LENTO ESCRIBIR

Lento escribir. Avanzo cada día cuatro o cinco líneas. Cada vez me acuerdo más de los pintores y de su trabajo. Cuando ellos pasan y repasan su mezcla de colores muy despacio con el pincel para ir consiguiendo el matiz de una sombra o perfilar o suavizar un tono, comprendo su paciencia reiterada que no decae hasta que poco a poco se va consiguiendo lo que quieren.  Vuelven y vuelven otra vez para conseguir el matiz o el claroscuro. O el efecto de luz. Así la escritura. Al menos así me ocurre en este relato. Hay que releer mil veces todo lo anterior, suavizar las fisuras, ir mezclando la historia de Japón con la invención propia, con la prosa que luego discurrirá y se elevará – espero – con sencillez. Por eso no se avanza a veces en toda la mañana más que cuatro o cinco líneas. 

Jose Julio Perlado

(Imágenes 1- Aku Maki /2- – Kawano Kaouro

(Imágenes- 1- Aku Magi/ 2-

HISAE Y LA APERTURA DE JAPÓN



 Estuvo Hisae en Paris largas temporadas dando charlas y clases y  tratando con diferentes artistas. Alternaba también con viajes breves a Japón. Casi sin darse cuenta  se había ido transformando en una especie de singular embajadora de Asia en Francia e incluso en otros países del continente europeo. Pero ahora era como si desde las costas del archipiélago donde ella había nacido se mirara con invisibles prismáticos la lejanía de las fronteras de Europa, intentando averiguar qué pasaba allí, qué se hacía allí dentro, en Paris o en Londres,  y a su vez, y también intrigados en esa búsqueda, desde las fronteras europeas, desde palacios y salones, y no sólo de políticos sino también de artistas como  aquel salón  de “La Maison de l’art”  que frecuentaba Hisae en París, se miraban  igualmente las  costas del lejano Japón con gran curiosidad por  conocer el interior de  ciudades como Kyoto , sus tradiciones seculares y sus tímidos avances de modernidad. Y Hisae iba advirtiendo todo aquello en cada viaje que hacía de Europa a Asia, y tanto al ir como al volver, sentía  alrededor de ella aquel cruce de curiosidades, ya que siempre le preguntaban en Paris por  los barrios de Kyoto y en Kyoto por los  barrios de  París.  Por eso, ante tanta curiosidad cruzada, no le extrañó, cuando en uno de sus estancias en el archipiélago, recibió una formal invitación para asistir a una gran audiencia  que iba a celebrarse  ante  el emperador Mutsuhito, llamado también por muchos Meiji Tennō, puesto que éste, enterado de sus viajes,  deseaba oírla  hablar de cómo estaban las cosas por Occidente.


El emperador Mutsuhito , o Meiji como se le llamaba, era un hombre enfermo, con numerosas dolencias dentales, deformación espinal y diabetes y que apenas podía andar. Y sin embargo conservaba una poderosa personalidad.  A Hisae le habían hablado de la  infancia del emperador casi como si rozara la fantasía. Se decía de él que siendo niño se había desmayado al oír el primer disparo, pero también que a pesar de sus enfermedades y pesadumbres a causa de sus diez hijos prematuramente muertos, era persona decidida a cambiar pronto el rumbo de Japón y que éste se abriera al exterior.  

 Le produjo tal impresión a Hisae aquella gran audiencia en la que participó que quiso quedara reflejada en sus “Memorias”. Fue quizá una de las últimas audiencias antes de que Japón cambiase. por completo. “Aquella mañana muy temprano — escribió ella en esas páginas —, envuelta en mi  kimono blanco, me coloqué donde me dijeron, es decir, en  un lugar preciso de la fila de un largo cortejo, camino del castillo. Delante de nosotros  ( pues para aquella audiencia aparecían convocados muchos monjes, nobles y guerreros) avanzaban , presidiéndolo todo, las antiguas insignias del poder supremo: el espejo de Izanami, la diosa que se decía dio nacimiento al sol en la isla de Awaji-si;  las enseñas cuyas largas banderolas de papel habían flotado entre las tropas del conquistador Zinmu; el puñal que, según decían, había herido a la hidra de  las ocho cabezas; el sello con que se marcaban las leyes primitivas del imperio, y el abanico de madera  de cedro que servía de cetro y que hacía dos mil años pasaba siempre del emperador difunto a las manos de su sucesor.



Detrás de aquellas insignias aparecían los bonzos y monjes formando un cortejo de interminables filas con sus cabezas tonsuradas o completamente afeitadas, unas totalmente desnudas y otras cubiertas con extrañas tocas o con sombreros de ala ancha. Algunos  avanzaban con cayado en su mano derecha, otros con una concha marina y otros con  un hisopo de tiras de papel. Los colores de los manteos iluminaban sus trajes. Detrás de ellos marchaban los guardias pontificales vestidos de ceremonia. Se cubrían la cabeza con un casco de laca cuyo adorno consistía en una roseta en forma de abanico abierto, la cintura cerrada  con un paño de seda bordada, los pies ocultos  bajo anchos pantalones, y como armas en sus manos llevaban un gran sable curvado, un arco y una caja repleta de flechas. 

Algunos de ellos avanzaban a caballo y otros a pie. Y detrás aparecían los coches. Eran coches pesados, que parecían construidos con madera preciosa,  cada uno pintado de un color distinto y tirados también cada uno por dos búfalos negros guiados por pajes que vestían cortas chaquetas blancas. En alguno de aquellos coches, según me decían conforme avanzábamos en hilera, debía de viajar la emperatriz. Por las ventanillas de alguno de aquellos coches, me comentaban también,  podía verse a la emperatriz y en otros coches más pequeños a las doce esposas legítimas del emperador. En cuanto al emperador, siempre que  se dirigía al castillo, y eso lo pude comprobar yo misma directamente, lo llevaban en un palanquín fijo sobre largos palos, acompañado por cincuenta conductores vestidos de librea blanca que resaltaban sobre la multitud. El palanquín , aunque lo vi de lejos, tenía forma de urna como la que se emplea para exponer reliquias. Era como un pabellón con techo de cúpula amplia y con campanillas de adorno y aquella cúpula estaba rematada por una bola, y sobre la bola aparecía la figura de un animal, una especie de gallo con las alas tendidas y la cola dilatada que representaba un ave mitológica muy conocida en Japón. 

El pabellón portátil del emperador, resplandeciente de adornos de oro, iba cerrado tan herméticamente que nadie podía adivinar que viajara alguien dentro. Se presentía que iba  allí un gran personaje porque junto a las portezuelas del pabellón caminaban todas las mujeres del servicio doméstico, que eran las que tenían el privilegio de rodear al emperador.

Al fin llegamos al castillo. Allí iban a tener lugar las audiencias pontificiales. Destacaba un gran patio embaldosado y con árboles donde se escalonaban los cortejos de honor. Apareció un destacamento de oficiales de órdenes y de guardias del emperador que tomaron posición y diversos grupos de dignatarios del séquito. En ese momento las mujeres desaparecieron. Los cortesanos, luciendo sus mantos de larga cola, comenzaron a desfilar con paso lento y subieron para ocupar su puesto designado con el rostro vuelto hacia las puertas, aún cerradas, de la gran sala del trono. Hacia el ala izquierda del edificio, los sonidos de las flautas y de las conchas marinas anunciaron que el emperador iba a hacer su entrada en el santuario. Había un profundo silencio en la multitud y el recogimiento duró varios minutos.


De repente, una marcial tocata resonó y una gran persiana de corteza de bambú pintada de verde y suspendida del techo de la sala fue bajando hasta quedar a dos o tres metros del suelo. A través de una abertura se podía ver parte de un lecho formado por esterillas y tapices, sobre el cual se extendían los grandes pliegues de un ancho ropaje blanco. Únicamente aquello era la aparición del emperador en su trono.

La persiana estaba trenzada de modo que el emperador podía verlo todo sin ser visto. Me dijeron que de todo el espacio que él podía abarcar con su mirada sólo podía ver cabezas inclinadas ante su invisible persona. Entonces fueron pasando ante aquella persiana de bambú cada uno de los invitados a la audiencia. Unos comentaban algo con unas palabras y otros desfilaban en silencio.. Cuando me llegó el turno oí la voz del emperador que me preguntaba por Europa y por Francia, y aunque yo no le veía, le hablé de Paris, de lo hermoso que era París, de todo lo que se estaba haciendo en París, de sus gentes, de sus calles y de sus plazas.”

josé Julio Perlado

(Del libro “Una dama japonesa”)

(texto inédito)

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

( Imágenes— 1- yamatame museum of Art/ 2- Shimura Tatsuma/ 3- Ogata Korin-1658/ 4-museo de arte japonés)

HISAE Y SUS AMIGOS PINTORES

 

 


La siguiente sesión en la que intervino Hisae Izumi en París en la Galería “La Maison de l ‘Art”, en la rue de Provence 22  el viernes 26 de abril de 1901, apadrinada y presidida también , como la anterior, por el coleccionista alemán Siegfried Bing, fue muy distinta. Sin duda por el eco provocado en la sesión precedente y por la lógica curiosidad que suponía escuchar a una desconocida japonesa como era Hisae Izumi hablar de las  costumbres orientales, hizo que se llenara por completo  el gran Salón  ( así lo  calificaba su dueño) y que incluso hubiera gente de pie en los pasillos. En aquellos pasillos de la Galería — y también en los sótanos — aparecían, perfectamente clasificados y preparados para su venta, marfiles antiguos, esmaltes, porcelanas, lacas, esculturas de madera, sedas bordadas, e incluso juguetes, que monsieur Bing había ido trayendo poco a poco de Japón en sucesivos barcos y que ahora ofrecía encantado a los franceses. Y a ello había que añadir artículos de vidrio de Tiffany, mobiliarios, cerámicas, joyas, peines decorados con flores y pájaros, abanicos, máscaras de teatro y muchas otras cosas más. 
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HISAE Y LA BELLEZA JAPONESA


“La primera vez que a Hisae Izumi le preguntaron en Paris por el monte Fuji no reveló ni el año ni por supuesto el siglo en que había estado allí. Consiguió rehuir elegantemente aquella pregunta. Habló como siempre lo había hecho ante niños y mayores en sus clases al aire libre en Japón, con su  voz suave y acento apasionado, vestida en aquel momento con un maravilloso kimono color glicinia que resplandecía deslumbrante y que llevaba dibujados en las mangas numerosos corales. Era un espectáculo contemplarla.  Como siempre lograba con enorme habilidad, no desveló nada del tiempo transcurrido en el Fuji ni cuanto le había ocurrido a ella allí en 1470, en pleno siglo XV.  Dijo simplemente que conocía muy bien el misterio del monte y que se sentía fascinada por él. Por supuesto eludió  cualquier referencia a los “yokais’, aquellos  seres que la habían perseguido y aterrorizado en el interior de la montaña y se extendió en cambio largamente en elogios sobre las bellezas del Fuji, sus cumbres, lagos y nieves. Tenía a su lado aquella mañana en París de marzo de 1902 presidiendo la mesa en la  gran sala de la galería “La Maison de L’ art  Nouveau” en  la rue de Provence 22, al célebre coleccionista alemán  Siegfried Bing, que es quien le había invitado a dar una serie de charlas sobre Japón y  ahora Hisae comprobaba, con solo levantar la mirada hacia la sala llena de gente, la enorme expectación que había suscitado su presencia. El  anuncio de que una japonesa en París iba a revelar costumbres y bellezas del Japón antiguo había convocado a numerosas personas relacionadas de algún modo con lo que entonces se llamaba en muchas partes de Europa el “Japonismo”, una pasión y admiración por aquel país oriental. 

Nada más empezar el acto, y después de las presentaciones, Hisae  descubrió enseguida, sentado en la segunda  fila del público, una figura que ya conocía, la del pintor Edgar Degas, puesto que  un día  ambos habían charlado en su casa de la rue Frochot viendo las .numerosas estampas japonesas que él conservaba  con gran cuidado y los dos se habían entendido muy bien durante horas conversando  mucho. De estatura mediana y aspecto distinguido, vestido sin excentricidad ni descuido, con su sombrero de copa de bordes planos y echado ligeramente hacia atrás, Degas  protegía sus ojos enfermos con gafas de cristales ahumados, y destacaban en él sus cuidadas patillas castaño oscuro lo mismo que su bigote y su pelo liso. Había más artistas en la sala que Hisae pronto reconoció. Dos filas detrás de Degas se sentaba el pintor norteamericano Whistler, que entonces vivía en Londres y estaba de paso por París, coleccionista también de porcelanas japonesas y de telas orientales, y casi a su lado, empequeñecido en su silla y medio oculto entre la gente, el singular perfil de Toulouse- Lautrec, cliente asiduo de la galería y amigo personal de Bing, el dueño.

Hisae comenzó su charla hablando de los cuidados que  las mujeres japonesas dedicaban a su rostro. Especialmente aludió a aquellas que residían en la Corte o en estamentos superiores de la sociedad. Se refirió en primer lugar a la largura de los cabellos. Todos los cabellos de las mujeres japonesas, dijo, estaban divididos en dos partes y generalmente eran lisos, brillantes y enormemente largos, e iban cayendo sobre las espaldas en grandes cascadas negras. Lo ideal, explicó Hisae, era que descendieran hasta los pies. Una de las princesas que aparecen  por ejemplo en la novela “La historia de Genji”, presumía de tener un cabello de casi dos metros de largo. Por tanto, la contemplación de una hermosa cabellera era suficiente para seducir a cualquier personaje de la Corte. Y si alguna mujer, por necesidad o por cualquier otro motivo, no tenía más remedio que cortarse el pelo, quienes la rodeaban lloraban durante la ceremonia porque sabían que nunca más aquel pelo recobraría su longitud. También una piel blanca, añadió, era, como en la mayor parte de las sociedades aristocráticas, un signo de belleza. No hay más que ver los cuadros de las pinturas antiguas japonesas cuando retratan a las damas de la Corte, que éstas siempre llevan en el rostro un tinte pálido. Si la naturaleza no proporcionaba esa palidez al rostro, entonces la dama japonesa tenía que aplicarse en el cutis  generosas cantidades de polvos. Sólo las mujeres casadas añadían un poco de rojo,  a la vez que ese rojo lo aplicaban también a los labios para proporcionar a la boca un tono rosado.

El público seguía todo aquello con enorme expectación.  Valoraba mucho los esfuerzos que respecto al acento francés estaba haciendo la japonesa para expresarse lo mejor posible en esa lengua. No se oía un rumor. Intrigaba la figura de Hisae sentada en el centro de aquella  mesa principal de la sala y resplandeciendo ya desde lejos por su kimono color glicina y sus exóticas mangas salpicadas de corales. Era para todos una mujer insólita y fascinante. Sólo hubo  algunos  breves murmullos entre los asistentes cuando Hisae quiso referirse  a las cejas y a los dientes de las mujeres. Durante cierto tiempo, explicó Hisae, las damas de la Corte se depilaban totalmente las cejas y luego  se pintaban cuidadosamente una especie de mancha casi en el mismo sitio, unos centímetros más arriba. En cuanto al cuidado de los dientes éstos los procuraban ennegrecer gracias a un tinte preparado en donde se mezclaba hierro con nueces aplastadas en vinagre o con té. Había algunas excepciones, dijo. En una novela del siglo X, “La mujer que amaba los insectos”, explicó Hisae, la protagonista se niega a depilarse las cejas y a ennegrecerse los dientes, eligiendo conservar todo aquello sin ningún retoque, y ello supone el total rechazo de sus criados que no entienden en absoluto la decisión —una doncella  llama a aquellas  cejas “orugas peludas” y a los dientes sin teñir “orugas sin piel”—, y sobre todo provoca el distanciamiento definitivo de  su pretendiente al que le horrorizan ver aquellas  cejas sin depilar y especialmente los dientes blancos, que al sonreír siempre le parecen siniestros.

Entonces, la imagen general de la antigua mujer japonesa, continuó Hisae, puede decirse que queda representada de algún modo  — hablando siempre de la dama bien nacida —,  envuelta en numerosos ropajes y vestidos, con una voluminosa cabellera negra, una estatura a veces minúscula, trazos exiguos, rostro pálido y dientes ennegrecidos, lo que para muchos, añadió, suponía quizás la visión de un personaje extraño que parecía evolucionar lentamente dentro de un mundo crepuscular de biombos, espejos y cortinas de seda.

La elección de los vestidos, siguió diciendo Hisae, y sobre todo la elección de los colores, era lógicamente muy importante para reafirmar su belleza. Los vestidos femeninos eran extremadamente complicados y algunos muy pesados, y consistían entre otras cosas en una gruesa ropa interior y a veces en una docena de piezas exteriores de seda distribuidas cuidadosamente para que produjeran un conjunto original y seductor.  En general, muchas mujeres llevaban varios vestidos colocados  unos encima de los otros, con mangas o paños cada vez más largos sobresaliendo ondulantes a derecha e izquierda del manto exterior y que tenían una enorme importancia, porque, por ejemplo, al viajar en los carruajes, escogían un vestido con el paño derecho o con el paño izquierdo más largo según el lado del carruaje donde iban a colocarse y así los podían lucir mejor.

Y aquí interrumpió Hisae sus palabras ante el silencio y la expectación del público.

En la próxima sesión  — concluyó Hisae dirigiendo una sonrisa a  Siegfried Bing  que seguía a su lado —,  les hablaré de las estampas y de la pintura de Japón”.

José Julio Perlado

( del libro “Una dama japonesa”)

(relato inédito)

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(Imágenes—1- Kieisuke Nagatomo/ 2- Yamatame Museum of art/ 3- Kubo Shunman/4-Mitami Toshiko/5-sciobo – japaneseaesthetics)

LA MANO DERECHA DE HISAE IZUMI

“La mano derecha de Hisae Izumi saliendo de su kimono verde fue pintada en el otoño de 1901 en un pequeño taller de París, en la rue des Ėcoles, cerca de la Sorbona, un  taller alquilado por el pintor japonés Yamashita Shintato que entonces tenía 27 años  y que había quedado enamorado de aquella mano fina y blanca de Hisae tal y como la había visto apoyada sobre el mantel de una mesa en un café de París. La mano de Hisae era una mano sencilla que hoy puede verse expuesta en el museo de arte Bridgestone de Tokio, una sombra pálida, con el dedo índice sobresaliendo un poco y señalando la página  abierta de un libro. El significado del dedo índice en las artes, y concretamente en la pintura, ha sido muy estudiado, y Hisae lo había escuchado muchas veces en las clases que recibía en “La Porte Chinoise’, la galería cosmopolita dirigida por Madame Desoye en la rue de Rivoli a la que acudían diversos pintores como Manet, Degas, Monet,  Whistler,  Renoir o artistas como Sarah Bernhardt y que también visitaba Hisae desde hacía años. Allí ella explicaba cosas de Japón a los pintores franceses y a la vez recibía y atendía los avances e imaginaciones de los artistas europeos. Era en cierto modo una faceta de lo que se dio en llamar “Japonismo”, un término acuñado en torno a la Exposición Universal de París de 1878 y que deseaba enlazar estéticas de oriente y occidente.

La primera tarde en que Yamashita Shintato llevó a Hisae a su taller de la rue des Écoles para empezar las sesiones, lo primero que hizo fue abrir la ventana del balcón  para que entrara la amarilla luz otoñal de París  y contrastarla con el verde kimono de la japonesa que realmente llamaba la atención. Hizo sentar a Hisae en un sillón cerca de la ventana y colocó detrás de su espalda, en una esquina del balcón, un jarrón  con cinco rosas. Luego le dijo a Hisae que las sesiones iban a durar varios días y que se relajara y se concentrara en alguna lectura. Hisae sacó de su kimono verde un pequeño libro que siempre llevaba consigo y que amaba mucho,  “El libro de la almohada” de Sei Shonagon, un libro del siglo X,  y lo abrió por una página. Entonces Yamashita Shintato le pidió que con el dedo índice buscara una página exacta y de ella no se moviera durante una hora y aprovechó para explicarle lo que significaba en las imágenes pictóricas el dedo índice que revelaba,  según  le dijo, la señal del silencio si el índice se apoyaba encima de los labios, la señal de oración si se colocaban dos dedos índices juntos , la señal de advertencia si el dedo se  elevaba vertical y la señal de interés siempre que se posara ese dedo sobre algo  o alguien en concreto.

“Ahora ponga usted toda su atención en una página — le dijo Yamashita a Hisae — y no se mueva de ella. Yo voy a empezar mi trabajo”. A Hisae le atraían todas las páginas de aquel libro que había leído tanto, pero buscó una en especial entre sus favoritas y empezó a leer. : “Cosas que pierden al estar pintadas…: claveles, flores de cerezo, rosas amarillas. Hombres o mujeres cuya belleza las novelas alaban… ( y más adelante) : Cosas que ganan al ser pintadas…: campos en el otoño. Pinos. Aldeas y senderos de montaña. Grullas y ciervos. Un paisaje de frío invierno, un paisaje muy cálido en verano”. Leyó y releyó varias veces todas aquellas  frases y volvió a leer entera toda la página. Así estuvo durante una hora, sin levantar los ojos del libro,  dejándose pintar, absolutamente concentrada en aquel mundo japonés del siglo X que le iba contando Sei Shonagon y casi no se dio cuenta de que Yamashita había terminado la sesión.

En las siguientes sesiones todo sin embargo cambió. Umehara Ryūzaburõ, un jovencísimo pintor amigo y vecino de Yamashita, nacido en Kyoto , que vivía  desde hacía meses en Paris y que también acudía a la Galería  “La Porte Chinoise”, entró una de esas tardes en la habitación para curiosear y ver cómo iba el trabajo. Venía acompañado de un hombre mayor, alto, flaco, frágil, de amplia barba blanca, ojos penetrantes,  vestido con una sencilla chaqueta marrón y cubierta la cabeza con una gorra del mismo color. Aunque Yamashita lo conocía de la Galería y lo admiraba mucho, se asombró de que el propio gran pintor Renoir a sus 67 años se hubiera dignado ir allí ahora, hasta su mismo taller, y aquello en los primeros momentos le  dejó algo confuso. “Vengo a ver  a Hisae Izumi”, dijo Renoir sencillamente, sentándose en un rincón. A ella Renoir la había visto en la Galería y siempre le había impresionado su misteriosa belleza que nunca conseguía desentrañar.  Jamás se había atrevido a preguntar su  edad, ni siquiera a calcularla, porque el rostro y la figura de Hisae  a Renoir le desconcertaba.

Entonces se hizo de nuevo el silencio y Yamashita recomenzó a pintar la figura y la mano de Hisae.  En un momento dado, en una pausa,  Renoir, que seguía atentamente todo lo que ocurría desde su rincón, dirigiéndose a Yamashita pero como si hablara consigo mismo, dijo a media voz : “Las pinturas no son cosas pintadas a mano; son cosas que vemos con nuestros ojos. Por lo tanto, no es necesario tener en cuenta obras de artistas anteriores. Basta con expresar plenamente el sentimiento que recibimos de la naturaleza. No hay absolutamente ninguna necesidad de temer hacer cambios mientras pintas. Basta si hacemos lo que podemos, si pintamos hasta haber expresado por completo lo que sentimos”. Yamashita  levantó su pincel asombrado de todas .aquellas palabras, sobre todo cuando Renoir, mirando a Hisae y a su dedo índice apoyado en el libro, habló de los dedos  índices famosos que él había conocido y estudiado, del dedo índice en Leonardo da Vinci, del dedo índice en Miguel Ángel , del dedo índice en Durero o del dedo índice en Fray Angélico imponiendo silencio sobre los labios.

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Hisae Izumi no movió  en absoluto su postura mientras escuchaba todo aquello. Seguía ensimismada en su lectura del “Libro de la almohada” y su dedo índice se apoyaba  ahora en las frases en que Sei Shonagon le estaba hablando: de las cosas envidiables y de las adorables, de las cosas incómodas  del mundo  y de las cosas sin mérito.’

José Julio Perlado

((del libro “Una dama japonesa”)

(texto inédito)

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(Imágenes-1- Tori Kotondo- Mary and lugin collection/2- Itou Shinsui/3-Shimura Tatsuma/ 4- Itou Shinsui/ 5- Ikeda Terukata)

CAMINANTE DE PENSAMIENTOS

 

 

“Estuvo así largo tiempo. Aunque seguía las evoluciones de aquella extraña  comitiva que iba acercándose cada vez más hacia ella, a Hisae lo que le atraía era la figura solitaria del maestro del té absolutamente quieto en medio de la explanada bajo el sol, dándole ahora la luz sobre su kimono marrón y que parecía alejado mentalmente de todo aquel ceremonial, tal y como si estuviera invitado a su pesar a permanecer allí. Cuando en sus “Memorias” años más tarde Hisae quiso evocar ese instante — sin duda enriquecido por varias lecturas y  muchas reflexiones —, lo que ella imaginó era que aquel famoso maestro del té, Sen no Rikyū, inmóvil en la explanada, lo que estaba haciendo precisamente era andar, pero andar por un camino interior que no estaba extendido bajo los árboles sino dentro de su espíritu. Mantenía  Rikyū los ojos entrecerrados y en absoluto se movía, tenía en su mano un simple y tosco cuenco de arroz.  “ Descubrí  entonces — resumió Hisae en sus “Memorias” — lo que era un caminante de pensamientos. Casi podía oír sus pasos.” Se daba Hisae perfecta cuenta de que los utensilios del té del regente  Hidehoshi y su  gran ostentación de ropajes y de objetos dorados, nada tenía que ver con este otro cuenco de té tan humilde del maestro Rikyū, lleno de sobriedad. De todos modos cuando la comitiva llegó frente a ella donde había extendido su manta bajo los árboles, Hisae atendió a aquella procesión con curiosidad e interés, entre otras cosas porque aquello formaba parte del gran espectáculo y siguió con atención todos los ritos y movimientos.

 

Hisae solo tenía como posesión aquella manta en el suelo y no había querido o no había podido construirse una choza o cabaña de campo como habían hecho tantos otros. Cerca de donde ella estaba podían verse algunas cabañas de materiales muy rústicos, con paredes color tierra y troncos de árboles como pilares. Algunas incluso tenían bambú en las rejas de las ventanas y habían habilitado un diminuto jardín con senderos de piedra que conducía hasta dos pequeñas habitaciones, una donde se iba realizar la ceremonia del té y otra para guardar los utensilios. La entrada a aquellas improvisadas “casas de té” en el bosque de Kitano había quedado enormemente reducida, de tal modo que cualquier visitante debía de inclinarse para pasar, o incluso arrodillarse, para llegar hasta el fondo. Era, como bien sabía Hisae Izumi, el gesto que se pedía para rebajar la soberbia y, al aplastarla, alcanzar la paz interior. Todas aquellas cabañas desperdigadas bajo los árboles eran una continuación de la naturaleza, los frondosos pinares del bosque eran habitaciones de hojas que abrían sus puertas al paisaje.

Pero Hisae permanecía solitaria con su única manta como refugio y recibió con curiosidad la visita de Hidehoshi y de sus acompañantes. Al llegar, uno de aquellos  acompañantes o ayudantes se dispuso en primer lugar a purificar los utensilios dorados, luego puso tres cucharadas de té en la taza que sostenía en sus manos el regente, tomó agua caliente de un recipiente que llevaba y esperó cierto tiempo. Un silencio total se mantuvo durante aquella pequeña ceremonia que sólo quedó roto por el piar de un pájaro. Cuando el té estuvo ya preparado, Hidoshi se lo ofreció a Hisae, que bebió un sorbo. Después él le hizo a ella una pequeña reverencia,  ella respondió con  otra similar, uno de los ayudantes acercó más a Hisae  los utensilios dorados para que los viera mejor, y la comitiva se retiró dirigiéndose hacia la siguiente cabaña.”

 

José Julio Perlado

( del libro “Una dama japonesa”)

(relato inédito)

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(Imágenes— 1- Jan Davidsz de Heem- 1660/2- Hagetsu Tosatsu- 1575/3- Giuseppe Piva- japanese art)

EL MAESTRO DEL TÉ EN EL BOSQUE DE KITANO

 

 

“Hisae, ante todo lo que veía y que estaba ocurriendo, aspiraba a ser una de las primeras personas que pudieran acercarse más hasta la sala de Hideyoshi y poder observarlo todo mejor puesto que aquello aumentaba  su  curiosidad. Las veces a las que había asistido a una ceremonia del té siempre le había atraído la simplicidad, sencillez y sobriedad que aquí no llegaba a encontrar. Le daba la impresión de que cuanto estaba observando tenía mucho de ostentación. No se atrevía sin embargo a comentar nada con quienes estaban cerca de ella bajo los árboles porque sabía que en todas las ceremonias, si alguien no aprobaba por completo el escenario, debía abandonar el lugar para no alterar la armonía. Recordaba las veces en que ella había bajado la cabeza para poder entrar por las pequeñas puertas de las casas de té e igualmente sus pasos menudos dentro de cada jardín hasta llegar al interior. Aquello siempre le había parecido un ceremonial   pausado, muy distinto a lo que ahora estaba viendo. Recordaba también las tres fases de la ebullición del té que tanto le agradaba observar: primero las pequeñas burbujas semejantes a ojos de peces en el agua, luego las burbujas como cuentas de cristal, y al fin las pequeñas olas saltando en la tetera.

 

 

Pero pensando en todas estas cosas le sorprendió ver de repente que ya empezaba a desfilar casi delante de ella una corta y extraña procesión. El regente y gran señor de la guerra Toyotomi Hideyoshi salía en  esos momentos de su recinto y se dirigía en lenta comitiva hacia la muchedumbre, prácticamente en dirección hacia el rincón donde Hisae se encontraba. Figuraban en aquella pequeña comitiva dos ayudantes que transportaban en dos bandejas los personales utensilios del té pertenecientes a Hideyoshi,  venía detrás la pausada figura de Sen no Rikyū, el gran maestro del té, que caminaba a cortos pasos y muy despacio, envuelto en su kimono marrón , y tras él una serie de estandartes en colores muy vivos, el primero de ellos un gran caballo blanco con sus patas delanteras  levantadas al aire, que indudablemente representaban, o así lo pensó Hisae, hazañas y batallas. Al llegar al lugar concreto donde ella se encontraba,  la comitiva se detuvo. Ante su sorpresa, Hisae vio que el primero que rompió el silencio y comenzó a hablar no fue el regente Hideyoshi sino aquel gran maestro de té, Sen no Rikyū, del que ella siempre había oído elogiar su sencilla sabiduría, y que ahora de pie, bastante erguido a  pesar de su  edad, y distanciándose por completo del guerrero Hideyoshi, pronunció con voz  pausada las siguientes  palabras: “ Como sabéis — dijo—, el arte del té consiste simplemente en hervir agua, hacer el té y beberlo. .Pero cuando se vierte el agua en el tazón— añadió—, no es sólo el agua lo que se vierte en él, muchas cosas entran en el tazón, buenas y malas, puras e impuras, cosas de las que uno tendría que avergonzarse, cosas  que nunca se pueden verter salvo en el propio inconsciente. El espíritu del té — continuó—, consiste por tanto en limpiar los seis sentidos de la contaminación. Viendo la flor en el jarrón, el sentido del olfato se purifica; escuchando el borboteo del agua en el hervidor de hierro y  el goteo del tubo de bambú, los oídos se purifican; saboreando el té, la boca se purifica; manejando los utensilios del  té, el sentido del tacto se purifica. Cuando todos los órganos de los sentidos son así purificados, la mente se limpia de suciedad. Aunque mucha gente bebe té — concluyó  —, si no conoces el camino del té, es el té el que te bebe a ti”.

 

 

Calló en ese momento Sen no Rikyū y  hubo  unos segundos  de  silencio. Pero cuando parecía que ya no iba a hablar más, aún quiso hacer en su mismo tono pausado un  breve elogio de  la tranquilidad, la armonía, el respeto y  la pureza, y también de la importancia de lo pequeño sobre lo grande, de lo frágil sobre lo sólido, de la sencillez sobre el lujo. Y luego, introduciendo sus manos en las mangas de su kimono, extrajo de allí dos pequeños objetos que  llevaba guardados: un sencillo cuenco de tosca cerámica y una pala de bambú . En ese instante el sol iluminaba  la masa de los pinos  del bosque de Kitano y caía  a la vez sobre las bandejas doradas pertenecientes a Hideyoshi, pero  Hisae no se fijó:en el sol ni tampoco en sus reflejos:  seguía mirando fascinada la figura inmóvil, menuda y humilde del maestro del té que ahora permanecía en completo silencio.”

José Julio Perlado

( de libro “Una dama japonesa’)

(relato inédito)

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(Imágenes— : 1-Kokedera- Japan art/2-Hiroshi Yoshida/ 3-Hasegawa Tohaku/ 4- Kitsu Suzuki- metmuseum org)

LA GRAN CEREMONIA DEL TÉ

 

 

“Hay un largo silencio sobre la vida de Hisae Izumi durante muchos años. La primera vez que vuelve a encontrarse su figura es en octubre de 1587, en el bosque de Kitano, cerca de Kyoto, asomando su belleza entre las largas filas de bambús amarillos de aquel bosque, buscando ella en ese momento el mejor sitio al que quería aspirar en aquella gran ceremonia del té a la que, como tantos otros — una gran muchedumbre—, ella había sido invitada. Aquella gran ceremonia del té que se haría célebre en Japón y se evocaría luego en  muchas partes del mundo,  la había convocado el regente y canciller Toyotomi Hideyoshi, y se pedía a todos los asistentes — casi mil personas acudieron — que llevara cada uno una tetera, un balde de pozo, un cuenco para beber, alimentos,  y, por supuesto, té. Y sobre todo que se guardara un completo silencio. Si alguno de los asistentes — seguía diciendo aquel comunicado de invitación  — quería construirse una pequeña sala o cabaña personal o familiar dentro del bosque para seguir mejor la ceremonia, bien podía hacerlo, pero si no lo conseguía se le permitía en cambio extender en el suelo mantas o bolsas de cáscara de arroz. Hisae había encontrado pronto un  buen sitio escogido  bajo los árboles, muy cerca de la pequeña sala dorada central que ocupaba Hideyoshi, y extendiendo la manta que había traído, aguardó allí, rodeada de la gran muchedumbre, ante lo  primero que iba  a conocer  de aquella ceremonia, que era el sonido del té.

 

En todo el bosque de bambú se produjo un silencio completo. De repente, desde el interior de la sala dorada que ocupaba Hideyoshi, se  oyó tan solo el pequeño tintineo de una tapadera sobre una vasija de agua, luego el roce de una taza sobre un  tatami colocado en el suelo y después el golpe de una cucharilla que echaba el té en polvo sobre la taza. Todo ello en medio de un silencio profundo. Pero aquella fue la señal para que en todas las pequeñas salas o cabañas individuales — había más de ochocientas desperdigadas y  ordenadas bajo los árboles— se repitieran a la vez esos mismos sonidos. Hisae, desde su sitio, los reprodujo también de modo exacto e hizo tintinear su tapadera sobre la vasija que llevaba, provocó el roce de su taza al depositarla en el suelo y escuchó el golpe de la cucharilla. Continuaba el silencio total en aquel gran bosque y pasados unos momentos se oyeron cinco golpes de gong que indicaban el principio de la ceremonia. Se entreabrió lentamente la puerta de la pequeña sala dorada y se pudo ver al propio Toyotomi Hideyoshi, un hombre de unos cincuenta años, delgado y de corta estatura, vestido con un elegante kimono blanco, rodeado de varios utensilios de té, y a poca distancia suya, sentado en el suelo y con los pies cruzados, en una postura inmóvil y como dedicado a la meditación,  la figura de Sen no Rikyū, uno de los maestros del té más famosos de Japón, una figura pacífica, con sus cejas blancas que revelaban sus setenta años, cubierto su cuerpo con un kimono marrón. Toda aquella sala, que era una sala portátil cuyas paredes se podían desmontar, empaquetar y trasladar de un sitio para otro según conviniera ( y así se lo mostraron a  Hisae cuando entró luego a verla)  estaba construida con ciprés japonés, cañas, seda y bambú y recubierta tanto en su interior como en su exterior de pan de oro y forrada toda ella con gasa roja. Destacaba también un adorno de flores en un entrante de la pared, una pintura colgante a su lado,  y en  una esquina, y junto a aquella pintura, aparecía la figura en pie de un hombre joven, envuelto en un kimono anaranjado, que parecía estar aguardando algo para empezar a leer un papel. Pero lo que más deslumbró a Hisae de todo aquel conjunto fue la intensa fusión de los colores: se unía el amarillo del bambú en la masa de los árboles del bosque con el resplandor dorado de la sala que ocupaba Hideyoshi. Resplandecían a la vez las puertas correderas del recinto envueltas en gasas de seda y las esteras de tatami cubiertas con tela carmesí. A Hisae todo aquello la dejó fascinada.

 

 

Entonces, en medio de aquel silencio total, se oyó hablar a la figura situada en la esquina de la pequeña sala que en esos momentos comenzaba a leer el papel:  “ Mi Señor Toyotomi Hideyoshi — empezó a decir solemnemente — os ha convocado aquí a todos los nobles, guerreros, granjeros, comerciantes, samurais y todo tipo de familias e invitados, para celebrar esta gran ceremonia del té junto a él en estos bosques de Kitano. Mi Señor Toyotomi Hideyoshi desea que todos cuantos vais a acercaros hoy hasta esta cámara dorada podáis disfrutar al contemplar los utensilios  personales del té que son de su  propiedad  y que han estado guardados en el castillo de Miki. Os los quiere mostrar. Mi Señor Toyotomi Hideyoshi tiene también el deseo de serviros el té él personalmente aun cuando seáis  muchos. Ese es el deseo de Mi Señor Toyotomi Hideyoshi”.

 

 

Un vez pronunciadas estas palabras, el propio Toyotomi Hideyoshi vestido con su kimono blanco avanzó despacio por el centro de la pequeña sala y con un  gesto señaló los objetos que estaban colocados en el suelo. Eran sin duda, cómo así acababa de anunciarse, sus personales utensilios para servir el té, seguramente los más preciados para él, y allí aparecían tres cuencos, dos de ellos negros y uno rojo, un pequeño recipiente con tapa, un hervidor, un cucharón de marfil, una especie de brocha y un pequeño lienzo rectangular de color blanco. Excepto la brocha y el lienzo, todos los demás objetos eran dorados.”

José Julio Perlado

( del libro “Una dama japonesa”) ( relato inédito)

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(Imágenes— 1–Kasamatsu Siro-1938- bruce gof archive/ 2- Aku Maki/ 3- Utagawa Hiroshide/ 4- Akuin Ekaku/ 5- Hiroshi Yoshida)

THOMAS MANN, DUDAS Y TRABAJO

 


Siempre me ha impresionado la laboriosidad de Thomas Mann. En “La novela de una novela” —  el libro que cuenta cómo iba escribiendo “Doktor Faustus” — se lee:“14 de marzo de 1943. Embalando todos los materiales sobre “José” (“ José y sus hermanos” era el libro que acaba de terminar), el escritorio y los cajones quedaron vacíos.  Y sólo un día después, el 15 de marzo, para ser exacto,  aparece por primera vez en mis apuntes cotidianos, casi aislada, la anotación: “Doktor Faustus”.( …) “Conseguí encontrar el proyecto del Dr. Fausto en tres renglones  que datan del año 1901. Habían transcurrido cuarenta y dos años desde el momento en que había anotado el pacto de un artista con el diablo como posible tema de trabajo.”

(…)

Todo hay que guardarlo. Es una convicción personal. Las anotaciones, brotes de creación e ideas, o palidecen y agonizan al cabo del tiempo en un cuaderno o en un armario porque carecen de fuerza, o resisten e incluso cobran mucho más vigor conforme pasan meses o años. ¿ Cómo es posible que en 1969, viviendo yo en París, preparara ya con libros y apuntes cosas sobre Japón, para un libro que iría escribiendo muchos años después?

Cuando Thomas Mann le consulta a su mujer si ella cree que él debe adentrarse en esa nueva obra del Dr Faustus, ella se inclina en cambio a que prosiga con la continuación de las andanzas del estafador Félix Krull. Pero Mann no se inquieta. Se siente atraído por el viejo/ nuevo proyecto. “ Se trataba ahora de saber — escribe — si había llegado la hora de realizar aquella tarea proyectada, aunque vagamente tiempo atrás. No puedo negar una repulsión instintiva, reforzada por el presentimiento de que “ el asunto” era agobiador, de que me costaría sangre, mucha sangre, darle forma. Este movimiento instintivo podía expresarse en la fórmula: “Mejor será cualquier otra cosa antes”.

Y sin embargo se pone a ello. Resúmenes, anotaciones, cálculos cronológicos, personajes, lecturas, preparación. Lee a Shakespeare, estudia instrumentos musicales, habla con Schönberg y con muchos más. En fin, trabaja. Y el domingo 23 de mayo de 1943 apunta en su “Diario”: ‘He comenzado esta mañana a escribir “Doktor Faustus”.

”Lo importante es escribir, no publicar”, decía Virginia Woolf. Indudablemente hay que intentar publicar. Pero lo importante es el trabajo.

José Julio Perlado

 

 

(Imágenes— 1- Thomas Mann- libraries – ecu – edu/ 2- Katia Mann y Thomas Mann en Berlín – 1929 – Bundes archive / 3- biblioteque tumbar)

EL PABELLÓN DE ORO

 

“  Al cabo de varias semanas, a mitad de marzo de 1397, aquella  planta baja del Pabellón de Oro estaba ya terminada y Hisae, sentada al borde del lago, asistiendo  a aquella  asombrosa representación, continuó  explicando a quienes la escuchaban cómo se iba levantando poco a poco la siguiente planta del Pabellón,  la planta primera, a la que Yoshimitsu  desde su pequeño trono azul y dirigiéndolo todo, quiso llamar la  Torre de las Ondas del Viento. “Pero el viento, como veis, quiso comentar Hisae a sus alumnos, aquí no existe, este lago está en calma y las rocas continúan quietas, aunque  a mí este  nombre que acaban de darle  me gusta.”

Pero aquella planta primera del Pabellón que parecía tan fácil edificar tardó bastante tiempo en construirse. Se trataba ahora de incrustar con enorme cuidado los distintos panes de oro y para ello los monjes, sentados en el borde del lago y distribuidos en perfectos grupos, tenían por delante mucho trabajo. Armados con unos cuchillos especiales de hoja ancha iban cortando poco a poco finísimas láminas de oro que martilleaban luego hasta conseguir planchas casi transparentes sobre las que esparcían gotas de agua gracias a pinceles especiales. Luego trasladaban  muy despacio y con gran cuidado las planchas hasta cubrir las paredes del Pabellón, las ajustaban bien y con  piedras de ágata las bruñían para sacarles más brillo. Así, a mitad de abril, terminaron  la planta primera. Quedaba la última, la planta superior, que era más pequeña y que estuvo concluida a primeros de mayo. El sol dio de lleno en la película dorada que refulgía en sus paredes. Era un espacio totalmente cuadrado, limpio y pulido, preparado para recibir a la soledad. “La soledad va a entrar ahora en ese recinto, anunció Hisae a sus alumnos, entrará sin ruido, quizás no la notéis, porque la soledad suele entrar muchas veces unida a la meditación y la meditación es silenciosa, en ocasiones también llega al lado del vacío, y otras veces  la acompaña la sombra, pero no una sombra física, que nosotros podamos distinguir, sino una sombra interior.” Efectivamente, durante todo el mes de mayo, se vio  cómo los monjes en total silencio depositaban la sombra y el vacío en el suelo de  la planta superior fulgurante del Pabellón de Oro.”

José Julio Perlado  ( del libro “Una dama japonesa”) (relato inédito)

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(Imágenes— 1-Utamaro kitagawa/ 2- Shibata Zeshin)

 

PROCESIÓN DE LAS SOMBRAS

 

 

“A mediados de aquel año Hisae empezó también a dar clases sobre la sombra. Las daba apoyándose en cosas muy concretas, en cosas que ella observaba. Sentada ahora frente al lago de las tortugas y rodeada de su público, una tarde vio llegar de repente hacia ella una larga columna de monjes que venía lentamente desde el  “Palacio de las flores”, uno de los barrios de Kyoto más invadido de cerezos, y al observar que aquellos monjes transportaban panes de oro, se fijó también en la sombra que proyectaban y enseguida empezó a explicarla a quienes la escuchaban. Todos los japoneses ya conocían la sombra y la amaban, pero hasta entonces ninguno de ellos había sentido el poder de la sombra que avanzaba ahora hacia el Pabellón de Oro. Porque aquella interminable fila de monjes vestidos con sus kimonos de tonos rojos y amarillos que se iban acercando hacia el lago  se dirigían a un Pabellón de Oro que aún no existía y que ellos pretendían edificar. Avanzaban en  larga columna, siguiendo las instrucciones de un guerrero o “shogun”, de nombre Ashikaga  Yoshimitsu, que viajaba en lo alto de un pequeño trono azulado y  tambaleante, con su rostro y su cuerpo diminutos y su mirada enigmática y con cicatrices producidas por muchas batallas, pero decidido a construirse un templo para poder retirarse a la meditación. Muchos de aquellos monjes transportaban sobre sus hombros panes de oro, otros unas largas y finas verandas plateadas, otros paneles delgados, había otros que trasladaban maderas, montones de musgo, persianas corredizas, ventanas en arco y trozos de tejados arqueados. Eran los materiales de una arquitectura que aspiraba a ser deslumbrante. Al final de la larga columna, detrás de un monje que iba sujetando con sus manos las patas de un  pájaro fénix, aparecía un último  monje con las manos curvadas bajo el aire, sin nada que transportar. “Es el vacío”, explicó Hisae a los que la escuchaban. “El vacío, como la sombra, es algo muy importante en cada casa. Ese monje lleva el vacío en las manos y cuando llegue lo colocará en el centro de la habitación una vez la rodee la sombra”. Hisae describía  muy bien todo aquello. Explicaba que debajo de los panes de oro y de los paneles que transportaban los monjes y a los que ahora daba  el sol, el suelo del camino era un reguero de sombra y la sombra iba marcando el sendero. Por aquel sendero avanzaba lentamente la procesión. Durante varios días siguió acercándose aquella columna de monjes.  Al fin los primeros monjes llegaron al lago en cuya orilla estaba Hisae y pronto se  pusieron a trabajar. Metidos en el agua hasta la cintura, levantando los brazos sobre el lago para irse pasando los materiales del uno al otro, aquellos  monjes comenzaron a elevar poco a poco la planta baja del “Pabellón de oro”. Era una estancia rectangular de madera rodeada por una baranda y cuya superficie quedaba abierta al agua y  al jardín. Yoshimitsu lo vigilaba todo desde la altura  de su  trono y ordenó que se hiciera un pequeño embarcadero para  poder cruzar el lago y bautizó aquella planta  la Cámara de las Aguas.’

José Julio Perlado – ( del libro “Una dama japonesa”) ( relato inédito)

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(Imágenes: 1-Tosa Mitsouki- Wikipedia/ 2- Hokusai- 1832- taringa net)

LOS COLORES Y LAS GUERRAS

 

 

“ Y fue en uno de aquellos días dedicados intensamente a toda esta escritura cuando a Hisae le ocurriría algo realmente sorprendente. Estaba escribiendo como cada mañana una carta espontánea dirigida al futuro y, también, como siempre, sin un destinatario conocido sino tan solo por el placer de escribir y explayarse, cuando un gran temblor sacudió su casa, derribó de repente la mesa donde escribía y su pincel voló por los aires hasta estrellarse contra la pared. Ensimismada en su habitual tarea epistolar, Hisae se había olvidado casi por completo de los acontecimientos exteriores y en ningún momento había  podido suponer que estallaría una guerra y que aquella guerra estaría ya a un paso de su habitación. Inquieta por el temblor que acababa de sacudir toda la casa, se acercó hasta la ventana, y al abrirla, una enorme cabeza herida de un caballo negro cayó dentro de la habitación extendiendo un gran charco de sangre y arrastrando con aquella cabeza el cuerpo de un guerrero muerto. Hisae quedó espantada. Aquello sin embargo que estaba sucediendo en su cuarto, aunque Hisae lógicamente no podía imaginarlo, era solo el principio de una guerra feroz, una guerra civil que se haría casi interminable — a la que después  bautizarían como guerra o  guerras de  Onin, y que durarían  once años— y que  para Hisae supondrían una completa transformación. Precisamente lo más relevante que ha  quedado en la Historia menor de Japón sobre aquellas guerras, aparte lógicamente de los documentos y relatos importantes, son  las tres cartas redactadas por Hisae  y en las que ella describe de forma muy peculiar batallas y contendientes. Porque son tres cartas únicas en la historia de la correspondencia en las que se une continuamente guerra y color. Hisae quiso fijarse sobre todo en el color de la guerra. Le fascinó el color de los ropajes que vestían los señores de la guerra, el color de las lanzas, de las armaduras y de las espadas, el color gris- pardo de la enorme trinchera de diez metros de profundidad que estaba abierta en el suelo de Kyoto y  el color de los rostros en los jefes de los dos ejércitos, tanto de  Osokawa Katsumoto como de  Yamana Sozen. Especialmente le impresionó que aquel caudillo Sozen , al que llamaban “el monje rojo”, destacara por el color escarlata de su piel, que revelaba su  temperamento colérico, como le impresionó igualmente la negritud compacta de los dos ejércitos quietos y  enfrentados: los  85.000 hombres de  Osokawa y  los 80.000  de Sozen.

 

En esas tres cartas Hisae casi nunca habla de sí misma y esencialmente se dedica a contar lo que ve y cómo lo ve. No se conoce en qué momento pudo escribirlas y tampoco se sabe desde dónde las escribió, si desde su  casa  o quizá con motivo de supuestas visitas que hiciera a campamentos de batallas. Lo cierto es que aquellas tres cartas aparecieron en tres puntos distintos de la devastada ciudad, cada una en un rincón diverso, colocadas y como abandonadas bajo las armaduras de cuerpos muertos de guerreros pertenecientes a los dos ejércitos. “El cráneo pelado de Yamana Soren— podía leerse en una de aquellas cartas — revela el tiempo que le tonsuraron como monje en un santuario antes de dedicarse a la guerra, pero ahora ese  color rojo de  la sangre lo baña  todo, le empapa el rostro, la coraza, la espada y le baja hasta sus pies. El rojo, que es el color de la lucha, del atardecer y del amanecer, el color del fuego, de la vida fugaz, de la energía, del  calor y de la vitalidad, es el color del  propio Soren de pie, con la espada en alto, empujando a sus tropas. Yo lo he visto esta mañana con ojos iracundos mirar a su enemigo Katsumoto que le esperaba al otro lado de la trinchera con su casco negro, su armadura negra, todo su enorme ejército vestido de negro, ese negro que es el color anterior a todas las batallas, color de oscuridad, de ignorancia, de la tierra y del infierno, color de muerte, de temor, de destrucción y de tristeza. Y luego he visto detrás la extensión de los caballos blancos y azules de los dos ejércitos esperando con tranquilidad recibir órdenes, caballos limpios como el agua de las islas, caballos de respeto y lealtad, todas sus grupas azules y blancas preparadas bajo las lanzas amarillas, lanzas puntiagudas de valentía, refinamiento y coraje.”

 

José Julio Perlado

(del libro “Una dama japonesa” ) (relato inédito)

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(Imágenes—1-Ikeda Terukata/ 2- Utagawa Kuniyoshi -sackler gallery/ 3- kamisaka sekka)

INFANCIA DE UN SAMURAI

 

Cuando días después Hisae Izumi y Kiromi Kastase llegaron a la isla de Miyajima, ya desde la lejanía descubrieron el  intenso color bermellón del agua. El agua era naturalmente azul pero se abrían en ella unos rectángulos que eran  las sombras de los postes del templo bermellón que se elevaba flotante en medio del paisaje.” Aquí pasé mi infancia”, dijo Kiromi Kastase al llegar. Se puso a caminar por aquellos senderos y a la vez acariciaba a los ciervos. Aquellos ciervos tenían un pelaje que iba del caoba al negro, algunos eran blancos, con una pequeña crin en su largo cuello y aparentaban ser mansos. “Siempre han sido mansos — le decía  Kiromi mientras los acariciaba—, menos mansos que los ciervos de Nara, eso es cierto, pero mansos también, tiernos y muy suaves. Depende de cómo los trates.” Le sorprendía a Hisae que aquel samurai guerrero que ella creía conocer bien hablara ahora así, con una gran ternura hacia los animales: mezclaba la dulzura de sus recuerdos con la fiereza de su profesión. Pero cuando llegaron a la antigua casa en la que habían vivido sus padres durante muchos años y que  ahora aparecía cerrada y vacía, perdida entre rocas y jardines, una simple casa de madera con techo alto de paja apoyado sobre pilares, se abrió Hisae a un mundo nuevo, el mundo de un Kiromi Kastase niño y adolescente que nunca había imaginado. Las paredes de aquella casa eran ligeros paneles movibles que se desplazaban a través de guías colocadas en el suelo, de tal modo que las habitaciones podían cambiar continuamente de tamaño y de forma. Los muros exteriores estaban hechos de bambú y recubiertos de yeso. El piso de madera estaba separado del suelo y allí aparecían las esteras rectangulares de paja, los “tatami” que Hisae conocía muy bien. Era una casa pobre y sencilla. Kiromi Kastase llevó a Hisae hasta la habitación principal de sus padres y allí le enseñó una especie de hornacina abierta en lo alto de una pared en donde su madre había querido conservar recuerdos de su hijo. Allí se guardaban algunas armaduras que Kiromi había usado a lo largo del tiempo y que él le fue mostrando. Una de aquellas armaduras, que Kiromi enseñaba ahora con gran cuidado, tenía múltiples escamas de hierro lacado y parecía pesada aunque realmente era flexible y allí estaba, cuidadosamente doblada por su madre  como si fuera ropa recién planchada, teniendo a su lado unos guantes de cuero y unas botas de piel. Aparecía  también allí una capa, un casco y una serie de máscaras de hierro, unas con los rasgos de un hombre joven y otras de guerrero experimentado. Y en aquella hornacina se encontraban igualmente dos espadas perfectamente colocadas junto a la armadura, una espada larga, fina y deslumbrante, y otra más corta y curvada que estaba unida a un papel. Kiromi extrajo aquel papel de la hornacina y lo leyó en voz alta: “Rectitud. Coraje. Benevolencia. Respeto. Sinceridad. Honor. Lealtad.”, leyó  despacio, y volvió a dejar el papel en la hornacina. “ Es en eso en lo que me han formado”, añadió  Kiromi con cierto orgullo.

 

 

Luego, mientras salían ya hacia los jardines, le fue contando a Hisae  más cosas de su infancia. A los quince años –  le dijo – , cuando la familia le había considerado casi un hombre, había recibido un nuevo nombre de adulto, un corte de pelo distinto y una primera espada de verdad junto a su armadura. Le habían enseñado desde pequeño a manejar la espada, la lanza, el arco y la flecha y recordaba perfectamente el Día de la Fiesta del Niño cuando con otros jóvenes samurais  había estado luchando en una falsa batalla con espadas de madera. Pero lo que más le había costado, según decía, era manejar las armas mientras montaba a caballo y también dominar las armas de fuego. Y así, hablando de todas esas cosas, poco a poco, se adentraron más en los jardines.”Por aquí jugaba yo cuando era niño, le dijo Kiromi, antes de que envejecieran mis padres y se marcharan. Porque mis padres se tuvieron que ir cuando ya empezaban a ser ancianos, puesto que en Miyajima no puede enterrarse a nadie.” Hisae le miró asombrada. “¿De verdad que a nadie se le puede enterrar?”, preguntó. “No. Durante años en Miyajima no se ha permitido que nadie naciera ni tampoco que se le enterrara. Luego eso cambió. Ahora sí se  permite que se pueda nacer pero se sigue sin poder enterrar. Es una isla sagrada.” Los jardines que recorrían ahora aparecían llenos de flores y de árboles, con estanques de agua y recintos de arena y  lentamente empezaron a bajar desde la montaña a través de diversos caminos hacia el templo color bermellón que se levantaba al fondo y sobre el agua.”

José Julio Perlado

 

(del libro “Una dama japonesa”) ( relato inédito)

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(Imágenes—1- Richard Avedon- liveournal/2- Torii Kotondo— mar y and earle  ludgin collection/ 3-  Ikenaga Yasunari- 2005)

HISAE Y LAS CUATRO ESTACIONES

“… Y en una de aquellas tardes, de repente, en  determinado momento, el pintor Sesshû Tôyô se levantó y quiso que Hisae  le acompañara hasta el fondo del taller, es decir, hasta el fondo de la naturaleza. Avanzaron los dos entre arbustos y riachuelos, sortearon recovecos y senderos, y al fin llegaron a lo que parecía ser el extremo del taller. Extendido sobre una amplia pared y colocado a media altura, aparecía un largo paisaje de unos quince metros de largo representando las estaciones del año. Allí estaban, ondulados y vivos sobre un largo soporte horizontal, los dibujos de la primavera, el verano, el otoño y el invierno, y con ellos las casas, las rocas, diminutas figuras, espacios y  vacíos. No había colores, todo era en blanco y negro. “Es un simple esbozo de un trabajo mío que he empezado y que un día deseo terminar  — quiso explicar sencillamente el pintor Sesshû al llegar allí —,  pero para eso quizá falten aún muchos años. Querría llamarlo “El paisaje de las cuatro estaciones.” Hisae se quedó absorta contemplando el primero de aquellos dibujos, el dibujo de la primavera, con sus casas, sus nubes y sus pequeños habitantes, pero de repente aquella primavera empezó a moverse en rápidas ondulaciones, dio paso enseguida al dibujo del verano, y éste se precipitó a mostrar el  dibujo del otoño y éste el del  invierno. Fue todo muy rápido. Las cuatro estaciones, a la vez que las contemplaba Hisae, adquirían un constante movimiento. “Es el movimiento del año — quiso explicar  simplemente el monje pintor —. Son los cambios. Es el fluir de las cosas”. La pintura del invierno se encadenaba enseguida con el dibujo de la primavera, ésta con la del verano, luego con la del otoño y otra vez el invierno se encadenaba con la primavera. Hisae seguía asombrada aquellos movimientos continuos de las estaciones y a la vez permanecía sin moverse, completamente quieta, la pintura del mundo era la que se estaba moviendo y ella aguardaba inmóvil, recordando lo que le había sucedido muchos años antes, hacia 1215, al descubrir por primera vez  que ella vivía sobre el tiempo y que el tiempo no vivía sobre ella. Sobre todo le interesaba el movimiento del otoño. Cada vez que aquel paisaje de las cuatro estaciones giraba y  pasaba con rapidez delante de Hisae, ella procuraba fijarse en los rasgos del otoño, en aquellas vigorosas pinceladas marcando las rocas, las montañas y los árboles, toques un poco bruscos de tinta, efectos de profundidad muy calculados, desde las rocas negras en un extremo hasta los caminos sinuosos escapando en zig-zag hacia el infinito. Recordaba las excelencias del otoño evocadas  en la Historia de Genji con la imagen de las hojas cayendo de modo silencioso, las lluvias refrescando a las últimas flores, las nieblas  perfectamente agrupadas, pero sobre todo  el tono de la tristeza.”

José Julio Perlado

(del libro “Una dama japonesa”) (relato inédito”)

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(Imágenes —1- Yayoi Kusama-1991– museo de Tokio/ 2-Kaichi Kobayashi

EL ENCANTO DEL OTOÑO

 


“¿Qué me decís del otoño? Especialmente, esas noches nebulosas de luna cuando la claridad lo baña todo y uno tiene la impresión de que pueda recoger en la mano sus rayos … — anota Dama Sarashina , una escritora japonesa de hace más de mil años en su relato autobiográfico “Sueños y ensoñaciones de una dama de Heian”—. En momentos así, todo el encanto del otoño parece estar dentro del sonido del viento y del canto de los insectos. Y, si como fondo a esos sonidos, uno escucha los acordes animados del arpa o el sonido transparente de una flauta, la belleza de tal noche posee una elegancia que, a mi juicio, es imposible de superar por la primavera.”

 

 

(Imágenes : 1–Shibata Zeshin/ 2- Koshiro Onchi)

EL SUEÑO DE HISAE

 


“En su sueño  Hisae descubrió de repente que por el hueco de una de las ventanas de su kimono se estaba escapando una procesión de pergaminos luminosos en los que se dibujaban escenas de su vida anterior, momentos que ella había vivido y que a veces recordaba, como cuando estuvo enamorada de Kiromi Kastase, el hacedor de espadas, y también estampas vivas de sus clases antiguas, a orillas del Lago, en los años en que había intentado explicar a los niños el misterio de la longevidad. El primero de aquellos pergaminos aparecía recubierto de oro, y el segundo igualmente bañado en oro, e incluso asomó un tercero y un cuarto que salieron de su kimono, todos ellos recubiertos de pan de oro, y los cuatro pergaminos se fueron enderezando delante de Hisae y fueron ajustando sus bordes hasta formar  las cuatro paredes de un templo que enseguida Hisae reconoció como el del «Pabellón de oro». Nunca había visto  en sueños Hisae el «Pabellón de Oro» pero ahora le pareció más deslumbrante y casi le cegó su fulgor.”

José Julio Perlado

(del libro “Una dama japonesa”) ( texto inédito)

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(Imagen —Shimura Tatsuma)