CIUDAD EN EL ESPEJO (23)

“Se quedó aquella jornada sobresaltado el médico. Escuchó y miró a aquel hombre sentado ante él en el pequeño despacho, tanto estudiar libros y pasar exámenes y tanta casuística reunida  para luego encontrar ojos humanos, y caracteres decididos, y voluntades asombrosas, desconocidos cariños inesperados. Estuve allí , don Pedro, discúlpeme, a la luz casi apagada de la enfermería, no sé si dormía o no aquella mujer, viva sí que estaba, que a la mañana siguiente vino su hija desde la Avenida de los Toreros, que yo lo sé  y la vi, sé  dónde vive, a ella se le escapó, eso tiene poca importancia, más importancia tiene el despego y esa falta de cariño que brotan de sus ojos tiznados y pintados, con esa no me casaría yo.

Don Pedro Martínez Valdés ha aprendido su oficio de psiquiatra como todos los seres humanos, de la existencia misma, a golpes de brutales ejemplos tan clavados en su  propia carne y en su mismo pellejo como tatuado está el mapa de la provincia de Madrid en el hombro de don Pablo Ausin Monteverdi, natural de Chinchón. Ángeles Muñiz Cabal poco ha podido hablar con el médico, apenas la han dejado hablar, la abandonaron ya anciana en su silla de ruedas y luego en los altos de la enfermería, y bien se sabe que los viejos cuando ya no pueden moverse, cuando han de estar sometidos a los demás y no dependen ya de sí mismos, parecen igual que muebles, casi son muebles corroídos de carcoma y los finos agujeros de esa carcoma recuerdan a alfileres por donde se clava la puntiaguda memoria, esa antigua memoria plegada en lejanos recuerdos que se hace viva cada vez. Me acuerdo, se decía Ángeles Muñiz ensueños, mejor dicho, entre sueño y vigilia, entre olvido y memoria, Me acuerdo, se repetía a sí misma en la cama de la semidesierta enfermería, el año que yo llegué a Madrid con María, sola, bajando desde Asturias a la capital de España, rehaciendo un hogar, buscando calor y comida para la chiquilla. Pero nunca le has preguntado nada sobre su vida, Pedro, le interrogaba la mujer del psiquiatra al médico en las intimidades del dormitorio o cuando paseaban los dos de tarde en tarde, por las callecitas de Puerta de Hierro. Nada, contestaba Valdés, su hija sólo le lleva el yogur y la acompaña un rato, parece déspota y tiránica con su madre, eso cuando va a verla, que son pocos los días que lo hace, no me preguntes más.

 

No, no se debe preguntar a los médicos, y menos a cuantos se especializan en psiquiatría, psicólogos y psiquiatras son de la misma ralea, buena ralea a veces pero no pueden hablar, no pueden y no quieren, en ocasiones ni quieren ni pueden, hay un secreto profesional que guardan con doble llave y que ni sus mujeres conocen. No, no me preguntes más le había contestado cierto día a su mujer don Pedro Martínez Valdés.

La verdad es que los recuerdos de Ángeles Muñiz Cabal al llegar a Madrid, viuda ya, muy joven, veinte años tenía y ya había sido madre, nunca los confesó a nadie, pero ahora, en la penumbra de la solitaria enfermería aparecían de repente, y de la pared blanca, del fondo de las cortinas recogidas, comenzaban a surgir caballos y coches, sombras apenas esfumadas, oscuros y largos tranvías recorriendo carriles por la calle de Alcalá. Era hacia mil novecientos veinte, a la altura de la Iglesia de las Calatravas, cerca de la Puerta del Sol, Ángeles Muñiz tuvo la suerte de empezar a servir de limpiadora  en el Hotel Regina, pasaba el paño por las mesas de la entrada, acumulaba sábanas en los cuartos del fondo, a veces echaba una mano en el restaurante del Hotel y se hizo muy amiga de la dependienta de al lado, Montserrat Domínguez, que trabajaba pared con pared junto al Hotel, en la tienda de Mantequerías Leonesas. Cómo cambio Madrid, qué calle de Alcalá tan distinta, se había dicho en tantas ocasiones Ángeles  Muñiz estando sola, paseando cuando pudo y tuvo arrestos, que fueron muchos, por aquel  centro y aquella calle de Alcalá que ahora, lo que es la vida, por otro tramo, desde la Avenida de los Toreros hasta Menéndez y Pelayo recorría su hija María algunas mañanas. Cerró los párpados Ángeles Muñiz en el rincón de la enfermería  del sanatorio, oía el zumbar de tubos que la envolvían, no los podía ver, para qué mirarlos, a sus noventa y dos años y aparentemente abandonada de todos, lo que veía bien entre las telarañas de sus cerrados párpados eran aquellos coches de negra capota que le asombraron en su juventud, tranvías como féretros alargados, sus cristales ennegrecidos y ahumados, cerrados en sí mismos, carteles de blanca madera en los que se leía “Puerta del Sol a Ventas”. Había sido una calle de Alcalá la que vivió, cerca de la calle de Peligros que cruzaba, toda ella cubierta de variada confusión, el aire aún palpable, los caballos cruzando de acera a acera en arrastrar de coches públicos, figuras que Ángeles Muñiz Cabal, en la hondura de sus pupilas cerradas que tanto habían visto y escondían nácar de bellezas como si conservaran cristalinas aguas, guardaba en recuerdos aquel ir y venir de sombreros y gabanes oscuros, mozos con espaldas  curvadas transportando sacos enormes, gorras de funcionarios y policías atravesando nieblas o secos fríos madrileños, ventanillas, farolas, bastones, vidas, su hija María jugando entre el aire de mesas y sillas ordenadas en la puerta del Hotel Regina, brillos y oscuridades que emanaban ahora, cerca de la una de la tarde de este ocho de mayo, de la luz y del silencio de la enfermería, las evocaciones antiguas suelen entrar violentas en las memorias. Madrid se rememora ahora, en el rincón de este sanatorio, y la estampa, y el olor, y el  sabor de aquel año veinte asoma en la laguna de los cerrados párpados de esta anciana igual que si la vida volviese, pero ni vida ni existencia dan un paso atrás, es la historia la que pasa las cuentas del rosario del siglo y aquel Madrid que único parecía no volverá jamás a aparecer, carruajes y caballos prosiguen en la pared de esta enfermería, pero tan sólo en la pared, y dan la impresión de que se mueven, aunque estamos  ahora al final del siglo y la vida se va, esta vida arrumbada y solitaria de Ángeles se marcha. No, no puedo contarle nada de ella, le había dicho una tarde, paseando entre las callecitas de Puerta de Hierro, se lo había repetido el psiquiatra a su mujer. Nada o muy poco sé de ella, dijo pensando en la anciana Ángeles Muñiz que tanto había vivido. En verdad, don Pedro Martínez Valdés, bien poco conocía de los secretos de esta vieja asturiana, y aun cuando los hubiera sabido, jamás, nunca, los habría desvelado, los párpados cerrados de la anciana  bien podían quedarse tranquilos.”

 

José Julio Perlado ( “Ciudad en el espejo”)

(Continuará)

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(Imagen— Larry Fox)

INTIMIDADES DE VERDI

 

 

Se comentan estos días algunas intimidades de Verdi en relación con su baúl secreto en el que se han encontrado miles de notas, apuntes y manuscritos. Pero Verdi, como tantos otros célebres artistas, dejó una estela de intimidades a lo largo de su vida. Una de ellas la relacionada con la composición de su admirable  “Réquiem”. “ Al día siguiente de los funerales de Manzoni – así lo resumían las páginas de  le Fígaro -, Verdi escribió al municipio de Milán anunciándole su propósito de componer una Misa de Réquiem para el primer aniversario de la muerte del poeta. Para llevarlo a cabo se trasladó a París con su mujer y se estableció en el hotel de Baden, en donde permaneció protegido por el más riguroso incógnito. Al día siguente de su llegada hizo que le llevaran un piano a su cuarto y comenzó inmediatamente a trabajar. Todas las mañanas salía de siete a diez y, caminando al azar, concebía mentalmente el plan de su obra y esbozaba ya las grandes divisiones y los rasgos principales.

 

 

La tarde la dedicaba casi siempre a la lectura. Por la noche, después de cenar, se sentaba al piano, preludiaba y murmuraba a media voz alguna melodía olvidándose de cuanto sucedía alrededor. Todos sabían de qué se trataba pero se guardaban muy bien de perturbar sus meditaciones.  En aquellas veladas íntimas, Verdi concibió la mayor parte de los trozos de su misa. Después de pasar hora y media o dos horas al piano salía a dar una vuelta y volvía a las diez para acostarse. Cuando volvió a Italia, una parte del Réquiem estaba compuesta. La orquestó en Génova y la obra se terminó en el mes de abril último.” “Verdí construyó el edificio del Réquiem  – recordaba también France-Yvonne Bril en su estudio sobre el músico – como algo prodigioso por su diversidad de colores, emocionante por la vehemencia de sus acentos y su humanidad. Verdi había dicho de la novela de Manzoni “Los novios” que era “tan verdad como la verdad misma.” y admiraba al escritor profundamente.

 

 

(Imágenes -1- Verdi – wikipedia/ 2- Verdi – No generic/ 3- interpretación del Réquiem de Verdi en Nueva Yok- 1916 -Wikipedia)

CIUDAD EN EL ESPEJO (24)

“ Ahora va acercándose lentamente la una del mediodía, acaba de suspirar entre las sábanas Ángeles Muñiz, su hija María la besa con rapidez, se inclina entre los tubos que rodean a la madre, y deposita el beso en su mejilla, se yergue y contempla un momento ese rostro que parece dormir, recoge el bolso que ha dejado sobre una silla de esta enfermería y se retira. Tengo prisa por llegar a casa, pierdo el autobús, no llego, se va diciendo apresuradamente María Cuetos conforme baja rápida las escaleras de este sanatorio de Menéndez y Pelayo, anchos escalones de vieja madera, barandilla oscura, tablas crujientes. En el momento en que María Cuetos está bajando escalones camino de la puerta, no lejos de allí, en el mismo Madrid, por una zona cercana, es decir, dentro del monumental Museo del Prado, otra escalera, ésta muy firme y de piedra, deja pasar sobre ella el tumulto en rumor de los turistas, los jóvenes colegios de adolescentes, las suelas y los tacones  del gentío que sube incesante desde el vestíbulo central hacia el piso primero donde precisamente esperan los cuadros de Velázquez. Es una escalera que asciende por la izquierda, se dejó atrás la entrada y los vigilantes, los conserjes y aquel ruido mecánico que permite pasar uno a uno, como en una frontera, como en una singular aduana, conforme  van mostrando su entrada los visitantes. Juan Luna Cortés, el amigo de Ricardo Almeida García, que aún desconoce  qué le ha ocurrido al guía, bajó hace dos horas, serían cerca de las once, a tomarse  su cotidiano bocadillo, y al ir con su envuelto paquete hacia el cuarto de los sótanos, cruzó la entrada del Museo y no reparó demasiado en la ausencia de Ricardo Almeida, estaba el grupo de guías oficiales del Prado con sus placas ostensibles en las solapas, sus fotografías, apellidos y nombres, una especie de certificado rectangular y plastificado, algo que recuerda a un diploma, una especie de enseña y de credencial, el título de conocimientos empequeñecido, y allí seguían, aguardando en una esquina, cerca del principio de esta escalera de piedra, al borde mismo del vestíbulo. Parecemos halcones, doctor, le dirá esta tarde Ricardo Almeida al médico, parecemos halcones esperando a la gente, yo mismo soy halcón. Por qué se llama así, le preguntará él psiquiatra, Porque es lo que hago, es como me comporto, somos buitres y no sólo halcones, vigilamos cada movimiento de la entrada, cualquiera puede ser presa, es necesario trabajar, allí estamos todas las mañanas del año Manolo Nicolás, Gaspar Inglés, Ramón Esteban, Cristóbal Valero, y mi mejor amigo, que es Jerónimo Segovia. Esos hombres y esas figuras que siempre acechan de reojo a los turistas son los que ha visto hace apenas dos horas, a las once de la mañana, Juan Luna Cortés, al pasar fugazmente con su bocadillo en la mano. Vió al grupo de los cinco guías del Prado conversando en la entrada, saludó a algunos, pero no se fijó que faltaba Ricardo Almeida, él iba pensando en desayunar, tomar su almuerzo de media mañana, ni se fijó , o si quizá lo hizo no hubo reacción, no lo sabemos.

 

 

Lo que sí sabemos es que a ese grupo de guías del Prado, amigos y enemigos entre sí, competidores, que van a ganar su pan gracias a sus conocimientos del famoso Museo madrileño, Ricardo Almeida siempre los llamó halcones y buitres, y así, con estos nombres, se referirá incluso al hablar de sí mismo, Mire usted, doctor, le dirá esta tarde, Gaspar Inglés es el más listo, pero Manolo Nicolás es el más rápido, ėl conoce muy bien la pintura española, tiene sus gustos, pero todos nosotros, y yo mismo también, he de callarme, los gustos son privados, a mí, por ejemplo, me atraen mucho los perros de Velázquez, sus perros y sus caballos, esas grupas redondas, doctor, que aparecen en “Las Meninas” o en el retrato ecuestre del Conde Duque de Olivares, o perros que yo explico siempre a los turistas, ese mastín de negra cara que acompaña a Felipe lV cazador, o el perro echado a los pies del príncipe don Baltasar Carlos, pero sobre todo paso la mano sobre ese soberbio gran perro tendido y majestuoso que ocupa la habitación de “Las Meninas”, paso mi mano sobre él, sobre su lomo, y me duermo. Se lo dirá esta misma tarde el guía al médico como en confesión, pero ya lo piensa ahora, a la una del mediodía, cuando está semidormido, abotargado, y ante todo dolorido en un cuarto de este sanatorio y ve todo el Museo en su memoria, la vuelta del caballo que monta el Conde Duque de Olivares gira al fondo, hacia dentro, hacia el campo, en la hondura del cuadro Ricardo Almeida sabe que se divisa Fuenterrabía, lo suele señalar a los visitantes, Miren, observen cómo se ve Fuenterrabía a lo lejos. Sí, está dolorido este hombre. No se mueva, Ricardo,,le dirá esta tarde el doctor Valdés, hábleme procurando no moverse, y le preguntará,  Por qué se hirió, por qué se hizo esas heridas. Ahora, a la una del mediodía, aún  no ha visto al psiquiatra, ni habló aún con él, lo tendieron cuidadosamente en una cama cuando llegó de la Cruz Roja y permanece así. Me gusta el perro, parece de verdad, escucha una voz de las muchas de su vida que contempla en el Prado “Las Meninas”. Hay una atracción, doctor, le dirá dentro de unas horas Ricardo al médico, guarda un imán ese cuadro de Velazquez. Es la fama, le contestará el doctor Valdés, es lo que se ha hablado y se ha escrito del lienzo.  No, no es eso, doctor, le responderá  convencido Ricardo. Hay un imán en esa habitación pintada por Velázquez, porque yo noto las miradas en la sala nada más  entrar, al cruzar el dintel, buscan a “Lss Meninas” con pasión, la familia del Rey atrae enseguida a los turistas, los convoca, congrega las miradas, se queda todo el cuadro mirando a los turistas y los turistas se adentran en el cuadro.”

José Julio Perlado – “Ciudad en el espejo”

( Continuará )

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(Imagen 1- park seo bo – 1992)

CIUDAD EN EL ESPEJO (25)

“— Empiezan a caminar por él— le dirá al fin Ricardo al médico.

— ¿Como camina usted?— preguntará el psiquiatra con interés.

Sí, exacto, como camino yo, responderá el guía en voz muy baja, él se sabe de memoria la sala donde está Felipe lV. Y sin embargo, cuando todo ocurra, cuando dentro de unos días haya de intervenir necesariamente la policía,  cuando el tiempo traiga obligatorias investigaciones, un inspector del distrito Centro, el inspector José Gállego, citará a Juan Luna Cortes y convocará también a las limpiadoras del Prado y al resto de guías, preguntando incansable, Vamos, comiencen a contarme, lo quiero saber todo de ese hombre, Usted, por ejemplo, le dirá el inspector Gállego mirándole a los ojos a Jerónimo Segovia, parecer ser que ustedes dos, Ricardo Almeida y usted, son íntimos amigos, es o no es cierto, cuénteme cosas de él.

Pero aún nada, en Madrid, ahora, entre una y una y cuarto del mediodía de este ocho de mayo, hace suponer tal suceso, en las ciudades y en las existencias, los  acontecimientos quedan agazapados y apenas sobresalen, el futuro está marcado en las palmas de las manos del presente pero las rayas que indican el curso de la vida quedan cruzadas por arrugas de amores y de muertes que distraen sin querer. Yo nunca hubiera imaginado, le dirá Jerónimo Segovia al inspector, que Ricardo pudiera hacer algo así. Y sin embargo ahora, aún no ha ocurrido nada, nos referimos a lo definitivo y a lo sangriento,  a la mirada penetrante del paciente sobre el médico, en este martes de mayo ni Gaspar Inglés, ni Cristóbal Valero, ni tampoco Jerónimo Segovia, ni Ramón Esteban, pueden adivinar que la semana que viene serán citados por la policía y habrán de declarar. Está en estos momentos del mediodía Juan Luna Cortes paseando despacio por entre los cuadros de Velázquez, tomó ya su bocadillo y hasta las tres no volverá a comer, vigila con gesto cansino a los que entran y a los que salen de la sala, a ratos se sienta en una tosca silla de madera, incómodo taburete con austero respaldo, abandona sus piernas, las deja descansar. Yo recuerdo muy bien, le dirá este vigilante al inspector Gállego, el día en que Ricardo quiso hacerse una foto ante el famoso cuadro de “Las Meninas”, se empeñó y se la hice muy temprano, cuando aún no había gente, mírela, aquí está, y entregará al inspector la singular fotografía. Aparece el guía del Museo vestido de impecable azul, chaqueta cruzada y pantalón planchado, los ojos algo alucinados, parece como si fuera de boda, como si se fuera a casar, el inspector Gállego tomará entonces una lupa y se inclinará despacio sobre este testimonio. Y además de esta fotografía, preguntará el policía mirándole atentamente, qué recuerda usted más, cómo es este hombre, qué aptitudes adopta, qué piensa usted.

 

Nada se puede desvelar aún, no nos conviene. En el vaivén del tiempo de Madrid, entre el hoy, el mañana y el ayer, apenas leves ráfagas e imperceptibles pistas quedan volatilizadas en el aire. Se acerca ahora la una y cuarto del mediodía, agujas de relojes avanzan, y en la sala donde está paseando Juan Luna Cortes vigilando los cuadros, se encierran esos colores de Velázquez que envuelven las pesadillas del guía. Siempre veo, doctor, le dirá Ricardo Almeida al médico esta tarde, esa sala poblada y llena, y tan familiar como si allí  hubiera yo nacido y tal como si viviera en ella, allí estoy siempre, en sueños y en vigilias, y no en la plaza de Olavide, no en una pensión, Pero qué ve exactamente, le preguntará Martinez Valdés, haga un esfuerzo por explicármelo. Veo, por ejemplo, es decir, se me aparece en sueños, el soberbio retrato de don Diego del Corral y Arellano, oidor que fue del Consejo de Castilla, catedrático de la universidad de Salamanca y visitador del aposento del rey, responderá Ricardo Almeida al psiquiatra, y el doctor Valdés le dejará hablar, no es muy aficionado a la pintura, no es asiduo visitante del Prado, pero tal como cuenta las cosas este enfermo parece como si las viviera, los colores le absorben, color e información, color, trazos y estudios. Pues sepa usted, doctor, le añadirá Ricardo, que desde hace años hube de leer y releer las vidas de cuantos personajes hay en esa sala y también en otras del Museo, y este don Diego del Corral y Arellano, figura egregia y de admirable estampa, retrato que clava su mirar en mi y en los demás , mirar grave y de reposado juicio, hombre de leyes, hombre de aplomo y de firmeza, cabeza suya aquella que sale de su golilla blanca con la que cubre la amplia toga negra con su cruz  de Santiago asomando por ella, la masa oscura de su retrato en pie, su calzado negro, el sombrero a la moda de Felipe ll apenas esbozado en el fondo del lienzo, ese Don Diego, doctor, así lo expliqué siempre a los turistas, y si Dios quiere, seguiré explicándolo, nació en Santo Domingo de Silos hacia 1570 y estudió en Salamanca, llegó a ser canciller de Aragón y se casó con doña Antonia de Ipeñarrieta, que el cuadro estuvo en el Palacio que los Corral tenían en Zarauz, en Guipúzcoa, según dice el inventario de don Cristóbal del Corral e Ipeñarrieta, y el lienzo quedó en poder de sus descendientes, los llamados marqueses de Narros, hasta que a mediados del siglo XlX lo trajeron a Madrid y sería un pariente de ellos, la duquesa de  Villahermosa, quien lo legó al Museo del Prado al acontecer su muerte.”

José Julio Perlado — (“Ciudad en el espejo”)

(Continuará)

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(Imagen- Twombly)

GISÉLE FREUND Y LA FOTOGRAFÍA

 

 

“Uno contempla su rostro delante de sí como un secreto del que nada se conoce – decía Giséle Freund -. Nuestra decepción ante nuestra fotografía proviene del hecho de que creíamos conocernos. Muchas gentes vienen a lamentarse después ante el fotógrafo porque creen que no son fotogénicos. Para la mayor parte de ellos “ser fotogénico” no quiere decir otra cosa que “ser bello”. Nada es más erróneo que creerse que la cámara es un medio objetivo para hacer la imagen tal y como corresponde a la realidad. Cada fotógrafo hará de usted una imagen diferente, como dos pintores le pintarán a usted cada uno a su manera.

 

 

Los escritores no tienen nada en común con las celebridades. A los primeros, no se les pide ser bellos, sino tener el aire inteligente. A los segundos, no se les pide mas que ser bellos. Explíquenme entonces por qué los escritores quieren ser siempre fotografiados como estrellas, y estas últimas como escritores.

 

 

El retoque es el medio de escamotear la personalidad. Un fotógrafo debe leer un rostro como la página de un libro. Debe descifrar también aquello que está escrito entre líneas.

 

 

No se le pide al fotógrafo crear formas sino reproducirlas. En la jerarquía de los artistas, se acerca al traductor. Un buen traductor debe también saber escribir bien.”

 

(Imágenes-fotografías de Giséle Freund:  – 1 – André Bretón – 1957/ 2- Joyce- world of faces/ 3- Tenesse Williams – 1959/ 4- Virginia Woolf -1939 – National gallery)

CIUDAD EN EL ESPEJO (26)

“Ya dijimos en su momento que Ricardo Almeida no habla así exactamente, y no emplea este específico lenguaje sino en muy contadas ocasiones. Pero a veces, en esas horas inciertas del inicio del sueño, cuando la realidad va entornando sus párpados y es bajo los párpados donde aparecen dislocadas imágenes, allí, en esa humilde habitación suya de la plaza de Olavide número seis, en lo profundo del pasillo de la pensión “Aurora”, muchos personajes de Velázquez, y entre ellos don Diego del Corral y Arellano, parecen enarcar las cejas en las sombras y mirar el sueño de Ricardo Almeida tal y como si lo vigilaran desde otro mundo. Pero son sueños, doctor, no me preocupo, relatará el guía al psiquiatra, yo amanezco desde hace muchos años invadido  de sueños como ese, empapado en sudor, ve cómo.sudo ahora mientras le estoy hablando, tirito y sudo siempre así, deben ser fiebres, no sé cómo se llamarán, no las consigo dominar.

Están acercándose poco a poco, muy suave y lentamente, todos los relojes hacia la una y media de la tarde, y un  Madrid apenas perceptible empieza a disponer olores y sabores, a colocar cubiertos sobre manteles y a preparar en fondas, bodegones, tascas y restaurantes, mesas bien dispuestas para el yantar de quienes tengan dinero, que tiempo y hambres no faltan en muchos de los estómagos. Aurora Díaz, la patrona que regenta la pensión del mismo nombre en la redonda plaza de Olavide, anda preocupada entre cacharros, prepara su cocido de los martes, piensa en el tremendo grito que esta mañana oyó nada más levantarse y le tiemblan piernas y manos atendiendo el fogón, preparando la comida de sus huéspedes. Qué hará ahora don Ricardo, dónde estará, qué espanto, por qué lo ha hecho, qué ha podido ocurrirle. No ha echado Aurora Díaz, segoviana, que nació hace sesenta y seis años casi al pie del antiguo acueducto, no ha echado, decíamos, en los vientres de las humildes ollas que bullen en la estrecha cocina de su pensión, esos garbanzos de Castilla tan célebres, tampoco los de Fuentesaúco, en Zamora, famosos en toda España, sino los primeros que encontró, unos comprados en un viejo Mercado de la calle de Vallehermoso esquina a Fernando el Católico. No echó tampoco el cuarto de gallina acostumbrada para ese plato tan español, ni llegó a alcanzar los cíen ni los cincuenta gramos de esmerado tocino. Sí, en cambio, soltó un trozo de jamón, puso las patatas bien cortadas, añadió un chorizo, una morcilla, pero se ahorró el pie salado de cerdo pues sus economías no daban para ello, y no agregó un huevo, ni la carne picada, ni siquiera la miga de pan. Entreabrió un poco la ventana de la cocina que daba al patio interior y quedó así, tal como ahora la vemos, ensimismada en el hondo puchero que dejaba cocer a fuego manso los buenos garbanzos, tiernos y gordos, los mejores que encontró, mientras sus manos y sus brazos trabajaban en cacerola aparte la verdura limpia y lavada, judías verdes y algún nabo pequeño, partido en rueda, y luego fue preparando aturdida y pensativa un diente de ajo mondado, y salpicó de sal lo que hervía, y dejó deslizar sobre los cuerpos de los garbanzos aquellas verduras, y agregó luego unas hebras de azafrán machacadas, y tapó nuevamente el puchero y esperó.

Era Aurora Díaz Ibáñez una segoviana de nacimiento, muy castellana, soltera como siempre había sido y lo sería, y Madrid desde el año cincuenta la había abrazado entre calles y plazas, pero sobre todo la atrapó en los aromas y las intrigas de la cocina, no sabía hacer grandes platos, pero los pocos o muchos que dominaba los convirtió en muy madrileños, callos, caracoles, sopas de ajo para noches de invierno, limonada para tardes y tertulias de verano, e incluso aprendió de la paciencia de su madre, y luego perfeccionaría con Paco, el camarero del bar “La Orquídea” que vivía abajo, en el mismo inmueble, aprendió incluso a fabricar la suave armadura de los churros, aunque en festIvidades señaladas, como en la madrugada de San Ricardo, por ejemplo, día del santo del huésped Ricardo Almeida, su cliente sin duda más antiguo, se encerraba Aurora en la estrecha cocina y con medio litro de agua templada y medio kilo de harina, con un poco de sal y levadura en polvo, sobre todo con paz y paciencia y amasándolo todo para que nada quedará correoso, iba preparando los buñuelos anchos que eran especialidad suya, buñuelos de Madrid que ofrecía como singular sorpresa en el desayuno: los dedos de Aurora mojados en agua fría tomaban entonces un trocito de masa y levemente la redondeaban agujereándola por el centro hasta echarla en la sartén, sobre el aceite bien frito y muy caliente, y metiendo un palito por el agujero abierto para impedir su cierre. En aquellas madrugadas, el día, sobre la plaza de Olavide, entraba poco a poco por la estrecha ventana del patio y a la hora en punto del desayuno, cuando aquellos buñuelos ya inflados en la sartén adquirían un bello tono dorado y habían sido bien escurridos y luego espolvoreados de azúcar, la patrona Aurora Díaz presentaba cada año a su huésped  el día de su santo la fuente repleta de buñuelos y un tazón de chocolate espeso, casi humeante. Y aquí está, don Ricardo, le decía Aurora, muchas felicidades en tan gran ocasión, cómaselos, y que tenga usted un buen día, y, sobre todo, que lo podamos celebrar con salud muchos años. Aquellas mañanas del día de San Ricardo, en el humilde comedor que daba a la Plaza, la patrona solía sentarse un rato ante el guía  del Prado y lo miraba comer, e incluso en ocasiones probaba ella también del desayuno. Buenos están, muy buenos estos buñuelos, doña Aurora, le agradezco el detalle. Le gustan, insistía feliz Aurora Díaz, y tal vez ella a su vez tomaba un sorbito de chocolate.”

 

José Julio Perlado 

(“Ciudad en el espejo’)

(Continuará)

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(Imagen —1- William Morris)

 

VIEJO MADRID (80) : LAS FERIAS

 

“En un principio las ferias de Madrid se celebraban en la puerta de Guadalajara para la comercialización de frutas; la compraventa de animales se llevaba a efecto en las puertas de Segovia y de la Vega. En el siglo XVl se trasladaron en torno a la Plaza Mayor, donde permanecerían también en el siglo XVll y con posterioridad se difundieron por distintos espacios en Madrid, llegándose a una cierta especialización. Así en 1790 se dice que en la plaza de Santo Domingo el comercio era de libros y almoneda de muebles viejos; en la calle de Tooedo se vendían telas, cuadros y vasijas de Talavera; en Carretas, géneros de algodón y lana, puntillas y encajes, en la Plazuela del Ángel y Santa Ana había tinglados de libros, cuadros, antigüedades, ropas y muebles; otros puntos de venta de muebles, cuadros, libros y multitud de objetos usados se localizaban en las plazas del Progreso, Antón Martín y Descalzas y en las calles de la Magdalena, San Bernardo y Segovia.

 

 

De de todas formas – sigue diciendo Florentino Lafuente en su bosquejo histórico -, el núcleo principal de las ferias se localizaba en la plaza de la Cebada. Ya en el siglo XlX el centro principal de las ferias se hizo itinerante y varió de escenario con gran facilidad. En 1809 se celebraron en el paseo del Prado, en 1813 volvieron a trasladarse a la plaza de la Cebada, en 1816 se situaron junto al convento de Santa Catalina, al año siguiente se asentaron en la calle de Alcalá, en 1834, se establecieron en el paseo de las Delicias, en 1839 recalaron en la Plaza Mayor, en 1846 regresaron a la calle de Alcalá y en 1858 se instalaron cerca de Atocha, frente a la verja del Jardín Botánico.

Pintores como Francisco de Goya nos lega su testimonio a través del cartón que pintara en 1778 para la fábrica de tapices de Santa Bárbara y que daría pauta al tapiz denominado “El ropavejero”, que retrata un aspecto de la feria madrileña en la plaza de la Cebada. Entre los literatos que nos dejan su crónica sobre las ferias, Eugenio Villalba publica su “Visita a las ferias de Madrid”, Mesonero Romanos también nos deja su testimonio en 1832 y Antonio Neira de Mosquera publica en 1845 “Las ferias de Madrid” con el subtítulo de “Almoneda moral, política y literaria”.


(Imágenes – 1- dibujo de Nogueras – Madrid – 1860 – Museo nacional/ 2- Grabador s kill- 1861- museo nacional/ 3- Antonio Rodríguez Onofre – 1801)

CIUDAD EN EL ESPEJO (27)

Ricardo Almeida, ahora, a la una y media del mediodía, solitario y herido, postrado en una cama del sanatorio de Menéndez y Pelayo, recordaba aquellos desayunos y le empezaba a entrar un hambre extraña, vaga y difusa, o incluso más que hambre de dulce o de sal, le iba raspando la corteza de su reseca lengua una sed de agua fresca, manantial líquido que deseaba su cuerpo y lo necesitaba, en el fondo sed y hambre a la vez. Me han dejado solo, cuándo vienen por mi, qué comeré. Y no se puede decir exactamente si estaba plenamente dormido o en cambio muy despierto Ricardo Almeida García cuando de pronto, de lo profundo de la esquina del cuarto, en aquella habitación amplia y blanca del sanatorio, comenzó a extender su lienzo la pared, y lo mismo que arriba, en el ático de la enfermería, la anciana Angeles Muñoz Cabal, veía a veces, en sueños, el Madrid de principios de siglo, aquel Madrid del año veinte, ahora Ricardo Almeida empezó a distinguir poco a poco, bajo la luz y bajo el sol, sobre los pliegues de las cortinas de las ventanas, primero un Zurbarán blanco y dorado que él conocía muy bien Y había explicado mucho. Es la naturaleza muerta e inerte, se dijo asombrado, tres objetos de barro y una copa de bronce sobre una patena, el silencio parece tocarse, pero enseguida aquel silencio huyó, y entrecerró el guía del Prado sus párpados, y tras los objetos quietos del bodegón que se esfumaba comenzó a ver aquello que dejaba asombrado no solo a ojos sino también a estómagos. Y esto son, señores, oyó su propia voz retumbando, pero qué me pasa, qué es esto, dónde estoy, apenas se veía a sí mismo pero en cambio sí se escuchaba explicando a los turistas los famosos bodegones de Luis Meléndez. Éstos son, sí, los célebres bodegones de la escuela española del XVlll, nacido Luis Egidio Meléndez en Italia de familia española y muerto en Madrid en 1780, acérquense, fíjense en los detalles. Pero quienes realmente se acercaron en la soledad del cuarto del sanatotio, quienes aparecieron en la pared y ante la cama del enfermo, fueron aquellas piezas de fruta que su hambre veía y el morado color de unas ciruelas, un crujiente y oloroso pan que parecía sabroso, unas brevas a punto de comerse. Y el Prado, oyó que su voz seguía explicando, posee una gran colección de estas obras que vinieron del Palacio de Aranjuez, y que Meléndez llamó divertido gabinete con toda la especie de comestibles que el clima español produce.

 

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En verdad estaba allí. el salmón con su rosada carne frente a él, aparecía cortado, abierto y fresco junto al amarillo limón, espléndido en su magia técnica y en su fuerza expresiva, y asomaban también en la pared relucientes manzanas y peras y sandías y un jamón curado que surgía de una cesta de mimbre, y unos redondos y encarnados ojos de besugo a punto de ser llevado a la cocina, y rosquillas y bollos y queso y uva. Pero como de la pintura no se come, Ricardo Almeida prefirió sorber aquel templado caldo que en este momento le servía una monja. Incorpórese un poco, así, apóyese en la almohada, se marea. No, no me mareo. Pues beba esto, vamos, es caldo de fideos, tenga, yo le sujetaré la servilleta, procure no mancharse. Notó en la lengua el sabor del líquido sabroso y espeso, y aquel olor tan fuerte le volvió a llevar a su pensión, cuando la patrona le dejaba delante la sopera y el cazo rebosaba de sopa de letras o de estrellas, huevo duro partido en trocitos, o a veces incluso lonchitas de pan blanco cocidas y empapadas de jugo que navegaban de la cuchara al paladar. Qué, cómo vamos, preguntó la monja, y añadió, vamos bien, y Ricardo asentía. Estaba incorporado parcialmente en la cama, ladeado, le escocían las heridas de los brazos y del hombro izquierdo, se sentía fuertemente apretado por la venda que atenazaba sus costillas, y bebió lentamente aquel caldo caliente. Está bueno, muy bueno, pensó, sintió de pronto que de una de sus cejas, la derecha, le llegaba un dolor agudo igual que una punzada y descubrió también que de la nuca, como un grano detrás de la oreja izquierda, se alzaba un puntiagudo alfiler cuya punta pinchaba sus nervios, la quiso sacudir y movió la cabeza, per aquel pico de alfiler no se lo permitió. Duele, preguntó la monja, y Ricardo asintió entre sorbo y sorbo. Sí, sí que duele. Qué le duele. Parece como si mi cabeza retumbara, Esta tarde le verá el doctor. Esta tarde, repitió él en un susurro, Pero qué hora es ahora.. Beba, beba esto y no se preocupe. Qué hora es, insistió Ricardo. Cerca de las dos. tardó en decir la monja, y es que en los sanatorios y hospitales las horas parecen secretas, sólo sirven de exacta guía para médicos y enfermeras, en cambio los enfermos del mundo, los pacientes físicos y psíquicos, parecen alejados del tiempo, agujas imantadas del espacio atraen sus vidas y las dejan flotar, las horas lentas se vuelven pesadas, acuden insospechados recuerdos mientras de las memorias se dejan caer hilos como cabellos húmedos, igual que lluvias,y esas lluvias finas del pasado van empapando la soledad y el ruido.”

José Julio Perlado

“Ciudad en el espejo”)

(continuará)


TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

 

 

 

 

 

Imagen – Marc Guillaumat)

ALLEGRO HAYDN

 

 

“Toco Haydn después de un día negro

y siento un sencillo calor en las manos.

Las teclas quieren. Golpean suaves martillos.

El tono es verde, vivaz y calmo.

El tono dice que hay libertad

y que alguien no paga impuesto al César.

Meto las manos en mis bolsillos Haydn

y finjo ser alguien que ve tranquilamente el mundo.

Izo la bandera Haydn —- significa:

”No nos rendimos. Pero queremos paz”.

La música es una casa de cristal en la ladera

donde vuelan las piedras, donde las piedras ruedan.

Y ruedan las piedras y la atraviesan

pero cada ventana queda intacta.”

Tomas Tranströmer – “Allegro” -“Deshielo a mediodía” (traducción de Roberto Mascaró)

 

 

(Imágenes -1-Gulkan Karavag lebriz com -estambul – artnet/ 2- David Seymour – Toscanini al piano)

REMBRANDT Y EL RETRATO OLVIDADO

 

 

“Cuando haces el retrato de otra persona – apunta John Berger al comentar a Rembrandt -, la miras atentamente para intentar encontrar lo que hay en su cara, para intentar averiguar qué le ha sucedido. El resultado (a veces) es una especie de semejanza, pero una semejanza , por lo general, exánime, porque la presencia del retratado y la observación rigurosa de sus facciones inhiben tus respuestas. La persona se va. Y entonces puede suceder que vuelvas a empezar el retrato, pero la referencia ya no es una cara que tienes enfrente, sino una cara reconstruida en tu interior. Ya no tienes que mirar intensamente;  al contrario, cierras los ojos. Empiezas entonces a hacer un retrato de lo que la pesona ha dejado olvidado en tu cabeza. Entonces existe la posibilidad de que la semejanza sea viva.”


 

Ahora se habla de la plumbonacrita como ingrediente secreto en la pintura de Rembrandt y nuevamente este gran pintor se halla en el centro de la actualidad.  La profundidad de sus retratos y  la posible relación con  los espejos continúan siendo temas casi misteriosos. “¿Podría ser que Rembrandt hiciera  algo parecido ? – se pregunta Berger analizándolo – . Yo  creo que Rembrandt sólo  utilizaba el espejo al principio de cada autorretrato. Luego lo cubría  con un paño y trabajaba y retocaba el lienzo, hasta que la pintura empezaba a corresponder a una Imagen de sí mismo que había olvidado después de toda una vida. Esta imagen no era general, era muy específica. Cada vez que pintaba un autorretrato escogía sus ropas. Cada vez era plenamente consciente de cómo había cambiado su cara, su aspecto, su forma de ser. Estudiaba estoicamente los datos sufridos entre una vez y la siguiente. Pero llegado a cierto momento, tapaba el espejo a fin de no tener que adecuar su mirada a su propia mirada, y entonces continuaba pintando basándose en lo que había quedado olvidado dentro de él. Libre del dilema, le animaba  una vaga esperanza, una intuición, de que posteriormente serían otros quienes lo mirarían con una compasión que él no podía permitirse”.

 

 

(Imágenes-1- Rembrandt sonriente – Museo colonia/ 2- Rembrandt – autorretrato/ 3- Rembrandt- autorretrato)

SCIASCIA Y PICASSO

 

 

“La grandeza de Picasso no está, por decirlo de manera aproximada – dice Sciascia enNegro sobre negro”-, en la vanguardia, sino en la tradición. O sea: no contempló el futuro sino el pasado, lo que ya había sido hecho y que él, con su grandísimo y febril talento, ya no podía hacer. Podía únicamente disgregar, descomponer, deformar muchas veces con ironía, otras con desprecio, siempre con la rabia de haber llegado cuando ya todo había sido hecho. Recorrió así toda la historia del arte, y también todo el arte sin historia. Y dijo sobre el hombre, sobre el pasado del hombre, reinventándolo, rehaciéndolo, todo aquello que hoy niegan los imbéciles.”

 

 

(Imágenes -1-Sciascia – milanocultura/2- Picasso por Irwing Penn – 1957;- the New york times)

RETRATOS PICTÓRICOS Y LITERARIOS

 

 

 

 

“Hay dos clases de retratos – decía Pla-: los pictóricos y los literarios. Sobre los primeros, una vez realizados, hay una cosa que los aguanta: es el parecido. El parecido lo cubre todo. Ahora, cuando con los años el modelo ha desaparecido, y el pintor y los testigos quizá también, el retrato es un objeto puramente legendario, una fantasmagoría más o menos real. Si el retrato de Pascal que hay en el museo del  Louvre, que si no recuerdo mal es de Frans Hals, debería tener la nariz más corta o más larga, da igual. A unos les parece poco larga y a otros demasiado corta. Es indiferente. ¿Quién sabe hoy cómo tenía la nariz Pascal?  En el museo del Prado se  encuentra el retrato de la familia de Carlos lV. Los republicanos afirmaron que es magnífico porque los personajes que contiene, la familia real, son considerablemente  grotescos. Los monárquicos lo encuentran exagerado y displicente, como es natural.  Los símbolos fascinan a la gente. ¿Qué se puede hacer? La señora Monna Lisa, que Leonardo da Vinci pintó y a la que le puso el nombre de La Gioconda, no parece que fuera tan bella como el artista la retrató. La sonrisa  tan fabulosa que Leonardo le  pintó en la cara — y que yo encuentro familiar — no la vieron nunca en aquella sociedad (…)

 

 

El retrato literario es muy diferente. No tiene ningún sostén. En literatura, el parecido no existe jamás, porque es un aspecto sistemáticamente opinable, como se ha demostrado, por ejemplo, ante la obra de Goethe, tan sobrecargada de academicismo. ¿Qué es lo que mantiene la verosimilitud del retrato literario? Sólo hay uno, que es el interesado, que a veces tiende a la objetividad y a la verdad. Quizá por estas razones el retrato literario es tan difícil (…) Si no sabemos qué aspecto tuvieron nuestros abuelos, qué cara tenían, cómo fueron, ¿ qué idea podemos tener del pasado del país?”

 

 

(Imágenes-1- la reina Isabel – National portrait gallery/ 2- Modigliani – retrató de Leopoldo Stolowski- Fundación Mapfre/ 3- Picasso _ retrato de Gertrude Stein)

DECORACIÓN DE VENTANAS

 

 

“Mis ventanas son detectives privados. Se abren con autoridad:

eligen dejar entrar o dejar fuera. Nada desanima su fervor.

Puedo tratarlas como un vacío, llenarlas con paisaje,

cubrirlas con cortinas, esconderme de ellas, cerrarlas, fijarlas con clavos.

Nada las desconcierta. Dejan entrar la luz del sol y

excluyen la noche: traen algo hasta ahora espontáneo

para influir en mi violenta inseguridad; jadean con lo que

dejan entrar, sin estar seguras de qué dejar fuera; mientras tanto

me podría ahorrar la molestia, mis indiferentes ventanas

espléndidamente me mantienen dentro, me aguardan hasta que termine.”

Dorothea Tanning – “Decoración de ventanas” – “Índice” -( traducción de Marta López Luaces)

(Imagen – Inge Morath – 1989)

CIENCIA FICCIÓN : HUIR DEL MUNDO

 

 

«El protagonista y narrador – Charlie Ewel – del cuento «Of Missing Persons«, publicado en 1955 en «Good Housekeeping», visita, recomendado por un extranjero a quien encontró en un bar, al director de una agencia de viajes para pedirle que ayude a huir.

«¿De qué?», le pregunta el interlocutor. Charlie vacila. Jamás » había intentado concretarlo en palabras». Al fin, se decide.

«Huir de Nueva York, le dije, y de las ciudades en general. De la zozobra. Del miedo. De las cosas que leo en los periódicos. De la soledad… De no hacer nunca lo que me apetece de verdad. De la obligación de divertirme. De vender los días para tener que vivir. De la misma vida, al menos de lo que es ahora la vida…». Le miré fijamente a los ojos y añadí en voz baja : » Huir del mundo».

El director de la agencia le enseña a Charlie un folleto propagandístico de Verna, un planeta cualquiera. Charlie contempla en silencio las fotografías y las selvas casi vírgenes, salpicada aquí y allá de cabañas de madera.

«No sé por qué, pero uno se daba cuenta al mirar aquellos valles cubiertos de vegetación que aquél era el aspecto que debía haber ofrecido América en el principio de su existencia…, un paisaje parecido al que pudieron tener ante sí los habitantes de Kentucky o Wiscosin hace más de un siglo. Bajo esta foto había otra en la que se veían seis u ocho personas en una playa… Se notaba – de verdad, se notaba – que a todos les gustaba su trabajo…, que ninguno de ellos conocía el miedo ni la angustia… Eran felices, lo serían siempre y, además, lo sabían».

Charlie preguntó al director de la agencia a qué se dedicaba la gente.

«Trabajan. Todo el mundo trabaja…, viven haciendo lo que quieren, hacen lo que les apetece».

«¿Y si no les apetece hacer nada?».

» Eso es imposible, todo el mundo quiere hacer algo. Lo malo es que pocas veces se tiene tiempo de descubrir lo que es».

 

 

Para tranquilizar a Charlie, el director de la agencia se apresura a añadir que, si bien la vida es rudimentaria, no resulta dura en absoluto : no hay coches ni televisiones…. Tras una última ojeada al interior de las cabañas, Charlie saca un billete para Verna. ¿Qué pasa entonces? No llega nunca. Pierde la fe en el momento crítico y después ya es demasiado tarde. No se tiene derecho a una segunda oportunidad.

«Of Missing Persons» – dice Kingsley Amis, que es quien ha elegido este cuento y lo ha comentado en «El universo de la ciencia ficción»- , es un ejemplo clarísimo, incluso desde el punto de vista técnico, de literatura fantástica: no se puede viajar a Verna, uno tiene que encontrarse allí sin más».

 

 

(Imágenes -1- Robert Mccall- 1968/2- Gabor Jonas/ 3.- Andrew Wyeth- Philadephia museum)

SUEÑOS Y RECUERDOS

 

 

”Cada uno de nosotros posee un mundo interior de sueños y recuerdos, imperceptible a los demás – decía Juan Benet y, como tal, llegamos a la ineludible conclusión de que el texto literario no puede ser más que un vano reflejo de una realidad interna, la del autor. ¿Quién mejor que él va a conocer su intención y significado, sea expreso o tácito, su estilo, su tratamiento narrativo, su relación con la propia experiencia, el medio cultural en el que fue engendrada, las influencias que lo marcaron, etcétera? El escritor que quiera reflejar mejor la realidad tendrá que crear un texto lleno de zonas oscuras, contradicciones y ambigüedades, e intentar resolver los enigmas daría al traste con su obra.”

(Imagen –Man Ray – autorretrato)

CORTÁZAR EN EL TÚNEL

 

 

“El gato se escurrió en el andén y entró en el túnel atraído por la trompeta negra, la luz dorada de la trompeta con oído de hollín que torcía en la noche aquella música blanca de la estación próxima, aquella estación que se veía en sueños, aquel sueño del metro rojo y brillante donde un gato venía corriendo, huyendo del tiempo, aquel tiempo blando donde nadaba el pez ondulando los sueños de un gato multiplicado, los gatos entrando en los andenes, fascinados por las trompetas negras, los trenes rojos del tiempo echando chispas, los peces moviéndose en el tiempo de los metros llenos de música, sin llegar nunca al despertar del sueño, cuando el argentino bajó las escaleras en la noche, encendió un pitillo en el andén solitario y miró a aquel gato de los ojos de pez, ojos fluorescentes en el túnel del sueño, sueños multiplicándose, peces bailando en los andenes en el momento en que se oyó la trompeta desde la otra estación y el argentino bajó atraído por la negrura, anduvo por el túnel de la música lleno de gatos y de peces, la música multiplicándose, las chispas del metro iluminando el sueño cargado de tiempo igual que de ceniza, los faros de las cenizas abriéndose paso entre los peces que llenaban el tiempo, tiempos multiplicándose, mientras el argentino andaba por el interior de la trompeta aconpañado por miles de gatos encantados, gatos de cola eléctrica, de ojos de pez fosforescentes en el túnel de la curva del jazz, cuando la trompeta seguía atrayendo al tiempo y el sueño iba estirando su lomo y su espinazo, maullando música quejumbrosa, un alarido potente, elevado, retorcido en el aire, un túnel tocado a pieno pulmón, los dedos del sueño pulsando los peces dorados, el metro dejando oír el pitido de la noche cargada de gatos avanzando delante del hombre, el tiempo con las orejas erizadas, el bigote enhiesto, el metro con la piel de gallina, parados todos los gatos, una pata delante, tensa, otra pata hacia atrás, escuchando al miedo, los miedos múltiples, la noche que da un paso por fin y el metro quieto, iluminado dentro del túnel, los ojos del metro en la oscuridad con la cola alargada de los vagones rojos e inmóviles, llenos de peces,

 

 

peces a punto de ser tragados por el sueño y la trompeta que sigue llamando desde la otra estación para que el argentino avance y se despierte, se ve ya en el recodo de la sombra el balbuceo del amanecer del andén, los ladrillos blancos del día, los anuncios difusos de las paredes en las que se apoya lejana una sombra que enciende un pitillo solitario esperando al gato del tiempo con las ventanas iluminadas que ocupa todo el túnel, ha engordado tanto que es un animal gigante, monstruoso animal de luces y de escamas cuyas aletas no pueden avanzar trompeta adelante, está atrancado en lo oscuro de la música  y el sueño, y de repente salta escurridizo, el maullido se alarga por la piel hasta el andén, andenes múltiples, el cuerpo del tiempo se hace sinuoso y el sueño se frota al pasar con todos los peces que nadan en el túnel, las uñas del metro resbalan por las vías y queda detenido el tiempo en el momento del despertar, en el frenazo brusco en el que se abren las puertas de la noche y saltan los peces al andén escapando de millares de gatos atraídos por esa trompeta de jazz que eleva el tono del sueño, el sueño soñado por ese hombre en pie, solitario en la esquina del andén, desdoblado en sus ojos cansados, en su actitud lánguida de argentino en París, alto y desmadejado, que ahora está siendo atacado por todos los gatos del metro, por todos los metros que llegan al sueño, por todos los sueños que huyen del tiempo, absorto, colgando de la comisura de sus labios el pitillo, pitillos múltiples.”

 

José Julio  Perlado – ( del libro “Relámpagos) (texto inédito)

 

 

(Imágenes- 1- Louis Wain – wikipedia/ 2- Satoshi Okazaki/ 3- Cortázar – foto Ulla Montan -El país)