«CIUDAD EN EL ESPEJO» (3)

 

 

CIUDAD  EN  EL  ESPEJO  (3)

 

«Después el doctor don Pedro Martínez Valdés mira hacia la ventana, ese cristal levantado de la buhardilla por donde entra el aire y llega la luz y sobre el que pasan inmensas, silenciosas y blancas las nubes del cielo de Madrid. El polen de la atmósfera invisible asciende en poros diminutos y veloces, una brisa sutil, ahora, a las siete menos cuarto de la mañana, envuelve la claridad del jardín y este chalé de dos plantas, con su garaje y su comedor, con su pequeño pórtico de columnas y sus tres dormitorios, está rodeado por motas de primavera que parecen de nieve, copos minúsculos de un algodón extraño y apenas perceptible, copos que sobrevuelan las hojas de los arboles y vagan blandamente, sin norte, entre algún pájaro furtivo. Estan viniendo pájaros de una a otra zona verde de Madrid, de uno a otro espacio. Son pájaros del Retiro, de la Casa de Campo, pájaros que bordean árboles de la Castellana y Recoletos, pájaros que han dormido recogidos en si mismos, acariciados por su plumón, y que ahora cortan el aire en vuelo veloz, una cinta de alas que nadie percibe, a la que nadie ve, pájaros con su mundo propio en la frondosidad de las ramas y a los que nadie escucha cuando cantan entre sí, picoteo de comunicación cada vez mas sonora, con su lenguaje exacto y puntiagudo, y al que ninguno oye ni nadie, o muy pocos, entienden bien, casi nadie percibe el amor de los pájaros cantando enamorados.

Pero Ricardo Almeida esta despertándose. Ha de llegar al Prado a la hora en punto, a las nueve de la mañana, ha de esperar rondando por sus salas a que se acerquen visitantes y turistas, hacerse el encontradizo con ellos, pasear por los alrededores del vestíbulo y aguardar. Hay una figura, doctor, le dirá al psiquiatra esta tarde, que siempre me persigue, Qué figura, le preguntará el medico. Sueño con ella, don Pedro, le añadirá con más confianza en esa sesión, parece que la viera incluso durmiendo, yo mismo soy ella. Pero a qué figura se refiere, insistirá Valdés. Sueño con ser, contestará Ricardo, ese perfil negro, asomado al dintel de la puerta, que aparece al fondo, en «Las Meninas», Usted, sin duda, sí habrá visto «Las Meninas», doctor, le preguntará Ricardo. Sí, sí las he visto, responderá el médico, y se le quedará mirando imperturbable. Y Ricardo preguntará aún con insistencia: cuántas veces las vio. Muchas, dice Martínez Valdés, y enseguida, pensando, se corrige, Bueno, varias, varias veces, añade. Hay que esperarlo todo, los psiquiatras han de esperarlo todo, la paciencia es aliada del tiempo y del tiempo van saliendo despacio los secretos: como ante un cazador que aguarda, las tripas de la paciencia comienzan a reventar al fin muy lentamente, las ha hinchado el aire y estallan unas veces despacio y otras con gran brutalidad. Yo trabajé sirviendo libros en la Biblioteca Nacional, dice Ricardo Almeida: estuve allí tres años, luego me pasé al Prado, ahora soy guía. Y de repente se revuelve y pregunta, Conoce usted, doctor, la Biblioteca Nacional. Entonces el psiquiatra contesta. Sí, entré una vez. Pero se da cuenta de la maniobra, Soy yo y no él quien ha de llevar las preguntas, mío es el interrogatorio. Me hablaba usted de «Las Meninas», agrega, Qué quería decirme.

Ahora se va despertando en la bruma RicardoAlmeida García, son casi las siete de la mañana, y en la pensión donde vive, en pleno barrio de Chamberí, con balcones que dan a la plaza de Olavide, el primer sol va suavemente rozando el gran círculo de arena en el espacio que hace años fue mercado. En el siglo XlX esto lo describía Galdós como los aledaños de Madrid, afueras, escombros, descampados. Ahora es un barrio más de la capital, barrio castizo y céntrico, la glorieta del pintor Sorolla a dos pasos, la plaza de Quevedo muy cerca, a su lado calle de Bravo Murillo, en la otra vertiente, muy rápido, se alcanza Luchana, y si se sube por entre las casas pequeñas, casas que afortunadamente aún no han crecido y no son rascacielos, se llega hasta la calle de Eloy Gonzalo o hasta la calle de Santa Engracia. Mira entre las nieblas el despertador Ricardo Almeida, Son las siete, se dice, se yergue, se acerca al lavabo, se mira adormilado en el espejo. Fue una aparición, doctor, le dirá esa tarde al psiquiatra, yo estaba allí, en pijama, no me había lavado, miré el espejo y allí estaba él. Quién, preguntará Valdés, quién estaba allí. José Nieto, responderá Ricardo. Cómo, quién dice, insistirá el psiquiatra, repítame el nombre, no le he entendido. José Nieto, contestará Ricardo sereno. Y quién es ese hombre, dirá el psiquiatra. El que fuera jefe de la tapicería de la reina doña Mariana, el aposentador de Palacio, contestará Ricardo.

– ¿Cómo? – insistirá sin moverse el psiquiatra – ¿cómo dice?

 

figuras.-397hh.-Uta Barth.-2005.-colección Magasin.-foto Christer Carlsson.-coretsía de Andéhn - Schiptjeko

 

Efectivamente, ahora, a las siete o quizá ya siete y cinco de la mañana de este ocho de mayo, en la pensión Aurora» enclavada en el número seis de la plaza de Olavide y ante el espejo del minúsculo lavabo en que se mira Ricardo Almeida García, al fondo, en la claridad entornada de la puerta de madera, sosteniendo con su mano derecha el borde de una cortina, aparece José Nieto, una sombra y una precisión, una efigie negra que mira con intensidad a Ricardo, no pierde de vista su figura aún arrugada de sueño y envuelta en su pijama de rayas, la profundidad viva en el pequeño cuarto de la pensión. Muchas mañanas me había sucedido eso, doctor, pero hoy al despertarme fue algo tremendo, dirá Ricardo tranquilo: yo estaba allí, lavándome, tenía las manos bajo el grifo, levanté por primera vez la cabeza y vi con mis ojos en el espejo el cuadro entero de «Las Meninas». Y así es exactamente: Ricardo Almeda nunca sabrá bien cómo explicarlo y no encontrará fórmulas para expresarse. De repente el espejo del lavabo cobra profundidad y adquiere una precisión tal como si la familia entera de Felipe lV, la familia real en pleno siglo XVll, se transformara en cuadro. Nadie puede imaginar en el Madrid del siglo XX, que en el cuartucho de esta casa modesta, en el piso segundo de la plaza de Olavide número seis, en la habitación número tres de la pensión «Aurora», precisamente en el cuarto cuyo balcón da encima del bar «La Oliva» en donde el camarero Paco Gálvez, indiferente, lava sus primeros vasos, sirve los cafés con «porras» o con churros y arrastra con esfuerzo el primer barril de cerveza preparando el aperitivo del mediodía, este espejo rectangular junto a la ducha, este espejo que alguien creería inundado de vahos, da paso de la tibieza a la luz y del vacío a la presencia. Primero suele aparecer, doctor, José Nieto, aparece al fondo, es mi doble, soy yo mismo algo más avejentado, creo que tiene un principio de barba y que sonríe, me sonríe siempre, siempre ha sonreído. El psiquiatra se reclinará en la butaca y mirará con fijeza a Ricardo Almeida, le dejará hablar. Es lo primero que suelo ver, doctor, dirá Ricardo, lo primero que se me aparece muchas mañanas. Y qué más le ocurre, preguntará impávido el doctor Valdés. Me quedo extasiado, agarrotado, me quedo con las manos hundidas en el agua del lavabo, sin poder hacer nada. Todo el espejo es cristal, pero la parte superior de ese cristal, el techo, el techo de ese mismo cristal, dirá como pueda el pobre Ricardo al médico, va enseguida oscureciéndose. El doctor le animará con la cabeza y será como decirle, Siga, prosiga, continúe, qué más. El techo del cristal, doctor, añadirá Ricardo, va oscureciéndose, y al

 

figuras.-66vv3.-Dirk Skreber.-o T.-2001.-Engholm Galerie

 

fondo, en la claridad profunda del espejo, asoma la puerta entreabierta. Entonces quedará Ricardo Almeida callado y ensimismado, atraídos sus ojos por ese recuadro luminoso que aún parece seguir viendo, esa puerta entreabierta y entornada con su hoja de clara madera, aquellos seis peldaños que ascienden alumbrados, la figura en hábito negro recortada en la luz, toda ella vestida de capa, sombrero en la mano izquierda, la mano derecha pareciendo apartar una cortina, la pared blanca del pasillo al fondo, la luz, la hondura, el efecto misterioso del relieve, la atracción, el imán.

– ¿Y qué le ocurre más? – le preguntará el psiquiatra.

 

figuras.-5lala.-Sandy Skoglund.-all-art.org

He visto tantas veces ese cuadro, contestará Ricardo, lo he explicado en tantas ocasiones a los turistas, que no sé si yo mismo estoy en el Prado o continúo allí, en pijama, en el cuarto de mi pensión. Ricardo Almeida no lo sabe expresar bien, se aturulla, se queda mirando al médico y se ve impotente para contarlo. Y sin embargo es verdad: poco a poco el rectángulo del lavabo va oscureciéndose en lo alto. Queda auténtico y real, no pintado sino colocado sobre la misma vida, la superficie honda en la que Ricardo se lava las manos, el cuenco blanco del lavabo y al lado, sobre una repisa, el vaso de cristal, el dentrífico y el cepillo de dientes, la pastilla de jabón, la pequeña toalla, el peine, la máquina de afeitar y una caja con cuchillas. Si Velázquez hubiera de pintar esta pensión por encargo de Felipe lV lo haría con voluntad y magia, dando relieve maravilloso a los objetos y revelando en primer plano a este hombre en pijama mirando a Velázquez que le mira con la paleta en la mano en actitud de pintar. Porque la realidad, doctor, dice Ricardo, supera a la ficción, y yo no sé bien contárselo, discúlpeme, no sé, no sé cómo contarlo, murmura con angustia, usted no me creerá, e insiste, Créame. Es primero, repite como una obsesión, el blanco de la puerta al fondo, y luego va llenándose el espejo con la luz del vestido de doña Isabel de Velasco, una de las meninas o doncellas de honor de Margarita, la Infanta. El  doctor don Pedro Martínez Valdés pocas veces ha visto tan cerca de sí pupilas tan alucinadas en un hombre. Ricardo Almeida, parece contemplar una visión, pero es una vivencia, vivo recuerdo suyo, algo tangible que sus ojos buscan. Ha de creerme, don Pedro, le dirá esta tarde. Son esos blancos que inundan mi espejo los primeros que llegan: el vestido de la Infanta Margarita, el blanco de otra de las meninas, doña María Agustina Sarmiento, los rostros llenos de luz, doctor, y sobre todo, la puerta abierta al fondo, siempre la claridad de esa puerta abierta, y ese hombre, José Nieto, que mira.»

José  Julio  Perlado

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(Continuará)

 

 

 

Imágenes.- 1.-(Imágenes.-1.- Ad Reinhardt/ 2.-Uta Barth– 2005- colección Magasin–foto Christer Carlsson- cortesía de Andéhn Schiptjeko/ 3.-Dirk Skreber-2001- engholm galerie–kerstimengholm/4.-Sandy Skoglund-all-art-org/ 5.-Jules Olitski.-1970)