de hacer.. Pocas veces se ve un mar tan lleno de miércoles en el cielo y de sábados tachados y cruzados entre nubes, las hojas muestran los días e incluso las horas en que se vivió, cómo se vivió, los aniversarios, los nacimientos, las bodas. Se ve en el mar, sobre las hojas de calendario, de qué forma se disfrutó aquella tarde bailando todos en familia, las declaraciones que hubo de amor, sollozos contenidos, despedidas. Luego las hojas de calendario se van, vuelven revoloteando por los patios de las casas en el horizonte y alguna incluso entra de nuevo en su cocina y se vuelve a colocar, como si nada hubiera pasado, sujeta a la pared.
José Julio Perlado
(. Imágenes- 1= / wikipedia/. 2- calendario otomano wikipedia)
Érase un hombre que compraba el silencio con unas monedas de plata. Iba lanzando monedas de plata a los políticos para que callaran y guardaran silencio en sus escaños y las monedas de plata revoloteaban por el hemiciclo, las monedas de plata iban y venían con su fulgor evitando ser apresadas, como iban y venían entre los anuncios de los bailarines agitados y trepidantes en televisión, como iban y venían en las discusiones de los patios, o entre los vítores de los estadios, o en el tráfico de las carreteras. Tenía tantas monedas de plata aquel hombre que no le importaba derrocharlas para comprar aquel silencio único que él buscaba, que no era el silencio del sueño ni el silencio del campo, sino un silencio en las calles y en las plazas por donde él avanzaba, las monedas de plata le abrían paso y los ruidos, todos los ruidos, se retiraban y dejaban un camino abierto para recorrer en completo silencio los escaparates y los rostros, los movimientos de las manos y las palabras. Era el recorrido por unas grandes ciudades mudas, con sus calles llenas de gestos y miradas pero nunca de voces, las miradas veían brillar aquellas monedas de plata en el cielo y quedaban extasiadas, como dormidas, siguiendo la estela de cada moneda que giraba sobre los techos de las casas, y nunca volvió a oírse el ruido en aquellas calles porque nunca se agotaron las monedas de plata.
José Julio Perlado
( Imagen – Rothko- 1959-light red Oliver Blackwood 1957)
De vez en cuando hay que usar el lápiz mágico para leer. Más importante que las gafas.Es un lápiz corriente, con el que no hay que obsesionarse, pero un lápiz eficaz, como esos perros cazadores dispuestos a capturar la presa. Uno lee a Tolstoi, a Jünger, a Delibes, a mil personas diversas. Y de pronto, en la maleza de la prosa, está escondida — a veces sobresale mucho— la punta de una idea. Es una idea, una comparación, un descubrimiento. Las ideas se atraen unas a otras en el espacio, se encadenan. Traen recuerdos, aportan intuiciones. Entonces el lápiz mágico subraya, hace una señal, escribe en el margen del libro lo que le ha suscitado esa idea. Esa señal, esas líneas al margen serán muy importantes para el futuro. No se discute con el libro. Los libros atraen. Vienen escritos desde la experiencia y la madurez, pero dejan aquí y allá rasgos de sabiduría. Eso es lo que el lápiz mágico atrapa. Se lleva entre los dientes el pensamiento, una intuición, una emoción. Eso que ha traído apuntado el lápiz mágico hasta mi, hasta dejarlo a mis pies, en el margen del libro, no es un pensamiento muerto sino una intuición viva. Esas intuiciones vuelan en la inteligencia y en la memoria en busca de otras intuiciones. De ahí, seguramente, nacerán textos, formarán libros. Las anotaciones que uno hace durante la lectura son el termómetro de su estado de mimo, el punto de fiebre de su personalidad y de su cultura. Unas veces será el asombro, otras el descubrimiento, otras la confirmación. Además, esas señales al margen — que deben ser precisas — marcan la estatura conforme uno va creciendo, como cuando nuestras madres nos marcaban con tiza en la pared los centímetros de nuestra altura. Uno está creciendo siempre; el día que deje de crecer – es decir, de tener inquietud por aprender — uno está muerto. Uno crece siempre porque todo le interesa y en el fondo sabe muy poco de ciertas cosas y adivina todo un mundo de emociones y conocimientos y quiere llegar a él.
No hay que obsesionarse con el lápiz mágico, no hay que leer pegados al lápiz como si fuera una escopeta. Pero si hay que tener un lápiz cerca por si se despierta de pronto un silbido interior y algo en la lectura nos deslumbra y entonces el lápiz echará a correr, atrapará la intuición y la traerá hasta mi lado. Años después nos asombraremos de todas nuestras anotaciones en los márgenes, de cuántos viajes por el campo de la página hizo aquel lápiz, y mi mano detrás de él, y de cómo nos hemos enriquecido.
Sobre el Azul que está guardado en las pupilas de ciertas mujeres, en las pupilas de las nubes, en las jeringuillas de los laboratorios, en las paletas de los artistas, en las cumbres de las montañas, en el río de las venas de los Reyes cuando extienden sus manos y la Corte de sangre Azul toca las palmas de los plebeyos que van y viene entre nubes y artistas, que entran en los laboratorios para observar cómo va su salud, que pronuncian frasee enamoradas ante el azul de las pupilas femeninas, que vuelven de nuevo a las paletas de los pintores, que un azul se escapa y se sube de pronto a un pendiente, que otro azul se escabulle y se coloca en un collar, los azules cubren con suavidad sus mantas en los cuerpos de los recién nacidos, frotan las humedades del recién lavado, hacen sonar las bolas cantarinas de las cunas, tapan de elegancia las gargantas, un otro azul se evade y se oculta en unos prismáticos de teatro: desde allí ve todo el azul del mundo, su escenario, también esa zapatilla que camina en punta sobre un ballet, también los artesonados del techo, las capas fulgurantes, los guantes lujosos, ese lunar azul que lleva en la mejilla la primera dama, las plumas azules de su sombrero, de nuevo los ojos azules entre tantos párpados, de nuevo las reverencias y los adioses…¿.Quién teme al Azul?, diría Virginia Woolf?
Hisae Izumi se sentó allí, en la primera fila del palco, en la primera planta de la Sala Dorada del Musikverein , la sede de la Sociedad de Amigos de la Música de Viena, creada en 1870. Lo hizo como lo hacía todos los días Primero de Año, contemplando una vez más la dorada sala iluminada, con sus famosas hileras de cariátides o las representaciones de Apolo y las nueve musas en el techo. Nunca se acostumbraba a tanta elegancia y belleza. Su forma de “caja de zapatos” le confería a aquella sala una de las mejores acústicas del mundo y aquello siempre le impresionaba a Hisae desde hacía años. Rosas, claveles, azucenas y orquídeas se reunían allí en un mar de 30. 000 flores de todos los colores desde las puertas a los escenarios.
Después Hisae paseó su mirada por la gran orquesta que esperaba la entrada de su director, una gran orquesta de sonido asombrosamente refinado con variantes singulares como el oboe, la trompa y el timbal. Sus ciento treinta y ocho instrumentistas, con una violinista y varias solistas de viento y arpa — a la violinista Albena Dainalova colocada ante el primer atril Hisae ya la conocía—, aguardaban a Daniel Barenboim, el director argentino- israelí que nada más entrar y saludar se quedó durante un minuto en silencio, concentrado, como era su costumbre. Vestido con su chaqueta negra y su corbata plateada, a los 79 años de edad, Hisae conocía bien los movimientos de Barenboim : a veces dejaba hacer a la orquesta limitándose simplemente a marcar el compás, o a seguir la partitura con la vista baja y la pose estática, y en cambio en otras ocasiones lanzaba indicaciones dinámicas o marcaba precisos ataques con enérgicos gestos de batuta y manos.
Una de las primeras piezas que escuchó Hisae aquella mañana fue el vals “Alas del Fénix” de Johann y a continuación la polca mazurca “La sirena”, una polca lenta de Josef. Pero Hisae se estuvo fijando sobre todo en Barenboim y en sus movimientos. Muy alejados a los que ella había seguido hacía unos años, en 2002, a un compatriota suyo, Seiji Osawa, un director japonés que en aquella misma sala había dirigido el concierto de primero de Año. Osawa era célebre por su memoria fotográfica, gracias a la cual era capaz de memorizar partituras enteras de obras inmensas, como por ejemplo las sinfonías de Mahler: los ademanes del japonés, a veces impetuosos y sorprendentes, le habían proporcionado elogios y críticas y a Hisae todos aquellos recuerdos le vinieron mezclados a la cabeza. Vestía Hisae aquella mañana un elegante kimono de ramas de ciruelo y hojas tiernas de glicina y siguió escuchando ahora el particular homenaje a la prensa que presentaba la orquesta por medio del vals “Periódicos matutinos” de Johann Strauss hijo mientras se asistía al paseo que daba una pareja de enamorados por el centro de la capital austriaca, llegando hasta el monumento dedicado a Mozart en el Burggaten
José Julio Perlado
(del libro “Una dama japonesa”) ( relato inédito)
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( Imágenes- 1- museo de arte de Japón/ 2- estampa japonesa)
En la eternidad, al no haber museos, porque no se necesitan y nadie piensa que los haya, los minerales están al aire libre, sin tener que excavar ni ahondar en nada porque están al descuierto, con el reflejo de sus cristales y la amplitud de sus formas, unos más brillantes que otros, unos parecen barcos de sal o de piedras, otros recuerdan a las monedas antiguas, las que usábamos en épocas anteriores para comprar y vender otras monedas más pequeñas que nos daban y con aquel grupo de monedas pequeñas adquirir una más grande que luego se disolvía y redondeaba en un trasiego casi misterioso que nos habíamos pactado entre todos y que, recuerdo, llamábamos comercio. Pero como aquí no hay comercio ni se necesita, los minerales son transparentes, se puede ver la eternidad a través de ellos y entonces la eternidad toma nuevos colores, color tierra, color roca, un granulado muy compacto como si la eternidad fuese de arena, que no lo es, todos los que llegan aquí piensan que un día podrán definir la eternidad, que todo es definible, pero la eternidad no lo es, la definición no ha llegado ni siquiera a tocar el suelo de la eternidad, por eso lo mejor es verla a través de los minerales, por ejemplo a través de las hojuelas del cuarzo, o contemplar el brillo metálico de la eternidad y sus irisaciones, las pizarras cristalinas que muestra y los cantos rodados que esconde, el color blanco amarillento o el color pardusco, o gris, o negro de hierro, todo, dicen, está dentro de nuestros ojos, nuestros ojos tienen color de eternidad y en ellos descubriremos el negro azulado de lo que vemos, o el anaranjado o amarillo de miel o el rojo cobrizo del paisaje. Aunque aquí, como no hay paisaje a la manera antigua, tendremos que construir nuestro propio paisaje.
La aceptación de sí mismo no la enseñan en ninguna parte. La enseña a veces el espejo, pero hay que estar atentos porque lo primero que enseña el espejo cuando el tiempo pasa sobre el cristal es el asombro, la sorpresa, en ocasiones la incredulidad, ¿ cómo ha podido ser así? , ¿qué me ha ocurrido a mi?, ¿cuándo me ha ocurrido?, uno no recuerda si fueron aquellos granos de sol sobre la cara cuando estuve tumbado en la piel del verano, los ojos cerrados, la sal navegando en el horizonte, el velero de sal apenas hinchado en la tarde, una especie se sueño que me entró y entonces, en silencio, se posó suave y firmemente esta arruga que no se me va, hermana de esta otra arruga que también se ha quedado al lado de la boca y que me ha dejado esta marca que tampoco tenía, o quizás las noches de llanto por aquel disgusto que ya pasó, un disgusto tremendo y liviano como todos los disgustos, pero que me dejó los pómulos enflaquecidos, me marcó el surco de los años de improviso porque yo no tenía el surco de los años, los años los guardaba en pupilas brillantes, entonces las bolsas bajo los ojos cayeron imperceptiblemente, ¿de noche o de día?, las bolsas bajo los ojos no hacen ruido al caer, ¿ qué peso tienen?, ¿por qué caen?, la pupila deja caer las bolsas mientras mira impasible cómo pasa el tiempo sobre el cristal de este espejo que dice siempre la verdad, le han educado para decir siempre la verdad, y de repente, cuando uno se acerca más al cristal, oigo la frase que suelen decir los cristales cuando están a solas con uno : Has de aceptarte a ti mismo. Lo dicen tan bajito y tan lejano que parece que no lo han dicho. Quizá no lo han dicho, me miento. De todos modos me ha quedado una duda. .¿Y si no me acepto a mi mismo? Pero está la arruga al lado de la boca, hay otra arruga más ahora, inesperada, que acaba de aparecer en el arco de la frente, está el pómulo enflaquecido, están las bolsas bajo los ojos. Y están los ojos. Los ojos siempre brillantes.
Me repite el cristal: “Has de aceptarte a ti mismo.”
Sin duda fue por cuanto había visto durante muchos meses en televisión sobre las entrañas —llamémoslas así — de la pandemia que llevaba casi dos años asolando España y el resto del mundo, por lo que no me extrañó descubrir aquellos nuevos talleres del museo de la Mirada muy parecidos y casi vecinos a los talleres que existían anteriormente en el Prado, con sus departamentos acristalados y protegidos como ocurre en los hospitales, aislados, invadidos por sombras de batas blancas que iban y venían apresuradas y cuidadosas entre los cuerpos enfermos del arte para, en la medida en que ellos podían, y a veces podían mucho, conservarlos vivos y restaurarlos, tal y como yo los había visto el primer día cuando entré a ver la ampliación del Prado. El arquitecto argentino César Pelli no sólo había permitido dejarse influir por el edificio Sabatini para trazar su insólito claustro de velas iluminadas y rostros de flores asomando por las ventanas desde el cercano Botánico , sino que también se había aprovechado de algún modo de las ideas y dimensiones que el arquitecto español Rafael Moneo en 2007 había aplicado en su momento para establecer espacios e instalaciones que unificaran talleres de conservación de pintura y escultura, gabinetes de análisis de dibujos y recintos especialmente blindados para guardar y proteger determinadas obras.
Pero lo que no podía imaginar aquella mañana al salir de la sala donde acabábamos de contemplar la fotografía de Liszt realizada por Nadar, era enfrentarme directamente con un mundo inesperado, un mundo que comenzaba nada más salir al claustro: el mundo —- o mejor dicho, el “hospital” del mundo — de las miniaturas. Nunca había visto un “hospital” así. Nos conducía hacia él con cierto nerviosismo e impaciencia, y no sin cierta emoción, una de las conservadoras del Museo, Mayrata Savater, que marchaba delante de nosotros — de Bruno Schill y de mí — y nos decía entusiasmada y caminando a buen paso : “Y ahora voy a enseñaros mi “oficina”. Donde trabajo. Os va a impresionar”. Se trataba, como pudimos ver enseguida, de una serie de compartimentos no muy grandes, pintados todos ellos de blanco a la manera de los “boxer”de los hospitales — serían seis o siete compartimentos — que se comunicaban entre sí por pequeñas puertas correderas, también blancas, y allí aparecían, reposando sobre pequeñas mesas acristaladas y tal como si fueran singulares y diminutos quirófanos, numerosas cabezas pequeñas antiguas de mujeres y de hombres, muchas de ellas célebres al parecer, otras irrelevantes y desconocidas, reducidas al tamaño de una miniatura. Mayrata Savater, cubierta como todos nosotros con la habitual mascarilla a la que nos obligaba la pandemia, se cambió de bata, se vistió con una nueva bata blanca, se colocó unas gafas especiales, se cubrió las manos con unos largos guantes azules que le llegaban hasta el codo, y acercándose a uno de aquellos “quirófanos” nos explicó que aquella minúscula cabeza que ahora veíamos descansando sobre un cristal pertenecía a la efigie del emperador de Austria, Francisco l, realizada la miniatura por Heinrich Friedrich Füger en 1790, el más destacado miniaturista austríaco del siglo XVlll, tal como rezaba un pequeño cartel situado en un extremo de la mesa. “Pero eso es lo menos importante”, dijo Mayrata, “lo más importante es su restauración.” Y empezó a contarnos aspectos relacionados con su trabajo, esencialmente aprendidos de una gran restauradora del Prado, Elena Arias Riera, que había sido durante largo tiempo su maestra, y también evocando lecciones recibidas de su equipo del taller de Artes Decorativas, del Laboratorio de Análisis para el estudio de materiales de degradación, del Gabinete para los trabajos radiográficos y de los análisis químicos
Esta miniatura, nos fue explicando Mayrata al acercarnos para ver mejor aquella pequeña cabeza del emperador de Austria tumbada en el cristal, está realizada sobre marfil. Aquí todas estas obras, añadió, se encuentran, como veis, enmarcadas, aunque muchos marcos no sean originales. Es muy habitual, añadió Mayrata, que al trabajar sobre ellas nosotros encontremos papeles, cartones o telas que rellenan espacios huecos y fijan la miniatura al marco.
Las tablillas de marfil de estas miniaturas, prosiguió explicando, se preparaban cortando el colmillo longitudinalmente, por lo que el ancho máximo lo determinaba el diámetro del mismo. Estas tablillas de marfil , dijo, aparecen extremadamente delgadas. La utilización de estas tablillas tan finas no se debe tanto a la carestía del material, sino al tono traslúcido y blanquecino del marfil. El tono marfil se utilizaba como base, y a veces se colocaba una lámina de pan de plata, de cobre plateado o de un metal dorado por detrás de la miniatura porque su reflejo iluminaba la carnación desde el interior y aumentaba la profundidad de las sombras. Eran aquellos términos que escuchaba todos muy técnicos, indudablemente demasiado especializados al menos para mí, que a veces me confundían. Pero yo iba mirando mientras tanto aquellos ojos y labios de las miniaturas y veía las efigies reducidas, muy bellas, muy bien conservadas como recuerdos colocados sobre muebles de habitaciones antiguas, o en ocasiones colgadas de paredes seculares, presidiendo la evocación y la memoria. Otras, imaginaba que las más pequeñas, seguramente habían realzado cuellos femeninos destacando entre las aberturas de los ropajes. Todo había tenido su esplendor a partir del siglo XVlll y yo paseaba mi mirada por todas ellas mientras Mayrata Savater, nos seguía explicando diversos aspectos de la restauración, por ejemplo que la lámina de marfil se pega sobre un cartón grueso y rígido que aporta estabilidad para su manejo, además de facilitar su colocación en el marco. En estos casos, añadió Mayrata, la estabilidad de la miniatura es buena cuando toda la lámina está uniformemente pegada al cartón; desgraciadamente, añadió, en algunos casos, y sobre todo en intervenciones posteriores, se optó por pegar únicamente un lateral, lo que ha producido una deformación del marfil en torno al adhesivo. Nos habló también de los procedimientos que se empleaban para representar el pelo, que solían utilizar pinceladas largas y finas que caían sobre el puntillismo de la cara, y respecto a los trajes se recurrió a técnicas muy variadas: para los tejidos finos y claros, los artistas jugaron con las transparencias, mientras que para el resto de colores emplearon una capa de policromía más gruesa y opaca, comenzando con fondos oscuros que matizaban después con pinceladas cada vez más claras. En los bordados, agregó, las mantillas y sobre todo en joyas como broches y collares, conseguían un efecto de volumen en tonos blancos y claros mediante toques de pincel muy cargados de pintura que dejaban pinceladas en relieve.
También hay casos, dijo, en los que emplearon polvo de oro para completar el efecto. Todo eso lo he aprendido de mi maestra, Elena Arias,, que durante años se ha dedicado a restaurar las miniaturas, y tal como lo aprendí, lo he aplicado yo y ahora os lo cuento.
Y así estuvimos Bruno Schill y yo — cada uno asomado a los rostros y a los cuerpos diminutos que descansaban en distintos “quirófanos” — escuchando a la restauradora y aprendiendo de aquel mundo nuevo.
José Julio Perlado
( del libro “La mirada”) ( relato inédito)
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(Imágenes — 1- foto James Rajotte-talleres del museo del Prado- el país semanal/2-exposición de miniaturas/ 3- Francisco l emperador de Austria- Heinrich Friederer Fûger- 1790/ 4- detalles de miniaturas)
aquella mañana, al salir de ver Nadar y a Liszt en la sala correspondiente nos adentramos en uno de aquellos recintos