
» El escritor, por definición, comentó él paseando, no sabe dónde va, escribe para intentar comprender por qué tiene necesidad de escribir. Y mientras decía esto se iba deteniendo por las diversas estanterías de su amplia biblioteca y luego volvió a echar a andar buscando, comprobando aquí y allá títulos y autores que él ya había leído, recordaba, por ejemplo, nada más extraer el lomo del pequeño libro blanco de Dostoyevski, el Diario de un escritor, la historia breve de aquella centenaria que iba con una moneda en la mano atravesando la ciudad para ver a sus nietos y cuando llega por fin a la casa…, sí, lo recordaba perfectamente por su gran intensidad, Dostoyevski era así, entrando hasta el fondo con la ternura y con una fuerza enorme, y volvió a empujar el lomo del pequeño libro para alinearlo con los otros y de paso entornar la ventana del balcón del salón, porque era media mañana y ya entraba mucho sol, había un reflejo del sol en los cristales pero sobre todo llegaba mucho ruido procedente de la calle, venía vociferando la cantinela del

tapizador urgiendo a las señoras por si tenían algún mueble que tapizar, por si tenían sillas, sillones, sofás, tresillos, cualquier mueble que tuvieran que tapizar las señoras, cualquier mueble viejo que arreglar y el tapizador inmediatamente subiría sin ningún compromiso, y entonces el escritor empujó algo el cristal de la ventana del balcón e iba ya a cerrarla cuando se quedó mirando al otro lado de la calle la casa de enfrente y las ventanas abiertas y algunas esterillas o alfombras pequeñas colgadas ya que estaban limpiando y sí, perfectamente se veía al fondo de las ventanas abiertas una serie de espejos en una habitación amplia, una serie de espejos pero sobre todo uno rectangular, grande, que reflejaba parte de los techos altos con molduras blancas y la cabeza de una mujer vista desde arriba que iba y venía de afuera adentro del espejo, sin duda estaba limpiando aquel cuarto, pero al escritor no le interesó aquella cabeza de mujer ni aquella figura que iba y venía limpiando sino el espejo mismo, un espejo grande, antiguo, con un marco dorado, de los que ya no se ven, pensó, parecido al que tenía tía Matilde en aquel gran salón de espejos y tapices y alfombras de la calle de Lagasca, parece que el

escritor, sí, lo estuviera viendo ahora, quizás aquel espejo grande del salón de tía Matilde era mayor, adornado con arabescos en los bordes, un espejo heredado del siglo XIX en el que se reflejaban los sillones y la butaca roja de tío Eduardo cuando venía a la tertulia familiar del domingo, y el pelo blanco ensortijado de tía Elvira que se sentaba debajo del espejo ante la bandeja de pasteles, parece que estoy viendo los dedos gordezuelos de tía Matilde cargados de sortijas y adelantándose golosos hacia la bandeja de pasteles, porque era golosa, sí, mi tía Matilde, era todo un personaje, yo la he sacado, ¿sabe usted?, se volvió un poco hacia ella, en mi primera novela, los escritores acudimos a lo primero que tenemos, a la infancia, a los recuerdos, a veces esos recuerdos se quedan en una imagen, como la de un espejo que refleja a toda una familia y uno no sabe por qué pero es así, como cuando uno se ve a sí mismo evocando su infancia de repente y entornando a la vez esta ventana por ejemplo como ahora lo hago yo, ¿o prefiere que le cierre el balcón?, se volvió aún más el escritor preguntando hacia el fondo del salón, lo digo por los ruidos de la calle que nos pueden perturbar para lo que estamos haciendo, ya ha oído usted al tapicero anunciándose, pero también pasa el afilador, el

trapero, son oficios que parece que mueren pero que siguen ahí como trovadores curiosos, como gente romántica de otro tiempo, ya ve, sonrió, cómo hablamos los escritores a veces, al afilador por ejemplo, lo que le ocurre…, pero al decir por segunda vez la palabra afilador el escritor no supo por qué, aunque ya le había pasado en otras ocasiones, dejó de hablar y de andar porque escuchaba perfectamente hacía años el silbo agudo y moldeado de la hoja de afilar ondulándose en el aire debajo mismo de las ventanas del hotel que el bosque rodeaba, ¿cómo es posible que haya un afilador aquí, en plena naturaleza?, le había dicho entonces a su mujer, ¿lo oyes, Alicia?, y Alicia salió del baño con la toalla azul como turbante, descalza, asomándole los pies desnudos bajo el albornoz y se asomó junto a él al balcón del hotel de recién casados, se puso un poco detrás de él para que nadie la viera desde fuera en albornoz y los dos juntos contemplaron cómo allí, en la explanada y cerca de los árboles, afilaba su silbo en la rueda aquel hombre larguirucho y delgado, de fino bigote, tocado con gorra, decentemente trajeado, concentrado en su oficio a dos pasos del bosque y ajeno a cualquier público como si estuviera componiendo una curiosa melodía aquel afilador…, y al volver ahora por tercera vez esa palabra a su mente, el escritor,

tampoco supo por qué, echó de nuevo a andar desde el balcón ya cerrado hacia lo profundo del cuarto, hacia la figura de aquella mujer joven sentada en el sofá tras la mesa inundada de libros que con el bloc sobre sus rodillas iba tomando notas de lo que el escritor decía, también de sus movimientos y de sus gestos, aunque lo que no podía era con sus silencios, porque ¿cómo registrar con la pluma, y ni siquiera con aquel pequeño magnetofón encendido todo lo que los silencios guardaban?, no hay, pues, señorita, continuó el escritor paseando, una entrevista perfecta, porque usted aprenderá en su oficio que el hombre es inapresable, usted me pregunta, mejor dicho, me ha preguntado, y yo le he contestado como siempre respondo cuando vienen a verme, aunque no sé, en verdad, por qué vienen a vernos a nosotros los escritores ni qué podemos tener de encanto para ustedes, porque ¿por qué no tienen ese atractivo los ministros o los banqueros o los meros comerciantes?, yo comprendo que a ustedes los mandan de los periódicos, de las televisiones, para indagar, para mostrar lo que escondemos, para saber cómo trabajamos, cómo se nos ocurren las cosas, ¡pero si no hay nada que mostrar

aquí!, todo es bien sencillo, simple, y a la vez, siguió andando por la alfombra, yo le diría, sonrió, que, a la vez, es también algo misterioso, porque si yo le digo, por ejemplo, que hace un momento, ahí, se volvió señalando al balcón cerrado, ahí, en esa ventana, al yo ir a entornarla y mirar distraídamente a la calle, al otro lado de la calle, he visto casualmente un espejo a lo lejos en el que no me había fijado nunca, un espejo grande, antiguo, y ese espejo me ha llevado a mi infancia, es decir, he visto en un momento un recuerdo preciso de mi infancia, una imagen nítida, como si estuviera yo allí y no aquí, pues usted se reiría, seguramente no lo entendería, entre otras cosas porque yo no le puedo transmitir esa imagen mientras paseo, para transmitírsela tendría que sentarme en mi mesa de trabajo, ante una hoja en blanco y esforzarme y concentrarme como escritor, y crear de nuevo a lo mejor todo este escenario, todo este momento, hasta incluso crearla a usted en este salón, al fondo, exactamente donde ahora está usted sentada, y empezar desde cero, desde el momento, ¿recuerda?, en que, cuando usted me empezó a preguntar, yo buscaba vagamente un libro para leer y he movido un poco ese pequeño libro blanco de Dostoyevski, el Diario de un escritor, y (usted lo ha visto), me he quedado un segundo pensativo, pero yo no le he podido

transmitir lo que pensaba, porque las entrevistas, usted lo sabe, se hacen con palabras, ustedes los periodistas preguntan y nosotros contestamos, ¿pero cómo decirle a usted que cada vez que yo toco ese libro veo andar y atravesar la ciudad a esa amable centenaria que Dostoyevski describe y que marcha apretando una moneda en la mano para regalársela a sus nietos?, ¿cómo expresarle todo eso a usted?, no, no es posible comunicar todo eso, dijo, y menos en el mismo momento en que ocurre, hay cosas que uno piensa y que nunca se pueden decir, todos, no sólo los escritores, todos vivimos entre pensamientos, usted se irá de aquí sin saber en realidad qué pienso yo esta mañana, cuáles son mil fulguraciones, porque todo son palabras, palabras y palabras exteriores, usted anota las palabras y hace bien, es su oficio, rebusca entre mis gestos a ver cómo puede extraer mi personalidad, quién soy yo, cuáles son mis sentimientos dentro de este despacho lleno de libros en el que usted ve ahí ese gran retrato de una mujer desconocida, y luego estos libros, todos estos libros encuadernados, distinciones, recuerdos de premios, fotografías, el ordenador, las cuartillas, todo este mundo arreglado por Alicia durante veintitrés años y que ha quedado igual que cuando ella me dejó,

parecido a la gran cubierta de una nave enorme, así lo llamaba ella, porque le gustaban estas habitaciones alargadas y diáfanas, ella tiró todos esos tabiques, hubiera tirado todos los tabiques de la casa, le gustaba pasear descalza por esta alfombra y se sentaba ahí, más al fondo de donde está usted, y se distraía viéndome trabajar desde lejos, cogía una revista y se pasaba en silencio largos ratos en el sofá mirándome a hurtadillas, sin interrumpir, lo mismo que si estuviera frente al mar o ante el campo, lo mismo, siempre relajada dijo el escritor, y se quedó un momento ensimismado mirando al fondo, mirando a la periodista cómo escribía, a qué velocidad y qué nerviosamente estaba anotando todo aquello en su cuaderno la joven periodista de pantalones azules y blusa blanca que asentía, sí, asentía nerviosa mientras seguía escribiendo con tensión porque aquella era una entrevista esencial para ella y quería anotarlo todo y que nada se le escapase, tampoco lo del posible Premio Nobel, tampoco lo de los amores del escritor, tampoco lo de sus inclinaciones políticas, aunque todo esto aún no lo había preguntado pero lo tenía ya preparado en su agenda, cuidadosamente ordenado por preguntas y temas, lo que pasaba era que a ella le estaba distrayendo aquella voz, la voz melodiosa del escritor que iba y venía por la alfombra y que le distraía con su voz de galán, ya le habían advertido, te toparás con un auténtico galán, muchacha, depende de cuándo lo cojas, influye mucho la época del año, en agosto

o septiembre, cuando cree que le van a dar el Premio Nobel él se crece, trae locas a todas las periodistas, a las mujeres no sé qué las da, le sale todo ese poderío de conquistador y de triunfador, toda la fuerza del trabajador tenaz, pero cuando pasa el Nobel en octubre y ve que una vez más no se lo han dado, decae hasta en su aspecto físico, engorda, pierde agilidad, hasta le cambia la voz, se le hace meliflua y débil, pasa todo un invierno escondido y trabajando en otra nueva obra y así de nuevo recomienza el año con la esperanza…, pero ella enseguida había interrumpido, ¿Y si le dan un día el Premio Nobel?, ¿qué pasará si le dan el Premio Nobel?, y nadie había sabido contestarle, pero ella estaba ahora aquí, precisamente en el día posible del Nobel, ella había hecho sus cálculos, jueves o miércoles de octubre era la tradición, habían concedido ya los Nobel de Física, Química y Medicina, quedaba el de Literatura, había mentido, pactado, concertado esta entrevista en exclusiva, estaba con su pequeño magnetofón encendido y el cuaderno encima de sus rodillas, seguía yendo y viniendo la voz del escritor por la alfombra del despacho y al fondo, cerca del balcón, había un teléfono que podía sonar…, pero la voz, aquella voz de él le seguía poniendo muy nerviosa porque toda la entonación y vocalización era tan sugerente que ella ya no estaba atenta al

contenido sino a la forma, asentía a la forma y a la música de las palabras que estaban yendo y viniendo por el despacho, era acunada por la voz que traía y llevaba las pronunciaciones y las pausas, había además una respiración honda entre todos aquellos libros encuadernados en negro y rojo, entre la alfombra y el gran retrato iluminado de aquella bella mujer misteriosa, y seguía la voz paseando, ¿y qué me ha dicho ahora?, ¿qué está diciendo de verdad este hombre? se dijo la joven periodista, pero no le dio tiempo a pensar porque seguía cautivada por aquellas inflexiones de las frases que arrastraban a los pensamientos y que ella intentaba seguir tensa e inclinada hacia adelante, las piernas juntas, detrás, continuamente detrás de la belleza de aquellas palabras, nunca en ninguna entrevista le había sucedido el estar tan aturdida y distraída, tan tonta le susurró la script, pero la periodista aún no la oyó, estaba tan ajena a todo que no volvió a escuchar a la script cuando le repitió por detrás, pero querida, ¿quieres arrancar?, te toca hablar a ti, ¡tienes que hablar!, ¡te toca diálogo!, y la secretaria de rodaje detrás de ella estaba ya descomponiéndose en su silla de tijera intentando recordarle la pregunta que el guión le marcaba y que ella debería hacerle ahora al escritor pero que ella no acababa de hacer mientras la script con su gran bloc en las manos se la apuntaba susurrando y los operadores miraban todo aquello asombrados, y detrás de los operadores esperaban los electricistas con sus cables,

y los técnicos de sonido con sus auriculares, y los iluminadores con los focos, y los carpinteros, y el resto del equipo que rodaba, los decoradores, mecánicos, ayudantes de dirección, las encargadas del vestuario, las maquilladoras, el escenógrafo y quienes ahora giraban la gran grúa en donde estaba moviéndose muy despacio, muy lentamente, sentado en su sillín, el director, el único tranquilo de todos quizá porque estaba aprovechando muy bien este momento de sorpresa que no aparecía en el guión, al director con su visera en la frente le gustaban estas improvisaciones, estaba realizando un lento travelling hacia arriba, había tomado este despacho, y al escritor y a la joven periodista cada uno en un rincón del escenario, al escritor le seguía dejando hablar y pasear, los escritores necesitan desahogarse, se creen divos, se ufanan cuando reciben a una joven periodista, se pavonean yendo y viniendo por entre los libros de los otros y por entre sus propios libros, hay que dejar pasear y hablar a este pobre escritor que cree en los premios, que cree en el Nobel, que desde hace años ha construido su vida, sus entrevistas, sus viajes, sus relaciones pensando en el Nobel, que sueña por las noches con la velada en Estocolmo y que se levanta en sueños a recibir los aplausos, sí, hay que dejarle hablar y que siga fascinando con sus palabras a esta joven periodista de

pantalones azules y de blusa blanca se dijo el director en el lento travelling hacia atrás, alejándose ya hacia arriba de este despacho, se alejaban las estanterías de los libros y la alfombra, también se alejaba la voz melodiosa del escritor, su voz de galán, ahora parecía que el escritor se empequeñecía y su voz se debilitaba, eso era lo que el director deseaba mostrar en el final de su película, enseñar la carpintería y el artificio de una vida que giraba en torno a un premio, unas horas cruciales y disimuladas de nerviosismo por si sonaba el teléfono, y cada año igual, ese paseo incesante por el despacho esperando…, y además la sorpresa ahora de esta joven periodista que no hablaba, estaba fascinada por el otro y se había quedado en silencio olvidándose del guión, muda, sentada en el sofá con las piernas juntas y echada hacia delante, y así, así quiero terminar, se dijo el director en su lento travelling hacia atrás, no quiero nada más, porque esta situación inesperada puede ser un final abierto para El Nobel, esta película que me ha llevado tanto tiempo, recuerdos, reflexiones, variaciones, he querido contar la vida de un escritor, un simple quehacer, una vocación rendida, un esfuerzo constante y una ilusión virgen al principio, un querer dedicarse a los demás, interpretar el mundo, incluso intentar mejorarlo, para luego, por avatares de la vida, apartarse poco a poco del camino y obsesionarse con los premios y repetirse, y caer en la imitación de sí mismo, en la charlatanería banal, sí, hay que dejar hablar y pasear a este pobre escritor que es pura vanidad ante el Nobel, puro cálculo, se dijo el director remontando el lento y largo travelling hacia arriba y hacia atrás, quería abarcarlo todo, sí, quiero abarcarlo todo, se repitió el director sentado en lo alto en su sillín de la grúa que lo ascendía y lo alejaba ahora lentamente a la vez en el plató, veía abajo el despacho en donde el escritor seguía paseando y hablando ante la joven periodista que continuaba muda y fascinada en un rincón, veía también,

conforme ampliaba su travelling, los decorados, los focos, los cables, y detrás los mecánicos y los carpinteros, las maquilladoras, el escenógrafo, los técnicos de sonido y de iluminación, la script y los ayudantes de dirección, también abarcaba al director de fotografía, al productor y hasta a algunos curiosos que seguían el rodaje de esta última secuencia, e incluso algo más atrás veía también parte de la pequeña sala de proyección en donde media docena de actrices y de actores, de críticos y de escritores aplaudían ya el final abierto de este film, El Nobel, que estaba haciendo reflexionar a todos y les había hecho repensar el ejercicio de la literatura, su actividad y su vanidad, vanidad de vanidades, se dijo pensativo uno de aquellos escritores que acababan de ver el final de la película, vanidad de vanidades, sí, se repitió aquel veterano escritor levantándose ya de su butaca en las últimas filas mientras estaban pasando aún los carteles de crédito y se encendían las luces de la sala pero él se dispuso a salir deprisa, como huyendo, porque le habían conmocionado mucho aquellas imágenes tan idénticas al relato que él estaba escribiendo estos días, y prefirió salir sin despedirse de nadie, ganar la calle y abrir su paraguas bajo la lluvia para andar rápido y llegar pronto a casa y pensar aún más qué era realidad y qué ficción en todo aquello, y eso se dijo ya en su casa, por la noche, y en el sillón de su despacho, repasando y releyendo el final de aquel relato suyo en el que llevaba trabajando varios días, había intentado resumir en él parte de su vida, aquel espejo evocado, por ejemplo, de la infancia en la tertulia familiar, aquel nombre, Alicia, el nombre amado de su mujer, este retrato iluminado de ella que ahora veía delante en la gran habitación, sí, todo lo había ido escribiendo él en aquel cuaderno en el que había trabajado tanto tiempo, toda la curva de su relato, toda la invención, hasta la invención también de sus paseos ante la joven periodista imaginaria, incluso el rodaje de aquella película, todo, todo había sido auténtica ficción, y quiso dejarlo así cerrando el cuaderno, y se dispuso a colocarlo en la estantería entre sus libros, en la gran biblioteca, al lado del pequeño libro blanco de Dostoyevski al que tanto quería, el Diario de un escritor, pero como todos los años a esta hora sintió un pequeño estremecimiento, sí, porque para mañana estaba anunciado que darían el Nobel y, sí, como todos los años, sintió un pequeño escalofrío al salir y apagar la luz.»
José Julio Perlado : «El Nobel» ( relato inédito) (perteneciente al libro «Caligrafía», de próxima aparición)

(Imágenes- Mark Rothko)