Ricardo Almeida, ahora, a la una y media del mediodía, solitario y herido, postrado en una cama del sanatorio de Menéndez y Pelayo, recordaba aquellos desayunos y le empezaba a entrar un hambre extraña, vaga y difusa, o incluso más que hambre de dulce o de sal, le iba raspando la corteza de su reseca lengua una sed de agua fresca, manantial líquido que deseaba su cuerpo y lo necesitaba, en el fondo sed y hambre a la vez. Me han dejado solo, cuándo vienen por mi, qué comeré. Y no se puede decir exactamente si estaba plenamente dormido o en cambio muy despierto Ricardo Almeida García cuando de pronto, de lo profundo de la esquina del cuarto, en aquella habitación amplia y blanca del sanatorio, comenzó a extender su lienzo la pared, y lo mismo que arriba, en el ático de la enfermería, la anciana Angeles Muñoz Cabal, veía a veces, en sueños, el Madrid de principios de siglo, aquel Madrid del año veinte, ahora Ricardo Almeida empezó a distinguir poco a poco, bajo la luz y bajo el sol, sobre los pliegues de las cortinas de las ventanas, primero un Zurbarán blanco y dorado que él conocía muy bien Y había explicado mucho. Es la naturaleza muerta e inerte, se dijo asombrado, tres objetos de barro y una copa de bronce sobre una patena, el silencio parece tocarse, pero enseguida aquel silencio huyó, y entrecerró el guía del Prado sus párpados, y tras los objetos quietos del bodegón que se esfumaba comenzó a ver aquello que dejaba asombrado no solo a ojos sino también a estómagos. Y esto son, señores, oyó su propia voz retumbando, pero qué me pasa, qué es esto, dónde estoy, apenas se veía a sí mismo pero en cambio sí se escuchaba explicando a los turistas los famosos bodegones de Luis Meléndez. Éstos son, sí, los célebres bodegones de la escuela española del XVlll, nacido Luis Egidio Meléndez en Italia de familia española y muerto en Madrid en 1780, acérquense, fíjense en los detalles. Pero quienes realmente se acercaron en la soledad del cuarto del sanatotio, quienes aparecieron en la pared y ante la cama del enfermo, fueron aquellas piezas de fruta que su hambre veía y el morado color de unas ciruelas, un crujiente y oloroso pan que parecía sabroso, unas brevas a punto de comerse. Y el Prado, oyó que su voz seguía explicando, posee una gran colección de estas obras que vinieron del Palacio de Aranjuez, y que Meléndez llamó divertido gabinete con toda la especie de comestibles que el clima español produce.

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En verdad estaba allí. el salmón con su rosada carne frente a él, aparecía cortado, abierto y fresco junto al amarillo limón, espléndido en su magia técnica y en su fuerza expresiva, y asomaban también en la pared relucientes manzanas y peras y sandías y un jamón curado que surgía de una cesta de mimbre, y unos redondos y encarnados ojos de besugo a punto de ser llevado a la cocina, y rosquillas y bollos y queso y uva. Pero como de la pintura no se come, Ricardo Almeida prefirió sorber aquel templado caldo que en este momento le servía una monja. Incorpórese un poco, así, apóyese en la almohada, se marea. No, no me mareo. Pues beba esto, vamos, es caldo de fideos, tenga, yo le sujetaré la servilleta, procure no mancharse. Notó en la lengua el sabor del líquido sabroso y espeso, y aquel olor tan fuerte le volvió a llevar a su pensión, cuando la patrona le dejaba delante la sopera y el cazo rebosaba de sopa de letras o de estrellas, huevo duro partido en trocitos, o a veces incluso lonchitas de pan blanco cocidas y empapadas de jugo que navegaban de la cuchara al paladar. Qué, cómo vamos, preguntó la monja, y añadió, vamos bien, y Ricardo asentía. Estaba incorporado parcialmente en la cama, ladeado, le escocían las heridas de los brazos y del hombro izquierdo, se sentía fuertemente apretado por la venda que atenazaba sus costillas, y bebió lentamente aquel caldo caliente. Está bueno, muy bueno, pensó, sintió de pronto que de una de sus cejas, la derecha, le llegaba un dolor agudo igual que una punzada y descubrió también que de la nuca, como un grano detrás de la oreja izquierda, se alzaba un puntiagudo alfiler cuya punta pinchaba sus nervios, la quiso sacudir y movió la cabeza, per aquel pico de alfiler no se lo permitió. Duele, preguntó la monja, y Ricardo asintió entre sorbo y sorbo. Sí, sí que duele. Qué le duele. Parece como si mi cabeza retumbara, Esta tarde le verá el doctor. Esta tarde, repitió él en un susurro, Pero qué hora es ahora.. Beba, beba esto y no se preocupe. Qué hora es, insistió Ricardo. Cerca de las dos. tardó en decir la monja, y es que en los sanatorios y hospitales las horas parecen secretas, sólo sirven de exacta guía para médicos y enfermeras, en cambio los enfermos del mundo, los pacientes físicos y psíquicos, parecen alejados del tiempo, agujas imantadas del espacio atraen sus vidas y las dejan flotar, las horas lentas se vuelven pesadas, acuden insospechados recuerdos mientras de las memorias se dejan caer hilos como cabellos húmedos, igual que lluvias,y esas lluvias finas del pasado van empapando la soledad y el ruido.”
José Julio Perlado
“Ciudad en el espejo”)
(continuará)
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Imagen – Marc Guillaumat)