“Por qué tiene usted, don Pablo, esa cicatriz en el brazo, a ver, enséñemela, le pregunta ahora el doctor Valdés, Desde cuándo la tiene. Don Pablo Ausin Monteverdi es hombre extraño, aunque parecería normal. Habla poco, la última vez que pronunció un largo párrafo quizá fue hace años, en el restaurante que tenía en Chinchón y que ahora heredó su hijo Agustín, padre e hijo no se hablan desde entonces. Agustín Ausin lo llevó hace año y medio al sanatorio del Doctor Jiménez, Le dejo aquí, pronunció el hijo no sin asomo de escondida crueldad, ya que mi padre está loco, o si no lo está, anda algo trastornado, jamás me habla, nunca he sabido lo que piensa, es hombre educado, incluso de estudios, pero juntos los dos no podemos vivir. Don Pablo Ausin Monteverdi nació en el mismo Chinchón, compró allí una pieza en los bajos de la famosa plaza, convenció a su padre, don Casimiro, para establecer bajo las galerías de madera un modesto restaurante, antes había estudiado Medicina en Madrid, la medicina que nunca ejerció, tenía dos vidas, la de los libros adquiridos en tiendas de viejo, quién lo diría, cómo podría adivinarse que en el fondo sombrío del caserón de un pueblo, al final y en lo más hondo del pasillo donde estaban las habitaciones, se alineaban libros casi deshojados pero leídos y releídos con unción, mientras al otro lado, de la casa a la plaza, a sus procesiones, capeas y turistas, el olor y el brillo jugoso de los prietos chorizos regados con buen vino eran la mercancía ofrecida, la apariencia externa del vivir. Desde cuándo tiene este tatuaje, pregunta nuevamente el doctor Valdés a Don Pablo Ausin Monteverdi.
No es el tatuaje de una mujer desnuda; es don Pablo hombre de pensamientos escondidos respecto a las mujeres; no es tatuaje marcado en la legión, más parece ser un mero capricho. Tatuaje extraño es éste, puntos crucificados casi a la altura del hombro aún robusto, no se le ha ocurrido sino tatuarse el mapa de la provincia de Madrid, desde las extremidades de Somosierra hasta los bordes de Aranjuez y de Cuenca y de València, por Villarejo de Salvanés, no lejos de Chinchón mismo, que resalta en la carne como si estuviera viva la plaza, y el sol en ella, y los balcones afamados mirando al sol. Guarda don Pablo Ausin Monteverdi un secreto que no ha revelado ahora : son en estos momentos, lo dijimos ya, las diez, las once, las doce de esta mañana de primavera, porque a veces en los sanatorios psiquiátricos, las horas pasan lentas o discurren veloces, depende del ritmo y de las prisas, de la cadencia de las preguntas y de los mutismos, de cómo adelanta sus pasos el médico como si fuera cuidadoso peón de brega hacia el poderoso animal humano que mira y nada dice, como así parece don Pablo Ausin Monteverdi, educado e intratable a la vez, aparentemente exquisito y paralelamente insociable. Yo temblaba, mire usted, don Pedro, le dijo Agustín, el hijo que lo entregó al doctor Valdés, y se lo decía un día de confesiones y confidencias. Yo temblaba con sólo oírle el llavín de la puerta, Cómo vendrá mi padre, me preguntaba yo, qué hará, qué humor traerá, qué le habrá pasado, repetía incansable Agustín Ausin, dueño ya del restaurante de la plaza de Chinchón. Acaso miente el hijo, es que simula, o tal vez quiere desembarazarse del padre, los psiquiatras tardan en ocasiones en saberlo.
Escuchan y callan. Aprenden. Observan. A veces asienten como si consintieran, pero don Pedro Martínez Valdés ha descubierto que existe una cadena casi invisible, por supuesto subterránea, que une en pacto de silencio a todos los Ausin que existieron. Don Casimir,o, don Sebastián, don Gerardo, un Casimiro más, otro Sebastián Ausin: el árbol genealógico, siempre extendido en la provincia de Madrid, y que parece remontar sobre esa Plaza Mayor de Chinchón, plaza que asomó por la historia allá por los años primeros del siglo XVl y que acabaría de cerrarse al fin en 1683. Guardan secreto los Ausin de Chinchón como si un maleficio los cubriese. De quién fue la hija natural, se pregunta el doctor Valdés, cuáles fueron los venenos escondidos, en qué pozos ocultos se arrojaron inocentes cadáveres. Quizá nadie de eso hay de cierto. Desde lo alto de la plaza, como un islote religioso, la iglesia de Nuestra Señora de la Asuncion que se inició en 1534 y tardó un siglo en terminarse, ha visto impávida, entre calores tórridos y fríos helados, tantos torneos, ferias, fiestas y bailes, que su cuadro de Goya, precisamente sobre la Asunción de la Virgen, queda imperturbable. De Goya le podía hablar yo, le dirá esta misma noche, en la cena, cuando todo haya ocurrido, y Ricardo Almeida García charle con Don Pablo Ausin. Sabe usted, don Pablo, que Goya no está lejos de Velázquez, me refiero al Prado, claro está, a la planta principal, yo estuve explicando retratos de Goya y tapices, y luego tuve que aprenderme a Ribera y a Murillo, pero después me empapé de Velázquez, no lo digo por nada, respeto a Tintoretto y a Tiziano, no digamos la escuela veneciana, pero a mí me tiran más los españoles, bueno, perdone don Pedro, es un decir, quiero expresar que me gustan más, y no por patriotismo, pero como el Greco, Goya y mi Velázquez no hay nada, eso es España, don Pedro, lo que hemos dado al mundo, además se encuentra uno en las alturas, no en la planta baja, aunque allí está, en los bajos, un tesoro, nada menos que las pinturas negras de Goya, los abismos, añadirá estremecido. Conoce usted bien el Prado, don Pedro, llegará a preguntarle esta noche.
Don Pablo Ausin Monteverdi mirará entonces a Ricardo Almeida y le sonreirá levemente, asentirá con la cabeza como ahora lo está haciendo ante el psiquiatra, ante el doctor Valdés. La historia hay que contarla así, entre avances y retrocesos, pasado y futuro van y vienen en un pálpito tal que el presente se mueve al ritmo del músculo de este brazo de don Pablo que hace del tatuaje un barco, una nave, algo que se hunde y se eleva. La provincia de Madrid tatuada en carne viva sobre el hombro derecho de don Pablo Ausin es un poema. Refulgen las venas de las carreteras, no es operación ésta de aficionado. Suben y bajan los caminos y Chinchón, cerca de Colmenar de Oreja, cerca de Villaconejos, cerca de donde existió un mal llamado manicomio de Ciempozuelos, parece que se hubiera tallado con punzón, es punto rojizo y casi cárdeno que es imposible que sea indoloro para Don Pablo. Y sin embargo él nada dice. Los Ausin son así. Si Don Antonio Machado prestase su figura de enigmática bondad, aquella trabajada primero en barro y después en bronce, la que dejó hierática y para siempre el escultor Pablo Serrano, si Don Antonio Machado prestara las marcas a Don Pablo Ausin, marcas en la faz y en el semblante, don Pablo Ausin Monteverdi se parecería ahora, casi a las doce de la mañana, al gran poeta español. Está sentado don Pablo frente al doctor Valdés en una salita del sanatorio y tiene el hombro derecho descubierto, aparece pausado e inconmovible, Yo le dejo aquí a mi padre, había dicho el grueso hijo Agustín, porque no tiene arreglo, no habla, nada dice, Y sólo por eso lo va a dejar aquí, contestó el psiquiatra, Cuánto tiempo hace que no habla. Va para seis años, respondió el hijo.”
José Julio Perlado
(Continuará)
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(Imagen—: Vicent van Gogh)