
«Una excursión a pie, para disfrutarla debidamente – recomienda Robert Louis Stevenson -, debe hacerse a solas. Si se va en grupo, o incluso en pareja, ya sólo de nombre es una excursión (…) Una excursión a pie debe hacerse a solas, porque la libertad es esencial; porque se debe ser capaz de parar y reanudar el viaje y seguir en ésta o en aquella dirección conforme nos lo dicte nuestro capricho y porque se debe llevar nuestro propio paso, ni trotar al paso de un maratonista, ni acoplarse al paso de una muchacha. Además, se debe estar abierto a todas las impresiones y permitir que nuestros pensamientos adopten el color de lo que vemos (…) No debe haber ruido de voces al lado, para estropear el silencio meditabundo de la mañana (…) Durante el primer día (o poco más) de cualquier

excursión hay momentos de amargura, cuando el viajero se irrita contra su mochila, cuando siente la tentación de arrojarla sobre una cerca (…) Sin embargo, la mochila pronto adquiere una cierta soltura; se vuelve magnética, penetra en ella el espíritu del viaje. No bien acabamos de pasar los tirantes sobre el hombro cuando los restos del sopor desaparecen de nosotros; con un estremecimiento nos adueñamos de nosotros mismos y ahí mismo tomamos nuestro paso.»
Al caminar de los escritores me he referido varias veces aquí, en concreto a los célebres paseos de Robert Walser. Pero ahora son Stevenson y William Hazlitt los que nos explican «el arte de caminar» (Universidad Nacional Autónoma de México). Hazlitt confiesa que «una de las cosas más placenteras del mundo es irse de paseo, pero a mí me gusta ir solo. Sé disfrutar de la compañía en una habitación, pero al aire libre me basta la naturaleza. Nunca estoy menos solo que cuando estoy a solas.»

Stevenson glosa de vez en cuando el ensayo de Hazlitt «Dar un paseo», «el cual – dice – es tan bueno que debería fijarse un impuesto a todos los que no lo han leído», aunque no aprueba sus saltos y carreras. «Ambos agitan la respiración – dice Stevenson -; ambos agitan el cerebro, sacándolo de la gloriosa confusión que le da la intemperie, y ambos alteran el paso. Un paso desigual no es muy agradable al cuerpo y distrae e irrita la mente; mientras que cuando se ha entrado en un paso uniforme no se requiere ningún pensamiento consciente para mantenerlo y, sin embargo nos impide pensar seriamente en otra cosa. Como el tejido de punto, como la obra de un copista gradualmente neutraliza y adormece toda actividad seria de la mente (…)

¿Y qué ocurre con el sitio del reposo al final del camino? «Llegan ustedes – dice Stevenson – a una etapa en lo alto de una colina o a algún lugar en que las profundas veredas se unen bajo los árboles: allá va la mochila y se sientan a fumar una pipa bajo la sombra (…) Si no son felices es que tienen algo sobre la conciencia; pueden ustedes quedarse todo el tiempo que gusten al lado del camino. Es casi como si hubiese llegado el milenio, cuando arrojemos nuestros relojes de pared y de bolsillo sobre las tejas y no volvamos a acordarnos del tiempo y de las estaciones. No llevar las cuentas de las horas durante una vida es, iba yo a decir, vivir para siempre. No tienen ustedes ninguna idea, a menos que lo hayan intentado, de lo interminablemente largo que es un día de verano que se mide sólo por el hambre y llega a su fin sólo cuando se siente sueño. Yo conozco una aldea en que casi no hay relojes, en que nadie sabe nada acerca de los días de la semana más que por una especie de instinto de la fiesta de los domingos, y donde sólo una persona les puede decir el día del mes y, generalmente, está equivocada.»

«Pero es de la noche, después de la cena -sigue diciendo Stevenson tras un día de camino -, cuando llegan las horas mejores; no hay pipas como las que siguen a un buen día de marcha: el sabor del tabaco es algo para recordar, tan seco y aromático, tan rico y tan fino. Si terminan la velada con un grog, confesarán que nunca habían probado semejante grog, a cada sorbo una jocunda tranquilidad corre por los miembros y se aposenta fácilmente en el corazón. Si leen ustedes un libro – y sólo lo harán a ratos perdidos – encontrarán el lenguaje extrañamente castizo y armonioso; las palabras cobran un significado nuevo, frases sueltas se adueñan del oído durante media hora y el autor se gana el cariño del lector, a cada página, por las más sutiles coincidencias de sentimiento. Diríase que se trataba de un libro que ustedes mismos hubieran escrito en sueños.»

(Imágenes.-1.-Michael Rovner- 1957-netmuseum org/ 2.-Ivan Shishkin– 1882/ 3.- Vincent van Gogh- 1884/ 4.- Alfred Sisley– museo metroplitano de Nueva York/ 5.-Laurits Andersen Ring– 1898/ 6.- Felix Vallotton- 1917)