AUTORES EN PANTALLA

¿Deben los escritores aparecer en televisión o deben sólo mostrarse sus obras? Hay autores que se han negado a presentar su rostro, no sólo en televisión sino incluso en las solapas de sus libros – entre ellos Salinger o Pynchon -y hay escritores que se han desvivido por las cámaras y las pantallas. Ahora, en Mi Siglo, recojo la noticia de que a partir de marzo un antiguo responsable de la ficción en The New Yorker moderará en «Titlepage» un debate sobre libros.
Viejo empeño el de comentar la actualidad literaria para todos los públicos. En Francia, uno de los hombres que más horas consagraron a la lectura y más esfuerzos dedicaron a bucear en las vidas de los escritores, Bernard Pivot, logró durante años en «Apostrophes«, su gran programa televisivo, penetrar en los escenarios y talleres de Nabokov, Yourcenar, Duras, Simenon, Solzhenitsin y tantos otros. Muchas de esas entrevistas recogidas en la colección los monográficos de Apostrophes (Editrama) ofrecen unas técnicas de conversación muy cercanas y cautivadoras. «Yo tengo una manera de ser, de escuchar, de hablar, de relanzar – decía Pivot -que me es natural. La fórmula de ser «intérprete de la curiosidad pública» me parece una excelente definición de la profesión periodística. En Figaro Littéraire donde me formé aprendí que las buenas preguntas son aquellas que dan a los lectores o a los oyentes la viva impresión de que en ese lugar ellos habrían planteado esas mismas cuestiones . Para cada emisión parto del mismo postulado: el público no sabe nada, yo tampoco, y los intelectuales y escritores saben muchas cosas. Pero, habiendo leído sus libros, yo ya conozco bastante para ser el mediador entre la ignorancia de unos – que no desean más que aprender – y el conocimiento de otros – que no aspiran más que a transmitir su saber. Es muy importante que el periodista encargado de los libros en televisión, no sea él mismo un autor, un colega de los entrevistados. Yo tengo una sincera admiración y una enorme curiosidad por cualquier persona que haya convencido a una editorial para imprimir su nombre en la cubierta de un libro. El resto en mí no es más que trabajo, lectura y juicio. Lo esencial es estar en buenas disposiciones.
Con esas buenas disposiciones Bernard Pivot hizo una labor admirable en esa tarea dificil que es aumentar el placer de leer.

VISIÓN DE CIUDADES

Al bajar el otro día -como conté aquí el 9 de noviembre – de la cubierta de El espejo del mar y abandonar el ritmo de las aguas, Conrad quiso detenerse un momento conmigo, sentarse en un banco y confiarme – me dijo – aquella gran impresión que le había causado hacía ya años la ciudad de Londres, cuando desde lejos la ve su personaje, Verloc, protagonista de El agente secreto, el agitador asalariado y a la vez espía de embajada.
-En el prólogo a la segunda edición de aquella novela mía – me dijo Conrad rememorando – escribí que se me presentó entonces la visión de una gran ciudad, de una monstruosa ciudad más poblada que algunos continentes e indiferente, por su humano poderío, a la cólera o a las sonrisas del cielo: un cruel devorador de la luz del mundo. Allí, ¿sabe usted?, había espacio suficiente para situar cualquier historia, profundidad para cualquier pasión, variedad para cualquier argumento, suficiente oscuridad como para enterrar cinco millones de vidas. De manera irresistible – siguió diciéndome Conrad -, la ciudad se convirtió en el escenario para el siguiente período de profundas e insinuantes meditaciones. Interminables vistas se abrían ante mí en varias direcciones. Necesitaría años para encontrar el camino apropiado.
Me hablaba Conrad del Londres de 1907 y yo le comenté que aún hay otra visión de aquella gran capital que a mí siempre me ha impresionado. Es la del escritor ingles Thomas Hardy cuando describe a la muchedumbre como a un gran animal.
Hardy dice que allí la multitud pierde su carácter de agregado de unidades incontables y se convierte en un todo orgánico, una criatura como molusco negro que nada tiene en común con la humanidad, que va adquiriendo los perfiles de las calles sobre las que se ha extendido y arroja horribles excrecencias y miembros a las calles cercanas; una criatura cuya voz exuda desde la piel membranosa y que tiene un ojo por cada poro del cuerpo. Los balcones, puestos y andenes del ferrocarril están ocupados por pequeñas pero distintas formas del mismo tejido, pero de movimiento más suave, como si fuesen los huevos del monstruo de la niebla.- ¿A qué es impresionante?, añadí.
Ya más tarde, paseando solo por rincones de lecturas, me acordé de cómo habla Eliot de la belleza de Nueva York. El caos de puentes y rascacielos -escribe -, de tristes chimeneas, de lóbregas fábricas, de extraños mástiles industriales y de estrafalarias cabrias y grúas, de esa hedionda e infernal maquinaria que rodea a la ciudad de Nueva York, es, con todo, uno de los espectáculos más conmovedores – y bellos – del mundo.
Recordé el Nueva York de Melville, Edith Warton, Henry James narrando historias en Washington Square, el Nueva York de Dreiser, O. Henry, Scott Fitzgerald, Kerouac, Dorothy Parker, Capote ante el escaparte de Tiffany, Ralph Ellison en Harlem, Don DeLillo en el Bronx, Salinger en Central Park, Tom Wolfe, Auster y tantos otros.
Luego me fuí envolviendo en la ensoñación de las ciudades, en ciudades imaginadas, en ciudades que uno quisiera volver a ver.