
Habíamos vuelto a bajar al camino: en pocos minutos : llegamos a Sciara—-escribe el italiano Carlo Levi en sus ”Tres jornadas en Sicilia”—. Una calle cruza el pueblo de extremo a extremo, subiendo y bajando, y en la mitad está interrumpida por una plaza en que se ve el águila del monumento a los caídos. Partiendo de esta calle, suben hacia el castillo y bajan hacia el valle las calles transversales, anchas, empinadas, pedregosas como cauces de torrentes. Son ””sciare”, franjas, ríos de piedra que se precipitan hacia el valle. Subiendo por ellas, entre cabras, asnos y vacas, y las bajas casitas de piedra, se ve el castillo, hacia el cual todas convergen. Visto de cerca es un modesto castillejo, casi tan sólo una ”villa” señorial abandonada y ruinosa; pero la alta roca a pico sobre la cual está construido y los cercos espinosos de tunas que la rodean, le dan un aspecto militar y rapaz, como de fortaleza aislada e inatacable, un lugar de segregación sangrienta y de desprecio.

¡Qué paz, sin embargo, al subir! La campiña baja hasta el pie del monte Calogero envuelto en nieblas, un silencio solemne se extiende sobre la tierra, un intacto encanto pastoril arropa los árboles, las plantas, las rocas, el oro de los pájaros, las azules lejanías. Asomándose desde lo alto, todo el pueblo se muestra como un libro abierto, y nada queda oculto a la mirada. Todas las calles de Sciara, todas las casas, todas las personas sentadas en ellas, se ven como en un gran cuadro sin sombras. Y el que vive abajo, el que está en aquellos umbrales, habita en aquellas casitas, siente sobre sí fijos los ojos del gran pajarraco rapaz.
