MIL HISTORIAS


Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos nos cuentan y contamos historias pequeñas o grandes, retazos de historias, diálogos de otros que a su vez comunicamos a través de otros diálogos, confidencias, rumores, desahogos, diminutas historias transcendentales que cuentan los hijos a sus madres al salir del colegio, historias breves en el correo electrónico, historias morosas, complicadas, telefónicamente retorcidas entre matices, tonos y alientos de la boca al oído, historias crispadas y desoladas de despedidas y rompimientos, historias entre tazas de café que nos narran una vez más cómo ocurrió el reencuentro, historias rápidas en esquinas desapacibles, historias radiofónicas, historias televisivas, el Estado nos cuenta a su vez sus historias y los gobiernos nos las redactan en leyes que influyen en nuestra historia personal y con ella bajamos las escaleras, cruzamos las calles, conducimos automóviles, nos van contando mientras avanzamos la última historia sangrienta que ha empezado en el mundo y que aún no tiene desenlace, al entrar en las oficinas y al salir de ellas dejamos y al mismo tiempo nos llevamos todas las historias que hemos oído por los pasillos y los despachos con su cortejo de nombres, apellidos, enfermedades, humor, azar, carcajadas, agobios, sorpresas, y cuando volvemos a casa nos esperan en la caja televisada las historias que nos intentan llevar hasta las compras y la cinta publicitaria cargada de historias deslizantes que nos depositan poco a poco en el sueño, y aun dentro del sueño es muy posible que mezclemos irrealidad con realidad en una nueva historia onírica que asciende y desciende por pesadillas y rompecabezas con todo el lastre que dejaron las historias del día, un día pleno de voces y de gestos.
Esto escribí en mi libro, «El ojo y la palabra«. El ojo, mientras tanto, miraba en derredor conforme la palabra contaba sus historias y mi palabra, cruzándose con la palabra amiga, notaba que mi ojo se reflejaba en el ojo del otro.

ENERO EN ROSALES


Estas primeras pisadas del año procurando no resbalarse con las hojas del calendario me llevan siempre a una feliz soledad, alejado ya de las bengalas y de los brindis. A veces se necesita este tiempo, el silencio de los pasos meditados, o quizá hablar quedamente con alguien amigo, con un libro, como hago esta mañana de enero con Juan Ramón Jiménez por el madrileño paseo de Rosales.
-» Se van, se van, se van todos – me va diciendo Juan Ramón mientras camina – . Mediodía azul, azul, azul, casi sin oro, de un sol azul. Y se queda solo el alto paseo grande, con su acercada sierra de blancos y azules cristales amontonados, cubos de luz sombría al tanto sol. Y lo que parece que se queda solo – y que es todo- es la sierra».
(Yo voy pensando que acabo de empezar un nuevo año). Pero Juan Ramón prosigue:
-«¡ Y ahora, al mediodía de invierno, sola! – me dice mirando a esa Sierra – . Todos están ya comiendo, entre palabra, vino, humo -¡qué mareo!- en sus casas ciegas, calientes y cerradas. Y yo, que no le quito a la sierra, ni ella a mí, la soledad, estándome, hondos mis ojos, del tamaño de ella, la miro, la miro, la miro y casi la acaricio con mi mano, sin hambre de comida ni frío de estufa; y ella, encima de mí ya, me mira, me mira, me mira, libre, mía y blanca».
Se detiene y me pregunta al pasear en qué año estamos, si es ya 1915, el año en que escribió estas cosas que ahora leo.
-No, Juan Ramón. – le corrijo andando con él por Rosales – . Acabamos de entrar en 2008.
Y él se detiene otra vez sorprendido, y me mira, y luego mira al fondo el sol azul del paseo , y a lo lejos la Sierra.