TULIPANES, ABRIL

Ahí, ahí está, al fondo, el tulipán, al fondo los tulipanes, entrando en la luz de la Terraza de los Cuadros, en el Botánico de Madrid, en el silencio y el color de las flores. Ahí están en abril los pétalos jaspeados, las pequeñas manchas, los tallos de las palabras sosteniendo al turbante.

Vienen atravesadas ramas en soledad de pasos, en el remanso de Madrid.

De pronto, esculturas aladas en los paseos, hojas que imitan a la Naturaleza.

Y luego, como siempre, otra vez la Naturaleza que no imita a nadie, la Naturaleza en equilibrio, el equilibrio de la Naturaleza, el silencio, la soledad, las avenidas, los árboles.

Madrid.

Abril.

(Imágenes: Botánico de Madrid.-7 de abril de 2010.-fotos JJP)

EL AÑO PASADO ENTRE LIBROS

Los pasos del que camina entre libros son absorbidos por las maderas, acogidos por las puertas que crujen conforme avanzan los pasos, habitaciones antiguas que reciben pasos interminables, libros interminables, libros y pasos que suceden a otros pasos y libros, cuartos cargados de autores amontonados, alineados, puertas y maderas que hacen resonar los pasos entre libros, autores encuadernados, autores deshojados, autores recobrados, autores vencidos, suelas de zapatos ligeros, pesados, tacones que aplastan las maderas, manos que empujan las puertas, silencios que abren el picaporte de los ruidos, que abren los labios de los autores, cabecean los lomos, duermen las páginas, los pasos del que camina entre libros rozan los índices, los prólogos, los pasos del que camina entre libros…

…  recorren ahora, sí, el costado de las hileras, los títulos, los hombros de los autores escuchan los pasos con sus espaldas unidas en las estanterías, las cubiertas unidas, las líneas también unidas y apretadas, los lenguajes mudos, los idiomas callados, los pasos del que camina entre libros van tocando los bordes de las investigaciones, los ingenios, las ficciones, las manos acarician al pasar la superficie de los ensayos, las imaginaciones, los argumentos, las ilustraciones, picotean los tacones sobre el tablón de las maderas y en esas maderas resuenan poemas de siglos de oro, siglos de plata, prosas, géneros, escuelas, generaciones, crujen estas maderas sobre escenarios de libros de teatro, filman los ojos mientras pasan secuencias y guiones,  puntas de pies avanzan entre libros danzando ante páginas de ballet, dedos mueven las hojas conforme avanzan los pasos del que camina entre libros, sí, del que camina entre libros, tal y como caminaban…

los pasos de aquella película de Resnais, El año pasado en Marienbad, » en que los pasos son absorbidos por alfombras pesadas, tan gruesas que ni el ruido de sus propios pasos llega a sus oídos, como si el oído mismo del que camina, una vez más, a lo largo de estos pasillos. – por entre estos salones, estas galerías de este edificio de otro siglo, este hotel inmenso, lujoso, barroco, – lúgubre, en el que pasillos interminables suceden a otros pasillos«, nos llevaran hasta esta madera que cruje conforme avanzan los pasos del que camina entre libros, volúmenes amontonados, portadas, espacios reducidos, fábulas en el suelo, tramas hasta el techo, discursos, narradores, personajes, poéticas, retóricas, las lenguas del lenguaje,  rimas, pausas, versificaciones, monólogos, polifonía, tramas, los pasos del que camina entre libros apenas se oyen ya hacia el final, silencios, silencios,  libros que van apagando a los pasos, libros que se quedan solos…

…libros reinando en el tiempo, libros del año pasado, del siglo pasado, libros de todos los siglos que cubrirán las pantallas hasta que el ojo humano vuelva a cruzar el año que viene entre libros.

(Imágenes.-1. Jane & Louise Wilson.-Oddments Room.-V. Atlas, 2008.-Galería Helga de Alvear.-Madrid/2.-Jane & Louise Wilson.-Oddments Room lll.-2008.-303 Gallery.-New York.- artnet/ 3.-Jane & Louis Wilson.-Oddmentes Room l.-2008.-artnet.com 4.-Jane & Louise Wilson.-Oddments Room ll.- (Voyages of the Adventure and Beagle) 2008.-303 Gallery .-New York.-arnet.com)

GENTE AL SOL

«Un pequeño grupo de gente toma el sol en unas sillas colocadas en fila. ¿Pero están ahí con ese propósito? – se pregunta Mark Strand al hablar de Hopper – Si es así, ¿por qué están vestidas como si estuvieran en el trabajo o como si se encontraran en la sala de espera de un médico? ¿Es que están siempre esperando, no importa dónde se encuentren, y el mundo entero es su sala de espera? Quizá. ¿Y qué deberíamos pensar del joven que lee, sentado detrás de la fila de cuatro? Parece absorto en la cultura, más que en la naturaleza, y sin embargo está sentado afuera, con los otros, al lado del camino, bajo el sol. La luz es peculiar. Desciende sobre las figuras, pero no crea una atmósfera. De hecho, una de las peculiaridades de la luz de los cuadros de Hopper es que tiene poco que ver con la atmósfera, en comparación, por ejemplo, con la luz de los cuadros impresionistas. Uno no puede imaginar que esta gente esté realmente tomando el sol. Más bien parecen mirar a lo lejos, tan lejos como es posible, hacia un amplio prado que se extiende hasta una hilera de colinas. Y las colinas, en tanto se alzan en un ángulo muy parecido al que aquella gente asume reclinada en la silla, dan la impresión de devolver esa mirada. La naturaleza y la civilización casi parecen estar mirándose la una a la otra. Esta pintura es tan extraña que en ocasiones pienso que las figuras sentadas están mirando un  paisaje pintado, y no el paisaje real que evidentemente observan».

Ese sol de Hopper es de 1960. El sol que cae sobre los rostros de las peluqueras descansando con los ojos cerrados es de 1966. Es un sol de Robert Doisneau, fuente de luz que viene del mismo Hopper, fuente de calor y vida que se trasvasa de Hopper a Doisneau y de Doisneau a Hopper y cuyos rayos tocan con mágicas varitas la piel. Fortalece y seca. Ilumina y calienta. El centro del cielo baja a las terrazas de la pintura y de la fotografía y se pasea por los rostros que le reciben. Rayos solares que vivifican el cuerpo entrando por poros abiertos, diminutos pinchazos que los inmortales chinos recibían como prodigiosa esencia. Se levanta el sol cada mañana y se acuesta; se levantan cada mañana y se acuestan cada tarde las criaturas de Doisneau y de Hopper en una horizontal pasividad, dejando que ruede el corazón del mundo, dejando que ese amarillo corazón resbale. Las mejillas, los párpados, la frente reciben los reflejos de las flechas indoloras y luego vendrán las silenciosas despedidas, sillas que quedan vacías y el día que se recoge para anochecer.

(Imágenes: 1. Edward Hopper.-Grupo de gente al sol.-1960.-2000, Smithsonian American Art Museum, Washington. D.D. Art Resource/ Scala, Florencia.-ciudad de la pintura/ Robert Doisneau.-les coiffeuses au soleil.-1960.-flickr)

A UN POETA FUTURO

«No conozco a los hombres. Años llevo

De buscarles y huirles sin remedio.

¿No les comprendo? ¿O acaso les comprendo

Demasiado? Antes que en estas formas

Evidentes, de brusca carne y hueso,

Súbitamente rotas por un resorte débil

Si alguien apasionado les allega,

Muertos en la leyenda les comprendo

Mejor. Y regreso de ellos a los vivos,

Fortalecido amigo solitario,

Como quien va del manantial latente

Al río que sin pulso desemboca.

(…)

Cuando en días venideros, libre el hombre

Del mundo primitivo a que hemos vuelto

De tiniebla y de horror, lleve el destino

Tu mano hacia el volumen donde yazcan

Olvidados mis versos, y lo abras,

Yo sé que sentirás mi voz llegarte,

No de la letra vieja, mas del fondo

Vivo en tu entraña, con un afán sin nombre

Que tú dominarás. Escúchame y comprende.

En sus limbos mi alma quizá recuerde algo,

Y entonces en ti mismo mis sueños y deseos

Tendrán razón al fin, y habré vivido».

Luis Cernuda: «A un poeta futuro» («Como quien espera el alba«)

(Imagen.-Eye of Portia Hume.-1930.-Imagen Cunningham.-artnet)

«PIEDAD» DE MIGUEL ÁNGEL

«Aquí está él, en la última capilla cerca de la salida, apresado por «La Piedad«, bajo la pesantez de la piedra de toda la gran iglesia. Con el cuerpo pesado y el alma pétrea, mira por primera vez esa escultura que es la única que aparenta derramarse sin ningún peso. Aquí está, paralizado, sintiéndose atado a la piedra de su vida, petrificado en una caída que vive ya en él y que él aún no siente, y arrastrado a lo largo de toda la nave hasta esta piedra de piedad que se le ofrece con la serenidad del reposo. Aquí está Daniel. Sin saber que su vida se encuentra en plena oscilación, perezosa e inmóvil, como atada a algo invisible de lo que no podrá desprenderse. Aquí está, ante lo que nunca había visto, siguiendo con sus ojos ese cuerpo doblado del Hijo que resbala, muerto y flexible, ese Hijo cuyo rostro tiene más edad que el de la Madre, y que abandona en las rodillas del dolor una vida extenuada en misterioso cumplimiento».

José Julio Perlado: «El viento que atraviesa».-(Richard Grandío, Oviedo, 1968.-página 322)

(Imagen:- «La Piedad» de Miguel Ángel.-wikipedia)

KUROSAWA, EL VIENTO, LA NIEVE

«Desde mi época de ayudante de dirección – contaba Kurosawa en su «Autobiografía» (Fundamentos) – parece que he desarrollado una peculiar relación con el viento. Yama-san me pidió una vez que fuera a rodar las olas de Choshi; tuve que esperar tres días ante un plácido mar. Luego de repente un furioso vendaval agitó las olas en una impresionante marejada, y conseguí con exactitud lo que había ido a buscar. En otra ocasión, en el rodaje de Uma me metí en un tifón y las mangas del impermeable se me rajaron. Durante el rodaje de Nora Inu (1949), el tifón «Kitty» nos hizo añicos todo el decorado de exteriores, y mientras rodábamos en los alrededores del monte Fuji la película Kabushi toride no san-akunin (1958), tres tifones nos azotaron sucesivamente. Los bosques donde habíamos planeado rodar fueron arrasados uno tras otro, y lo que debería haber sido un  rodaje de tres días se transformó en cien».Sobre el viento y su deliciosa melancolía ya había hablado en el siglo X  Sei Shônagon, la gran escritora japonesa, en «El libro de la almohada» (Alianza). «Son sobre todo – decía ella del viento – las hojas del cerezo las que caen en abundancia. En otoño, al día siguiente de un día en que la tempestad ha mostrado su rabia, se nota una extraña impresión de tristeza. Las ventanas hechas de bambú, las sombrillas exteriores, se doblan unas al lado de las otras, y el aspecto del jardín es penoso. Se siente pena contemplando un gran árbol derrumbado, al que el viento le ha quebrado las ramas«.

Era aquel viento del siglo X, antepasado de éste del siglo XX, que sufrirá Akira Kurosawa en 1941, cuando la Naturaleza se le enfrente y él intente dominarla. Fue en 1941, cuando el gran director japonés publicó en la Revista Eiga Hyoron (Crítica cinematográfica) el guión de «Un alemán en el Templo Daruma», el momento en que la Naturaleza en forma de nieve alteró sus planes. En ese año Kurosawa escribe precisamente un guión titulado «Nieve» que fue remitido al Concurso Nacional de Guiones, y apoyado en 1942 por un grupo de revistas cinematográficas japonesas. El asunto de «Nieve» se vincula con la vida de los campesinos en la región N. E. de Honshu, y buena parte del diálogo fue escrito en el dialecto local, conocido como Tohoku. Como se señala en el prólogo al extracto de «Nieve» en «Films que nunca veremos» (Aymá), la naturaleza es también un medio, psicológicamente simbólico, contra el cual se destaca en este guión, como en relieve, un personaje individual. El deslumbrante florecimiento de la primavera con el que termina «Nieve» es una sugestión visual. «Nieve«, y no Sanshiro Sugata (1943) – se dice en ese prólogo -, «pudo haber sido el primer film de Kurosawa, si no hubiera mediado un simple hecho que no pertenecía al arte ni a la política, sino a la botánica. Cuando Kurosawa escribió «Nieve«, la cosecha de arroz en el noroeste era extremadamente vulnerable a las condiciones del clima. Antes de que el film pudiera ser realizado, se había llegado a cultivar un nuevo tipo de arroz que podía resistir a la nieve y al frío. Así «Nieve» se convirtió en una idea anticuada y nunca llegó a ser producida. Pero sigue siendo un embrión de poderoso impacto, y como tal pronostica el estilo cinematográfico que luego se desarrollaría hasta Rashomon y hasta Los siete samuráis«.

Era la nieve sobre Japón, copos sucesores de aquellos otros que cayeron en el siglo X y fueron cantados delicadamente por Sei Shônagon: «Es delicioso – decía entonces la finísima escritora -, cuando lo nieve cubre la tierra como un ligero colchón de plumas. Es encantador también cuando ella se congrega para formar un espeso manto; a la caída del sol, dos o tres amigas se sientan alrededor de un brasero junto a la terraza, en el borde. Mientras que charlan, cae la noche; pero ellas no encienden la lámpara en la habitación, toda iluminada por el blanco resplandor que envía la nieve».

(Pequeña evocación hoy, a los cien años del nacimiento de Akira Kurosawa.-23 de marzo 1910- 2010)

(Imágenes.- 1 y 2.-«Dreams«.-de Akira Kurosawa.-199o -air.bong/3.-Michele Harvey 2000.-Katharina Rich Perlow Gallery.-New York)

DELIBES : SOMBRA ALARGADA SOBRE LA FAMILIA

Ángeles de Castro, la mujer de Miguel Delibes, era más abierta que el gran escritor, más comunicativa. Ella le facilitó su relación con el mundo, y cuando ella faltó Delibes dejó de cantar sobre aquella bicicleta suya lanzada a toda velocidad cuestas de Santander abajo camino de Burgos, frases que iba recogiendo el aire mientras Delibes cantaba: «¡Soy el hombre más felíz, soy el hombre más felíz!».

Lo contaba él mismo en una trenzada entrevista radiofónica con tres de sus hijos – Miguel, Elisa y Adolfo – de los siete que el escritor tuvo, cuatro de ellos biólogos. Delibes inculcó un gran sentido de la austeridad a sus hijos; Adolfo recordaba que el escritor no se dio ni un capricho; pudiendo hacerlo no se compró una buena escopeta ni tampoco un buen coche; Miguel evocaba a su vez  que su padre les dio la lección de no requerir nada que no fuera necesario, les señaló el sentido de valorar mucho a los demás, la realización práctica de la compasión, lo que hoy de algún modo se define como solidaridad.

De carácter fuerte, hombre serio, los nervios, los agobios, ciertas angustias – siempre según sus hijos – le acompañaron siempre. Le costaba dar la razón al contrario, y llevaba consigo al andar por la vida esa retranca de humor que bordeaba su pesimismo vital. Las relaciones de Delibes con la gente (sigo el hilo de lo que a su padre, en la radio, le recordaban sus propios hijos en una conversación entrañable) no eran fáciles: no le gustó ser reconocido durante años y solamente con la edad y con los primeros achaques se resignaba a conversar con quien le detenía en sus paseos por Valladolid.

Fue en uno de estos paseos – la vida está empedrada de anécdotas -, cuando un joven viandante se le acercó. Delibes iba con su hijo Miguel. Decidido, con un cuaderno y una pluma en la mano, aquel que le miraba le pidió un autógrafo: «Perdone que le pare – le dijo el paseante -, pero es usted Azorín«. Delibes, muy serio, le respondió: «Joven, Azorín lleva mucho tiempo criando malvas». Y cuando el personaje se alejó, el escritor le comentó a su hijo: «Hoy cuando llegue a casa le dirá a su madre: «Mamá, he estado con Azorín y él lo ha negado». Es la vida».

Como la vida sigue empedrada de anécdotas,  esta vez un niño, rompiendo las filas de un colegio, se le acercó exultante. «¿a que es usted Miguel Boyer? ¿puede darme un autógrafo?». Delibes miró enternecido a la criatura y le escribió sin dudarlo en la página: «Miguel Boyer«. Pero lo que en cambio se negó a firmar fue la dedicatoria para un perro reiteradamente suplicada por el dueño del animal en la Feria del Libro. Como se ve, las anécdotas son impensables.

Me escribí con Delibes en varias ocasiones, con motivo de su novela «La hoja roja», en 1959, al comentar en «La Estafeta Literaria» aquel excelente libro. Años más tarde, en 1987, nos veríamos largamente con ocasión de su doctorado Honoris Causa en la Facultad de Ciencias de Información. Allí, una vez más, se unió literatura y periodismo en este gran escritor de nuestro tiempo.

Pero entre las perdices rojas, los pájaros y las truchas, entre las madrugadas de caza, entre las ruedas de su bicicleta recorriendo la defensa del Planeta, está el silencio y el trabajo constante de tantos manuscritos minuciosos, tantas consultas sobre lenguaje, tan precisas vestimentas para arropar a personajes, historias de Castilla la Vieja que echaban a andar para «pegar la hebra» de la conversación. Sus hijos guardan el recuerdo de su discrección a la hora de escribir. No conocieron «Señora de rojo sobre fondo gris» mas que cuando estuvo publicada. Ángeles, la mujer de Delibes, era a la que le leía lo que escribía, y cuando ella murió pidió a su hijo mayor que escuchara también: «Lee esto – le dijo – porque antes lo leía tu madre y ahora no está». A una de sus hijas, que se dedicaba a la moda, le pidió detalles para un personaje de «Diario de un jubilado«, un paleto que quería ser pretencioso. «¿Cómo lo puedo vestir?», le preguntó. Y la hija del escritor le habló de modelos de zapatos y de cuellos muy grandes para las camisas, que Delibes apuntó.

Ahora, en el vaivén de cielos y purgatorios que ondula siempre en las Historias de la Literatura, cuando las aguas del tiempo se remansen, la perspectiva, al filo del horizonte, nos mostrará al Delibes que quedará entre tantas lecturas. Le diremos mientras pasan las páginas, «Don Miguel, Dios le guarde«, que era el saludo que más le gustaba cuando daba paseos por las calles de Valladolid.

(Imágenes:-1.-Migel Delibes y su mujer..-foto Efe.-elmundo.es/ 2.-foto el mundo.es/ 3.-apuntes para «El hereje».-foto Carlos Arranz.-el mundo.es/ 4.-foto el mundo.es)

EL «DARNIUS COLLEGE»

Varias veces en Mi Siglo he hablado de mi abuelo Dante, el Premio Nobel.

Pero él nunca había desaparecido de casa. Nunca. Y esta vez sí lo ha hecho.

Ha desaparecido. Sí. Realmente ha desaparecido.

Viene desolada mi tía Caterina. Extiende sus cabellos rubios por todo el cuarto. Llora como una Magdalena.

–¡Caterina está llorando como una Magdalena! –avisa mi hermana corriendo por el pasillo.

–¡Llora como una Magdalena! –repite mi otro tío Byron, enormemente asustado.

–¡Está llorando igual que una Magdalena! –insiste mi hermana Amuhka impresiona­da.

Yo oigo los gritos mientras mi madre me está acabando de arreglar para ir al colegio. Hoy es mi primer día de colegio.

–Entras en clase –me dice mi madre estirándome el gran lazo azul que me ha puesto en la pechera de la chaqueta– y te portas bien. Que no tengamos queja de ti.

Yo digo que sí subido en la silla, mientras mi madre me ata los zapatos. Sin embargo, estoy pendiente de los gritos de mi tía Caterina que resuenan por toda la casa.

–¡Llora como una Magdalena! –repite mi tío Byron– ¡Algo habrá que hacer, habrá que calmarla!

–¡Está llorando, la pobre, como una Magdalena! –confirma Blasa desconcertada, yendo de un lado para otro.

Sólo mi madre conserva la tranquilidad. Está representando de repente el papel de Madre total y se ha puesto de pie en medio de los llantos y de las lamentaciones, dirigiendo el tráfico de la emoción.

–¡Vamos a ver! ¿Qué ha pasado aquí?

Pasa, que ha desaparecido mi abuelo. Eso es lo que ha pasado.

Yo me entero a través de la rendija de una puerta, mientras me bajo de la silla, mientras cojo la cartera.

–Tú te vas al colegio ahora mismo –me dice mi madre–. No puedes llegar tarde ya el primer día.

El Darnius College está en las afueras de la ciudad. Voy andando, mirando en la calle los saltimbanquis, entreteniéndome con el circo.

Cuando llego, me asombran los pasillos interminables de este colegio, sus paredes desnudas y frías, las vidrieras altísimas de los ventanales, el eco, cómo se alarga el eco.

Están colgados retratos de famosos ex-alumnos en las paredes del claustro. Enormes retratos en blanco y negro, enmarcados en madera oscura.

–Éste es Franz Kafka, un excelente alumno –me explica un profesor al pasar.

–Éste es Sigmund Freud, que terminó hace años –me señalan otro retrato.

–Éste es Darwin –me dicen de otro. Y enseguida me preguntan–: Tú, por cierto, ¿cómo te llamas?

Darnius. Me llamo Darnius. Juan Darnius –contesto.

–¿Pariente de este Darwin?

–No. Los Darnius sólo somos parientes de los Darnius. Únicamente de ellos.

Ya en clase sigo preocupado por mi abuelo Dante, el escritor. ¿Dónde estará? ¿Qué le habrá pasado? Un Premio Nobel no puede desaparecer así como así. ¿Dónde estará metido?

Es como si esta mosca que vuela encima de mi cuaderno se llamara Dante y volara Dante como una distracción arriba y abajo, adelante y atrás, a izquierda y a derecha, se posara sobre esa bola rapada del chico que tengo delante, el chico se rascara la nuca y Dante empezara a volar otra vez haciendo giros y giros en el aire, cabeza abajo, con los motores apagados, haciendo demostraciones increíbles, sin luces, sin manos, en pura acrobacia hasta llegar a la ventana y aterrizar allí, sobre el cristal, entre el polvo, para comenzar a frotarse las patas.

–¡Darnius! –oigo el grito del profesor– ¡Usted se distrae con el vuelo de una mosca! ¡Mire su libro! ¿Qué estamos leyendo?

Miro el libro. Nado en el libro. Buceo. Voy y vengo afanosamente de la orilla derecha a la orilla izquierda de la página, me hago dos largos con el ojo. Nada. Me pregunto igual que el profesor: «Eso. ¿Qué será lo que estamos leyendo?».

–¿No lo sabe?

–No.

–¡Pues esté más atento!

Pero yo sólo estoy atento a que dé la hora y a que pueda volver corriendo a casa para ver qué le ha podido pasar a mi abuelo.

Cuando llego a casa sigue llorando en el salón mi tía Caterina: todo su pelo rubio está extendido en abanico igual que un pavo real. Llora como una Magdalena.

–El abuelo sigue desaparecido –me dice angustiada mi madre–. No sabemos dónde está. Igual lo han raptado. Es un misterio. ¿Qué tal te ha ido en el colegio?

–Bien –contesto.

Veo en el salón la misma mosca que he visto esta mañana en el pupitre. ¿La misma? Sí, porque es negra, pequeña, despega de pronto de la mano de mi madre, se eleva a la altura de la barbilla de mi tío Byron, toma allí más impulso y evoluciona en acrobacias, con el piloto automático puesto, en torno a la oreja de mi hermana para caer en picado sobre el prado amarillo del pelo rubio de mi tía Caterina que llora como una Magdalena.

–¿Qué miras? –me dice mi madre.

–Nada –contesto.

El día se pasa rápido. Por la noche el llanto de mi tía se hace más dulce, más fluido, el hilo de agua de su llanto encuentra su cauce en las campanadas del reloj del comedor. Se va acunando a cada compás. En las medias, mi tía Caterina llora algo más, en las horas llora menos.

Al siguiente día, en el Darnius College, la mosca asiste conmigo a clase de Matemáticas, a Historia, a Dibujo, falta en Lengua y vuelve a aparecer en Geografía. Es una mosca amiga.

–¿En qué página estamos leyendo, Darnius? –me sobresalta el profesor.

No lo sé. Yo siempre estoy pensando en mi abuelo. ¿Qué le habrá pasado?

Bajamos al comedor al mediodía, en filas interminables, de dos en dos, parecemos hormigas grises con nuestros uniformes iguales.

Bajamos.

Bajamos aún más.

Aún seguimos bajando. ¿Dónde vamos?

Luego empezamos a subir escaleras.

Más escaleras.

Llegamos a la azotea.

Damos la vuelta, de dos en dos, a la azotea del colegio, a la terraza, yo aprovecho para contemplar la ciudad, los tejados, las chimeneas, yo nunca había visto la ciudad desde las terrazas del colegio. Es un espectáculo único.

Luego bajamos.

Por esta parte hay andamios, debemos ir con más cuidado, la fila no debe romperse, yo voy mirando dónde pisa el compañero de delante, en qué charco, cómo apoya la suela en la madera cruzada y en el escalón roto, cómo sortea los cubos de pintura y las herramientas. Le voy marcando el camino al que viene detrás. «No te apoyes en mí –le digo–, que nos caemos, y la fila no puede romperse».

Seguimos bajando.

Bajamos más.

Ahora estamos descendiendo a los sótanos del colegio, esta escalera de caracol es un embudo metálico que resuena bajo nuestros zapatos. Yo miro hacia arriba y veo bajar a todos los que faltan y que son decenas, quizá cientos, todos iguales, todos haciendo ruido en la escalera de caracol.

Bajamos hasta los cimientos del colegio, hasta unos túneles de tierra que sostienen el colegio entero, hasta galerías abiertas en la piedra que apenas tienen luz.

«Está lejos el comedor del Darnius College«, me voy diciendo con hambre. «Sí. Está lejos».

Subimos.

Volvemos a subir por una zona lateral, subimos al primer piso, luego al segundo. Desde allí, por los ventanales, puede verse una magnífica panorámica de la ciudad. Muy distinta a la de las azoteas, pero también apreciable.

Empezamos a recorrer ahora el segundo piso en sentido horizontal, vamos de este a oeste por los claustros, de dos en dos por los pasillos. Luego giramos en redondo, atentos a la palmada del profesor, y volvemos de oeste a este hasta llegar a una esquina, allí emprendemos de norte a sur otro pasillo bajo los enormes cuadros que nos miran, bajamos dos pisos más, llegamos a la planta baja y abrimos la puerta del inmenso comedor.

Estamos todos de pie ante nuestros platos y vasos sobre las mesas desnudas.

–Esto que hemos recorrido –nos dice el profesor de pie, antes de empezar a comer– se llama pasillo kafkiano, en honor de un célebre ex-alumno, Franz Kafka, que aquí estuvo. Pueden comer.

Yo no como. Estoy pensando dónde estará mi abuelo Dante. No me entero ni de lo que comen los demás.

Esa noche, ya en casa, como no veo a mi tía Caterina, pregunto qué ha pasado.

–¿Se ha encontrado al abuelo?

–No –me dice mi madre desolada–. No sabemos dónde está.

–¿Y Caterina?

–Está con tu hermana. Sigue llorando. Tu hermana la hace compañía.

No puedo dormir esa noche. Me es imposible dormir.

Al día siguiente, en el Darnius College, no me entero de nada. «He perdido a mi abuelo, el escritor, para siempre», me digo en el pupitre. «Para siempre. Para siempre. He perdido a mi abuelo para siempre».

Cuando explican en clase el darwinismo y el profesor pregunta si alguno cree descender del mono, no me interesa nada.

Cuando el profesor nos habla de Freud y nos pregunta si alguno se ve freudiano, no me interesa nada.

Cuando al mediodía subo, bajo y vuelvo a subir por los pasillos kafkianos hasta llegar al comedor, nada, absolutamente nada me interesa. Sigo sin apetito. Me niego a comer.

Me interesa sólo ver a mi abuelo. Que aparezca Dante, mi abuelo.

Por la tarde me sacan a la pizarra.

–Vamos a ver, Darnius, ¿qué es el darwinismo?

¡Otra vez! No me interesa nada.

Puesto que ni como ni duermo desde hace dos días veo a la clase emblandecida, caída hacia un lado, como si se escurriera hacia las ventanas.

–Usted, Darnius, ¿no es familia de Darwin?

–No, señor profesor. No soy familia –digo con la tiza en la mano.

–Pues yo creía que los Darnius eran familia de los Darwin –me dice el profesor desde su estrado.

Lo veo caído en su silla al profesor, lo veo líquido.

–Pues no, señor, no somos familia –le contesto.

–Entonces, ya que está usted ahí, en la pizarra, ¿por qué no nos habla de los Darnius? Ustedes, como los Darwin, ¿creen descender de los monos?

–Nosotros no somos familia de los Darwin, profesor, ya se lo he dicho.

–Entonces, ustedes, los Darnius, ¿de quién descienden?

–Nosotros no descendemos de nadie. Nosotros descendemos sólo de los Darnius, señor. Es que somos los Darnius.

–Bien –dice el profesor–. Ya puede volver a su sitio.

Por la noche sigue sin encontrarse a mi abuelo.

Así llevamos tres días.

Se han perdido todas las esperanzas. Absolutamente todas.

Me quedo sentado en la cama, con las rodillas encogidas. Así estoy, entristecido y pensativo, horas y horas.

¿De verdad se han perdido todas las esperanzas?

No, yo no lo creo.»

José Julio Perlado: (del libro «Nosotros, los Darnius«) (relato inédito)

(Imágenes;.-1.-hombre caminando en un edificio de Tokio.-foto Toru Hanai.-Reuters.-TIME/ 2.-Biblioteca do Palacio e Convento de Mafra.-Lisboa.-curiosus expeditions/ 3.-George Peabodys Library.-Baltimore.-USA/ 4.-comedor.-Selwyn College.-sel.cam)

MIRADAS DE GRETA GARBO

Varias veces en Mi Siglo he hablado de mi abuelo el escritor, mi abuelo el Premio Nobel.

«Mi abuelo me enseña la máquina de registrar miradas.

Como es Premio Nobel de Literatura tiene un cuarto especial para él, la habitación donde piensa, y allí me abre una pequeña cajita de plata que está sobre su mesa.

–¿Ves? –me enseña Dante–. Esta cajita contiene todas las miradas que tengo.

Deja la tapa abierta y efectivamente, empieza a llenarse de miradas la habitación. Yo nunca creí que las miradas tuvieran alas, pero los párpados de las personas parecen murciélagos y baten aquí y allá sus pestañas hasta posarse, por ejemplo, en el aire del cuarto. El cuarto de mi abuelo, y luego el pasillo, y después el comedor, e incluso la terraza, se llenan de miradas igual que si fueran palomas o gaviotas.

–¡Dante –le grita mi madre–, ahora no me pongas tantas miradas aquí, que estamos limpiando y hay que abrir las ventanas y Blasa se asusta!

Mi abuelo obedece. Deja tan sólo en el aire una mirada intensa, la de una actriz a la que él quiere, una mirada de Greta Garbo que se queda viva, observándonos fijamente, con sus pupilas como peces dilatados.

–¿Esto no te dará miedo, eh Juan? –me dice mi abuelo riéndose– ¡Hay que ser valiente!

–No, no me da ningún miedo, abuelo –le contesto animándome.

Greta Garbo parpadea como una mariposa en la cuenca de su ojo, en el valle de sus pestañas rizadas.

–Esta mirada de Greta Garbo es auténtica –me explica mi abuelo orgulloso–. La gente cuando viene aquí y ve esa mirada cree que es falsa o que es una copia, pero no. Es original. Es una Greta Garbo auténtica. Vale una fortuna.

Greta Garbo continúa observándonos misteriosamente. Su mirada nos sigue por el pasillo, mientras andamos. Al doblar la esquina e ir hacia el comedor nos espera la gran mirada en el aire de Charles Chaplin, una mirada entristecida por una sonrisa.

–Esta también es auténtica. De las primeras miradas que tuve –me comenta mi abuelo al pasar.

Se le ve orgulloso de su colección. Parece mentira que en una pequeña caja de plata quepa un invento tan fabuloso. Ha viajado por el mundo con esta cajita y cuando se ha cruzado con una mirada enigmática, con unos ojos celosos, con unas pupilas con agujas de venganza, con un mirar melancólico, aterciopelado o dulzón, con una mirada violeta o unos ojos de mar, salados y bañados en lágrimas, cada vez que el ojo humano al pasar quiso dejar una huella fugitiva en Dante Darnius, mi abuelo no desaprovechó nunca la ocasión, y abriendo furtivamente su cajita, registró y grabó al instante aquella mirada y se la llevó viva a casa para aumentar su colección.

–Aquí vienen gentes de todas partes a ver esto –me dice vanidoso, saliendo a la terraza–. ¿Y sabes por qué?

–No.

–Porque no se lo creen.

Y luego, cogiéndome de la mano y bajando las escaleras hacia el jardín, me añade casi en confidencia, con una sonrisa:

–Un día esta colección será para ti.

No sé. No me convence. Me asustan un poco tantas miradas en la terraza, a cielo abierto, tapando las nubes. Prefiero la sencillez del sol, la claridad del día lavado, esta flor –¿qué es esta flor?

–¿Qué es esta flor, abuelo?

–Un lirio soberbio –me contesta el Premio Nobel.

Me quedo mirando esta flor perfumada de color blanco rosa manchada de rojo intenso, los bordes ondulados, caracoleados.

Y luego me paro –hago parar a mi abuelo– ante el estanque, y veo la anaranjada plateada de unas escamas ondulantes, la aleta de rojo rubí de este pez que nada entre azules.

–¿Y este pez, abuelo? ¿Cómo se llama?

–Es el pez soldado –me dice Dante–. ¡Pero vamos! –me tira de la mano para que ande–, ¡mira estas miradas, Juan! ¡Mira cuántas miradas!

Está todo el jardín tan lleno de miradas, pestañeando vivas, observándonos cómo vamos y venimos y lo que hacemos, que yo no digo nada, pero me asusto.

Entonces hago uno de esos trucos que tenemos escondidos los niños. Vuelvo a pararme ante otra flor. Es un marrón oscuro, amarillo y violeta manchado de púrpura. ¿Se ha tostado esta flor? ¿Alguien la ha quemado? ¿Qué es esta flor?

–¿Qué es esta flor, abuelo? –le pregunto.

–Se llama pensamiento –me dice Dante.

«Pensamiento, pensamiento», me digo mientras la miro.

–¡Vamos! –me sigue tirando de la mano mi abuelo intentando arrancarme del sitio– ¡Pero mira cuántas miradas alrededor!

No me muevo. No levanto la vista de este pensamiento.

–¿Pero qué haces? –oigo su voz.

Estoy terco, sabiendo esperar.

–¿Quieres decirme qué haces?

Aún hay que esperar un poco más. Siempre se debe esperar.

Luego digo, mirando a la flor:

–Estoy pensando, abuelo, en este pensamiento».

José Julio Perlado : (del libro «Nosotros, los Darnius«) (relato inédito)

(Imágenes:- 1.-Greta Garbo/ 2.-Greta Garbo.-elmundofree)

LOS PASILLOS DE TORRENTE BALLESTER

«Hoy es martes diez – escribe Torrente el 10 de agosto de 1971 -. Estoy en Madrid, y tengo aquí delante, encima de la mesa, un razonable montón de cuatrocientos y pico folios con La Saga Fuga puesta en limpio, y esta mañana he entregado a Merceditas, por fín, el prólogo y el epílogo. (…) Dentro de dos días me lo tendrá en limpio; entonces sí que podré decir realmente que está completa La Saga Fuga. ¡Vaya por Dios, el trabajo que me dio! Y ahora falta saber si va a servir de algo o no va a servir de nada».

Es la voz de Gonzalo Torrente Ballester, con 61 años, tumbado en el sofá, la habitación a oscuras y dictando al magnetofón, el aparato que Torrente llamaba magnetófono, ya que Dámaso Alonso le había recomendado que usara esa palabra. Por su parte Luis Rosales se había traído de América uno de aquellos «maravillosos chirimbolos» – dice Torrentey el autor de «Don Juan» pensaba en la posesión de un magnetófono como puede pensarse – son sus palabras – en la posesión de la inmortalidad. «Yo escribí La Saga Fugaconfiesa -, pero sólo en el sentido material, como la pudo escribir un medium. Me fue dictada desde el espacio propio de los magnetofónos por una voz despectiva y admirable. (…) Los Fragmentos del Apocalipsis me los dictó un aparato japonés. Para Las sombras recobradas utilicé uno europeo, y ya se ve la diferencia. Volví al japonés con la obra siguiente, y ahora mismo, en trance de comenzar otra novela, no me he decidido con cuál de ellos trabajar».

En Mi Siglo he hablado ya alguna vez de los escritores que dictan al magnetofón, como es el caso del chino Gao Xingjian. Desconozco las ventajas e inconvenientes de tal sistema. Pero en el caso de Torrente Ballester, además del aparato al que habla en esa habitación a oscuras,  hay que hacer obligada referencia a los pasillos que existen al otro lado del despacho. Pasillos en Ferrol, en Pontevedra, en el campus de Albany en Norteamérica, en Vigo, en Madrid, en Salamanca, recorridos interminables de pasillos, idas y venidas entre editores – 33 años para editar «La Princesa Durmiente va a la escuela» -. pasillos uniendo habitaciones, ciudades y destinos, colaboraciones en periódicos, clases, críticas teatrales, toda suerte de actividades diversas para mantener a su dilatada familia.

En ese delicioso y revelador libro que es Los cuadernos de un vate vago (Plaza Janés) están volcadas las experiencias de un autor que habla consigo mismo en la oscuridad de la creación, los pies extendidos entre la esperanza y el desencanto, la cabeza bullente de ideas. «El que no llora no mama – le dicta al magnetofón el 13 de abril de 1970 -, y yo no lloro, y el que no está delante corre el riesgo de ser olvidado, y yo soy en muchos aspectos el amigo, el escritor, el hombre de quien sistemáticamente todos se olvidan. Hay que estar en el huevo, en la corriente, en el centro de los acontecimientos; es decir, en Madrid, y si no se está en Madrid, portarse de otra manera. Pero yo no sé si soy tímido, indiferente u orgulloso: el hecho es que no estoy, ni escribo, ni doy la lata. Hoy he hablado de Cervantes como fracasado ¿Qué hubiera preferido él, esta gloria póstuma o un poco de éxito mientras vivía?».

Las reflexiones de Torrente son múltiples pero lo que asombra es cómo puede dictar en la oscuridad constantemente interrumpido por cuanto sucede en ese pasillo familiar, que él mismo va anotando:«¡Esas puñeteras niñas – dice el 17 de mayo de 197o – podían ir a gritar al vientre de su madre! A ver si cuando el barco salga se marean de una puñetera vez y no salen de la cuna o de la cama!»(…)»Bueno. Aceptaremos la muerte en el exilio…(se refiere a América) – dicta, hablando consigo mismo, el 11 de julio de 1972 -¿Qué le vamos a hacer, Gonzalo, qué le vamos a hacer? Mientras me llega, que Dios me dé suerte y pueda sacar adelante a mis hijos. Gracias a Dios. Si puedo aguantar allá cinco años, y tendré sesenta y siete, regresaré a España ( si entonces se puede regresar) con un pequeño retiro, y aquí podré…

En fin: interrupción, accidente, brecha en la rodilla de Francisca, mercromina, tirita, el ritual acostumbrado. Ya no sé qué estaba diciendo ni de qué me estaba quejando. En fin, el resumen es que hay que preparar el viaje de todos. El clan Torrente se muda de unidad de destino. ¡Yo que pensaba hacerlo al Reino de Aragón; yo que pensaba en Palma de Mallorca no hace más que un año…! Me resigno al regreso, declaro dos años perdidos; perdidos una casa y unos muebles…¡yo que sé! ¡Yo que sé, Gonzalo, yo que sé! Esta facilidad con que tomo decisiones insensatas, y lo que es peor, con que las llevo a cabo, me hará llegar a la muerte sin un céntimo con que pagarme el entierro; Gonzalo, eres así ¡Qué le vamos a hacer…!».

El magnetofón iba recogiendo aquellas lamentaciones, aquellas ilusiones. Gran creador, sobre todo en La Saga Fuga, poseía Torrente un humor singular: se contemplaba en el espejo de sí mismo y por el pasillo familiar y el de la vida iban y venían las pequeñas heridas de los hijos y a veces las grandes de las críticas, los silencios, los aplausos al fin. Con ese humor me contó una vez cómo un día, pronunciando una conferencia, acaso por el cansancio o por el tono monocorde de su propia exposición, poco a poco, dulcemente, se fue quedando dormido ante el público.

(Pequeña evocación en su centenario: 1910-2010)

(Imágenes:- 1.-Torrente Ballester.-2.-foto Chema Conesa.- elmundo.es)

ANIMADOS OBJETOS

«Un cortaplumas guardado en un cajón – decía Stanislaw Lem – puede olvidar a qué lugar pertenece, y uno podría llegar a encontrarlo en un sitio del todo distinto, como en un estante, entre libros. El cortaplumas, incapaz de regresar a tiempo a su cajón, no tendría más remedio en esa situación que duplicarse, por lo que habría dos iguales. Yo creía que los objetos inanimados estaban sujetos a la lógica y tenían que seguir unas reglas definidas, y que quien fuera conocedor de tales reglas podría controlar todo el asunto. De un modo hermético y casi reflexivo me aferré a esas creencias durante años, y aún hoy no estoy del todo libre de elllas».

Cuenta todo esto el autor de «Solaris» en «El castillo alto» (Funambulista), que no son unas Memorias clásicas sino «un experimento cuyos resultados esperaba con curiosidad, como si no fuera yo quien hablara solamente, sino las imágenes y anécdotas narradas por la voz de un extraño». Lem recuerda lógicamente a personas de su infancia pero convoca también a los objetos que en aquellos años le rodearon, mundo curioso éste de los objetos  – los  que conversan, o los que estan cansados – y al que ya me he referido alguna vez en Mi Siglo. A veces ese tintineo de las cucharillas al rozarse sus curvadas espaldas dentro de un cajón del comedor sólo lo percibe un niño o un artista, o el niño que un día será artista y que aún no lo sabe, pero que también escucha a la perfección las conversaciones que paraguas y bastones están teniendo en el vestíbulo o cómo suspiran fruncidas por el viento las suaves mejillas de las cortinas. Todos los objetos tienen una íntima vida, y a veces es una vida espontánea creada por los niños, que tomaron el objeto entre las manos e inventaron un objeto distinto – con propiedades singulares -, pero sobre todo con prodigiosa imaginación. Para esos niños – recordaba Roger Caillois en «Fisiología de Leviatán» (Sudamericana) -,»el más insignificante cortapapeles hace la figura de un puñal, una botella que contenía una poción inofensiva se convierte en un frasco lleno del más fulminante de los venenos (…) . «Esos «tesoros» de los niños consisten en objetos privilegiados. (…) ; no son bellos sino brillantes. He aquí por qué el niño conserva el papel de estaño que envuelve las tabletas de chocolate que come. Prefiere las bolitas de acero a las otras. Ninguna sustancia lo seduce más que el mercurio (…) : ese metal que se pliega, que uno arruga y con el que se puede recubrir y platear los objetos; aquel otro que los dedos no logran captar, que fluye, que se desparrama en pequeñas gotas y cuyo contacto es helado. Por eso mismo – para el niño (habría que añadir que también para el artista) – entra en la categoría de los objetos privilegiados».

Recuerdo muy bien una exposición de arte oriental que visité hace pocos años y donde me sedujo aquella figura gigantesca de un suntuoso carruaje de hace siglos, con sus doradas ruedas, sus puertas realzadas con infinitas pinturas de colores, y que  iba tirado por un enorme caballo construido tan sólo de televisores. Televisores de todos los tamaños, con sus ventanas iluminadas y apagadas como ojos y orejas y patas y pezuñas,  televisores en color y en blanco y negro formando el tronco y la cabeza de un gran animal apocalíptico que conducía, a su peculiar trote, el movimiento secular de la comunicación antigua, la majestuosa riqueza del viejo vehículo.

El artista – como un niño grande – había transformado de algún modo el objeto para darle nueva utilidad y sentido. Allí los objetos cruzados en la figura iluminada del animal, apagándose y encendiéndose en el aire, nos empujaban al salto de las comunicaciones futuras, que tendían su cuello hacia adelante, pero que no olvidaban arrastrar su sabio cuerpo de siglos.

Los objetos que nos rodean nos miran dejando que nosotros les miremos. De pronto a un niño -grande o pequeño – se le ocurre que dentro de ese objeto hay otro y de inmediato lo extrae de sí mismo, y en un golpe de invención, lo saca a la luz.

(Imágenes:-1.- Motorcycle.-2006.-escultura de Shi Jindian.-2006.-Andrew Bae Gallery.-artnet/ 2.-Does Rock Dream ?.-2008.-escultura de Simon Hitchens.-2008.-Maddox Arts.-London.-artnet)

MI ABUELO, ÁFRICA, LA NOCHE

Es maravilloso vivir con mi abuelo, Premio Nobel, en nuestra casa.

   Lo he contado ya varias veces en Mi Siglo. Cuando recibió el Premio Nobel. Cuando explicó la vida de un párrafo. Cuando creó a la dama de las cerezas precoces.                                            

          Me he quedado tan pensativo en esta encrucijada del pasillo que apenas oigo a mi lado la voz de mi abuelo:

          –Juan, ¿pero qué haces aquí?

          No sé qué contestar.

          –Ven, te voy a enseñar algo.

          Me toma de la mano y me lleva –uno, dos, tres corredores, una, dos, tres galerías– hasta el nuevo cuarto que le han construido  para que pueda pensar mejor. 

          –Siéntate –me dice.

          Me siento entre redomas alambicadas como culebras de cristal, entre gases color de azafrán y de canela.

          –¿Estás ahí, abuelo? –le pregunto.

          Lo pregunto porque de repente ya no le veo.

          –Sí, claro que estoy aquí. ¿Dónde iba a estar?

          –No, es que no te veo. ¿Qué hacemos aquí?

          –Esperar a la noche –oigo la voz de Dante.

          Espero a la noche escuchando las tripas de las botellas hirviendo, el bullicio que arman las burbujas. El día se me hace muy largo porque no me veo la punta de los zapatos. Hay un olor a azufre, a amoníaco, a lejía ácida, pero eso es lo de menos. Lo que me preocupa es que no me veo la punta de los zapatos, pasan las horas y sigo sin verme la punta de los zapatos a causa de la niebla.

          –¿Hay que esperar mucho? –le pregunto a mi abuelo–. ¿Cuánto falta?

          La voz de mi abuelo viene de alguna parte, a lo mejor está delante de mí, no lo sé.

          –En los experimentos siempre hay que esperar –oigo su voz–. En los inventos siempre hay que esperar. En los descubrimientos siempre hay que esperar. Esperar. Esperar. Es muy importante esperar en la vida.

          Vuelvo a mirar hacia abajo, a ver si mientras espero consigo verme la punta de los zapatos. No. Nada. No los veo. Pero están ahí. Meto la mano entre la niebla y sí, ahí están los dos zapatos, uno en cada pie, eso es una realidad.

          Al fin, tras toda la espera, viene la noche.

          –Ahora, fíjate bien –me dice mi abuelo apartando las nubes de gases y de bruma.

          Hay un ventanal inmenso con el cielo duro y curvo, cuajado de estrellas. Nos acercamos lentamente a los continentes, a los países, a las ciudades. Lentamente los continentes, los países y las ciudades se acercan a nosotros.

          Entonces veo en las ciudades los rascacielos en la noche, primero iluminados, luego apagados.

          –Eso es Nueva York –me va explicando Dante.

          Veo a los hombres y a las mujeres tumbados, horizontales, cada uno en su cama. Hay millares, millones de cuerpos acostados, cada uno en su dormitorio, cada uno en su piso, todos los pisos de los rascacielos unos debajo de los otros, todos los cuerpos tendidos. Unos tienen colocada su cabeza a la derecha y los pies a la izquierda y otros han preferido colocar su cabeza a la izquierda y los pies a la derecha.

          Entonces, la ciudad va apagando todas sus ventanas, todos sus rascacielos, y los cuerpos de los dormidos también apagan poco a poco sus luces y se quedan inmóviles y horizontales, entregados al sueño.

          Excepto algunos.

          Sí, hay cuerpos que aún siguen encendidos.

          –¿Los ves? –me dice mi abuelo.

          Sí, sí que los veo. Hay uno allí, iluminado en su cama, en el piso 39 de un rascacielo de acero, queda otro cuerpo encendido en el piso 56 de un edificio de cristal, otros dos cerca de una azotea, en lo alto, no me imagino qué piso será.

          Pero voy descubriendo más. Muchos. Muchos más.

          –¡Mira, abuelo, aquel en aquella ventana! ¡Sigue con luz! –le señalo con el dedo– ¡Y aquel otro, abajo, ¿lo ves?, en aquella casa! –y le voy indicando los cuerpos iluminados por toda la ciudad– ¿Por qué no se apagan?.

          –Ahora los apago yo –me dice Dante.

          Alarga su mano y va dando a los interruptores de los cuerpos con luz. Toca suavemente en el cerebro de cada uno y le da vuelta a la llave del sueño. Todo se va apagando, todo duerme.

          –¿Pero por qué tardan tanto en apagarse? –pregunto.

          –Por preocupaciones, por disgustos –me va diciendo mi abuelo mientras sigue apagando los cuerpos–. No pueden dormir porque les dan vueltas y vueltas a las cosas y creen que pensando en ellas las van a resolver.

          Algunos se resisten.

          Dante Darnius les tiene que dar a algunos dos y tres vueltas a la llave y hacer girar varias veces el interruptor, con suavidad y sin hacerles daño, hasta que quedan a oscuras, totalmente dormidos.

          –Hay que hacerlo en el hipotálamo –me explica.

          No sé lo que es el hipotálamo. «Tiene nombre de caballo», pienso. «De caballo alado». ¿Es un caballo alado?

          –¿El hipotálamo es un caballo alado, abuelo? –me atrevo a preguntar.

          –El hipotálamo es una parte del cerebro y el cerebro es una parte del hombre –me dice Dante mientras sigue apagando los cuerpos.

          Me quedo maravillado ante esos cuerpos iluminados de cada edificio. Parecen vasijas transparentes conteniendo luz, irradiando luz como barras horizontales.

          –Se les desconecta el apetito, la sed, el comportamiento sexual –continúa explicándome mi abuelo conforme da a los interruptores.

          «¿El comportamiento sexual?», me digo pensativo.

          –Se les desconectan las sensaciones, el estímulo para despertar –sigue diciéndome Dante.

          –¿Y cuando ya están desconectados?

          –Cuando ya están desconectados, ¿ves?, como éste –dice girándole a uno la llave del sueño–, pues se quedan ya tranquilos, sosegados. Reposan.

          Ahora veo todo Nueva York a oscuras –edificios, calles, cuerpos. Toda la ciudad duerme. Casi podría oírse la respiración de la ciudad.

          Como mi abuelo ve que esta experiencia me gusta, la noche siguiente me llama a su cuarto.

          –Ven, hoy iremos a África.

          Enseguida nos vamos a África. Ya estamos en África.

          En África la noche es muy distinta. Hay una luna de color azul, de tinte de aceituna, una luna grande de tono violáceo o violeta, no lo sé muy bien. La veo encima de África como un disco y luego veo cómo se va posando poco a poco, horizontal, hasta transformarse en un lago. Entonces África se queda a oscuras porque la luna es una laguna a la que van a beber elefantes y jirafas y en donde nadan los cocodrilos.

          –Me gusta África –le digo a mi abuelo–. Sí, me está gustando mucho África.

          Lo que más me gusta de África son los colores. Hay un color verde oscuro, verde botella, verde esperanza en las ramas de los árboles y unas rayas de tiza tumbadas en los cuerpos de las cebras. Luego está el color de vino en los traseros de los  chimpancés y la plata en la melena de los leones.

          Y el silencio.

          Nunca he oído tanto silencio.

          –¿Oyes qué silencio, Juan? –me dice mi abuelo.

          ¡Es verdad, qué silencio!

          Mi abuelo, el escritor, pone su oreja sobre el cuerpo de África, yo le imito, y juntos oímos (como cuando se oye venir de lejos al tren, como cuando juego a escuchar en las vías) el rumor de los tambores avanzando, el tam‑tam de los latidos.

          –¡Cuántos corazones!, ¿eh, Juan? –me dice mi abuelo mirándome mientras escuchamos.

          –¡Sí, cuántos corazones!

          ¿Cuántos corazones habrá en África?

          Cuando nos levantamos, veo los cuerpos dormidos de los africanos. La noche va pasando y cerrando sus párpados.

          Y luciérnagas. Veo luciérnagas. Gusanos de luz.

          –¡Mira, abuelo, cuántas luciérnagas!

          Pero como en África las apariencias engañan, no sé bien si son estrellas o luciérnagas, si están reflejándose en el lago de la luna o es que son auténticas.

          –No son luciérnagas –me explica Dante–, son cuerpos encendidos.

          Efectivamente, son cuerpos encendidos. Africanos que no pueden dormir. Parecen gusanos de luz sobre los campos. Aquí no es como en Nueva York, no hay rascacielos. Los cuerpos forman el paisaje y cada uno está tumbado en una postura distinta. Parecen lombrices iluminadas junto a las chozas, en los poblados. O quizá pulseras brillantes. O ramas, sí, ramas de luz.

          Mi abuelo va apagando estos cuerpos encendidos en el silencio de África. Va pasando por entre el verde y el violáceo, aparta el malva de las montañas, separa las lianas amarillas y apaga, desconecta, deja que el sueño entre.

          Cuando nos tumbamos otra vez –mi abuelo y yo– con la oreja pegada al cuerpo de África, la oímos perfectamente dormir. Es una respiración potente la de este continente, suben y bajan con la respiración las cordilleras, las fieras, las cataratas, los penachos de plumas de los jefes de las tribus, se levantan en el aire las lanzas, retumban los tambores, sí, es una respiración potente la de África en el añil de la noche. Cuando África respira, incluso cuando ronca, los monos se encaraman en sus chillidos, las llamas de las hogueras ascienden, los caimanes se hunden en las aguas y se paralizan todas las danzas rituales, las máscaras, todas esas máscaras cruzadas de pinturas en la brujería de los bailes.

          ¡Sí, qué respiración tan oscura, tan profunda, tan fuerte la de África!

          Quizá por eso –por oír dormir a África o por apagar cuerpos en Nueva York– me gusta tanto el venir aquí a pasar grandes ratos al nuevo cuarto de mi abuelo, el Premio Nobel».

José Julio Perlado: ( del libro «Nosotros, los Darnius«) (relato inédito)

(Imágenes: 1.-África.-Christa Dichgans.-2007.-artnet/ 2.- foto: Andrew Henderson for The New York Times/ 3.- África.- Christa Dichgans.-2003.-artnet)

MIGUEL HERNÁNDEZ (1) : «SINO SANGRIENTO»

«De sangre en sangre vengo

como el mar de ola en ola,

de color de amapola el alma tengo,

de amapola sin suerte es mi destino,

y llego de amapola en amapola

a dar en la cornada de mi sino.

(…)

Lucho contra la sangre, me debato

contra tanto zarpazo y tanta vena,

y cada cuerpo que tropiezo y trato

es otro borbotón de sangre, otra cadena.

(…)

¡Ay, sangre fulminante,

ay trepadora púrpura rugiente,

sentencia a todas horas resonante

bajo el yunque sufrido de mi frente!

La sangre me ha parido y hecho preso,

la sangre me reduce y me agiganta,

un edificio soy de sangre y yeso

que se derriba él mismo y se levanta

sobre andamios de huesos.

(…)

Me dejaré arrastrar hecho pedazos,

ya que así se lo ordenan a mi vida,

la sangre y su marea,

los cuerpos y mi estrella ensangrentada.

Seré una sola y dilatada herida

hasta que dilatadamente sea

un cadáver de espuma: viento y nada».

Miguel Hernández: «Sino sangriento»

(1910-2010: – el año en que se conmemora al poeta)

(Imagen:1.- «Competencia».-2004.- Santiago Beltran Valladares.-Art Space/Virginia Miller Galleries.-Coral Gables.-Miami.- Florida-USA.-artnet/ 2. Miguel Hernández -wikipedia)

SALINGER Y LAS OPINIONES

«Nadie le ha visto nunca –decía de él William Styron -. Recientemente se decía que Salinger no existía; que, en realidad, era Mailer. Sí, ha sido Nelson Algren quien ha lanzado ese bulo: nunca se les ve juntos. Nelson ha llegado a la conclusión de que Salinger era Mailer disfrazado, o al contrario».

«Entre los escritores norteamericanos – seguía diciendo Styron -, el polo mundano está representado por Truman Capote, el otro, por alguien como Salinger: vive en una cueva, en un buzón o algo parecido».

Ahora, el autor de «El guardián entre el centeno» aparece en la prensa como el gran desaparecido, el hombre que no hizo declaraciones, el que no aceptó una entrevista, el que intentó no relacionarse con nadie. Se le acusó de narcisimo: Norman Mailer dijo de él: «Ya es hora de que Salinger vuelva a la ciudad; que se ensucie las manos introduciéndolas en la corrupción y la violencia, ya que los elementos que constituían su fuerza y su reputación, su rechazo absoluto de los mass media y de la sociedad, comienzan a volverse contra él. Hay en ello un regusto de narcisimo, de autocontemplación e incluso de putrefacción en esa eterna contemplación de un ombligo completamente liso».

John Updikehablando de «Franny y Zooey» – señaló que Salinger «no deja de revolotear en torno a sus  criaturas, las acaricia  con amor, las aplaude disimuladamente. Priva al lector de toda posibilidad de entusiasmo respecto a ellas». Por su parte Saul Bellow comentaba que «Salinger hace lo que debe hacer todo escritor: se aferra testarudamente a su frágil idealismo. En estas historias – se refería a la familia Glass – hay una nobleza de sentimientos que, por desgracia, es rara en nuestra literatura contemporánea. Quizás esa nobleza no pertenezca más que a la inocencia; quizá no pueda ser apreciada más que en un reducido círculo. Los hijos de la familia Glass constituyen una reducidísima comunidad de elegidos. (…) No es raro ver en la literatura norteamericana (en Hemingway y Fitzgerald entre otros) que lo que hay de mejor en la vida no puede ser apreciado más que por un pequeño grupo de iniciados, los que comparten el secreto. En este caso el secreto de un corazón puro».

(Pequeño coro de opiniones en el día en que Salinger nos dejó. Desapareció el que hace ya tantos años quiso quedar como desaparecido)

(Imágenes:- 1.-Salinger en 1951.-foto AP.-Anoymus/ 2.-una de las pocas fotografías de Salinger años después.-elmundo.es)

Saul

W. G. SEBALD, ARQUEÓLOGO DE LA MEMORIA

«Esto del escribir no es como lo que hace un abogado o un cirujano: si uno ha hecho ciento veintinco operaciones de apendicitis la ciento veintiseis puede hacerla con los ojos cerrados. Con la escritura es exactamente lo contrario». Así lo confesaba el excelente escritor alemán W. G. Sebald  -del que alguna vez ya he hablado en Mi Siglo – en «L ´Archéologue de la memoire» (Actes Sud)

Ocho días antes de morir, en diciembre de 2001, comentando la fascinación que en él ejercía el fenómeno de la niebla, evocaba esa bruma «que nos hace casi incapaces de discernir aquello que nos rodea- y añadía como ejemplo -: uno de los grandes golpes de genio de la ficción clásica del siglo XlX es la bruma en «Casa Desolada«. Esta aptitud de hacer de un fenómeno natural un hilo conductor que corre todo a lo largo de un texto para, de cualquier modo, sostener el hilo de la metáfora, es algo que yo encuentro muy, muy atrayente en un escritor».

Pero esa bruma que Sebald comentaba no es únicamente física sino que puede aplicarse tantas veces a la tarea creadora del escribir. «Con cuánto placer, dijo Austerlitz, – revela Sebald en una novela – me he quedado ante un libro hasta muy entrado el crepúsculo, hasta que no podía descifrar ya nada y mis pensamientos comenzaban a dar vueltas, y qué protegido me sentía cuando, en mi casa, en la noche oscura, me sentaba ante el escritorio y sólo tenía que ver cómo la punta del lápiz, al resplandor de la lámpara, por decirlo así por sí mismo y con fidelidad total seguía a su sombra, que se deslizaba regularmente de izquierda a derecha y renglón por renglón sobre el papel pautado. Ahora, sin embargo, escribir se me había hecho tan difícil, que a menudo necesitaba un día entero para una sola frase, y apenas había escrito una frase así, pensada con el mayor esfuerzo, se me mostraba la penosa falsedad de mi construcción y lo inadecuado de todas las palabras por mí utilizadas. Cuando, sin embargo, mediante una especie de autoengaño, conseguía a veces considerar que había heho mi trabajo diario, a la mañana siguiente me miraban siempre, en cuanto echaba la primera ojeada al papel, los peores errores, inconsecuencias y deslices. Hubiera escrito poco o mucho, me parecía siempre al leerlo tan fundamentalmente equivocado, que, al punto, tenía que destruirlo y comenzar de nuevo».

Pocas veces se ha escrito tan magistralmente que no se logra escribir. Con la morosidad y la cadencia de las ondas de un concierto, la prosa de Sebald nos introduce en una música que sin duda no destaca como moda pero que revela el nervio interior de un escritor avanzando con paso independiente. Fiel a lo que él cree que debe contar y a cómo debe contarlo, Sebald profundiza siempre en la memoria de la Historia pero lo hace igualmente en su memoria personal, aquella que le llevará a narrar de una manera determinada. «Escribir, crear – dijo en otra entrevista-, tiene mucho que ver con la composición.  Uno dispone de algunos elementos. Construye alguna cosa. Uno trabaja hasta obtener alguna cosa parecida a aquella que le satisface. (…) En la ficción en prosa uno debe concebir, elaborar, construir. Se tiene una imagen y se debe extraer algo de ella  – media página, tres cuartos de página, página y media – y esto no funciona más que a través de una construcción de tipo lingüístico o imaginario».

Brumas de la gran Historia y de la historia pequeña que un escritor desvela para nuestra lectura.

(Imágenes:- 1.- Antonio Mancini.-1875-Galleria Nazionale d´arte moderna/ 2.-W.G. Sebald.-wikipedia/ .3.- Man of the Cloth.-William T. Wiley.-1998.-artnet)

MÚSICA DE PÁJAROS

Los mirlos componen en el aire tonadas de ritmos distintos, cantadas con leves pausas que separan cada tonada. Son  melodías muchas veces afines a la música humana, con variedad de efectos alterando la clave, invirtiendo por completo las frases musicales. El ruiseñor, por su lado, lo hace en diferentes ritmos, con una leve pausa después de cada uno, componiendo frases propias con su técnica del trino. El gran compositor Olivier Messiaen se inspiró precisamente en las voces del mirlo y del ruiseñor llevando así el peso del movimiento para clarinete solo en su «Abismo de los pájaros«. Así lo cuenta Alex Ross en el extraordinario libro «El ruido eterno» (Escuchar al siglo XX a través de su música)» (Seix Barral), y es esa música alada, entre picoteos en las ramas, la que me lleva hasta conciertos escuchados durante años en el silencio del despacho, mientras escribía. «Los pájaros han sido mis primeros y mis mayores maestros. –  explicaba  MessiaenCantan siempre en un modo determinadoNo conocen el intervalo de octava. Sus líneas melódicas recuerdan a menudo las inflexiones del canto gregoriano«. «La Naturaleza, ¡los cantos de los pájaros…!- seguía – Es ahí donde reside para mí la música. La música libre, anónima, improvisada para el placer…»

Evoca Ross que la primera demostración prolongada en la música de Messiaen a partir del perfil de melodías de pájaros llegó con su «Despertar de los pájaros«, donde se oye cantar sucesivamente a docenas de pájaros y, por otro lado, «en el «coro del amanecer», son veintinuno los que se reúnen en un caos polifónico encantador«. El compositor entregó el control de su música a fuerzas exteriores. «Estoy deseoso de perderme tras los pájaros«, exlamó. «El lenguaje opulento del «Quatuor pour la fin du temps» (1941)- sigue diciendo Rosslogra que los pájaros de Messiaen, al contrario de los pájaros en la naturaleza, graviten hacia un centro tonal. (…) La confianza en el canto de los pájaros le permitía a Messiaen recuperar la primacía de una línea cantable«.

Los pájaros siempre han sobrevolado páginas de música. En el siglo XVlll y en el XlX eran alusiones fugitivas, evocaciones pintorescas transportadas suavemente en el peso de las alas. Pero será con Messiaen cuando el «estilo pájaro» – tal como él lo llamaba – plante sus modos, timbres y ritmos sobre las ramas de la gran creación. El «Despertar de los pájaros» (1953) para gran orquesta y piano principal; los «Pájaros exóticos«(1956) para piano solo, 2 clarinetes, xilófono, pequeña orquesta de viento y percusión; el «Catálogo de pájaros«(1956-58) para piano, consagrado a los pájaros típicos de diversas provincias francesas: en el fondo siempre pájaros, pájaros cantando. Entre  imágenes y sentimientos, anidando en las ramas, bullendo y picoteando al mover la cabeza ante la primavera alborotada, ateridos o vigilantes, ahí están en el aire las canciones de la alondra, del jilguero, de la curruca de cabeza negra, notas plateadas en los árboles, canción abreviada del alfarero, crescendos y diminuendos del chorlito, música del petirrojo, del tordo, crescendo del mirlo, canción gorjeada del andahuertas, gorjeo de las currucas, trino del zarcero, inquietud en el saltamimbres, silbo en fragmentos del pinzón real, todo el siglo XX en el aire, como en el aire estará también el XXl entre montañas de largos tiempos y espacios ínfimos que recorren insectos en caravana. Toda la Naturaleza dentro del estudio de Messiaen, en el techo y en el suelo, invadida de sonidos la atmósfera. Van y vienen los pájaros en vuelo corto, flexible, apenas son curva de cántico que llega hasta el piano. Messiaen inclinado, concentrado, trabajando, los ve venir, y dice enseguida: «aquí todo es verdadero, las melodías y los ritmos del solista, las melodías y los ritmos de los vecinos, los contrapuntos de unos y de otros, las respuestas, las mezclas, los períodos de silencio, la correspondencia del canto y de la hora«.

(Imágenes.-1. foto por Richard Day.-Animals Animals.-Earth Scenes-National Geographic/ 2.-foto por Joel Sartore.-National Geographic/ 3.-cortesía Harvey Doerksen U. S. Fish and Wildife Service.-National Geographic/ 4.-foto por Michael Melford.-National Geographic)