“A Madrid se llegaba, sobre todo, por la estación de Atocha ( y por la estación del Norte, por supuesto, lo que sucedía es que esa porción del mundo —el norte —no existía para mí )—recordaba Ramón Gaya —. También se llegaba por carretera, a pie, o montado en un carro, o en burro. No en automóvil. Todos aquellos que habíamos nacido en provincias acudíamos a Madrid como moscas sin saber muy claramente por qué ni para qué.
En enero de 1928, casi un niño todavía, entraba yo temblando, sin respiración, sin aliento, en el museo de más…”sustancia pictórica” que existe. Nada más entrar en las salas de Velázquez me pareció sentir en las mejillas, en las sienes, en los párpados, el roce de un aire frío, como el que sintiera el día anterior en la calle. Era un frío limpio, de roca viva, no subterráneo, como el de Paris, por ejemplo; el frío de Paris es de sótano, de rata mojada, de alcantarilla . Madrid, a pesar de sus barrios pobres, de sus mendigos, de sus traperos, de sus basureros, no nos parecerá jamás un algo sin redención, pues todo se diría poder salvarse, elevarse, gracias a ese frío tan puro, tan desnudo, del aire de la sierra.
Pero eso tan incorpóreo, tan delgado, es muy difícil de ver, de comprender; sin la vigorosa ayuda de Velázquez era muy difícil caer, sin más , en el gracioso laberinto de lo castizo. Recuerdo que venía de contemplar en Goya algo mucho más visible: el madrileñismo, un madrileñismo que es cierto y verdadero, pero no esencial. El madrileñismo no es Madrid, sino, a lo sumo, su marco, el marco que lo estiliza, que lo caracteriza, que lo facilita, pero el carácter no es nunca la esencia de nada. La esencia de Madrid es el aire.
Y sólo el gran sevillano — la sensibilidad más firme, más invulnerable que ha existido — podía darnos esos retratos de caza suyos. Porque Velázquez nunca se dejó deslumbrar —equivocar — por esa primera corteza que tienen las cosas todas del mundo, sino que su mirada llegó hasta el centro mismo de la vida. Por eso en su retrato de Madrid no hay nada sino aire, un aire azulado, aristocrático, de altura. Velázquez comprendió y nos hizo comprender que Madrid es el Guadarrama. Existe, además, lo madrileño, o sea, un estilo; Madrid tiene, claro está, una figura, una figura garbosa, popular, muy elaborada: Goya y Galdós —acaso también Ramón —son, quizá , sus más grandes pintores. La verdad es que me gustan mucho esos retratos, pero siempre volveré al del “Niño de Vallecas”; allí, en un rincón , asoman unas cuantas manchas que no llegan a decidirse en árboles, montañas o nubes, es decir, que no son paisaje, sino aire solo, un aire vívido, un aire que no es de ciudad, sino de campo, un aire que le llega a Madrid por la plaza de Oriente y se abre paso Arenal arriba.”
(Imágenes —1-el bobo de Coria/ 2- perro en “Las Meninas” /3- Pablo de Valladolid/ 4/el niño de Vallecas / 5- don Diego de Acedo, el Primo)















































«He perdido a mi perro que tenía desde hace siete años. Lo busco por todas partes… Lo he perdido hace un mes, cerca de Deauville, y no lo consigo encontrar, lo que supone una tremenda desgracia cuando se ama a los perros..» Así hablaba ante la Televisión francesa la novelista Francoise Sagan en septiembre de 1964 tal como lo recuerda ahora 

que se produce durante la vejez».
ola menina. En esa mejilla está lo grande y lo minúsculo hermanado. Como en todos los grandes artistas la intensidad y la soltura se revelan y así, comparando, por ejemplo, en Durero la minuciosa representación de los detalles con el estudio de las proporciones, se asombraba Panofsky de que «los famosos estudios del natural en lo que cada pelo del pelaje de una liebre (…), cada hierba (…) están estudiados y representados con una devoción cercana a la adoración religiosa son obra del mismo hombre, que, precisamente en esos años, somete el cuerpo humano a un sistema de líneas y de círculos tan esctricto como una construcción de Euclides«.
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