VIEJO MADRID (94) : EN LA COCINA DEL REY

 


“Las cocinas del Palacio Real ocupan el subsuelo — describía el argentino Roberto Arlt  durante su viaje a Madrid en 1936 —. Se llega a ellas por estrechas escaleras de piedra. Un guardián de librea azul, gorra plana, galones dorados, ex-cocinero, nos dice la dirección de la cocina. Cuando llego a la puerta, otro ex-cocinero  se calienta las manos en un encendido brasero. Sigo adelante. He entrado al primer equipo de las cocinas. Estantes larguísimos, cargados de peroles de cobre, chocolateras, barreños, moldes para hacer helados. Un anciano que me acompaña me dice:

—Aqui se preparaba el desayuno de los reyes. La reina desayunaba después de escuchar misa, a las nueve de la mañana, jamón, mantequilla con tostadas y café con leche muy liviano. El rey desayunaba a las diez, café con leche y unos bizcochos. A las once y media, después de terminar la audiencia, se le volvía a servir un vaso de vino añejo y algunas galletas.

Junto a este equipo, destinado exclusivamente a los desayunos, se encuentra la despensa. Grandes tableros de mármol ofrecen la extensión de sus mesas. Docenas y más docenas de bandejas de cobre, unas estañadas y otras no. Morteros monumentales. Una inmensa heladera eléctrica aparece adosada al muro. El ex-cocinero me dice:

—Después de que colocaron la heladera, el rey bajó para verla. La reina nunca bajaba a la cocina.

—¿Y esto?

—Es la legumbrera. Aquí se ponían las patatas, allí las coles, para lavarlas.

En un estante relucen, enfilados, ataúdes de cobre. Son salmoneras. Al fondo de la repostería, con elevados arcos encalados,donde la media luz evoca la soledad conventual, hay una garita encristalada. Desde aquí vigilaba el cocinero mayor, aquí llevaba la contabilidad del menú, desde el casamiento de Alfonso Xlll. El menú se escribía en francés.

 

De la despensa se pasa a la cocina. Dos fogones monumentales, de siete pies de largo por tres de ancho cada uno, con numerosas hornallas, dan la idea de la fabulosa cantidad de vituallas que ingerían los señores nobles los días de fiesta y banquetes oficiales.  Ollas estañadas, grandes como toneles, muestran sus panzas de asteroides.  Incrustado en un muro, un horno monumental. Sus asadores son altos como lanzas. Allí se puede dorar un buey sin descuartizarlo. Pantagruel se refocilaría en este subsuelo pavimentado de anchas lozas de piedras; se enternecería  contemplando las ristras de coladores, de marmitas, de estantes cargados de casquetes de aluminio. Dichos casquetes  cubrían los platos servidos que el montacargas  elevaba al antecomedor. En otro estante veo aros de aluminio, redondos y ovales. Se aplican a los bordes  de los platos y fuentes, para que los dedos de los cocineros no maculen la loza real, ni la salsa llegue a salpicar las orillas. Se sale de esta cocina monstruosa y entramos a otra cocina más pequeña: es la pastelería. Un horno enlozado muestra su puerta de hierro, el muro tiene estanterías con hileras de moldes para pastas, redondos, cóncavos, poligonales, con cantos en estrellas, unos son de cobre rojo, otros estañados. Aquí se preparaban los dulces para los reyes.

—¿Trabajan muchos hombres en las cocinas?

—Veintisiete, en tiempo normal. Cuando había fiestas se elevaban hasta sesenta.”

 

(Imágenes—1-Palacio Real/ 2-Palacio Real visto desde la cuesta de la Vega- Fernando Brambila-  colección del ministerio de Hacienda/ 3- Palacio Real)

CIUDAD EN EL ESPEJO (18)

“Hemos dicho que habían dado las once, quizá las doce de la mañana. Begoña Azcárate, la mujer del psiquiatra, conducía su coche, un pequeño automóvil azul, por la cuesta de San Vicente arriba, casi llegó al confín de la plaza de España, no lo alcanzó, quedó a su izquierda el blanco monumento a Cervantes, el escritor sentado que miraba sin ver cómo querían echar a andar Don Quijote y Sancho, la alta figura del caballero con su brazo levantado en cordura y locura, su tripudo compañero encajado en el asno, más pegado a la tierra que su amo, los dos representando a la inmortal novela española, los dos inmóviles y a la vez en movimiento extraño, un estanque, casi un charco de reflejos los esperaba ante sí, en el suelo de la misma Plaza, el solar español los aguardaba, aunque pocos, entre ellos Begoña Azcárate por supuesto, no había ni hojeado el libro. Bastante tengo, le había dicho una vez a su marido, con cuidar de mis hijos, Te fijas tú en ellos acaso, cómo es posible que te interesen más los enfermos que tus propios hijos. A los psiquiatras, a veces, como a tantos otros hombres del vivir, les es más cómodo y menos complicado asomarse a la existencia de los demás y no profundizar en la suya, por eso quizá el doctor Valdés hablaba poco con su hija Lucía, sabía que tenía novio o medio novio, una noche en el borde del portal sorprendió un besuqueo, no pensó en lo que él había hecho en su juventud, nada dijo, se calló y guardó silencio. Un día se casarán y se te irán, le comentó su mujer, entonces los habrás perdido.

 

El pequeño coche azul de Begoña Azcárate dobló a la derecha, hacia la calle de Bailén, dejó al otro lado, a su izquierda, la explanada del Campo del Moro. Meterse en el corazón de Madrid un martes de trabajo hacia las doce de la mañana, en el fondo cualquier día de la semana, no digamos los viernes y con las prisas, tan sólo podrían salvarse los domingos y jornadas vacías del mes de agosto cuando casi todos los habitantes huyen hacia montes y costas y la capital se queda desierta y llana, liberada de automóviles y de gentes, meterse en Madrid, decíamos, un martes de mayo, hacia las doce de la mañana, es calvario y paciencia, acopio de energías en el río de la lenta multitud. Tenía que ir Begoña a unos grandes almacenes situados en la calle de Preciados, junto a la Puerta del Sol, y su coche, entre esfuerzos y frenazos, en un aliento de aceleración y en sofoco continuo, dejó atrás el Palacio Real, antigua sede del Alcázar, ni lo miró, la historia de España permanecía entre sus muros, dobló el coche justo al otro lado de la Cuesta de la Vega, cuando guiñó en verde el semáforo de la calle  Mayor. Begoña Azcárate pisaba con los neumáticos de su automóvil gran parte antigua de la capital, planos, conventos, puertas famosas y desaparecidas, como la de Guadalajara, por ejemplo, polvo en fin, aire, pisaba sepulturas y difuntos. Las ciudades tienen una vida propia y los siglos pasan sobre ellas, las cambian y modifican, las transforman y a veces quedan embellecidas por las costumbres y los usos o en cambio, otras veces, las afean. Son urgencias de la población, tráficos y tráfagos, las edades de la historia hacen de Madrid, como de cualquier otra capital del mundo, que los muertos ilustres se hundan aún más y se desintegren, y que los vivos crean que su vivir es para siempre y vivan el instante eterno de las compras, flujo de automóviles angustiados, gentes que van y vienen por las aceras, peleas, amores, rencores, desatinos. La calle Mayor pareció que era de aquella hora, pero sus viejos, venerados y vetustos caserones daban fe de todo el trazo de Madrid, la fina raya de la mano llena de escaramuzas del pasado, denostadas costumbres, alegrías del vivir, soplo del tiempo. Nació el número uno de esta calle  Mayor de Madrid en plena Puerta del Sol, donde a mitad del siglo XX se alzaba la Dirección General de Seguridad, seguridad siniestra de lóbregos calabozos policiacos que se cerraban a  golpe de gruesos y sonoros cerrojos, bajó la calle sus números hasta la otra calle final, la de Bailén, por donde ahora ascendía el coche de Begoña, pero ese número uno de la calle Mayor había nacido varías veces, lo había modificado el urbanismo y las ordenanzas, mejor aún las necesidades de la capital, las ciudades tienen tantas necesidades como los hombres. Begoña Azcárate, navarra, delgada, expresiva, muchas veces exagerada en sus gestos, gesticulante y expansiva, nunca pensó aquella mañana de mayo en estas cosas, Sus Majestades los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, monta tanto y tanto monta, como decía al leerla al revés la célebre divisa, habían pasado largas temporadas en Madrid, y de aquel brujulear de miniaturas en los planos antiguos, quedaron para la memoria de los historiadores casitas como vistas desde la luna. Adelantaba a duras penas el automóvil azul de Begoña por la calle Mayor y era sorprendente el bullir de la ciudad cuando en tiempos pasados Madrid quedaba acordonada y reducida, acosada y sitiada por los campos vecinos. Dónde estaban ahora esos campos, las ermitas, los caminos de arbustos, hacia dónde ir para encontrar espacios libres. Carlos lll no sólo había convertido el Alcázar en Palacio Real sino que derribó muros viejos, aspiró hasta el corazón de la urbe varios arrabales. No llegaría Begoña Azcárate  esta mañana  de mayo ni hasta la Carrera de San Jerónimo ni hasta el Prado, en donde uno de los guardas del Museo, Juan Luna Cortes, hoy no libraba, únicamente tenía que pasear y pisar las salas, observar cuadros y vigilar seguridades y aparatos de incendios, el día anterior no había acudido, los lunes estaba cerrado el Museo, son las mujeres de la limpieza las que los lunes frotan con paños y bayetas los suelos, mojaban en agua  sus modernas escobas y sacaban lustre a las losetas veteadas, marcos, colores, bronces; no las miraban, bastante tiene el arte con dejarse mirar, que para eso está, los artistas crearon de la nada obras para contemplarse, Juan Luna Cortés, por ser lunes, por estar cerrado a visitantes y guías el Museo, aún no podía suponer, jamás podría imaginar que al día siguiente Ricardo Almeida García iba a herirse e ingresaría en un sanatorio. Amparo Domingo, que vivía  en la calle de Olite número 14, tercero izquierda, letra D., en Bellas Vistas, cerca del  barrio de Tetuán, en una casa tan empequeñecida por los gigantescos enseres que parecía una cursi casa de muñecas, se levantaba todo el año antes del alba, y lavada y vestida hacía rápida la comida para Onofre Sebastián, su marido, el marido era camarero en la cafetería “Nebraska” de la Gran Vía, casi frente por frente a la calle de San Bernardo, y le gustaban las cosas bien hechas, temblaba cuando oía sonar un plato roto porque él tenía que pagarlo, no por el sonido, que lo conocía muy bien, recogía los pedazos con paciencia, cada partícula era un golpe en su cartera, no entendía nada de aquellas litografías y papeles pegados en las paredes que Amparo Domingo traía del Museo. Estoy harto de tus pintores, decía, más te valía aprender a hacer bien un cocido, que a no ser por mí hace años que no lo comeríamos, sobra aquí ese Greco, y ese Ribera, y ese que llamas Zurbarán, y el Murillo, gracias que yo me traigo sobras, si no nos alimentaríamos nunca. De las cocinas de “Nebraska”, por servir allí  desde el año setenta, le dejaba el encargado a Onofre Sebastián llevarse sobras a casa, sobre todo emparedados y jamón de York, eso lo consiguió Onofre a los cinco años de estar sirviendo, cinco primeros años de chaquetilla crema y de pantalón negro, primeros cinco años de corbata de pajarita y de meter las manos bajo los grifos, acudir a todo, colocar con esmero los cubiertos, secarlos antes, contar cucharillas, tenedores y cuchillos. Un camarero, le explicaba Onofre a su mujer en el sofá cuajado de pañitos bordados a mano, tiene un horario muy justo y ha de estar muy atento, no es como tú, si yo no pongo en fila y por tamaños las botellas y no sé dónde está exactamente la mostaza, las vinajeras, los saleros, los zumos de tomate y los paquetes doblados de servilletas de papel, estoy perdido.”

José Julio Perlado—-“Ciudad en el espejo’

(Continuará)

TODOS  LOS  DERECHOS  RESERVADOS

(Imagen— Jerry Grabowski)

CIUDAD EN EL ESPEJO (20)

“Pasó el ángelus de ese martes de mayo cerca de la Virgen de la Paloma, a la que había venerado con constancia dos reinas, Maria Luisa de Parma e Isabel ll. Pasó el ángelus con sus Santas Marías y sus Aves Marías cerca de la Virgen de las Maravillas y entró también como soplo de viento no lejos de donde ahora seguía el coche de Begoña Azcárate avanzando, llegó hasta la Virgen de las Carboneras, en la plazuela del Conde de Miranda, casco del Madrid viejo,  antiguo casco de la capital de España, iglesia recogida y casi ensimismada en sus muros, nada lejana a la Plaza de la Villa, en la que se erguía actualmente el  Ayuntamiento, las ciudades, a veces, se cubren de cascos guerreros o pacíficos para envolver cabeza y pies,  cabeza y planos, bronces que protegen su estructura, armadura de piezas tan firmes y bruñidas que el envite del tiempo no logra empobrecer. Juanita Miranda “ la andaluza” había marchado el lunes al frente de su ejército de mujeres limpiando la planta baja del Prado, había pasado frente al salón de actos del Museo y entró en las salas dedicadas a la pintura española del siglo XV, era mujer diminuta y nerviosa, temperamental, hembra de arrestos, había casado con su marido hacía veintitrés años,  conocía el mundo, y a veces, mientras tomaba el bocadillo hacía las once de la mañana refugiándose todos los grupos de mujeres en cuartitos reservados, daba consejos a la más débil y a la vez más extraña de todas, a Eugenia Fernández, la separada del teniente de infantería, Julio Ramón Ortega, nacida ella en la Granja y actualmente residiendo en El Pardo. Tú tienes que aguantar, Eugenia, si a tu hija no la ves, ya vendrá a ti, son egoístas los hijos, buenos pero egoístas, eso los que salen buenos, le decía, Pero es que tú no tienes hijos, Juani, le respondía crispada la otra, tú no sabes lo que es que ella te llame sólo para pedirte dinero, no sé ni dónde está, es que no tiene para eso a su padre, decía Eugenia, o es que su padre no la ve, es que él no tiene un sueldo, porque sí, sí tiene sueldo, y además la ve, que no sé lo que él le ha dado.

 

 

Cecilia Villegas Lucín, nacida en León, a punto de retirarse con sus ahorrillos, callaba y comía, había ya visto demasiado en la vida y contemplaba discutir a las dos, se sentaba cansada en una banqueta y no miraba demasiado su principio de varices, despreciaba sus piernas y su figura, había enterrado a su marido, Antonio Fuertes Bendito no hacía año y medio, bendito Antonio que tanto la había hecho sufrir, se había escapado varías veces su Antonio con bailarinas y actrices de medio pelo, le perdonó cada vez, al fin Antonio Fuertes se estampó una noche con su coche contra una tapia en la carretera de Extremadura, a la altura de Campamento, y quedó inválido de las dos piernas, lo cuidó y lo amparó, lo mantuvo gracias a la pensión de invalidez de él y al trabajo de ella  en el Museo, al fin lo enterró piadosamente, y a pesar de cuanto había sufrido le lloró mucho, y aún ahora, por las noches aunque ella nada contaba, tan discreta era que su historia matrimonial no la sabía bien mas que su espejo, aún ahora en las noches le lloraba desesperada, volcada sobre el catre que le prestó su hermana, hay lloros profundos en Madrid que son intensos y que apenas se notan, difícil es percibirlos a no ser que el oído de la ciudad preste atención al estremecimiento de estos pliegues del sueño, tal era el lloro de esa mujer de sesenta años, Cecilia Villegas, “Ceci” para los amigos, que los lunes, al limpiar, mordía su bocadillo de mortadela y abría su termo de café con leche no lejos de la sala de pintura española del siglo XV, mientras la pátina del tiempo pasaba en volutas sobre los cuadros. Era siempre el tiempo el que parecía pasar y no pasaba, cruzaba de puntillas el dintel desde el tiempo de los muertos.

 

 

Un arte de espectros, le dirá esta tarde con énfasis Ricardo Almeida al médico, son unas  actitudes funerales y una técnica, doctor, para un arte eternamente sepultado, repetirá solemne el guía del Prado ante el psiquiatra don Pedro Martinez Valdés cuando éste le siente en su despacho. Pero es que sólo piensa usted en la muerte, le interrogará el médico, la muerte tanto le obsesiona, le insistirá el psiquiatra. Yo no le hablo de la muerte, don Pedro, le dirá asombrado Ricardo Almeida, yo le hablo de lo que estudié, de la muerte en el arte, es decir, del tiempo de los muertos. A Ceci Villegas Lucín, o a Cecilia Villegas, que de ambas maneras se la puede llamar,  viuda de Antonio Fuertes Bendito,  no le impresionará en cambio la muerte el lunes de mayo que limpie el Museo, sentada y prácticamente derrengada sobre una banqueta muerde su bocadillo de mortadela y bebe a sorbos su café con leche, ha desenroscado la tapa de su termo y piensa unas veces en su Antonio juerguista y que al fin de sus días se quedó paralítico, y otras cuenta cuidadosa y amorosamente los meses que le quedan para retirarse. Once meses, tres semanas y dos dias, Ceci, se dice a sí misma ante el pequeño espejo de su pequeño cuarto, vive en un entresuelo en la calle de Tendis número doce, en el distrito de San Isidro, por la calle de Tendis y subiendo la calle de Valdecelada, ascendiendo enseguida por la calle Carlos Dabán se llega hasta la Vía Carpetana, y doblando a la derecha, esa Via Carpetana alcanza pronto las tapias del cementerio de San Isidro. Ese entresuelo de la calle de Tendis número doce que le prestó su hermana huele siempre a cerrado y a rancio, allí  estuvo sentado ante la ventana y a la altura de la acera, mirando sin ver la vida del barrio, sus ojos mansos como cordero casi degollado, Antonio Fuertes Bendito, fontanero de profesión, que ganó mucho dinero en la vida a base de chapuzas y de arreglos, y que trabajó y se divirtió de lo lindo, que no se perdió una verbena madrileña y que bailó incansable en El Barrio de La Latina y en ciertos cuchitriles de la Plaza de la Cebada, junto al Mercado. Ceci recuerda que su Antonio solía ir al Mercado muchos días muy temprano le atraían las bombillas sobre pintorescas pescaderías madrileñas, siempre le atrajo aquella luz resbalando por el lomo y las escamas de las pescadillas brillantes y muertas, sus cabezas abiertas entre trozos de hielo, el mostrador de aquel Mercado que proseguía  en un barrio típico de la capital, el Mercado lleno de gritos y voceo. Mi Antonio, se decía Ceci Villegas mirándose al espejo y hablándose a sí misma, odió siempre el gigantesco Mercamadrid de las afueras actuales, no quiso verlo, él disfrutaba en las tabernas de la calle de Calatrava, y aún me acuerdo, se repetía Ceci Villegas por las noches, llorando desconsolada, mis cumpleaños en “Casa Paco”, en la plaza del Cordón.”

 


Ha pasado ya el coche de Begoña Azcárate en este martes ocho de mayo no lejos de la Plaza del Cordón, hace tiempo que fue dejando atrás los comercios de la calle Mayor y que entró en la Puerta del Sol, fue pacientemente buscando lugar y sitio en un aparcamiento subterráneo cerca de unos grandes almacenes de la calle de Preciados. Eran algo más  de  las doce y no se puede describir la vida simultáneamente en libro alguno. Van las existencias vestidas con sus trajes, habitan en sus propios disfraces de diverso tamaño y colorido, camina por un pasillo del sanatorio del doctor Jiménez el psiquiatra don Pedro Martinez Valdés, sube una escalera mecánica Begoña Azcárate, los peldaños parece que se comieran a sí mismos, van tragándose sus entrañas, sus rendijas y ranuras, las fauces dentadas de los peldaños de esta escalera mecánica dan la impresión de una portentosa máquina que girara transportando a la gente, las cosas que se inventan en este fin de siglo, cuántos siglos quedarán para que se acabe el mundo,  llevamos veinte siglos desde Cristo y no se cuentan los que quedaron amontonados en la historia anterior y en la prehistoria, a Onofre Sebastián en su trabajo de “Nebraska” le ha llegado la hora de poner los manteles y hacer señas, silbos, suaves pitidos a sus compañeros cuando encarga algo de cocina, gambas, callos, riñones, langostinos, sesos, mollejas, un plato combinado, pero es por la Plaza de la Cebada y por la Plaza Mayor y bajo sus arcos donde se fríen suculentos calamares  y el olor de los fritos entra por el olfato madrileño, aún no hay turistas en la capital, no llegó el desembarco de las lenguas, los mapas y los pantalones cortos, cuando los turistas lleguen a la capital de España perderán sus vergüenzas y mirarán bien y sin timidez la lista de los precios. Eran algo más de las doce de aquel día de mayo y por las dos Cavas, calles estrechas llamadas de la Cava Alta y de la Cava Baja, restaurantes famosos, cada uno a su quehacer y a su oficio, cocineros en las trastiendas o en los sótanos con sus blancos gorros y sus hábiles manos, que los hombres parecen más diestros que las mujeres cuando se disponen a tales faenas, cortan carnes y pescados y ordenan las mezclas de las salsas mientras vigilan el hervir de las cazuelas gigantes, más parecen capitanes de barcos que otra cosa, dueños eficaces al mando de ejércitos. Vivía por entonces un rey Borbón que a veces escapaba con sus amigos hasta “Casa Lucio”, un restaurante de la Cava Baja, y el dueño lo sabía y preparaba y disponía cubiertos, extendía manteles de cuadros blancos y rojos como rojo era el vino de las botellas que reposaban en las bodegas, blanco, rosado y aquel vino tendido tal como si durmiera, bodegas casi a oscuras en el fondo mismo de Madrid, quietud de sus entrañas, añejas cosechas que provenían de distintas comarcas españolas, fluir manso de vapor en sus grados que aguardaba salir y desbordarse, caer en copas y arder en sienes y colarse en estómagos. Luisa Suárez Amores, otra de las limpiadoras del Prado, viuda y con dos hijos a los que había sacado adelante limpia y honestamente, chico y chica, Cayetano y Paloma respectivamente, presumía de haber nacido en el centro mismo de Madrid, no en el actual centro al que algunos se referían hablando del kilómetro cero de España, aquel marcado en las  baldosas de la Puerta del Sol y bajo el famoso reloj, sino en el centro más antiguo, es decir por donde ahora discurría la calle de Segovia, apartado aquel lugar del río Manzanares, que para poco había servido, y apartado también de la gran mole blanca del Palacio Real, nido y nudo ese trozo de la calle de Segovia de la historia más remota de la ciuda,d, del origen de Madrid, matriz y madre de aguas. La capital, ahora, a finales del XX, extendía humos, vahos y vapores, y su aire delgado, fino y delicado, aquel clima que por ser tan sano había compuesto el cuerpo de muchos monarca y vasallos durante varias épocas, aquel clima célebre por el bienestar que derramaban sus cielos, había quedado envenenado por la polución y una capa impalpable pero espesa y grasienta abarcaba ahora la anchura de aquella  capital que en otros siglos fue tan salubre. Luisa Suárez Amores, que el lunes también limpió el Prado, era mujer muy alta, seca en apariencia, firme de compostura, valerosa y decidida. Había quedado viuda muy joven y vivía no lejos del Puente de Segovia, en la calle de Segovia número ciento veinte, a un paso tenía los jardines de las Vistillas donde los veranos brillaban en verbenas costumbristas los aires de la noche. Muerte extraña había sido, muerte extraña y repentina la de Julián Cibeiro Cardoso, su joven marido nacido en Cambados y llegado a Madrid, gallego silencioso y falto de humor, que pocas cosas dijo en su vida y que murió en la cama de madrugada,  junto al cuerpo de Luisa, desgraciadas y tristes son esas muertes mudas, todas las muertes lo son, él era el hijo único de  unos pobres campesinos a quien habían dejado estrecho capital, la madre  de Julián, Rosa Cardoso, había recorrido una y otra vez durante años, vendiendo la fruta y las patatas que sacaban de la huerta, desde Cambados hasta Villanueva de Arosa y desde Villanueva de Arosa hasta Cambados.”

 

José Julio Perlado —“Ciudad en el espejo”

 

(Continuará)

TODOS  LOS  DERECHOS  RESERVADOS

 

(Imágenes—1-  C L Frost/ 2- Yoko Akino/ 3- Rem Jasón Rohlf)

VIEJO MADRID (82) : RETRATO DE UN REY

 

 

“No hay príncipe que viva como el rey de España Felipe lV,  todas sus acciones  y todas sus ocupaciones son siempre las mismas y marcha a paso tan igual que día a día sabe lo que hará durante toda su vida. Se podría imaginar que se rige por una ley que le obliga a no dejar jamás de hacer lo que tiene por costumbre.”

 

 

Lo cuenta el viajero Antoine de Brunel en 1655.

”Así pasan las semanas los meses, los años y todas las partes del día, no traen cambio alguno a su régimen de vida ni le hacen ver nada nuevo, pues al levantarse, según el día que es, sabe qué asuntos debe tratar y qué procede estar. Tiene sus horas para audiencia extranjera  y otras para la del país, y para firmar lo que concierne al despacho de sus asuntos y de su dinero, para oír misa y para tomar sus comidas, y me han asegurado que ocurra lo que ocurra permanece fijo en este modo de obrar. Todos  los sábados va a una iglesia que está al final del Prado Viejo, llamada Virgen de Atocha, a la que tiene particular devoción. Todos los años acude por el mismo tiempo a sus casas de recreo y se dice que sólo una enfermedad grave  puede impedirle retirarse a Aranjuez, a El Pardo o a El Escorial, en los que acostumbra a gozar del aire del campo. En fin, los que me han hablado de su humor dicen que corresponde a su rostro y a su porte. Usa de tanta gravedad  que anda y se conduce  con el aire de una estatua. Los que se acercan, aseguran que cuando le han hablado, no le han visto jamás cambiar de asiento ni de postura: los recibe , los escucha y los responde con el mismo semblante, no habiendo en su cuerpo nada movible sino los labios y la lengua.”

 

 

(Imágenes-1- Palacio Real de Madrid – museo de historia de Madrid / 2-  palacio Real – siglo XVll – Biblioteca virtual Miguel de Cervantes /3.- Felipe lV- casa real de España)

EL REY Y EL LAVATORIO DE LOS PIES

 

 

“ En la tarde del Jueves Santo – escribe Gutiérrez Solana en “Madrid, escenas y costumbres”  – se hace en Palacio la ceremonia del lavatorio de pies a los pobres. Con capas, bastón y sombrero de copa entran en Palacio. Los pobres se sientan en sillas bajas, se quitan las botas y se arremangan los calzoncillos. El Rey se sirve de una jarra y una jofaina, en la que meten los miembros, ya lavados de antemano con estropajo, y después se los seca con una toalla. A los mendigos favorecidos con este acto de humildad se les regala el traje, que acaban de estrenar para presentarse en Palacio, y se les obsequia con un cesto de comida y una bota de vino a cada uno.

(…) El Viernes Santo el Rey suele conceder el indulto a varios condenados a garrote o a la horca (…) En la mañana del viernes, muy temprano, bajan largas filas de romeros por la Plaza de Oriente, camino de la Princesa, a la Cara De Dios, al final de la plaza de los Afligidos, y entran en la capilla del Príncipe Pío en la que se venera la Santa Faz.

En la plaza, puestos de vino y de rosquillas; las mujeres, con mantones de Manila; las buñolerías y el vocear de los vendedores con mostradores de tijera con aleluyas y cromos de la Cara De Dios; los monigotes de cartón, las banderas y los globos, el tránsito y la aglomeración de gente dura hasta el mediodía, en que empieza a sentirse el cansancio”.

 

 

(Imágenes – 1-Palacio Real- skyscrapecit/ 2- Palacio Real – 1887 – donado por Santiago Saavedra – archivo)

COCINAS REALES

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Se anuncia estos días que las cocinas del Palacio Real de Madrid van a ser abiertas al público de modo excepcional, como así ocurre en muy contadas ocasiones. Las cocinas se encuentran en el sótano, a varios tramos de escalera por debajo del comedor de gala; disponen de los clásicos fogones de carbón ; en un extremo de las cocinas se encuentra el depósito de este combustible, y puede verse la carretilla con que se traslada. Aparecen varias pilas de piedra y centenares de utensilios de cocina de cobre – fuentes, moldes de repostería, etc-, así como varios morteros gigantes, paelleras gigantes y varios calientaplatos decorados con el escudo real que intentan mantener el calor de los alimentos dada la distancia entre las cocinas y el comedor. Hay igualmente una nevera que funciona con grandes bloques de hielo. Y un enorme horno del tamaño suficiente como para asar corderos o terneras enteros.

 

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Contemplando ese enorme horno y remontándonos con él en la Historia, el siglo XVlll nos evoca un instrumento nuevo que significará mucho para la revolución gastronómica: será el gran horno llamado «hortelano«, provisto de doce a quince fuegos. Con un escalonamiento en la intensidad de los fuegos, con él se podía lograr la cocción lenta, la cocción viva, las largas ebulliciones o la espera a fuego dulce. Asimismo permitía la preparación simultánea de los platos y  Jean -Francois Revel, cuando compendia la historia literaria de la sensibilidad gastronómica, recuerda que a partir de esa época, la redacción de las recetas cambia. El horno permitía entregarse a nuevos preparativos, mientras una primera batería del plato iniciado empezaba a hacerse. El plato, incluso cocido a fuego lento, deja de ser una especie de receptáculo de cocción único, al que se añaden más o menos progresivamente cosas, sino que se prepara eventualmente en varias cacerolas y por separado.

 

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«La cocina – sintetizará Revel – es un perfeccionamiento de la alimentación, la gastronomía es un perfeccionamiento de la cocina misma» y destacará y elogiará el prólogo a la obra de Francois Marin (1739), cocinero de Mme de Grèsves, en la que puede leerse: «la ciencia del cocinero consiste en descomponer, en hacer digerir y en quintaesenciar las viandas, en extraer los jugos alimenticios, sin embargo ligeros, en mezclarlos y fundirlos juntos, de manera que nada domine y todo se aprecie, en conseguir por último esa unión que los pintores dan a los colores para homogeneizarlos, de tal forma que de distintos sabores no resulte más que un gusto fino  picante, y aún me atrevo a decir una armonía de todos los gustos conjuntados. En esto radica la finalidad de este oficio y la gran obra relacionada con la cocina«.

 

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(Imágenes.- 1.-letaldinstudio com/2.-Claude Monet/ 3.-Helene Schjerfberck/ 4.- Dick Ket)

VIEJO MADRID (55) : EL LAVATORIO DE LOS PIES

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«En la tarde del Jueves Santoevoca Gutiérrez Solana en su «Madrid. Escenas y costumbres» – se hace en Palacio la ceremonia del lavatorio de pies de los pobres. Con capas, bastón y sombrero de copa entran en Palacio. Los pobres se sientan en sillas bajas, se quitan las botas y se arremangan los calzoncillos. El Rey se sirve de una jarra y una jofaina, en la que meten los miembros, ya lavados de antemano con estropajo y después se los seca con una toalla (…) A los mendigos favorecidos con este acto de humildad se les regala el traje, que acaban de estrenar para presentarse en Palacio, y se les obsequia con un cesto de comida y una bota de vino a cada uno.

 

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(…)  Después del regreso de la procesión a la parroquia de San Ginés, de cuyas paredes en el patio cuelgan valiosos tapices, la gente pasea por las avenidas, calles del centro de la villa y calle de Alcalá, convertida en paseo, en vez del ordinario rodar de los coches; el rumor de las conversaciones animadas y el arrastre de los pasos resuena como un zumbido, y los paseos de Recoletos y el Prado están muy animados, con hileras de sillas y puestos de refrescos, en donde se sientan las hermosas mujeres, y ríen, abriendo los abanicos junto a su pecho, entre el parpadeo de los ojos, que brillan acariciadores».

 

Palacio Real de Madrid-bbnnu-spain info

 

(Imágenes.-1.-Palacio Real de Madrid.-nyu/ 2.-Palacio Real- hdpic-org/ 3.-Palacio Real- spain.info)

VIEJO MADRID (36) : EL «DOS DE MAYO» VISTO POR UN NIÑO

Goya.- 4455t.- el tres de mayo de 1808.- los fusilamientos en la montaña del Principe Pio

«Las diez poco más o menos, serían de ella, cuando se dejó sentir en la modesta calle del Olivo la agitación popular y el paso de los grupos de paisanos armados, que con voces atronadoras decían: «¡ Vecinos, armarse! ¡Viva Fernando Vll !» Toda la gente de casa corrió presurosa a los balcones, y yo con tan mala suerte, que al querer franquear el dintel con mis piernecillas, fuí a estrellarme la frente en los hierros de la barandilla, causándome una terrible herida, que me privó de sentido y me inundó en sangre toda la cara. Mis padres y hermanitos, acudieron presurosos al peligro más inmediato, me arrancaron del balcón, me rociaron, supongo con agua y vinagre (árnica de aquellos tiempos), me cubrieron con yesca y una pieza de dos cuartos la herida y me colocaron en un canapé, a donde volví entre ayes y quejidos lastimeros.»

Sorolla.- ttyyh.- defensa del Parque de Monteleón.- Joaquín Sorolla

Quien cuenta todo esto es el gran escritor costumbrista español Ramón de Mesonero Romanos en sus «Memorias de un setentón«. Tenía Mesonero entonces – el Dos de Mayo de 1808 – cinco años. «Tal vez ningún cronista de ninguna época-  escribí yo al prologar hace años esas «Memorias»– se hubiera atrevido a trasladar una fecha tan señalada de la Historia de España haciendo uso casi únicamente de impresiones subjetivas – hasta para algunos limitadísimas – como son los coloquios familiares escuchados por un pequeño niño. Y, sin embargo, Mesonero escoge precisamente esa fórmula de expresión para dar fe del dramático alzamiento. Los diálogos y las acaloradas disputas de sobremesa que en casa de Mesonero se sucedían, aparecen tan jugosa y naturalmente vertidos, que ellos mismos nos ofrecen una nítida imagen del apasionante suceso. Como digo, tenía entonces el escritor cinco años, y como infante que era, no podía lógicamente interpretar ni comprender el alcance del acontecimiento. Pero su memoria nos ha dejado intactos muy diversos rasgos ambientales que nos ayudan en forma sorprendente a conocer el interior del hecho: gritos, coplas, tumultuosos debates y carreras y confusión por doquier nos retratan vigorosamente, como en una película trepidante, la vibración de ese día; la Historia está observada desde un rincón minimizado, a través de una minúscula pupila, y sin embargo captando en cada instante lo más preciso y lo más pintoresco. Mesonero, acabando el capítulo, se verá obligado a exclamar: «¡ Qué noche, Santo Dios! Setenta años se cumplen cuando escribo estas líneas y siglos enteros no bastarían a borrarla de mi memoria!»

Goya.- rrtth.- el Dos de Mayo e 1908.- la carga de los mamelucos.- Francisco de Goya.-1814.-Museo del Prado

Y poco después, al describir el inquieto rostro del nuevo día, su pluma, frente a la mañana del 3 de mayo de 1808, cobra otra vez un ardiente fulgor: tomando el hilo de la atropellada narración que en aquellas horas daba a conocer a toda la familia el amanuense de su padre,  («decía haber visto a las mujeres por bajo de los caballos para hundir en sus vientres las navajas, y encaramarse a los hombres a la grupa de los mismos para hacer a los jinetes el propio agasajo») ,  llegan los recuerdos de Mesonero a Palacio, bajan a la Puerta del Sol, entran hasta el Parque de Monteleón, donde se precipitan las horribles venganzas, y en fin, dejan para siempre plasmado un Madrid desconcertante y atroz: ese Madrid inmortalizado por la paleta de Goya, que asomará entre las páginas de estas «Memorias» como un gran cuadro literario, de crudo colorido, en el que permanece abierta la herida de una revolución.»

Goya.- 4gguui.- versión de El tres de mayo de 1808 en Madrid- en grafiti en Madrid.- wikipedia

(Imágenes:- 1.- Francisco de Goya.- tres de mayo de 1808.-los fusilamientos en la Montaña del Príncipe Pío.- Museo del Prado/ 2.- Joaquín Sorolla.- Defensa  del Parque de Monteleón.- obtuvo en 1884  una medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes/ 3.- Goya.- el dos de  mayo de 1808.- la carga de los mamelucos.- Museo del Prado / 4.- el 3 de mayo de 1808 en Madrid.- grafiti en Madrid.- wikipedia)

VIEJO MADRID (26) : VOCES DE LA PLAZA DE ORIENTE

Me detengo ante esta puerta del Palacio Real y oigo la voz de los historiadores: “Nacimientos, bautizos, bodas y muertes de Reyes y Príncipes, levantamiento contra los franceses; visita de Napoleón a su hermano el Rey José; restauración fernandina; baile de las Constituciones; camarillas, ecos de revueltas populares; una dinastía – la de Saboya – que dura dos años; Alfonso Xll, la Regencia; “turno pacífico” de partidos; guerras coloniales; crisis y componendas; Marruecos; guerra mundial; Dictadura…España entera ha vivido doscientos años pendiente de lo que en este Palacio hubo de decidirse». Es la voz pausada de Sánchez Cantón que marcha conmigo, que pasea conmigo, voz que va pisando luces y sombras, que contempla cerrados vemtanales.

«En la Nochebuena de 1734 – me sigue recordando la voz – se inició un incendio que destruyó el Alcazar de los Austrias. El 6 de abril de 1738 se puso la primera piedra del Palacio Nuevo. El 1 de diciembre de 1764 durmió en él por primera vez un Rey – Carlos lll -.El 14 de abril de 1931, al caer la tarde, salió de aquí, camino del destierro, Alfonso Xlll

Luego la voz da una vuelta conmigo por la esquina del tiempo y el tiempo me trae carruajes de memoria, explanadas antiguas, piedras venerables. Hay una palidez amarilla en el cielo de Madrid porque estamos ya en un febrero perpetuo, uno de esos febreros de fina lámina cubriendo tejados y columnas, ocultando casi la ciudad.


Camino luego siguiendo a esta otra voz que viene, y cuando ella se detiene ante las estatuas reconozco la voz de RAMÓN desde el fondo de  la greguería, inventando la historia de los Reyes: «Era un día de fiesta interior y los Reyes de la Plaza de Orienteme dice Gómez de la Serna – se habían puesto sobre su capa de piedra un manto de armiño que los borraba bajo la borrada tierra, todos reyes armiñados, todos nada, todos sólo lo que de inmortal tiene el corazón recóndito de España». Y sigue Ramón hablándome desde su novela «Las tres gracias«: «A la de Santiago sí bajaban varios días, porque era la de su barrio y los reyes de piedra se ponían alegres y a veces se prestaban a que les pasasen un alambre por el cuello para sostener las grandes bombillas de la fiesta» .

Verbenas, fiestas, silencios, el viento cubriendo febrero y la Plaza que nos abandona…

(Imágenes: 1 y 3.-Palacio Real y Plaza de Oriente.-febrero 2011.-fotos JJP/2.-Palacio Real en 1887.-.Archivo fotográfico de la Comunidad de Madrid.–donado por Santiago Saavedra)

VIEJO MADRID (25) : FIGURAS EN BRONCE

De vez en cuando permanecen en las ciudades figuras en bronce que están ahí, clavadas en el tiempo, hieráticos recortes separados de los viandantes, perfiles escultóricos como recordatorios o preguntas. Desde hace varios años, en Madrid, en la calle de la Almudena, no lejos del Palacio Real, aparece un hombre apoyado sobre una barandilla. Algunas gentes dicen que está mirando las ruinas invisibles de una antigua iglesia , pero otras creeen que está asomado al vacío del paro, contemplando donde existió trabajo, escoltado por la soledad. Espera y espera que pasen las ruedas del vacío pero sólo pasa el sol y la lluvia sobre sus espaldas.

En otro lugar de Madrid, en el barrio de Malasaña, al costado de la Corredera Baja de San Pablo,en la plaza de San Ildefonso, el bronce de la figura de una niña lleva desde hace más de diez años la carpeta con todos sus apuntes de ilusiones. Sus pies no se despegan de un suelo de realidad. Anda y anda sin moverse del sitio, cruzan los comercios a su lado, bajan las aceras, vocean los gritos de patio a patio y de casa a casa. La niña sigue imperturbable creyendo avanzar siempre, y avanzará, sí, sin duda avanzará.

El hombre agarrado a la barandilla en la calle de la Almudena no puede imaginar que en esa esquina de la pequeña calle estaba – hace ya casi cinco siglos – el palacio de la princesa de Éboli, doña Ana de Mendoza, la hermosa tuerta de quien tan apasionado se hallaba Felipe ll. Aquí también mataron de una estocada a Juan Escobedo, secretario de don Juan de Austria.

La niña que camina sin moverse por el bronce en esta Plaza de San Ildefonso tampoco puede imaginar que a pocos pasos, tras unos árboles, tenía su vivienda Rafael Mengs, pintor del Rey.

La Historia y la Pintura les contemplan.

(Imágenes:-1 y 3.-calle de la Almudena/ 2, 4 y 5.- Plaza de San Ildefonso.-2010 y enero 2011.-fotos JJP)

VIEJO MADRID (18 ) : LAVADEROS DEL MANZANARES

En mis paseos por el tiempo sobre este Madrid de la Historia contemplo en la distancia el perfil borroso del Palacio Real y me parece ver en el cielo el célebre Plano de Texeira, de 1656, sobre cuya superficie me va conduciendo María Isabel Gea con sus palabras: «Los lavaderos – informa la periodista, especialista en Madrid -constituían una sucesión de casitas o chozas de caña situadas junto al puente de Segovia que protegían a las lavanderas de los rayos del sol en verano. Éstas cavaban en la arena unos hoyos – los lavaderos – donde retenían el agua del río. La ropa se tendía en largas filas paralelas de pértigas».

Ya en el siglo XX, Juan Martínez Gómez (Juanito), que fue primero limpiabotas en el Ateneo y luego pasó a bedel, publicando  sus» Estampas de aquel Madrid querido» en 1977, recordaba que, en los primeros años del siglo XX,  en las casas de Madrid, se carecía de agua corriente. «El vecindario – evoca el autor – se suministraba del líquido elemento en las fuentes públicas. De esta labor se encargaba en gran parte los aguadores, hombres fornidos y casi todos gallegos. En las casas había una gran tinaja de barro adonde el aguador iba vaciando una cuba de madera que llevaba al hombro, encima de un cuero que le preservaba de la humedad. Al precio de cinco céntimos la cuba,  llenaba aquel depósito. Nació alrededor de todo esto la lavandera, que recogía la ropa sucia a domicilio y se la llevaba a lavar al río Manzanares, devolviéndola limpia y seca al sol».

«En la calle de la Solanacontinúa «Juanito« – vivía un matrimonio: ella era lavandera y su marido aguador. Antón, que era el nombre del aguador iba y venía cargado con una cuba y subiendo y bajando con ella a cuestas las escaleras. Pía, su mujer, era de la procincia de Burgos. Lavaba la ropa en el río. Desde muy temprano salía de su casa con su enorme saca de ropa que llevaba a la cabeza. Las lavanderas en el río tenían unas bancas de madera en las que se metían de rodillas, bancas colocadas a la orilla del Manzanares. Muchas veces la crecida del río inundaba las márgenes y a las bancas se las llevaba la corriente. Las lavanderas se colocaban en la cabeza un pañuelito que sujetaban con una horquilla para defenderse del sol. Se cantaban canciones unas  a otras mientras lavaban:

«A la orilla del río

sonaba el agua:

eran las lavanderas

repuñeteras

cuando lavaban».

Lope de Vega canta a su vez en «La moza del cántaro«:

«Tomé el jabón con tanto desvarío

para lavar de un bárbaro despojos,

que hasta los paños me llevaba el río,

mayor con la creciente de mis ojos.

Cantaban otras con alegre brío,

y yo, Leonor, lloraba mis enojos:

lavaba con lo mesmo que lloraba,

y el aire de suspiros lo enjuagaba».

Y Alonso Castillo Solórzano en «Jornadas alegres«, en 1626, dice también:

«Marginado Manzanares,

parece plana de niño,

con manchas de lavanderas

y borrones de coritos».

Vuelvo así, entre versos y recuerdos, caminando despacio y bordeando las lindes históricas del Palacio Real, hoy Palacio cercado por carreteras y edificios. Suenan mientras tanto las aguas en las modernas lavadoras. El tiempo va dando vueltas y vueltas, va envuelto en múltiples jabones, gira y gira tras el cristal.

(Imágenes:-1.-lavaderos del Manzanares/2.-Las ninfas del Manzanares.-30 de diciembre de 1897.-dibujo de Cecilio Pla en «La Ilustración Española y Americana».-cervantesvirtual/ 3.-Madrid desde el Manzanares.-Eduardo Vicente.-ciudad de la pintura)

VIEJO MADRID, 2009 (2)

Caaballo de Plaza de Oriente

Cuando avanzo en mis paseos por la Plaza de Oriente unos pajarillos penetran volando en el vientre del gran caballo montado por Felipe lV y encuentran rápidamente la muerte. Se ahogan en las dieciocho mil libras de bronce que pesa la estatua. No sé si eso es así, pero debiera serlo si se cree lo que cuenta Hartzenbusch en una de  sus Fábulas.

«Niños que, de seis a once,

jugáis en torno a la fuente

del gran caballo de bronce

que hay en la Plaza de Oriente»

Doy y doy vueltas al caballo. O el caballo me da vueltas a mí. Estuvo este caballo cerca de dos siglos entre los árboles del Buen Retiro. Copiado de un lienzo de Velázquez, el escultor italiano Pedro Tacca resolvió el problema del equilibro – cuenta Emilio Carrere – de acuerdo con Galileo Galilei. Quedó expuesta esta estatua en el estudio del artista y toda Florencia acudió a admirarla. Pero los pajarillos ahora me distraen. Siguen sobrevolando la muerte y la vida y en esta mañana de agosto vienen y van entre el suelo y el cielo, acuden a las llamadas del aire límpido y picotean migas invisibles.

Café de Oriente.-1

Entonces me siento en el Café de Oriente, en la realidad de esta mañana. Contemplo frente a mí el Palacio Real y veo en mi memoria los movimientos de aquel gran Baile de Palacio que describí en mi novela Lágrimas negras, páginas de surrealismo evocador:

Palacio Real.-A

«Abrió el Baile doña Trigidia, la flamante esposa del flamante nuevo ministro de Asuntos Exteriores, vestida con un traje largo de color granate y collar de brillantes, que evolucionó en los brazos de su marido en un vals a tres tiempos, con dos compases para seis pasos y un tiempo para cada paso. Salió del Comedor de gala, entró bailando en la Sala Amarilla, pasó a la Sala de Porcelana y se perdió en el Salón de Carlos lll. Inmediatamente después, doña Venecia, esposa del titular de Defensa, arrancó con su pie derecho hacia adelante y alzando su talón izquierdo, con la punta del pie derecho tocando el piso y trazando un cuarto de vuelta con su pie izquierdo, con su traje largo de terciopelo negro y conducida admirablemente por su marido, llegó con el vals hasta el Salón de Carlos lll, evolucionó lo que pudo en la estrecha estancia llamada Tranvía, se desplazó hasta el Salón de Gasparini, entró en la Antecámara de Gasparini, cruzó la Saleta de Gasparini y alcanzó brillantemente el Salón de Columnas. Le siguió con un traje verde de encaje doña Erasma, en brazos del nuevo titular del Aire, vestido de uniforme de gala, y los dos juntos dieron tres pasos de vals, luego una media vuelta, otros tres pasos más y una vuelta completa, cruzándose con doña Pomposa, llevada por el ministro de Marina, ella vestida con un traje negro estampado de flores, que pasó rozando a doña Acibella, de traje amarillo bordado, guiada por su marido, el nuevo titular de Educación, que cambió un saludo con doña Redenta, esposa del minstro de Obras Públicas, vestida de rosa estampado ella y él de frac con condecoraciones y que ya venían de vuelta de la Sala de Alabarderos, del Salón de Columnas y de la Sala de Gasparini. Todas las parejas se entremezclaron, destacando dos hermanas, Melchora y Gaspara, una en brazos del titular de Comercio y otra bailando con el titular de Industria – una con traje largo de terciopelo verde y otra de gasa marrón – que pasaron al lado de doña Eutropía, de gasa negro y conducida por el ministro de Agricultura, en el momento en que doña Centola, consorte del de Vivienda, se deslizaba junto a doña Raída, de beige grisáceo, alejándose hacia la Sala de Porcelana guiada por el ministro de Economía y viniendo desde la Sala Amarilla doña Domitila, con un traje marrón de terciopelo, llevada en flexibles arabescos po el titular de Información».

Palacio Real.-2

Así contemplo desde el Café de Oriente el Palacio Real. La realidad de la mañana me lleva hasta aquel baile irreal.

(Imágenes.- Madrid, agosto 2009.-: 1-Plaza de Oriente.- 2.-Café de Oriente.-/3.- Palacio Real.-fotos JJP)

ESTAMPAS DE LA PUERTA DEL SOL

Puerta del Sol.-A

Estos días que ha vuelto a levantarse una vez más  la estampa de la madrileña Puerta del Sol hasta horadar su vientre y abrir así nuevas y modernas galerías de comunicaciones futuras,  su historia  parece como si nos hablara desde el tiempo, murmurando desde sus cimientos y edificios, como así lo hacen muchas veces a los hombres las grandes ciudades.

Murmullos de la Puerta del Sol en guerra:

 Corpus Barga, el 1 de mayo de 1937, en «El mono azul» cuenta que «ya no transitan por su asfalto los coches que iban a Palacio, al Palacio Real o al Palacio Nacional; ni pasan por sus aceras las señoritas del barrio de Salamanca, que iban a San Ginés o a San Luis, o a comprar el postre a la calle Mayor, a la pastelería del Riojano. (…) Se han llevado también a los paletos, a los famosos paletos de la Puerta del Sol. Sigue habiendo ahora, más que nunca, boinas y pantalones de pana; pero los paletos no son ya paletos, son evacuados de guerra. Bajo el bombardeo, la Puerta del Sol ha quedado en poder de los vendedores ambulantes. Siempre han tenido algo de cantineros los vendedores de mechas, de cortaplumas y de anillos para los paraguas. Siempre han sido, naturalmente, vendedores de circunstancias. Ahora las circunstancias les han convertido en un verdadero ejèrcito. El ejército de Mercurio, que sigue siempre al de Marte.Puerta del Sol.-B

Allí encuentra el soldado la insignia – sigue Barga -, el pañuelo, el botón, el alfiler, la sortija, la fotografía que le hace falta. Sobre todo, el frasco de agua de colonia. La guerra huele mal: a todos los soldados de todos los tiempos les ha gustado perfumarse. Napoléon, perdido en las estepas de Rusia, se daba fricciones de agua de colonia todas las mañanas. En la Puerta del Sol abundan los puestos de perfumería.

Alguno de estos puestos anuncia terminantemente: «No hay jabón«. Es para que le dejen en paz los clientes civiles. Se trata de un puesto de guerra. El soldado no va a la retaguardia a comprar jabón; lo tiene en el frente. Lo que no tiene en el frente, lo que el soldado busca en la retaguardia no es lo que necesita, sino lo que se le ocurre. El mercadillo de la retaguardia de un ejército es la feria de la fantasía» («Paseos por Madrid») (Alianza)Puerta del Sol.-1970.-E Murmullos de la Puerta del Sol en paz:

En «La Mallorquina«, el tradicional local tan conocido, se puso al principio un despacho de pasteles, fiambres y botellas, con un saloncito interior para que en él las gentes se sentasen en sillas en torno a unas mesas y tomaran té, café, chocolate a la francesa y a la española, cerveza, vinos, pasteles variados, nunca mariscos ni caldo como el famoso de Lhardy. «Sus camareros- recuerda Aráujo-Costa -iban  correctamente vestidos de frac y hablaban francés. Los helados se servían no en copa y con copete, a la manera de los cafés, sino en unos platillos de cristal, que eran como conchas, colocados en un plato corriente de postre y con un bollito muy mallorquín, hecho de mantequilla y hojaldre. Para estos helados se usaban unas cucharillas en forma de palas, más cómodas y elegantes que las clásicas de los cafés, aovadas y ya vulgares a base de ser vistas. Y allí en «La Mallorquina» tomaban a veces su refrigerio de media tarde nada menos que don Francisco Silvela y don Raimundo Fernández Villaverde, ambos muy enlevitados, muy enchisterados, muy en su porte de ex ministros y ex presidentes del Consejo».

Puerta del Sol en paz, Puerta del Sol en guerra. Los murmullos de los edificios y de las calles cuentan siempre su historia, ahora más que nunca, cuando nuevamente han horadado su vientre en servicio de la comodidad y la velocidad.

(Imágenes:- 1.-Puerta del Sol en 1930/ 2.-Puerta del Sol antes de 1857/ 3.-Puerta del Sol en 197o)