HISAE Y SUS AMIGOS PINTORES

 

 


La siguiente sesión en la que intervino Hisae Izumi en París en la Galería “La Maison de l ‘Art”, en la rue de Provence 22  el viernes 26 de abril de 1901, apadrinada y presidida también , como la anterior, por el coleccionista alemán Siegfried Bing, fue muy distinta. Sin duda por el eco provocado en la sesión precedente y por la lógica curiosidad que suponía escuchar a una desconocida japonesa como era Hisae Izumi hablar de las  costumbres orientales, hizo que se llenara por completo  el gran Salón  ( así lo  calificaba su dueño) y que incluso hubiera gente de pie en los pasillos. En aquellos pasillos de la Galería — y también en los sótanos — aparecían, perfectamente clasificados y preparados para su venta, marfiles antiguos, esmaltes, porcelanas, lacas, esculturas de madera, sedas bordadas, e incluso juguetes, que monsieur Bing había ido trayendo poco a poco de Japón en sucesivos barcos y que ahora ofrecía encantado a los franceses. Y a ello había que añadir artículos de vidrio de Tiffany, mobiliarios, cerámicas, joyas, peines decorados con flores y pájaros, abanicos, máscaras de teatro y muchas otras cosas más. 
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EL MAESTRO DEL TÉ EN EL BOSQUE DE KITANO

 

 

“Hisae, ante todo lo que veía y que estaba ocurriendo, aspiraba a ser una de las primeras personas que pudieran acercarse más hasta la sala de Hideyoshi y poder observarlo todo mejor puesto que aquello aumentaba  su  curiosidad. Las veces a las que había asistido a una ceremonia del té siempre le había atraído la simplicidad, sencillez y sobriedad que aquí no llegaba a encontrar. Le daba la impresión de que cuanto estaba observando tenía mucho de ostentación. No se atrevía sin embargo a comentar nada con quienes estaban cerca de ella bajo los árboles porque sabía que en todas las ceremonias, si alguien no aprobaba por completo el escenario, debía abandonar el lugar para no alterar la armonía. Recordaba las veces en que ella había bajado la cabeza para poder entrar por las pequeñas puertas de las casas de té e igualmente sus pasos menudos dentro de cada jardín hasta llegar al interior. Aquello siempre le había parecido un ceremonial   pausado, muy distinto a lo que ahora estaba viendo. Recordaba también las tres fases de la ebullición del té que tanto le agradaba observar: primero las pequeñas burbujas semejantes a ojos de peces en el agua, luego las burbujas como cuentas de cristal, y al fin las pequeñas olas saltando en la tetera.

 

 

Pero pensando en todas estas cosas le sorprendió ver de repente que ya empezaba a desfilar casi delante de ella una corta y extraña procesión. El regente y gran señor de la guerra Toyotomi Hideyoshi salía en  esos momentos de su recinto y se dirigía en lenta comitiva hacia la muchedumbre, prácticamente en dirección hacia el rincón donde Hisae se encontraba. Figuraban en aquella pequeña comitiva dos ayudantes que transportaban en dos bandejas los personales utensilios del té pertenecientes a Hideyoshi,  venía detrás la pausada figura de Sen no Rikyū, el gran maestro del té, que caminaba a cortos pasos y muy despacio, envuelto en su kimono marrón , y tras él una serie de estandartes en colores muy vivos, el primero de ellos un gran caballo blanco con sus patas delanteras  levantadas al aire, que indudablemente representaban, o así lo pensó Hisae, hazañas y batallas. Al llegar al lugar concreto donde ella se encontraba,  la comitiva se detuvo. Ante su sorpresa, Hisae vio que el primero que rompió el silencio y comenzó a hablar no fue el regente Hideyoshi sino aquel gran maestro de té, Sen no Rikyū, del que ella siempre había oído elogiar su sencilla sabiduría, y que ahora de pie, bastante erguido a  pesar de su  edad, y distanciándose por completo del guerrero Hideyoshi, pronunció con voz  pausada las siguientes  palabras: “ Como sabéis — dijo—, el arte del té consiste simplemente en hervir agua, hacer el té y beberlo. .Pero cuando se vierte el agua en el tazón— añadió—, no es sólo el agua lo que se vierte en él, muchas cosas entran en el tazón, buenas y malas, puras e impuras, cosas de las que uno tendría que avergonzarse, cosas  que nunca se pueden verter salvo en el propio inconsciente. El espíritu del té — continuó—, consiste por tanto en limpiar los seis sentidos de la contaminación. Viendo la flor en el jarrón, el sentido del olfato se purifica; escuchando el borboteo del agua en el hervidor de hierro y  el goteo del tubo de bambú, los oídos se purifican; saboreando el té, la boca se purifica; manejando los utensilios del  té, el sentido del tacto se purifica. Cuando todos los órganos de los sentidos son así purificados, la mente se limpia de suciedad. Aunque mucha gente bebe té — concluyó  —, si no conoces el camino del té, es el té el que te bebe a ti”.

 

 

Calló en ese momento Sen no Rikyū y  hubo  unos segundos  de  silencio. Pero cuando parecía que ya no iba a hablar más, aún quiso hacer en su mismo tono pausado un  breve elogio de  la tranquilidad, la armonía, el respeto y  la pureza, y también de la importancia de lo pequeño sobre lo grande, de lo frágil sobre lo sólido, de la sencillez sobre el lujo. Y luego, introduciendo sus manos en las mangas de su kimono, extrajo de allí dos pequeños objetos que  llevaba guardados: un sencillo cuenco de tosca cerámica y una pala de bambú . En ese instante el sol iluminaba  la masa de los pinos  del bosque de Kitano y caía  a la vez sobre las bandejas doradas pertenecientes a Hideyoshi, pero  Hisae no se fijó:en el sol ni tampoco en sus reflejos:  seguía mirando fascinada la figura inmóvil, menuda y humilde del maestro del té que ahora permanecía en completo silencio.”

José Julio Perlado

( de libro “Una dama japonesa’)

(relato inédito)

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(Imágenes— : 1-Kokedera- Japan art/2-Hiroshi Yoshida/ 3-Hasegawa Tohaku/ 4- Kitsu Suzuki- metmuseum org)

LO QUE LLEVABA EN LA BOLSA

 

“Nada más entrar en mi sueño y llegar hasta la puerta donde me esperaban, abrí la bolsa para mostrar a todos lo que llevaba dentro y lo primero que apareció fue el río, mi río de infancia, un río con una alargada alameda de árboles al lado de los cuales el agua corría entre lo verde y lo azul, lamiendo piedras redondas bajo los puentes, pero sin mojar ni traspasar en ningún momento la áspera cubierta de lona de la bolsa que iba conmigo, cuyos bordes, no sé en qué momento, yo había procurado atar con cuerdas fuertes, dispuesto a recogerlo todo, a congregar mi vida, a no desparramar nada de lo que había hecho, como así  suele pasar a la vuelta de los viajes, apelotonando y aplastando la ropa sucia. Pero no todo aquello de mi vida era precisamente ropa sucia. Eran  recuerdos diversos.  Debajo del río, cuando  metí la mano en el fondo de la bolsa para palpar más profundidades y enseñarlas, me encontré con unas aristas cortantes que casi me dañan los dedos, las aristas de una conversación que había mantenido hacía muchos años con mi mujer, mejor dicho, una discusión enorme que aún me causaba heridas al tocarla, casi me hice daño  en los dedos al sacar una a una  las palabras que estaban allí arrumbadas, pero que yo, que siempre he odiado las discusiones,  nunca hubiera querido encontrármelas otra vez allí, en el fondo de la bolsa, una discusión de gritos y portazos que aún resonaban en la escalera, y  que además había surgido, como ocurre siempre, por un tema banal, una pelea absurda sobre quién de los dos había gastado más luz.  Y debajo de aquella discusión que aún atronaba de voces la escalera, palpé en el fondo de la bolsa,  algo que estaba boca abajo pero  que aún seguía perfectamente conservado, el espejo del cuarto de baño de mi casa ante el cual yo me lavaba las manos y en el que me sorprendía  ver siempre detrás de mi cara la cara de mi padre lavándose también él las manos en el tiempo, dándome a la vez consejos que  al principio eran sólo  pequeñas frases pero que luego se adelgazaban hasta quedarse en palabras, palabras que a mí me sirvieron a lo largo de años.

 

 

Después encontré también dentro de la bolsa, y saqué de su fondo, unas zapatillas azules de deporte que estaban ya algo descoloridas, pero que en cuanto las vi, aunque tenían las suelas bastante desgastadas, me llevaron a la alegría. Con aquellas zapatillas azules a mis dieciocho años había recorrido  yo las cintas de la alegría que eran árboles y mar a la vez, árboles que corrían conmigo haciendo correr al mar y a las zapatillas, y recuerdo que mi alegría volaba con aquellas suelas a toda velocidad y que el mundo era una  esperanza interminable. Y luego, con mucho cuidado, ayudándome fuertemente con los dos manos, saqué como pude de la bolsa las patas  y el respaldo del sillón de mi despacho en el que yo había trabajado tanto tiempo, un mueble al que le costaba salir porque se enganchaba con los pliegues de la bolsa, pero que en cuanto lo puse en pie se desparramó en páginas y en hojas, anotaciones y escrituras, el respaldo se hizo libro y los brazos de aquel mueble fueron lápices, plumas y cuadernos.

Y luego encontré, casi al final de mi sueño, poco antes de despertar, medio escondidas en los rincones de tela de la bolsa, diminutas pepitas blancas que yo casi  había olvidado, pero que había ido sembrando durante años en conversaciones con mis hijos y con mis amigos, pepitas de amor y de amistad a las que entonces no les di ninguna importancia, pero que ahora, al sacarlas y tenerlas entre las manos, vi que eran diamantes.”

José Julio Perlado

( del libro “La mirada”) ( relato inédito)

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(Imágenes— 1-Park seo bo – 1992/ 2- Jakob Gasteiger- 2016/3- Yakoi Kusama – 1988)

PROCESIÓN DE LAS SOMBRAS

 

 

“A mediados de aquel año Hisae empezó también a dar clases sobre la sombra. Las daba apoyándose en cosas muy concretas, en cosas que ella observaba. Sentada ahora frente al lago de las tortugas y rodeada de su público, una tarde vio llegar de repente hacia ella una larga columna de monjes que venía lentamente desde el  “Palacio de las flores”, uno de los barrios de Kyoto más invadido de cerezos, y al observar que aquellos monjes transportaban panes de oro, se fijó también en la sombra que proyectaban y enseguida empezó a explicarla a quienes la escuchaban. Todos los japoneses ya conocían la sombra y la amaban, pero hasta entonces ninguno de ellos había sentido el poder de la sombra que avanzaba ahora hacia el Pabellón de Oro. Porque aquella interminable fila de monjes vestidos con sus kimonos de tonos rojos y amarillos que se iban acercando hacia el lago  se dirigían a un Pabellón de Oro que aún no existía y que ellos pretendían edificar. Avanzaban en  larga columna, siguiendo las instrucciones de un guerrero o “shogun”, de nombre Ashikaga  Yoshimitsu, que viajaba en lo alto de un pequeño trono azulado y  tambaleante, con su rostro y su cuerpo diminutos y su mirada enigmática y con cicatrices producidas por muchas batallas, pero decidido a construirse un templo para poder retirarse a la meditación. Muchos de aquellos monjes transportaban sobre sus hombros panes de oro, otros unas largas y finas verandas plateadas, otros paneles delgados, había otros que trasladaban maderas, montones de musgo, persianas corredizas, ventanas en arco y trozos de tejados arqueados. Eran los materiales de una arquitectura que aspiraba a ser deslumbrante. Al final de la larga columna, detrás de un monje que iba sujetando con sus manos las patas de un  pájaro fénix, aparecía un último  monje con las manos curvadas bajo el aire, sin nada que transportar. “Es el vacío”, explicó Hisae a los que la escuchaban. “El vacío, como la sombra, es algo muy importante en cada casa. Ese monje lleva el vacío en las manos y cuando llegue lo colocará en el centro de la habitación una vez la rodee la sombra”. Hisae describía  muy bien todo aquello. Explicaba que debajo de los panes de oro y de los paneles que transportaban los monjes y a los que ahora daba  el sol, el suelo del camino era un reguero de sombra y la sombra iba marcando el sendero. Por aquel sendero avanzaba lentamente la procesión. Durante varios días siguió acercándose aquella columna de monjes.  Al fin los primeros monjes llegaron al lago en cuya orilla estaba Hisae y pronto se  pusieron a trabajar. Metidos en el agua hasta la cintura, levantando los brazos sobre el lago para irse pasando los materiales del uno al otro, aquellos  monjes comenzaron a elevar poco a poco la planta baja del “Pabellón de oro”. Era una estancia rectangular de madera rodeada por una baranda y cuya superficie quedaba abierta al agua y  al jardín. Yoshimitsu lo vigilaba todo desde la altura  de su  trono y ordenó que se hiciera un pequeño embarcadero para  poder cruzar el lago y bautizó aquella planta  la Cámara de las Aguas.’

José Julio Perlado – ( del libro “Una dama japonesa”) ( relato inédito)

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(Imágenes: 1-Tosa Mitsouki- Wikipedia/ 2- Hokusai- 1832- taringa net)

EL SUEÑO DE HISAE

 


“En su sueño  Hisae descubrió de repente que por el hueco de una de las ventanas de su kimono se estaba escapando una procesión de pergaminos luminosos en los que se dibujaban escenas de su vida anterior, momentos que ella había vivido y que a veces recordaba, como cuando estuvo enamorada de Kiromi Kastase, el hacedor de espadas, y también estampas vivas de sus clases antiguas, a orillas del Lago, en los años en que había intentado explicar a los niños el misterio de la longevidad. El primero de aquellos pergaminos aparecía recubierto de oro, y el segundo igualmente bañado en oro, e incluso asomó un tercero y un cuarto que salieron de su kimono, todos ellos recubiertos de pan de oro, y los cuatro pergaminos se fueron enderezando delante de Hisae y fueron ajustando sus bordes hasta formar  las cuatro paredes de un templo que enseguida Hisae reconoció como el del «Pabellón de oro». Nunca había visto  en sueños Hisae el «Pabellón de Oro» pero ahora le pareció más deslumbrante y casi le cegó su fulgor.”

José Julio Perlado

(del libro “Una dama japonesa”) ( texto inédito)

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(Imagen —Shimura Tatsuma)

EL CUENTO DE LA O

 

 

“Este señor que sale ahora de su casa con el sombrero puesto, el abrigo gris, un poco cargado de espaldas, los lentes redondos y el paso corto, este señor de ligera perilla blanca en el mentón afilado, el brazo derecho que surge del gabán sosteniendo una carpeta con gomitas, este señor que mira a todos lados antes de cruzar, tiene indudablemente prisa porque ha de escribir un cuento. El cuento se le ha ocurrido esta madrugada estando entre las sábanas. Es un cuento sobre la O. Se le ha ocurrido esta mañana entre seis y seis y media, ha visto perfectamente la O de su niñez, una O colgada de su cuna que su madre le puso para entretenerle, una O de campanillas y de encajes, una O azul que era a la vez sonajero. Pero como este señor tiene ya cincuenta y un años, en el momento en que ha querido alargar la mano y tomar esa O de su cuna para recrearla y para contemplarla, pues no ha podido, porque antes ha tenido que hacer el ejercicio literario que hace todas las mañanas, un ejercicio de recuerdos, y aunque es escritor y hace gimnasia por las mañanas con las vocales y las consonantes y suele hacer flexiones con las interrogaciones y las normas de puntuación, su edad biológica  – más que su edad literaria – le juega estas malas pasadas, y como hacía frío en su habitación, se ha quedado mirando a la O colgada de los recuerdos de su cuna sin moverse de su cama de adulto, de su cama de soltero.

Porque este señor es soltero. No ha querido casarse por su amor a la literatura, y en eso se ha equivocado. Él creía que con la literatura no tendrían para comer dos personas y sólo podría comer una, y en eso sí ha acertado. Este señor casi no ha comido ni cenado bien en toda su vida. O ha cenado, o ha comido, pero nunca ha hecho bien las dos cosas. El resto del día lo ha dedicado a escribir cuentos. Tiene una medida para los cuentos, para calcular su extensión, es un metro que él lleva cuidadosamente enrollado en el bolsillo derecho de su pantalón, ahora no podemos verlo, porque este señor, mientras estamos hablando de él, mientras estamos dibujándole y contando su historia, ha salido de casa, ha levantado la mano y ha llamado de pronto para que se detenga poco a poco un autobús en la parada. En un descuido se ha subido al autobús. Hay que tener cuidado con los descuidos en los cuentos. Como este señor es despistado y a la vez no controla los descuidos, casi nos deja aquí, en la calle, y se escapa en ese autobús al que por fin hemos alcanzado, hemos subido detrás de este señor, ahora vamos – el señor y nosotros – buscando un asiento vacío —, mejor, dos asientos. Al fin, al fin los encontramos. Ahora vamos sentados los dos de cara al porvenir, nosotros y este señor, el señor pensando en el futuro de su cuento y nosotros procurando no rozar la manga del abrigo gris de este señor.

 

 

Este señor se llama Euclides García. El lo sabe, naturalmente, pero quienes no lo saben son sus lectores, porque este señor firma siempre con seudónimo. Al tener mucha imaginación para sus historias pero carecer de toda imaginación para sus seudónimos ha ido numerando perfectamente todos sus seudónimos, y el primer cuento que escribió lo firmó con el “Seudónimo 1”, el siguiente con el “Seudónimo 2” y así siguió muy seguro por toda la numeración hasta llegar a este cuento de “La O” que ahora está pensando y que habrá de figurar firmado como “Seudónimo 1.353”, ya que este señor es muy prolífico y muy fértil, tiene sus cajones absolutamente llenos de cuentos.

Los cuentos para este señor son como su vida. La O, que es el tema de su cuento actual, se le apareció  completamente azul – ya lo dijimos  – esta madrugada: una O azul como corona de infancia, una O de cuna y de seda que él estuvo a punto de alcanzar. Pero de pronto aquella O se desvaneció, estaba afeitándose un rato después este señor ante la luna de su espejo y no encontró ya la O de su niñez, el vaho del agua caliente le trajo en cambio el círculo húmedo de otra O de espuma en distinto lugar de su infancia , una O de aro, una O  de juguete, algo que se le solidificó enseguida en el cristal, y este señor – asustado y con toda la cara enjabonada y la perilla blanca como la nieve – se acercó para tocar aquella O de espuma redonda, pero la O huyó,  se puso en movimiento por el cristal, empezó a girar y a dar vueltas y acabó rodando hacia la playa de la memoria de este señor, la playa de su primer veraneo. Entonces este señor intentó seguir como pudo a aquella O en el espejo del cuarto de baño haciendo círculos con el dedo, procurando jugar al aro con sus recuerdos, y así salió detrás de aquella O por toda la playa hasta casa de sus padres, llevando siempre derecho su aro en el aire, entre las paredes del aire, guiando con gran habilidad su juguete hasta hacer aquella prestidigitación que él conseguía porque era ya aprendiz de escritor – se le veía que iba a ser escritor -, y la prestidigitación consistía en desdoblar la O en dos pequeñas O, dos ruedas iguales, y crear dos oes como dos ruedas de bicicleta y sentarse luego en la imaginación del sillín y apoyar las manos en el manillar, y hacer sonar el timbre de la fantasía – trín, trintín, trintrintín – e ir luego, ya sin manos, sobre esas dos oes de su bici y salir de casa de sus padres campo abierto, pedaleando sobre su pubertad y su adolescencia.

 

 

En todo eso es en lo que va pensando este señor sentado en este autobús que ahora mismo abandona, porque  ha llegado su parada y acaba de avisar al conductor para que se detenga. Ahora este señor baja con cuidado, da un saltito desde el estribo de la velocidad hasta la acera de la sorpresa, procurando, eso sí, no pisar las blandenguerías que suele tener la sorpresa, porque con la sorpresa nunca se sabe, y uno puede llevar pegada todo el día en las suelas de los zapatos la pegajosa inquietud de la sorpresa, ese húmedo desasosiego, esa hoja seca del caminar.

Y ahora cruza este señor con cierta rapidez las calles porque este señor va ya muy contento puesto que tiene casi dominado el tema de su cuento, o cree que lo tiene, y al tenerlo casi dominado sube de dos en dos los peldaños de las escaleras de su estudio, ese rincón donde él se refugia a escribir por las mañanas. Ya tiene – hace cuentas –  la O de su cuna, la O de su aro de niño, las dos oes de su bicicleta, y piensa que trabajando un poco, quizá puliendo el estilo, incluso puede que llegue a cobrar algún dinero por este cuento, y alcance incluso la cifra de oes o de ceros que soñó alguna vez y que nunca cobró, esas oes o ceros que él ha visto en otros autores y que suelen ir detrás del 1 por ejemplo, o detrás del 2, esa cifra  mágica del 1OO o del 10OO,  algo que nunca le han pagado por ningún cuento y algo con lo que aún sueña. Si eso ocurre, se va diciendo este señor sentado ya en su escritorio, quizá incluso un día me podría casar, colocar la O del anillo en el dedo de mi prometida, grabar por dentro de esa O dorada la petición y la fecha del acontecimiento e incluso tal vez atreverme a poner los labios en forma de O para dar la expresión redonda de un beso, algo que jamás he hecho.

Pero lo que le ha pasado sobre todo a este señor esta mañana – lo que aún no ha contado – es que se le ha desatado de pronto la inspiración. La inspiración le ha rodeado por completo en este estudio cuando él estaba solo y más tranquilo. Estaba este señor sentado, trabajando en su cuento – se había preparado un café y estaba revolviendo el azúcar de su taza, haciendo círculos de O con su cucharilla, es decir, dándole vueltas al tema de su cuento -, cuando la inspiración le ha rodeado por detrás , por su espalda, le ha envuelto, le ha llevado hasta la ventana y le ha empujado a mirar hacia abajo, hacia la calle, hacia la acera desierta. Alguien ha abandonado hace un rato  una corona de hojas marchitas en forma de O junto a su portal, un círculo de flores caducas dibujando la redondez de una O,  y a este señor,  al mirar desde la ventana fijamente esta corona, el corazón le ha dado un vuelco y se ha quedado estremecido,”

 

 

José Julio Perlado – “El cuento de la O” – (del libro “Relámpagos) – relato inédito

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(Imágenes -1-Kristian Krogh / 2-Edward Burne Jones – 1886/ 3-Emily Bobovnikoff/4- Boris Ivanovich Kopylov)

CUANDO UNO ESTÁ CANSADO

 

 

“Cuando uno está cansado y tiene la suerte  de poder ir a algún hotel del mundo siempre ocurre  ese mismo fenómeno que nunca figura en las guías de viaje. Hay una serie de habitaciones en el último piso en cuyas ventanas aparece a media noche la luna de verano. Es una luna redonda y solitaria, colgada sobre el océano. Desde la cama, con la ventana abierta, uno sigue el silencio blanco de esa luna omnipresente que se va desplazando muy despacio, casi intangible. Suele eso suceder hacia las tres. Es el momento en que parece haberse parado el tiempo. El tiempo se para, se detiene la atmósfera. La brisa refrescante del mar asciende hacia la luna y toca  las nubes. Por la ventana abierta llega la suave humedad nocturna hasta la cama. Uno se adormece, o al menos cierra los ojos. El cansancio, la polvareda de gases del invierno, la precipitación de escaleras y ascensores, el vibrar de los móviles, el centelleo de ordenadores, los gritos de los niños, las copiosas comidas, todo queda bajo los párpados. También el  ruido de las autopistas y el zumbido de los aviones. Da la impresión de que uno se haya quedado adormecido y de que guarde con los ojos cerrados la tensión del invierno. Desde la cama, de nuevo la luna inmóvil, la luna blanca en el centro de la ventana. El mar azul oscuro y la humedad azul oscura de la noche. Son ya las cuatro de la mañana. Parece mentira que en alguna parte del mundo donde se esté viviendo el Invierno, suban y bajen a esta hora inmensas multitudes por las escaleras del metro”.

José Julio Perlado – (del libro “Relatos”) (texto inédito)

(Imagen  – Anton Pieck)

EL ASOMBRO

infancia-bbttd- teatro- Alfred Eisenstaedt- ante las marionetas- mil novecientos sesenta y tres

 

“Me asombra el asombro de los niños. Cuando yo muevo los hilos y levanto las manos y paseo las figuras de madera por el escenario y oculto mis muñecas tras la cortina y ni siquiera dejo ver mis dedos, me asombro del asombro de los niños que aún no son mayores y se quedan fascinados de cómo pega la bruja de la escoba, porque pega muy bien, pega mucho, le da unos trastazos enormes al cráneo del príncipe, pero el príncipe, que tiene esa capa amplia que yo voy moviendo desde arriba, desde el escenario, un trapo especial de color que parece que lo moviera el viento, tiene también una espada escondida, los niños no lo saben, las pupilas de los niños se dilatan cuando la espada diminuta y brillante está a punto de segar la cabeza de la bruja, le corta varios pelos, parece que la cabeza de la bruja fuera a salir volando, y los niños aplauden, se apretujan unos contra los otros, están nerviosos, nada que ver cuando años después los veo ya mayores, medio tumbados en sus sofás en medio de sus familias, vienen cansados de todo el día, cada uno rendido de su trabajo, ahora está cruzando por el lado izquierdo de la pantalla del televisor un tanque humeante envuelto en llamas que casi destroza las piernas a una madre, la cámara se fija en las lágrimas de la madre, se detiene, profundiza en las ojeras de esa madre, en el miedo a la guerra con el  tanque que avanza, un niño chilla medio desnudo, corre despavorido, se levanta incendiado el techo de una casa, no sé, no sé si hoy tendremos mucha audiencia porque más o menos es lo mismo que pusimos ayer y lo que ponemos casi todas las noches en el telediario, no existe el asombro, cruza la costumbre por esta habitación con su paso monótono y gris, apenas se oye caminar a la costumbre, recuerdo sin embargo aquel asombro que teníamos cuando éramos niños.”

José Julio Perlado – ( del libro “Relámpagos”) (relato inédito)

 

 

(mágenes -1- Alfred Eisenstaedt- 1963/ 2-Kenny Scharf)

HISAE IZUMI

paisajes.-998.-monte Fuji.-Japón.-1880.-por Kimbey Kusakabe

«Después de muchos años de dudas no se ha llegado a confirmar la fecha exacta del nacimiento de Hisae Izumi, una dama japonesa nacida en la pequeña ciudad de Ayabe, cerca de Kyoto, en los inicios del siglo Xll. Célebre profesora y educadora, mujer enormemente versátil, musa de escritores y artistas durante mucho tiempo, gran viajera y autora a su vez de varios libros hoy muy reconocidos, estuvo dotada desde el principio de su vida con una prodigiosa imaginación y una despierta inteligencia que, unidas a los rasgos de su belleza que se haría legendaria, le confirieron una poderosa personalidad.

Ya desde su juventud destacó por su poder de crear, algo que le acompañaría toda su vida, y todos los Anales cuentan de ella la asombrosa organización casi teatral con la que lograba atraer y fascinar a sus oyentes en cuanto desplegaba sus historias.

Solía contar, por ejemplo, por las noches muchísimas historias del pasado en aquella humilde casa de Ayabe, rodeada de amigos y vecinos.

paisajes.-uuyn.-Japón.-cascada.-Shunkyo Yamamoto 1871- 1933

El pasado se erguía cada noche en la habitación de Hisae Izumi adornada de telas transparentes y a través de las telas y delante de los que escuchaban sentados en el suelo asomaba de pronto hacia las doce el majestuoso aspecto del emperador Tenmu vestido con su coraza de hierro, los gruesos brazos tatuados y sosteniendo en las manos el luminoso globo de la astronomía. El emperador Tenmu, lejano antecesor de los padres de Hisae, había sido el hombre más versado en astronomía de toda Asia y se decía que los caminos de las estrellas y las sendas de las galaxias eran para él tan conocidos como los de su propia casa: atravesaba los cielos infinitos con una mirada lenta y andaba con sus ojos muy despacio sobre el suelo de las constelaciones. Eso lo solía hacer el emperador Tenmu en la medianoche, cuando el universo estaba encendido, y después de dar ese paseo espaciado, como vigilando a qué fuerza brillaban las estrellas de la constelación del Cisne, escuchaba los silbidos de la Vía Láctea como una fuga de vapor. Aquel silbido alargado y quejumbroso penetraba hasta los oídos de Hisae, de pie ante el auditorio, sosteniendo en alto las cortinas de la habitación hasta que Tenmu desaparecía. Porque el emperador Tenmu se hacía en aquellos momentos invisible. El arte de hacerse invisible lo dominaba Tenmu de tal forma que Hisae, muchas noches, al contar su leyenda, apartaba de un golpe las telas y cortinas y preguntaba a quienes seguían escuchando su relato: «¿Acabáis de ver a Tenmu? No, no lo habéis podido ver porque Tenmu no existe. La coraza que habéis creído ver no existe, tampoco sus brazos tatuados, tampoco el globo de la astronomía. No existe Tenmu. Sólo existen mis palabras. Mis palabras son las que le han sostenido. Si no existieran mis palabras, el emperador Tenmu no se os hubiera aparecido en la imaginación. La imaginación, a los que habéis escuchado mis palabras, os ha hecho creer que veíais a Tenmu detrás de esas cortinas. Pero ahora yo no dejaré de hablar. En cuanto yo deje de hablar Tenmu desaparecerá por completo. Ya. Ya ha desaparecido.» E Hisae dejaba caer las telas y ante el círculo de los oyentes su silencio disolvía todo lo que ellos habían pensado; ya no sabían quién era el emperador Tenmu, no habían oído nada sobre él, nada habían visto, ni siquiera aquel cielo estrellado que ahora se contemplaba al otro lado de las telas parecía un inmenso mundo astronómico fulgurante y parpadeante. Pero Hisae proseguía: «¿Es que hay algo en el espacio?«, y sostenía con su mano las cortinas descorridas. «¿Está dando su paseo Tenmu como todas las noches sobre las estrellas? No. Él no está paseando. No puede pasear. No existe Tenmu. Lo están diciendo mis palabras. Creedme. Mis palabras sí son visibles. Es Tenmu el invisible. Son mis palabras las que poseen la fuerza.»

japón.-44tty.-Shunkyo Yamamoto.- artelino. com

Y entonces Hisae dejaba caer las cortinas y se sentaba en el suelo en medio del círculo de los oyentes y retaba a los demás a que escribieran todas aquellas cosas que ella acababa de decir. «Veréis como no es posible – les decía -. Escribir lo que ahora os cuento es muy difícil. Escribir en sí es muy difícil. Las palabras se las lleva el viento y hay que ir hasta el viendo del noroeste que sopla en invierno sobre las costas del mar interior para detener a las palabras que se van, y traerlas y fijarlas en el papel. Todo lo que no se fija sobre el papel con los signos de la escritura sólo lo oímos por los oídos y los oídos después ya no escuchan nada, los oídos descansan cada noche en la almohada y de los oídos que duermen van saliendo poco a poco los hilos de las palabras recibidas durante el día y ellos salen de nuevo vaciando la cabeza para que la cabeza pueda llenarse al día siguiente. Las palabras que no fueron escritas se las lleva el viento y el viento las lleva hasta las dunas de Tottori. ¿Conocéis vosotros las dunas de Tottori ante la bruma de las islas? Sí, sí las conocéis. Están ante el mar de Japón, mirando a la isla de Dögo. Esas dunas están hechas con palabras. Son kilómetros de palabras, arenilla sedosa y ondulada de todas las palabras que se pierden y que nunca fueron registradas, todas esas palabras que no fueron escritas, como las mías ahora si no las escribís. Estas palabras mías que yo pronuncio están yendo ya hacia las dunas de Tottori. Allí se convertirán muy pronto en arena. Allí el mar las disolverá.»

José Julio Perlado: (del libro «Una dama japonesa») (relato inédito)

japón.-ervbb.-Shunkyo Yamamoto.-aac.pref.aichi

(Imágenes:- 1.-monte Fuji.-1880.-Kimbey Kusakabe/2 3 y 4.--Shunkyo Yamamoto.-artelino. com)

PAPELERAS DE RECICLAJE

«Ahora, con la crisis, han aparecido muchas gentes rebuscando en las papeleras de reciclaje. Yo las suelo ver con los prismáticos, cuando me levanto del ordenador. Antes, mientras el ordenador se iba apagando lentamente, tenía por costumbre, como puro entretenimiento, mirar la plaza desde el ventanal, pasear los prismáticos por la noche desierta, y seguir los movimientos de los harapientos que venían en grupos a husmear los restos de comestibles o los trastos viejos que se amontonaban en los portales. Pero ahora es distinto. Nunca me había fijado en que el ventanal es como una pantalla y la pantalla como la ventana del comedor. Apartando un poco las sillas y corriendo los visillos se puede uno asomar a la noche, con los prismáticos en los ojos y sin que nadie pueda sospechar que le estamos mirando. Así, la otra noche, observando vagamente lo que ocurría en la plaza, descubrí a los nuevos harapientos, que tampoco deberían llamarse así en rigor, ya que no van vestidos como ellos. Algunos aparecen hacia las doce, cuando ya ha pasado el último autobús, y lo hacen con su traje de calle o de oficina – un traje algo sucio ya y polvoriento, quizás el único que les queda -; ellas suelen llevar algunas bolsas, seguramente vacías. Suelen estar  repartidos en grupos por la plaza, yo creo que muchos de ellos no se conocen, y pienso que quizá se ha corrido la voz de que, con la crisis, muchas gentes están desembarazándose con premura de las papeleras de reciclaje y vienen a ver qué pueden encontrar. Lo cierto es que a la puerta de los grandes almacenes que tengo bajo mi balcón y también congregadas en las esquinas, unas sobre otras y amontonadas de cualquier modo, aparecían medio reventadas las papeleras de reciclaje de los ordenadores, muchas de ellas con sus fondos blanquecinos y grisáceos y con esas virutas de alambres cenicientos que suelen desprender y que no son otra cosa que residuos provocados al destruirse los documentos. Yo siempre he escuchado, cuando he tenido que pulverizar definitivamente una documentación que creía inservible y en el momento en que la máquina me preguntaba “¿está seguro de que desea mover este archivo a la Papelera de reciclaje?”,  siempre he escuchado, tras mi “click” oportuno oprimiendo el SÍ, un pequeño y confuso ruido de astillas consumidas, como si se entrecruzaran al fondo de alguna lejana habitación las entrañas mismas del archivo, como si se hiciera trizas el tamaño del documento, su fecha de modificación y sus páginas. Todo había terminado al fin, me decía instantáneamente. Pero no era así. Existen, al parecer, documentos que aún se pueden aprovechar, o al menos, si no documentos enteros, restos de documentos, porque ahora, desde mi ventana, podía comprobar a través de los prismáticos la habilidad que tenían aquellos nuevos harapientos o mendigos de ideas (no sé cómo llamarlos) para rebuscar con prontitud, incluso, diría yo, con cierta pericia y hasta con avidez, escogiendo rápidamente  lo que podía serles útil.

Lo que asomaba de aquellas papeleras reventadas eran, naturalmente, cosas sueltas, esas cosas que ya no nos interesan o nos fastidian, antiguos correos obsoletos o absurdos, o bien publicidad inadecuada y engañosa. Uno no tiene tiempo de leerlo todo, muchas cosas del correo habitual a veces no se abren, y si se abren se mandan pronto a la papelera y en paz. Pero sin duda esas cosas pueden servir aún a otros (yo nunca lo había pensado) porque, graduando ahora más mis prismáticos y enfocándolos más cerca desde mi ventana, llegué a distinguir a varios individuos inclinados y con sus espaldas curvadas, iluminadas por el farol, hasta que poco a poco descubrí en uno de ellos sus facciones. Era un hombre de unos cuarenta y cinco o cuarenta y siete años, no creo que llegara a los cincuenta, con rostro huesudo, una barba incipiente y una gran calvicie, vestido con un traje azul de ejecutivo y llevando en su mano una gran cartera. En el fondo, un hombre común. Y precisamente por no destacar en nada, me recordó a uno de esos prejubilados a los que el Estado o las empresas están poniendo prematuramente en la calle y que deambulan por la ciudad de parque en parque, procurando matar el tiempo, a veces acodándose ante las zanjas de las obras municipales para ver trabajar a los obreros y distrayéndose como pueden hasta volver a casa a la hora de comer. Este hombre, al que yo ahora miraba desde la ventana, hurgaba en los restos de una papelera de reciclaje ayudándose con una especie de bastón metálico, algo parecido a una de esas armas cortas que suele llevar a veces la policía, y con aquel instrumento tan pequeño, y además con sumo cuidado, con una habilidad enorme, iba separando aquí y allá lo que encontraba, que en verdad no eran más que puntas de cables cortados y quemados, algunos de ellos hechos ya ceniza, pero entre los cuales, quizá – no puede saberse con seguridad -, podía aparecer de cuando en cuando un resto de papel aún sin destruir. Entonces aquel hombre, con la punta de su bastón metálico, iba pinchando el trozo de papel elegido y, tras arrastrarlo por la acera, lo colocaba bajo el farol. No sé si lo leía o  lo distinguía bien, yo creo que no, que la lectura, si la hacía, la quería dejar para más adelante, en un sitio más seguro. Ahora únicamente apartaba lo que quizá creía que en su momento le pudiera servir.

Debí hacer yo, sin querer, un pequeño ruido en el cristal de la ventana porque de repente, en el silencio de la noche,  él levantó la cabeza y, asombrado, miró hacia arriba. Metió rápidamente en su gran cartera todo lo que había encontrado y se alejó en la crisis.»

José Julio Perlado: (del libro «La vida cotidiana«)  (relato inédito)

(Imagen: Lucie & Simon.-photographers gallery.-artnet)

EL «DARNIUS COLLEGE»

Varias veces en Mi Siglo he hablado de mi abuelo Dante, el Premio Nobel.

Pero él nunca había desaparecido de casa. Nunca. Y esta vez sí lo ha hecho.

Ha desaparecido. Sí. Realmente ha desaparecido.

Viene desolada mi tía Caterina. Extiende sus cabellos rubios por todo el cuarto. Llora como una Magdalena.

–¡Caterina está llorando como una Magdalena! –avisa mi hermana corriendo por el pasillo.

–¡Llora como una Magdalena! –repite mi otro tío Byron, enormemente asustado.

–¡Está llorando igual que una Magdalena! –insiste mi hermana Amuhka impresiona­da.

Yo oigo los gritos mientras mi madre me está acabando de arreglar para ir al colegio. Hoy es mi primer día de colegio.

–Entras en clase –me dice mi madre estirándome el gran lazo azul que me ha puesto en la pechera de la chaqueta– y te portas bien. Que no tengamos queja de ti.

Yo digo que sí subido en la silla, mientras mi madre me ata los zapatos. Sin embargo, estoy pendiente de los gritos de mi tía Caterina que resuenan por toda la casa.

–¡Llora como una Magdalena! –repite mi tío Byron– ¡Algo habrá que hacer, habrá que calmarla!

–¡Está llorando, la pobre, como una Magdalena! –confirma Blasa desconcertada, yendo de un lado para otro.

Sólo mi madre conserva la tranquilidad. Está representando de repente el papel de Madre total y se ha puesto de pie en medio de los llantos y de las lamentaciones, dirigiendo el tráfico de la emoción.

–¡Vamos a ver! ¿Qué ha pasado aquí?

Pasa, que ha desaparecido mi abuelo. Eso es lo que ha pasado.

Yo me entero a través de la rendija de una puerta, mientras me bajo de la silla, mientras cojo la cartera.

–Tú te vas al colegio ahora mismo –me dice mi madre–. No puedes llegar tarde ya el primer día.

El Darnius College está en las afueras de la ciudad. Voy andando, mirando en la calle los saltimbanquis, entreteniéndome con el circo.

Cuando llego, me asombran los pasillos interminables de este colegio, sus paredes desnudas y frías, las vidrieras altísimas de los ventanales, el eco, cómo se alarga el eco.

Están colgados retratos de famosos ex-alumnos en las paredes del claustro. Enormes retratos en blanco y negro, enmarcados en madera oscura.

–Éste es Franz Kafka, un excelente alumno –me explica un profesor al pasar.

–Éste es Sigmund Freud, que terminó hace años –me señalan otro retrato.

–Éste es Darwin –me dicen de otro. Y enseguida me preguntan–: Tú, por cierto, ¿cómo te llamas?

Darnius. Me llamo Darnius. Juan Darnius –contesto.

–¿Pariente de este Darwin?

–No. Los Darnius sólo somos parientes de los Darnius. Únicamente de ellos.

Ya en clase sigo preocupado por mi abuelo Dante, el escritor. ¿Dónde estará? ¿Qué le habrá pasado? Un Premio Nobel no puede desaparecer así como así. ¿Dónde estará metido?

Es como si esta mosca que vuela encima de mi cuaderno se llamara Dante y volara Dante como una distracción arriba y abajo, adelante y atrás, a izquierda y a derecha, se posara sobre esa bola rapada del chico que tengo delante, el chico se rascara la nuca y Dante empezara a volar otra vez haciendo giros y giros en el aire, cabeza abajo, con los motores apagados, haciendo demostraciones increíbles, sin luces, sin manos, en pura acrobacia hasta llegar a la ventana y aterrizar allí, sobre el cristal, entre el polvo, para comenzar a frotarse las patas.

–¡Darnius! –oigo el grito del profesor– ¡Usted se distrae con el vuelo de una mosca! ¡Mire su libro! ¿Qué estamos leyendo?

Miro el libro. Nado en el libro. Buceo. Voy y vengo afanosamente de la orilla derecha a la orilla izquierda de la página, me hago dos largos con el ojo. Nada. Me pregunto igual que el profesor: «Eso. ¿Qué será lo que estamos leyendo?».

–¿No lo sabe?

–No.

–¡Pues esté más atento!

Pero yo sólo estoy atento a que dé la hora y a que pueda volver corriendo a casa para ver qué le ha podido pasar a mi abuelo.

Cuando llego a casa sigue llorando en el salón mi tía Caterina: todo su pelo rubio está extendido en abanico igual que un pavo real. Llora como una Magdalena.

–El abuelo sigue desaparecido –me dice angustiada mi madre–. No sabemos dónde está. Igual lo han raptado. Es un misterio. ¿Qué tal te ha ido en el colegio?

–Bien –contesto.

Veo en el salón la misma mosca que he visto esta mañana en el pupitre. ¿La misma? Sí, porque es negra, pequeña, despega de pronto de la mano de mi madre, se eleva a la altura de la barbilla de mi tío Byron, toma allí más impulso y evoluciona en acrobacias, con el piloto automático puesto, en torno a la oreja de mi hermana para caer en picado sobre el prado amarillo del pelo rubio de mi tía Caterina que llora como una Magdalena.

–¿Qué miras? –me dice mi madre.

–Nada –contesto.

El día se pasa rápido. Por la noche el llanto de mi tía se hace más dulce, más fluido, el hilo de agua de su llanto encuentra su cauce en las campanadas del reloj del comedor. Se va acunando a cada compás. En las medias, mi tía Caterina llora algo más, en las horas llora menos.

Al siguiente día, en el Darnius College, la mosca asiste conmigo a clase de Matemáticas, a Historia, a Dibujo, falta en Lengua y vuelve a aparecer en Geografía. Es una mosca amiga.

–¿En qué página estamos leyendo, Darnius? –me sobresalta el profesor.

No lo sé. Yo siempre estoy pensando en mi abuelo. ¿Qué le habrá pasado?

Bajamos al comedor al mediodía, en filas interminables, de dos en dos, parecemos hormigas grises con nuestros uniformes iguales.

Bajamos.

Bajamos aún más.

Aún seguimos bajando. ¿Dónde vamos?

Luego empezamos a subir escaleras.

Más escaleras.

Llegamos a la azotea.

Damos la vuelta, de dos en dos, a la azotea del colegio, a la terraza, yo aprovecho para contemplar la ciudad, los tejados, las chimeneas, yo nunca había visto la ciudad desde las terrazas del colegio. Es un espectáculo único.

Luego bajamos.

Por esta parte hay andamios, debemos ir con más cuidado, la fila no debe romperse, yo voy mirando dónde pisa el compañero de delante, en qué charco, cómo apoya la suela en la madera cruzada y en el escalón roto, cómo sortea los cubos de pintura y las herramientas. Le voy marcando el camino al que viene detrás. «No te apoyes en mí –le digo–, que nos caemos, y la fila no puede romperse».

Seguimos bajando.

Bajamos más.

Ahora estamos descendiendo a los sótanos del colegio, esta escalera de caracol es un embudo metálico que resuena bajo nuestros zapatos. Yo miro hacia arriba y veo bajar a todos los que faltan y que son decenas, quizá cientos, todos iguales, todos haciendo ruido en la escalera de caracol.

Bajamos hasta los cimientos del colegio, hasta unos túneles de tierra que sostienen el colegio entero, hasta galerías abiertas en la piedra que apenas tienen luz.

«Está lejos el comedor del Darnius College«, me voy diciendo con hambre. «Sí. Está lejos».

Subimos.

Volvemos a subir por una zona lateral, subimos al primer piso, luego al segundo. Desde allí, por los ventanales, puede verse una magnífica panorámica de la ciudad. Muy distinta a la de las azoteas, pero también apreciable.

Empezamos a recorrer ahora el segundo piso en sentido horizontal, vamos de este a oeste por los claustros, de dos en dos por los pasillos. Luego giramos en redondo, atentos a la palmada del profesor, y volvemos de oeste a este hasta llegar a una esquina, allí emprendemos de norte a sur otro pasillo bajo los enormes cuadros que nos miran, bajamos dos pisos más, llegamos a la planta baja y abrimos la puerta del inmenso comedor.

Estamos todos de pie ante nuestros platos y vasos sobre las mesas desnudas.

–Esto que hemos recorrido –nos dice el profesor de pie, antes de empezar a comer– se llama pasillo kafkiano, en honor de un célebre ex-alumno, Franz Kafka, que aquí estuvo. Pueden comer.

Yo no como. Estoy pensando dónde estará mi abuelo Dante. No me entero ni de lo que comen los demás.

Esa noche, ya en casa, como no veo a mi tía Caterina, pregunto qué ha pasado.

–¿Se ha encontrado al abuelo?

–No –me dice mi madre desolada–. No sabemos dónde está.

–¿Y Caterina?

–Está con tu hermana. Sigue llorando. Tu hermana la hace compañía.

No puedo dormir esa noche. Me es imposible dormir.

Al día siguiente, en el Darnius College, no me entero de nada. «He perdido a mi abuelo, el escritor, para siempre», me digo en el pupitre. «Para siempre. Para siempre. He perdido a mi abuelo para siempre».

Cuando explican en clase el darwinismo y el profesor pregunta si alguno cree descender del mono, no me interesa nada.

Cuando el profesor nos habla de Freud y nos pregunta si alguno se ve freudiano, no me interesa nada.

Cuando al mediodía subo, bajo y vuelvo a subir por los pasillos kafkianos hasta llegar al comedor, nada, absolutamente nada me interesa. Sigo sin apetito. Me niego a comer.

Me interesa sólo ver a mi abuelo. Que aparezca Dante, mi abuelo.

Por la tarde me sacan a la pizarra.

–Vamos a ver, Darnius, ¿qué es el darwinismo?

¡Otra vez! No me interesa nada.

Puesto que ni como ni duermo desde hace dos días veo a la clase emblandecida, caída hacia un lado, como si se escurriera hacia las ventanas.

–Usted, Darnius, ¿no es familia de Darwin?

–No, señor profesor. No soy familia –digo con la tiza en la mano.

–Pues yo creía que los Darnius eran familia de los Darwin –me dice el profesor desde su estrado.

Lo veo caído en su silla al profesor, lo veo líquido.

–Pues no, señor, no somos familia –le contesto.

–Entonces, ya que está usted ahí, en la pizarra, ¿por qué no nos habla de los Darnius? Ustedes, como los Darwin, ¿creen descender de los monos?

–Nosotros no somos familia de los Darwin, profesor, ya se lo he dicho.

–Entonces, ustedes, los Darnius, ¿de quién descienden?

–Nosotros no descendemos de nadie. Nosotros descendemos sólo de los Darnius, señor. Es que somos los Darnius.

–Bien –dice el profesor–. Ya puede volver a su sitio.

Por la noche sigue sin encontrarse a mi abuelo.

Así llevamos tres días.

Se han perdido todas las esperanzas. Absolutamente todas.

Me quedo sentado en la cama, con las rodillas encogidas. Así estoy, entristecido y pensativo, horas y horas.

¿De verdad se han perdido todas las esperanzas?

No, yo no lo creo.»

José Julio Perlado: (del libro «Nosotros, los Darnius«) (relato inédito)

(Imágenes;.-1.-hombre caminando en un edificio de Tokio.-foto Toru Hanai.-Reuters.-TIME/ 2.-Biblioteca do Palacio e Convento de Mafra.-Lisboa.-curiosus expeditions/ 3.-George Peabodys Library.-Baltimore.-USA/ 4.-comedor.-Selwyn College.-sel.cam)

MIRADAS DE GRETA GARBO

Varias veces en Mi Siglo he hablado de mi abuelo el escritor, mi abuelo el Premio Nobel.

«Mi abuelo me enseña la máquina de registrar miradas.

Como es Premio Nobel de Literatura tiene un cuarto especial para él, la habitación donde piensa, y allí me abre una pequeña cajita de plata que está sobre su mesa.

–¿Ves? –me enseña Dante–. Esta cajita contiene todas las miradas que tengo.

Deja la tapa abierta y efectivamente, empieza a llenarse de miradas la habitación. Yo nunca creí que las miradas tuvieran alas, pero los párpados de las personas parecen murciélagos y baten aquí y allá sus pestañas hasta posarse, por ejemplo, en el aire del cuarto. El cuarto de mi abuelo, y luego el pasillo, y después el comedor, e incluso la terraza, se llenan de miradas igual que si fueran palomas o gaviotas.

–¡Dante –le grita mi madre–, ahora no me pongas tantas miradas aquí, que estamos limpiando y hay que abrir las ventanas y Blasa se asusta!

Mi abuelo obedece. Deja tan sólo en el aire una mirada intensa, la de una actriz a la que él quiere, una mirada de Greta Garbo que se queda viva, observándonos fijamente, con sus pupilas como peces dilatados.

–¿Esto no te dará miedo, eh Juan? –me dice mi abuelo riéndose– ¡Hay que ser valiente!

–No, no me da ningún miedo, abuelo –le contesto animándome.

Greta Garbo parpadea como una mariposa en la cuenca de su ojo, en el valle de sus pestañas rizadas.

–Esta mirada de Greta Garbo es auténtica –me explica mi abuelo orgulloso–. La gente cuando viene aquí y ve esa mirada cree que es falsa o que es una copia, pero no. Es original. Es una Greta Garbo auténtica. Vale una fortuna.

Greta Garbo continúa observándonos misteriosamente. Su mirada nos sigue por el pasillo, mientras andamos. Al doblar la esquina e ir hacia el comedor nos espera la gran mirada en el aire de Charles Chaplin, una mirada entristecida por una sonrisa.

–Esta también es auténtica. De las primeras miradas que tuve –me comenta mi abuelo al pasar.

Se le ve orgulloso de su colección. Parece mentira que en una pequeña caja de plata quepa un invento tan fabuloso. Ha viajado por el mundo con esta cajita y cuando se ha cruzado con una mirada enigmática, con unos ojos celosos, con unas pupilas con agujas de venganza, con un mirar melancólico, aterciopelado o dulzón, con una mirada violeta o unos ojos de mar, salados y bañados en lágrimas, cada vez que el ojo humano al pasar quiso dejar una huella fugitiva en Dante Darnius, mi abuelo no desaprovechó nunca la ocasión, y abriendo furtivamente su cajita, registró y grabó al instante aquella mirada y se la llevó viva a casa para aumentar su colección.

–Aquí vienen gentes de todas partes a ver esto –me dice vanidoso, saliendo a la terraza–. ¿Y sabes por qué?

–No.

–Porque no se lo creen.

Y luego, cogiéndome de la mano y bajando las escaleras hacia el jardín, me añade casi en confidencia, con una sonrisa:

–Un día esta colección será para ti.

No sé. No me convence. Me asustan un poco tantas miradas en la terraza, a cielo abierto, tapando las nubes. Prefiero la sencillez del sol, la claridad del día lavado, esta flor –¿qué es esta flor?

–¿Qué es esta flor, abuelo?

–Un lirio soberbio –me contesta el Premio Nobel.

Me quedo mirando esta flor perfumada de color blanco rosa manchada de rojo intenso, los bordes ondulados, caracoleados.

Y luego me paro –hago parar a mi abuelo– ante el estanque, y veo la anaranjada plateada de unas escamas ondulantes, la aleta de rojo rubí de este pez que nada entre azules.

–¿Y este pez, abuelo? ¿Cómo se llama?

–Es el pez soldado –me dice Dante–. ¡Pero vamos! –me tira de la mano para que ande–, ¡mira estas miradas, Juan! ¡Mira cuántas miradas!

Está todo el jardín tan lleno de miradas, pestañeando vivas, observándonos cómo vamos y venimos y lo que hacemos, que yo no digo nada, pero me asusto.

Entonces hago uno de esos trucos que tenemos escondidos los niños. Vuelvo a pararme ante otra flor. Es un marrón oscuro, amarillo y violeta manchado de púrpura. ¿Se ha tostado esta flor? ¿Alguien la ha quemado? ¿Qué es esta flor?

–¿Qué es esta flor, abuelo? –le pregunto.

–Se llama pensamiento –me dice Dante.

«Pensamiento, pensamiento», me digo mientras la miro.

–¡Vamos! –me sigue tirando de la mano mi abuelo intentando arrancarme del sitio– ¡Pero mira cuántas miradas alrededor!

No me muevo. No levanto la vista de este pensamiento.

–¿Pero qué haces? –oigo su voz.

Estoy terco, sabiendo esperar.

–¿Quieres decirme qué haces?

Aún hay que esperar un poco más. Siempre se debe esperar.

Luego digo, mirando a la flor:

–Estoy pensando, abuelo, en este pensamiento».

José Julio Perlado : (del libro «Nosotros, los Darnius«) (relato inédito)

(Imágenes:- 1.-Greta Garbo/ 2.-Greta Garbo.-elmundofree)

LA DAMA DEL COLOR DE LAS CEREZAS PRECOCES

Como ya he contado varias veces es algo maravilloso vivir con mi abuelo, un Premio Nobel de Literatura.

          Viene despacio esta tarde por el pasillo, con sus pasitos cortos. Se sienta ante nosotros. Ante mi hermana, ante mi madre y ante mí.  Dante, con voz muy tímida, nos empieza a decir que le hubiera gustado escribir la historia de un hombre que sueña, un hombre enamorado de un nombre, pero que no le ha salido.

          –No, no me ha salido. No he podido escribirla –dice – Me ha sido imposible escribirla -repite apesadumbrado.

            Hay un murmullo en la habitación.

          –¡Chist! –susurra mi madre imponiendo silencio– ¡Vamos, no le interrumpáis!

          Dante nos explica que él no ha podido escribir eso porque no lo lleva más que en la cabeza. Coge un papel blanco con la mano izquierda, lo levanta a media altura en el aire, y con los dedos de la mano derecha se toca la frente.

          –Hay que pasar el pensamiento a la hoja y eso es muy difícil. Es muy difícil pasar una cosa de la cabeza al papel –nos explica.

          Nos quedamos algo defraudados. Blasa, la asistenta, que ya ha terminado de recoger la cocina, se acerca una silla a una esquina y se sienta intrigada, con las manos sobre el delantal.

          –¡Qué interesante! –se le escapa.

          –¡Chistt!! –susurra mi madre– ¡Que os calléis!

          –No- –repite Dante–. Aún no he podido escribirlo.

          Miramos toda la familia al escritor por si nos dice algo, por si se le ocurre algo, por si nos dice algo de lo que se le ocurre.

          Al parecer, no se le ocurre nada.

          O si se le ocurre no nos lo quiere decir.

          –Conviene dejarlo tranquilo –murmura mi madre–. De verdad, ¿tú estás tranquilo?

          –Sí, sí, yo estoy tranquilo –responde el escritor.

          –Blasa, sírvele una tila a don Dante –dice mi madre.

          –No, no quiero nada –dice mi abuelo–. Sólo quiero pasar esto del pensamiento al papel –repite mientras mira angustiado la hoja en blanco.

          A las cinco, como sigue sin ocurrírsele nada y continuamos todos mirándole en silencio, yo me atrevo a decir como todas las tardes:

          –Ha llegado la hora de merendar.

          No nos decidimos a merendar hasta que el escritor no mete otra vez sus hojas en blanco en la cartera negra, hasta que no bebe un sorbo de agua y se levanta mirándonos con sus ojos muy vivos.

          –Me voy –dice tímidamente.

          –¿Tampoco quieres merendar? –le pregunta mi madre.

          No, tampoco quiere. Mi hermana me susurra que lo único que Dante desea es escribir lo que lleva en la cabeza y que no le sale.

          –Los escritores son así –dice mi madre disculpándole.

          Cuando se va, de la puerta viene un aire de tristeza. Nos quedamos solos, sin el escritor, sin la imaginación.

          –La imaginación se ha ido –dice mi madre–. Bueno, vamos a merendar.

          Es una merienda algo triste.

          Pero dos horas después, cuando ya casi lo habíamos olvidado, ocurre algo insólito.        

          Me quedo impresionado de la potencia de mi abuelo el escritor. Me gustaría ser escritor. ¿Ser escritor es crear personajes? ¿Tanta fuerza tiene Dante, mi abuelo,ese escritor menudo y delgado, de barba puntiaguda y ojos eléctricos y vivos?

          Mi abuelo se sienta otra vez, saca de nuevo de su cartera negra unas hojas en blanco y las pone sobre el tapete granate de la mesita que le hemos colocado. Ordena las hojas junto al vaso de agua y a la servilleta de papel.

          –¿Qué? –pregunta mi madre contenta– ¿Ya has podido escribir?

          Entonces Dante, primero con balbuceos y luego con un poco más de decisión, mirando de reojo a las hojas blancas alineadas junto al vaso de agua y como si quisiera ir pasando lo que va diciendo a la superficie del papel, poniendo todo su empeño en contarnos lo que no puede escribir, nos relata la historia que lleva en el pensamiento. Se inclina hacia adelante con su barbita puntiaguda, como si empujara a la historia con el mentón.

          –Llevo tiempo –nos dice– intentando escribir la aventura del hombre que sueña pero no consigo escribirla.

          –¿Un hombre que sueña? ¡Qué emocionante! –se le escapa a Blasa boquiabierta, que ha vuelto a traerse una silla de la cocina.

          –¡A callar! –exclama mi madre– ¡Tú a callar, Blasa, o te vuelves a la cocina! ¡Dejarlo que se explique!

          –Se me ha ocurrido –prosigue el escritor– la historia de un hombre que sueña con un nombre, el nombre de Yasue, un nombre que se le aparece en su sueño y que él no sabe qué es.

          Dante mira de reojo sus hojas en blanco por si la historia va pasando poco a poco al papel.

          Pero no. Yo por su cara noto que no ha pasado nada.

          Quisiera ayudarle, quisiera quitarle esa preocupación.

          Entonces le digo:

          –¿Y qué más,  abuelo? ¿Qué le ocurre más a ese hombre?

          –¡Chistt! –me chilla mi madre– ¡Silencio!

          Le está costando mucho a Dante contarnos esta historia.

          Pero poco a poco nos va confesando todo lo que no puede escribir. Lleva en la cabeza, nos dice (y Dante se señala la frente), esa historia del hombre que sueña con un nombre. Un nombre que se le aparece en el fondo del sueño, un nombre de plata, un nombre iluminado, fosforescente, Yasue. Un nombre de estrellas.

          –¡Qué bonito! –me susurra mi hermana apenas sin voz.

          –Entonces –nos sigue diciendo Dante– lo que yo quisiera escribir es la historia de ese hombre y de ese nombre. La primera noche ese hombre sólo lee Yasue en el fondo del sueño, como si estuviera colgado del vacío. La segunda noche se le revela como un nombre femenino, un nombre de mujer. La tercera noche conoce que ese es un nombre japonés, que Yasue es el nombre de una japonesa a la que tendrá que buscar, una japonesa que le amará, Yasue o la dama del color de las cerezas precoces.

          ¡Toda la familia está ahora quieta, sin moverse, escuchamos sin interrumpir al escritor! ¡Pueden oírse perfectamente nuestras respiraciones!

          Dante nos mira. Luego mira al papel por si se va escribiendo algo.

          Nada. No se ha escrito nada.

          –Entonces –nos dice Dante preocupado– lo que yo quisiera seguir contando en este papel es esa historia del viaje que ese hombre empieza a hacer alrededor del mundo hasta llegar al Japón. Busca allí a Yasue entre las alamedas de bambú, por las avenidas de crisantemos, a lo largo de los bosques de hayas. Cada vez que ve a una mujer le pregunta: «¿Eres tú Yasue, la dama del color de las cerezas precoces?». Y cada vez cada mujer se vuelve desde su quimono azulado o rosa púrpura y le va diciendo: «No. Yo soy la Dama del paseo de glicinas. ¿Quién eres tú?» Y la siguiente: «No, yo no soy Yasue. Yo soy la Dama del viento en los pinos. ¿Quién eres tú?» Y así va conociendo el hombre a la Dama de la tercera luna, a la Dama de los pensamientos morosos, a la Dama de la túnica damasquinada, a la Dama de los acordes lúgubres.

          Está a punto ya de decirnos el escritor lo que va a pasar con Yasue, de contarnos el momento en que el hombre descubre a Yasue, cuando un rayo de sol entra por la ventana del comedor donde estamos y ciega los ojos de Dante, los hace chisporrotear, clava la aguja de la luz en la pupila de Dante y hace aletear sus párpados como una mariposa.

          –Eso es la luz del atardecer que le está molestando –advierte mi hermana–. Esa luz no le va a dejar ver ni incluso hablar.

          Efectivamente, ese rayo de sol no le deja ver. No nos ve. Dante intenta moverse en la silla y cambiar de postura, pero el rayo de sol le persigue y va con él.

          Entonces, muy pacientemente y sin una palabra, el escritor mete las hojas blancas en su cartera negra, echa su silla para atrás y se levanta.

          –Me voy –dice procurando huir del rayo de sol que le persigue.

          –¿Cómo? –pregunta mi hermana– Pero, ¿y la historia? ¿Cómo acaba esa historia?

          –No lo sé –dice Dante yendo hacia la puerta–. No consigo escribirla.

          Con él se va también el rayo de sol.

          Cuando cierra la puerta nos quedamos pensativos. Estoy toda la semana pensando en esa historia de amor de la japonesa. Pienso el domingo, el lunes, el martes, el miércoles. El jueves me despierta mi madre:

          –¡Hoy vuelve Dante a contarnos el final! –anuncia– ¡Acaba de decírmelo! ¡Viene a las cinco!

          Hemos comido por eso un poco antes, hemos avisado a más familia. Han venido Thomas, ha llegado mi primo Max y su mujer Caterina. Casi no cabemos en el pequeño comedor. Blasa lo tiene que ver todo desde la puerta de la cocina porque no tiene sitio.

          A las cinco en punto entra Dante por la puerta.

          –¡Aquí está el escritor, aquí está! –susurra Blasa muy nerviosa.

          –¡Cómo no le dejéis hablar no volverá más por aquí! –nos ruega mi madre.

          Entonces oímos con respeto la tos del escritor mientras avanza hacia la mesa.

           Le vemos muy bien, con su barbita puntiaguda y su cartera negra. Hace un gesto con su mano derecha y deja pasar delante de él, educadamente, a una figura.

          Entra en nuestro comedor un quimono de seda anaranjado, un rostro empolvado, como de nieve mezclada con niebla. Entra a pasitos cortos, con un rumor de seda fruncida, y nos hace una reverencia.

          –Esta es Yasue, mi personaje –la presenta el escritor–. Esta es la dama del color de las cerezas precoces.

          Todos nos hemos levantado, toda la familia hemos correspondido a la reverencia de la japonesa.

          Mi madre le dice a Blasa:

          –Blasa, tienes que poner una silla más para este personaje. Acerca esa silla al lado de don Dante.

          Yo me quedo mirando ese rostro de porcelana de Yasue, el arco de sus cejas dibujadas, el rosa de sol que se fija en sus pómulos.

          Mientras habla y habla mi abuelo yo me quedo mirando a Yasue sentada junto al escritor, miro sus párpados color de hojas muertas, la seda delgada de su peinado. Yasue transmite un perfume de naranja sutil que poco a poco va llenando nuestro comedor.

          –Deberíamos abrir una ventana –sugiere mi hermana.

          –¡Chistt! –dice mi madre emocionada.

          Sí, es un perfume penetrante.

          ¿Es fragancia de manzana verde, de tomillo, de madera, de algas marinas? ¿Es raíz de roble, de cuero, aroma floral, almizcle? ¿Es el olor del clavo, del pino, de la tierra mojada por la lluvia?

          Siento este perfume de naranja sutil que emana de esta dama del color de las cerezas precoces.

         Pienso.

         Vuelvo a pensar.

         Miro atentamente a Yasue.

         ¿Alguien puede enamorarse de un personaje?».

       José Julio Perlado: (del libro «Nosotros, los Darnius«) (relato inédito)

(Imágenes:-1. O shima Eiko.-Shomei Tomatsu.-1961.-Tepper Takayama Fine Arts.-artnet/ 2.-Cicada Pendant.-1996.-Yang Yi.Art Beatus.-Honkong.-artnet)

LA BREVE VIDA DE UN PÁRRAFO

«Hay que aprovecharse de tener en casa a un Premio Nobel de Literatura.

Mi abuelo Dante es Premio Nobel de Literatura, vive con nosotros, y entra todas las tardes en el comedor. Lo hace despacio, a pasitos cortos, con sus ojos muy vivos y su barbita puntiaguda.

Mi hermana y yo le preguntamos:

          –  Dante, ¿qué has escrito hoy?

Se sienta delante de nosotros, ante la mesa camilla. Como todas las tardes le hemos puesto encima del tapete un vaso y una pequeña jarrita con agua.

Así estará más cómodo, pensamos.

         Dante  levanta los ojos.

         Nos mira.

          Tose.

          Saca del bolsillo de su chaqueta una hoja de papel.

        -«La breve vida del Párrafo«.-nos dice- Eso es lo que he escrito.

          Nos mira.

          Vuelve a toser.

          No se atreve.

         ¿Es verdad que no se atreve o es que es tímido?

         Tarda en decidirse.

          Y por fin comienza a leer:

                   «Yo quisiera que ya desde ahora –empieza Dante con su voz muy fina– estuviéramos todos muy atentos al Párrafo, al párrafo siguiente a éste, que vamos a leer enseguida. –Y hace una pausa– Porque me parece de una importancia primordial ese párrafo, y lo que en él va a decirse, y que juntos –vosotros y yo– vamos a ir am­pliando a cada paso y en su momento«.

          Se detiene, extiende su mano, toma el vaso y bebe un sorbo de agua.

          –¿Qué, qué te ha parecido este principio? –le pregunto a mi hermana Amenuhka.

          –Bien. Hasta ahora va bien –me dice mi hermana.

                   «Nos vamos a adentrar, pues, tal como hemos dicho –prosigue Dante después de haber bebido y haber­se secado los labios con una pequeña servilleta–, en este párrafo segundo. Pero no podemos ni debemos olvidar el anterior. ¿Y qué encontrábamos en el anterior? Una invitación a leer éste, que es lo que estamos haciendo. El impulso de este párrafo nos está llevando casi sin querer, como con velas desplegadas, hacia el párrafo tercero. No estamos aún en el párrafo tercero, seguimos en el segun­do; aún más: nos complacemos de estar en el segundo. Pero ya el párrafo tercero nos está llamando con sus sones misteriosos. ¿Qué nos irá a decir? Es la llamada de lo desconoci­do, de lo aún no leído. Todo lo no leído, como lo no escrito, es un enigma. Si el párrafo anterior nos empujaba a leer, éste nos proyecta sobre lo que va a seguir. A su vez –como nos sucede tantas veces en la vida– lo que sigue quedará proyectado e iluminado por lo que nos ha precedido«.

          Se detiene, extiende su mano hasta el vaso y bebe otro pequeño sorbo de agua.

          –Tiene sed Dante, ¿eh? –le murmuro a mi hermana–. Lo que ha escrito le está dando sed.

          –Sí, sí tiene sed –constata mi hermana Amenuhka.

          El escritor vuelve a secarse los labios con la pequeña servilleta.

                   «Y he aquí –sigue leyendo Danteque hemos llegado casi sin darnos cuenta al párrafo tercero. Nos encontra­mos, pues, en el centro de la cuestión. Equidistantes tanto del principio como del final. Ante eso no debemos tener miedo. Avancemos con precaución. Ahora es menester sobre todo no correr y paladear muy bien estas líneas que son el núcleo de todo lo que estamos diciendo. Nos ayudamos con alguna línea más –por ejemplo, con ésta que ahora estamos leyendo– para ir con más cuidado hacia adelante. ¿Y qué encontramos aquí? ¿Dónde nos hallamos? Al fin estamos tocando el centro del significa­do, el corazón del recorrido. Pero aún hay más. Una investigación no se detiene y un camino no es nada en sí mismo si no nos lleva hasta un final. Para ello el siguien­te párrafo va a ser vital. No titubeemos ante él. Demos con valentía ese paso necesario. Yo animo a todos vosotros, los que me habéis acompañado hasta aquí, a poner la atención en lo que sigue. Nos sentiremos atraídos –yo diría incluso que fascinados– por esta búsqueda«.

          Dante bebe otro sorbito más, se limpia los labios y prosigue ahora más seguro que nunca:

                   «Acabamos de decirnos a nosotros mismos que avancemos y así lo hemos hecho. Ya está cumplido. Espoleados y animados por todo lo anterior, notamos que ha merecido la pena llegar hasta aquí. Nuestros esfuerzos han sido recompensados. Tan sólo unas palabras más y habremos dado un paso de gigante, el paso decisivo«.

          Entonces el escritor levanta sus ojos y nos mira a mi hermana y a mí. Se le nota firme, exultante, a punto para rematar muy bien el texto que ha escrito. Lo hace sin mirar al papel.

                   «Y ésta ha sido la Breve Vida de un Párrafo.– concluye – Muchas gracias«.

          Le aplaudimos. Estamos en el comedor. Solamente somos dos personas, somos  sus nietos. Pero a los escritores les gusta que les aplaudan. Le aplaudimos varias, varias veces.

          –¿Qué, qué te ha parecido? –le pregunto a mi hermana mientras aplaude.

          –Un poco corto –contesta Amenuhka sin dejar de aplaudir.

          –Bueno, él ya lo ha advertido antes.- le  digo – Lo ha titulado la Breve Vida del Párrafo, no una vida larga.

          –Sí, pero a pesar de eso me ha parecido corto. Yo creo que para un Premio Nobel esto debería ser más largo.

          –A lo mejor no se ha atrevido. O no se le ha ocurrido nada más. Ya sabes cómo es Dante –le digo a mi hermana–. Yo creo que para lo que es él ya ha dicho bastante.

          –Sí –acepta Amenuhka no muy convencida–, quizás ha dicho bastante.

          Yo también creo que ha dicho bastante.

Mi abuelo Dante está emocionado. Se levanta de la silla, guarda su papel en el bolsillo. Nos agradece mucho los aplausos. Seguro que se va a escribir más cosas a su cuarto.

Como es un Premio Nobel nos inclinamos al dejarle pasar».

José Julio Perlado: (del libro «Nosotros, los Darnius«) (relato inédito)

LOS RUIDOS DE LA NOCHE

          » Cuando llegó la mujer a su casa y cerró la puerta, respiró ya tranquila y pensó que la noche podía descender cuando quisiera porque ella estaba ya junto a su nieto, y aquel pensamiento elevó poco a poco sus alas abiertas como las de un murciélago, y primero se hizo la noche en aquella habitación, y luego desplegó la noche la cara inferior de sus alas hasta el comedor, y por la cocina y por toda la casa, y el violeta aterciopelado de la noche se extendió por el mundo. Como aquella era la última noche que iba a pasar la abuela con el nieto, Dios les dejó escuchar a los dos los ruidos nocturnos y les dejó ver los colores de la noche, cosas que nadie había visto jamás. Entonces, durante horas, abuela y nieto, los dos solos en el dormitorio, fueron viendo y oyendo a la noche: oyeron cómo pulverizaba sus cristales el hielo negro de los gélidos fondos del día, cómo se disolvían sales oscuras por el aire, cómo pigmentos de la atmósfera caían lentamente en el espacio, y vieron el paso de piedras preciosas volantes y de escamas cromáticas que desprendía la piel del tiempo. El gran caldero de la noche adquirió ante ellos un tono morado y los humores de la jornada fueron cociéndose hasta hacerse cenizas de orín. Empezaron a sonar todas las campanillas y los dondiegos de noche, asomaron las polillas nocturnas, las flores vírgenes rosáceas y las fecundadas amarillas, se oyó bullir a las burbujas, nadaron azules de ojos blandos y filamentos mucosos de lapislázuli dejando espuma, la noche se hizo topacio iridiscente y cráter de aguamarina. Entonces pasó una mancha errante por el suelo abisal de la noche y el golpe de su cola dejó un rojo roca que se tiñó enseguida con un oro puro, al que persiguió un anaranjado deslizante, zambullido por un verde esmeralda que devoró un azul. Aquel azul reinó toda la noche con sus antenas de fosforescencia ocultando el rocío de platino y de ámbar que iba a traer el día. Un olor penetrante de madreselva, un olor a exangüe melancolía, se coló por los poros de la esponja de la oscuridad e impregnó el papel dorado de la caja de la noche sostenida por las estrellas. La ballena del silencio se posó en los fondos del cielo y bancos de niebla emprendieron una migración densa. Entonces se vio pasar a la isla de Creta entre los bosques de coral de alambre de los continentes sin hacer ruido, sonámbula entre los astros. Penachos de pelos perfumados se anillaron en luminosas pulseras. Cangrejos de herradura arrastraron a nubes uncidas, preparándolas para el amanecer. El viento abrió sus brazos transformados en alas atigradas de Madagascar, escamas escarlatas de Polinesia, azules nacarados de Ceilán. La luna se hizo mosaico bizantino a cuya luz libaron todas las mariposas del mundo. Así pasaron las horas. Así fue la noche. La abuela sabía que su nieto tenía que irse antes de amanecer para emprender la vida y aquel niño también lo sabía. Antes del alba, la abuela tomó la cabeza del niño, se la acercó y le besó primero en el nido de la memoria, luego en el de la voluntad y por fin en el del entendimiento, y en los tres le hizo la señal de la cruz.

          –Que Dios te bendiga, Juan –le dijo–. Ya puedes irte.

          Y le puso en las manos una cajita de plata.

          –Aquí tienes tu infancia. El ayer amarillo. No la pierdas. Pero ahora tienes que vivir el hoy, no el ayer.

          Salió aquel niño del ayer amarillo con la caja de su infancia en la mano, anduvo y anduvo, y fue entrando poco a poco en el hoy para siempre, mezclándose con la multitud».

José Julio Perlado: (del libro «Nosotros, los Darnius«) (relato inédito)

(Imagen.-Rudy Ernst.-2002.-artnet)

MI HERMANO Y EL LABERINTO

         » Mi hermano Oscar vive en el palacio de Cnossos, en lo profundo del Laberinto.

          Mi hermano ya es un laberinto en sí mismo. Para llegar hasta él hay que entrar por la llamada «logia de los guardianes» y allí todo el que quiera encontrarle debe aguardar durante cierto tiempo en la sala de espera. Se abre luego la puerta del «Corredor de la Procesión«. Óscar deja caer un vestíbulo que da a unos pozos de luz y consigue que ascienda lentamente la Sala del Trono. Normalmente, mi hermano observa bien al recién llegado desde el corredor central, oculto bajo los escalones que conducen al primer piso. El visitante se encuentra de repente en una cripta de columnas que da a la cámara del tesoro, sin saber a ciencia cierta hacia dónde dirigirse: si encaminarse hacia el Santuario o bajar al encuentro de la denominada «terraza subterránea«. Óscar se coloca entonces en un monumental palacete que hay en el ala Este. Cada paso que da quien acaba de llegar es imitado sistemáticamen­te por mi hermano, que lo destruye al primer contacto. Es así como el visitante se va alejando a cada momento de Óscar, a la vez que Óscar se aleja del visitante. El juego de las piernas y el ritmo exacto de las articulaciones se hace esencial. Es un «ballet» de sombras, una separación progresiva y matemática en la que Óscar llega a ser un maestro. Único ser humano que ha logrado el encuentro al revés, Óscar domina a quien quiere verle. El recién llegado no posee conocimiento para saber que conforme se acerca se aleja, y que será en el total alejamiento donde hallará su final. Nadie, por tanto, ha podido encontrarse con Óscar sino en la lejanía. Nadie que no sea alguien que él desee ha visto con claridad a mi hermano y mi hermano nunca ha visto a nadie. No se conoce, pues, su aspecto. Sólo se le intuye. Se dice de este hermano mío que tiene mil cabezas y que él es el Minotauro. Jamás se podrá comprobar, ya que el Minotauro es tan desconocido como mi hermano. Y sin embargo hay gentes que han alcanzado a vislumbrar su penumbra. Comentan de él que extiende un eco negro que cubre toda Creta y que llega hasta el mar.

 

          ¿Es hijo de mi madre, como yo, o es una isla? Indudablemente es una isla anclada sobre el tiempo. El tiempo griego se identifica con Óscar. De tal modo, que mientras el resto de los hombres viaja por los siglos, él permanece agazapado antes del siglo primero, en una noche de milenios. Por ello se ha hablado tanto de sus pies de arcilla, su cuerpo de negociante y su cabeza de marino. Con los pies alcanza su perfección en la cerámica, con el cuerpo compra y vende palacios, con la cabeza suele beber del mar. Es entonces cuando mi hermano se identifica con Creta y Creta misma es Óscar. Desde que se pisa la isla, los pies se hunden en el ser humano. Astutamente, él va dejando que se acerquen. Puede uno moverse sobre Creta ya que Creta parece dormida. Seguirá dormida mientras mi hermano permanezca inmóvil. Él puede vivir inmóvil, aguardando a quienes le visitan. Ha colocado casas y hombres y ruinas sobre su piel. Está Canea, está Festos, está Heraclión. Y cuando Creta se despereza, cuando este hermano mío sacude su sueño, un gran animal de tierra aparece en el Egeo meridional. Es Óscar que silenciosamente se agita en el océano. Sin el menor ruido, comienza a remover arena. Entonces las ciudades parecen tambalear­se. Vacila el monte Ida y pierde el equilibrio el monte Lassithi. Óscar va levantando su grupa en el aire y toda la isla se eleva sobre el mar. Lo que no ha podido hacer nunca –viajar en los espacios–, intenta mi hermano hacerlo ahora. Por eso dicen que a Creta se la ha visto andar por el mar Egeo y el mar Jónico. La única isla que no solamente puede nadar sino que puede andar, busca afanosamente su destino. Hay rumores de que mi hermano se acerca hasta Corfú o se vuelve hacia Rodas. Sabe que no puede llegar hasta Salónica porque el Egeo está lleno de piedras que son islas auténticas. Él es la isla humana, mitad animal‑mitad tierra, que se abre camino sobre el agua. Se oye un sordo movimiento en la noche cuando Grecia duerme. Creta cree que no le mira Grecia, pero Grecia posee ojos invisibles. Jamás deja escapar a un enemigo. Óscar no es enemigo ni amigo de Grecia: desea huir de su dominio. Creta ama la libertad. Redes de agua procuran apresarla. El agua es resplandor transparente: Óscar sabe que son Jónico y Egeo en el instante en que se entienden. Egeo y Jónico murmuran sobre Creta. Es el susurro que rodea las islas, ese viento marino que oyen los campesinos: los griegos conocen el lenguaje del mar.

          Entonces Óscar escucha a las aguas, pero las aguas se le escapan. Se dice que él anda mientras las aguas fluyen. Se esconden por debajo de su cuerpo, le bañan, le emborrachan. Ebrio de mar, mi hermano es atrapado. Cae de bruces, le empapa el océano. A veces se le encuentra perdido, la senda de los siglos le rodea. Quiere hablar con la leyenda y con la historia. Sabe, sin embargo, que no podrá escapar. Griega es la sal de la que ha bebido y griega es su tierra que se extiende. Es más animal que nunca, menos humano. Con torpeza, sin ningún cuidado, Óscar intenta recordar. Sueña con vasos, con marfil. Aparta ese líquido de sueños y se esfuerza por soñar con Asia y con Egipto. Viene a él implacablemente la cerámica, la arcilla: la arcilla le conduce al Laberinto. Cuando se despierta se revuelve en sí mismo. No puede desatarse de su propia condición. Está rodeado de frescos. Las pinturas murales aparecen y desaparecen, le hacen guiños. Óscar sigue siendo isla, pero Creta es solamente Cnossos. El palacio de Cnossos se extiende hasta tocar el mar. Dibujos y jarros irán mansamente a flotar en el agua. La cultura de Creta expande el océano. Es lo que segrega mi hermano, aquello que se le escapa. Hundido en lo más hondo de sus ruinas, el palacio medita. Piensa cómo expulsar aún más al visitante para acercarle alejándole. El Laberinto recorre ahora la isla igual que una serpiente. Siembra enroscada la equivocación. Ha dejado caer ese hilo invisible, el que anuda el cuerpo de mi hermano. La gran astucia es no ser hilo de Ariadna que le salve, sino el que nunca le dejará huir. Óscar se ha reducido a Cnossos y Cnossos al Laberinto. El Laberinto, a su vez, se ha extendido. Ya nadie sabrá dónde está cómo y quién está dónde. El lenguaje jeroglífico va por dentro del hilo. Ese hilo se extiende formando el Laberinto. El Laberinto deja que el palacio busque en Óscar a Cnossos y se encuentre en Creta. Retorna Creta a Cnossos, le abre Óscar y entra en el palacio. Mi hermano está perplejo.

          El palacio comienza a moverse mientras mi hermano permanece quieto. Avanza un toro de oro cortado por un hacha que mete la cabeza en un anillo. Cae el anillo en un vaso, estalla en un friso y los caballos del friso galopan hasta un casco de bronce que atraviesa una espada de pintura mural. Un león de alabastro devora la pintura mural, y comienzan a desperazarse las ruinas.

          Así, de pronto, piso yo lentamente la piel de mi hermano».

José Julio Perlado: (del libro «Nosotros, los Darnius«) (relato inédito)

(Imágenes:-1.-Keith Harring.- Hamilton- Selway Fine Art-arnet/ 2. Keith Harring.-artnet/3.-Keith Harring.-1988.-Hamilton Selway- Fine Art-artnet)