LA PROCESIÓN

Cerrando estas jornadas de la Rusia literaria incluyo aquí esta imagen que ayer me envía desde Moscú mi buen amigo el periodista Daniel Utrilla, corresponsal de «El Mundo» , y del que ya cité antesdeayer en Mi Siglo un estupendo texto.  Pertenece al cuadro «La procesión», de Repin.  Yo añado hoy,  como pie y homenaje a la Rusia eterna,  este poema de Pasternak:

Yo deseo llegar

hasta la verdadera esencia de todo:

con trabajo, buscando mi camino,

entre las confusiones del corazón.

Derecho hacia el alma de los días pasados,

hacia lo que los hicieron,

hacia los comienzos, las raíces,

hacia el fondo de las cosas.

Siempre aferrando el hilo

de vidas y sucesos;

viviendo, pensando, sintiendo, amando,

logrando descubrir…

(Imagen: «La procesión de Pascua en la región de Kursk», de Repin -foto D. Utrilla)

OJO, OÍDO Y LITERATURA

A veces la mano, antes de dedicarse a la creación literaria, se distrae y entretiene en la creación pictórica, allí donde los dedos van conduciendo como descuidadamente cada trazo,  abandonándose al ir y venir de  perfiles y  redondeces, imaginando las imágenes, dándole cuerpo a lo que la mente sueña.  Es así como sin querer se inicia en ocasiones la escritura no pensando mucho en escribir.  El español  Sánchez Ferlosio  le explicaba esto muy  bien al francés Maurice Edgar Coindreau en 1957, en una carta en la que le iba confiando la génesis de su «Alfanhuí».

«Por lo que se refire a mis relaciones con el dibujo y la pintura – le  decía -, le diré que no sólo los resultados, sino también mi actitud son de naturaleza completamente infantil. En efecto, mis dibujos se parecen a los de un niño de catorce años del que los padres dicen que dibuja muy bien. Mi forma de trabajar es también la de un niño, pues nunca dibujo con un propósito deliberado, salvo cuando no tengo nada de particular que hacer; si me cae un papel en las manos, empiezo a dibujar lo que me va saliendo. A veces – pero no muy a menudo – ese comienzo es afortunado y me da ganas de continuar, al ver que lo que he comenzado por casualidad «podría quedar bonito». Entonces me pongo a dibujar cuidadosamente y con atención. Pero nunca me he dicho: «Voy a dibujar», ni delante de una hoja en blanco: «Voy a dibujar tal cosa»· Hubo un período durante el cual, cada vez que tenía ocasión de dibujar, representaba un animal imaginario. Después, le ponía un nombre que escribía al pie de la hoja junto a las características que me parecía conveniente atribuirle. Así constituí, en unos meses, todo un pequeño jardín zoológico compuesto de veinte a veinticinco especímenes diferentes. Ese pequeño mundo, bastante semejante al mundo de Alfanhuí, decora actualmente la habitación de mi hija (…) Recuerdo que el origen de Alfanhuí fue idéntico al de esos cuadritos. Inventé la historia del gallo y la desarrollé por juego. Hasta después de haber escrito dos o tres páginas no se me ocurrió la idea de proseguir mi relato e imaginé ese tipo de aventuras. Inventaba los hechos concretos a medida que escribía, y sólo excepcionalmente sabía lo que iba a ocurrir en el capítulo siguiente».

Ferlosio, cuarenta años después, en un artículo publicado en la revista  «Archipiélago» en 1997, dividía su obra escrita en tres «fases»: la de la prosa o de «las bellas páginas» (como él califica «Alfanhuí» ) («lo peor que puede pasarle a un escritor – decía– es convertirse en autor de «bellas páginas»); la del «habla» («quise divertirme con el habla: «El Jarama«), y finalmente, tras muchos años de gramática, con la «lengua». (Entre la «prosa» y el «habla» quizá estén las magníficas páginas que relatan el episodio de los babuinos mendicantes en «El testimonio de Yarfoz»).

Pero si en los primeros tiempos el ojo de este escritor seguía los rastros de su mano que esbozaban dibujos para encarnarse luego en  personajes de «Alfanhuí», en el caso de «El Jarama» el oído de Ferlosio tocaría  el eco de las palabras, reteniendo formas muy precisas como él mismo ha confesado. Teniendo que hacer el servicio militar en Marruecos, » todos mis conmilitones – dijo Ferlosio – eran, naturalmente, de las clases más modestas, y yo empecé a aficionarme con el habla popular. Ya conocía el habla rural extremeña, pero no las del resto de la antigua Corona de Castilla; una vez licenciado, empecé a hacer una lista de todo lo que recordaba del servicio, que se fue extendiendo muchísimo con toda clase de palabras, giros, «modismos«, construcciones o retorsiones sintácticas que yo apuntaba sistemáticamente. Estas larguísimas listas fueron la urdimbre sobre la que se tejió, incluso argumentalmente, «El Jarama«. Si hoy volviese sobre él, creo que podría señalar qué conversaciones fueron orientadas y a menudo inventadas de raíz sin más motivo que el de abrirle sitio a tal o cual ítem de mis listas. Todo estaba, así pues, al servicio del habla, aunque algunos han querido ver una «novela social», incluso llena de dobles intenciones antifranquistas, como no se qué loco que en la palabra «tableteo» usada por el ruido del tren (entonces todavía los trenes tableteaban, a causa de las juntas de dilatación de los carriles o de los vagones hechos de madera) descubrió una «metáfora» ¡de las ametralladoras en la Batalla del Jarama!».

Ojo, pues, al principio, oído atento, mano siempre cuidadosa para que la lengua brille y pueda encantar al lector.

(Imágenes: caricatura de Rafael Sánchez Ferlosio.-elpaís.com/ rincón del río Jarama)

EL MUNDO «UKIYO-E»

La exposición Ukiyo.e. Imágenes de un mundo efímero, que puede verse en la Fundación Caixa Catalunya. La Pedrera, en Barcelona, hasta el 30 de septiembre, nos lleva hasta el rostro de esos interpretes japoneses, las máscaras, por ejemplo, del actor Otani Oniji en la estampa trazada por Sharaku Toshusai hacia 1794,  los dedos de sus manos abiertos, las cejas levantadas, las pupilas profundas e hirientes. «Yo envidio – había dicho Van Gogh – , la extrema nitidez que hay en todas sus cosas. Los artistas japoneses consiguen una figura con algunos trazos seguros con la misma habilidad como si fuera algo muy simple». Es el mundo de las alegrías sencillas, pero también el de la fiesta y de los viajes, el mundo frágil y efímero de las danzas, los juegos, los paseos y la música, el mundo en que se ve a lo lejos el monte Fuji, el universo cruzado por los pasos de los peregrinos, las grandes barcas transportando las vidas, los pintores, las cascadas y los bosques. «Parezco un  monje y estoy cubierto del polvo de los siglos», había dicho el poeta Bashô en el XVll.

El mundo efímero de Ukiyo-e  nos lleva hasta Hokusai e Hiroshige, las visiones del monte, los animales, los insectos, el viento y la lluvia, los pétalos blancos y los árboles rojos, los movimientos de la breve vida de los hombres enmarcados en la naturaleza. Lo efímero de ese mundo japonés nos introduce en los teatros y  en el ficticio realismo de las pelucas y los maquillajes, el rumor de las sedas rozando los escenarios, las metamorfosis de los finos labios repintados, los ojos agrandados o diminutos, aquellas muecas que atraían los aplausos de la concurrencia, los gigantescos ademanes de los brazos amparando las sombras y el drama o la comicidad exasperados hasta la caricatura.

Ese es el mundo íntimo y maravilloso, el mundo de las calles estrechas y de la multitud asombrada ante el cortejo que pasa, el mundo de la realidad y los fantasmas, el mundo observado por los artistas y llevado con gran cuidado hasta dejarlo para siempre sobre la piel de las estampas.

(Imágenes: Sharaku Toshusai, retrato de actor,  hacia 1794.-du9.org/mujer peinándose.-sigantueillustration.org/ estampa de Shunsho Katsubara/

VISIÓN DE UN CABALLO

«El verdadero invitado es el caballo – escribe la poetisa y novelista norteamericana Elisabeth Bishop -. Sus arneses cuelgan sueltos como si fueran los tirantes de un hombre; los presentes le dicen cosas agradables; una de sus patas está doblada en dos de una manera inverosímil, con afectada cortesía, y se le ha desnudado la pezuña, pero a él no parece importarle. Los excrementos se amontonan detrás de él, repentina y limpiamente. También él se siente como en casa. Es enorme. Su grupa es como un globo terráqueo marrón y lustroso. Sus orejas son entradas secretas al infierno. Se dice que su testuz tiene el tacto del terciopelo y así es, con manchas de tinta esparcidas bajo el blanco lechoso del pelo y sobre el rosado de la piel. Alrededor de su boca hay restos de espuma reseca de un color verde intenso y translúcido como el cristal. También luce medallas en el pecho, y una en la frente, y ornatos más sencillos…, círculos de celuloide verde y azul superpuestos sobre las correas de cuero. Sobre las sienes lleva unas esferas de cristal transparente, como un globo ocular, que contienen las cabezas de otros caballos (¿sus sueños?), de colores vivos, reales y en relieve, aunque – lástima – intocables, sobre un fondo azul plateado. Sus trofeos cuelgan a su alrededor, y la nube de su olor es en sí misma una cuadriga.

Finalmente, se le frotan con alquitrán las cuatro patas, que brillan, y el animal expresa su satisfacción expeliendo ruidosamente vaho por sus orificios nasales, mientras retrocede entre las varas de su carro».

Esta página, que pertenece a su cuento «En el pueblo», publicado en 1955 en el New Yorker y recogido luego en el volumen «Una locura cotidiana» (Lumen), refleja la importancia que los sentidos tienen para la autora, de la que se dijo que «escribía poemas con la mirada de un pintor».

He hablado en Mi Siglo ,el 24 de enero de 2008,  sobre Elisabeth Bishop y sobre la «literatura de observación», algo tan importante para quienes desean escribir.

El caballo está ahí. Hay que observarlo. Hay que describirlo. Hay que aventurarse hasta llegar a  decir «sus orejas son entradas secretas al infierno«. Hay que observar todos los detalles y a la vez su conjunto. Como si este caballo fuera único y tuviéramos todo el tiempo del mundo para ser breves y precisos transmitiendo nuestra personal  visión.

Luego al caballo se le retiraría del taller de escritura y se le reemplazaría por una manzana, por ejemplo. (Como si fuera la única manzana del mundo). O por los ojos de una mujer. O  por una nube.

Después de la clase veríamos cómo nos vamos acercando poco a poco a ser muy personales en la escritura.

(Imagen: «Cabeza de caballo», de Siqueiros,  (estudio para el Mural «Maclovio Herrera», 1948). -redmexicana,com)

¿QUÉ HAY DETRÁS DE LA PINTURA?

¿Qué hay detrás de la pintura? Detrás de la pintura hay un hombre que muere poco antes de cumplir los treinta y siete años. Detrás de la pintura hay un decenio – de 188o a 1890 – en que la obra dejada por el pintor sobrepasa los 850 cuadros. Detrás de la pintura, de esos 850 cuadros,  hay un solo cuadro vendido por su hermano Theo el mismo año en que Van Gogh se suicida.  Detrás de la pintura – lo que no puede descubrir el haz de rayos X y el acelerador de partículas que han medido la fluorescencia de las capas de esa pintura misma  – existe un apasionado del arte, un buscador incesante del color, un hombre al que un nuevo cuadro le llama cada amanecer. Detrás de la pintura – a donde no ha podido llegar ese procedimiento utilizado que permite indentificar pigmentos de forma individual como acaba de hacerse en la Universidad de Tecnología de Delft (Holanda)- está un hombre solo, autor de las «Cartas a Theo» (Península), uno de los libros más estremecedores en la historia del arte.

» Vincent van Gogh  tiene muchos más motivos –se diría que puede tener todos los motivos– para desalentarse de cuanto hace. Ese único cuadro vendido en vida, esa ausencia total de comunicación del artista con el público (más precisamente en su caso, cuando se ha dicho y repetido cómo naturalezas, casas, muebles, objetos, figuras de sus cuadros están viviendo de tal modo que el espectador se hace partícipe activo y no contemplador pasivo de su obra), una opresión acuciante de los asaltos de la enfermedad y de las preocupaciones por cuantas atenciones económicas le dispensa su hermano Theo y a las que Vincent comprueba que no puede correspon­der vendiendo su pintura¼ Las causas del desaliento, en fin, en este artista pueden ser numerosas. Pues bien: su desánimo va y viene entrelazándose a su ánimo, y sus imprecaciones en momentos de cansancio en la lucha se alternan con declaraciones de fe y de firmeza en sí mismo, en su camino, en su tarea y hasta en su técnica.

          «No renuncio a la idea que tengo sobre el retrato, pues defender esa idea es muy importante, enseñarle a la gente que lleva dentro algo más que lo que la fotografía con su aparato puede sacar», escribe desde Anvers en 1885, para mostrar su atención unas líneas después a qué es lo que se vende: «Los marchands dicen que lo que se venden mejor son las cabezas y las figuras de mujeres. En fin, sea lo que sea, yo quiero a toda costa seguir adelante, quiero ser yo mismo. Y es que siento en mí la obstinación y estoy por encima de lo que la gente pueda decir de mí y de mi obra». Tiene en ese momento treinta y dos años. En enero de 1886 se inscribe en la Academia de Bellas Artes de Anvers, donde tras una corta estancia tormentosa decide abandonarla: «Debo decirte también que, aunque me acostumbre, las críticas de los de la Academia suelen resultar insoportables, porque decididamente siguen siendo desagradables. Sin embargo, busco sistemáticamente evitar las disputas, y prosigo tranquilamente mi camino. Me parece que estoy en vías de encontrar lo que busco» , escribe a punto de irse a París. Desde la capital de Francia confiesa, en el verano de 1887: «Me siento triste de pensar que, aun en caso de éxito, la pintura no compensará los gastos.» Y en la misma carta añade con despecho: «Yo siento pasar el anhelo de casamiento y de niños, y en ciertos momentos estoy bastante melancólico de estar como estoy a los treinta y cinco años, cuando me debería sentir completamente distinto. Y algunas veces se lo reprocho a esta sucia pintura. Y me sucede sentirme ya viejo y fracasado y, sin embargo, lo bastante enamorado todavía para no estar entusiasmado por la pintura. Para triunfar se necesita ambición, y la ambición me parece absurda». Ánimos y desánimos del artista» en «El artículo literario y periodístico. Paisajes y personajes») (Eiunsa, 2007, págs 295-296)

Detrás de la pintura hay esta frase: «Creo que la vida es muy corta y pasa muy rápidamente; entonces, siendo pintor hay que pintar, por lo tanto». Detrás de la pintura,  en Van Gogh se descubre: «Todavía una vez más, es paciencia lo que me hace falta en este caso, y perseverancia«.

Todo eso hay detrás de la pintura.

(Imágenes: «Parche de hierba» (1887), Van Gogh, propiedad del Museo de Kröller-Müller, donde se advierte el retrato descubierto bajo la pintura.-elmundo.es/ Van Gogh, Autorretrato del verano de 1887, con sombrero de fieltro.-Rijksmuseum, Amsterdam.-indexarte.com)

«LA NARIZ» DE GÓGOL

El día 10 de julio escribí en Mi Siglo sobre Hoffman y la  mágica invención. Comentaba «El puchero de oro» y me refería a 1813. Veintidós años después, en 1835, el escritor ruso Nicolás Gógol  publica La nariz dentro de los Cuentos de San Petersburgo (en donde también aparece  su celebérrimo El abrigo) y  da un salto imaginativo enormemente audaz, adelantándose más de un siglo a las aperturas fantásticas de un García Márquez.  Hoffman lograba la mágica invención en la literatura alemana  y Gógol  la conseguía  en la literatura rusa. El relato de Gógol es sencilla y simplemente la desaparición súbita de una nariz.

    » Iván Yakovlevich, por razón de decencia – escribe Gógol -, se puso el frac sobre la camisa y, habiendo tomado asiento a la mesa, echó sal, preparó dos cabezas de cebolla, tomó el cuchillo y, después de hacer una mueca significativa, se dispuso a cortar el pan. Una vez que hubo partido el pan en dos pedazos miró al centro y, con asombro, vio algo que brillaba. Iván Yakovlevich lo limpió cuidadosamente y lo examinó con los dedos.

     ‑¡Está duro! ‑se dijo‑ ¿Qué podrá ser?

     Metió los dedos y se quedó helado: ¡una nariz!…; sus manos se apartaron, empezó a frotarse los ojos y a tocarla: una nariz, en efecto, una nariz, y hasta le parecía que fuese de un conocido. (..) sabía que la nariz era del asesor colegiado Kovalev, a quien afeitaba los jueves y domingos.»

Y Gógol, tras describir cómo el asustado barbero Iván Yakovlevich se desprende de la nariz arrojándola al río, pasa a contar con toda naturalidad lo que le sucede a su vez al mayor Kovalev, que se ha quedado sin nariz:

     «Así el lector podrá juzgar ya la situación de este mayor cuando se encontró en vez de su nariz, bastante aceptable y regular, por otra parte, con un estúpido sitio liso y plano.

     Como, por desgracia, no hubiera ni un cochero en la calle y se viese obligado a ir a pie, se envolvió la cara en su capote, y, con el rostro cubierto con el pañuelo, al verlo daba la impresión de que tenía sangre.

     “A lo mejor me lo ha parecido a mí así: no es posible que haya perdido la nariz tontamente”, pensó, y de modo intencionado penetró en una confitería con objeto de mirarse en un espejo..»

Y Gógol prosigue impertérrito describiendo las andanzas del mayor Kovalev por la ciudad:

    » (…) De pronto se halló como enterrado a la puerta de una casa; en sus ojos tuvo lugar un fenómeno inexplicable: ante un portal se detenía un coche, se abrió la puerta y saltó fuera y se inclinó un señor vestido con uniforme, subiendo con presteza las escaleras. ¡Cuál no sería el terror y, al mismo tiempo el asombro de Kovalev, cuando se dio cuenta de que era su propia nariz! A la vista de ese espectáculo extraordinario le pareció que todo daba vueltas ante sus ojos; sintió que apenas podía tenerse en pie; pero se dispuso a esperar su vuelta al coche, pasara lo que pasara, aunque temblaba como febril. Dos minutos después salió la nariz, en efecto. Iba con uniforme bordado de oro, con el cuello levantado, llevaba pantalones de gamuza y una espada al costado. Por el sombrero podía deducirse que tenía el rango de consejero de Estado. Podía suponerse que iba de visita. Miró a ambos lados y gritó al cochero: “¡En marcha! «. Se sentó y partió.«

Esto está escrito en la primera mitad del siglo XIX, como también en esa primera mitad del siglo escribe Hoffman su mágica invención. Gógol se explaya aún más : cuenta cómo esta nariz se pasea en carroza por la ciudad de San Petersburgo con uniforme de gran funcionario. El consejero Kovalev trata en vano de convencer a la nariz para que vuelva a su sitio pero no lo consigue. La audacia del escritor ruso es asombrosa y  admirable. Nabokov, en su estudio sobre Gógol (Littera), recuerda en este escritor  «el leitmotif nasal a lo largo de toda su imaginativa obra y resulta difícil –dice –  encontrar a cualquier otro autor que haya descrito con tanto entusiasmo olores, estornudos y ronquidos (…) Las narices gotean, las narices se mueven de forma nerviosa, a las narices se las toca cariñosa o groseramente; un borracho intenta serrar la nariz de otro; los habitantes de la luna (así lo describe un loco) son Narices. El hecho de si «la fantasía engendró la nariz o la  nariz engendró la fantasía» no es esencial. Considero más razonable olvidar que la exagerada preocupación de Gógol por las narices se basaba en el hecho de que la suya fuese anormalmente larga y tratar el olfativismo de Gógol  – e incluso su propia nariz  – como una estratagema literaria relacionada con el amplio humor de las fiestas en general y con el humor nasal ruso en particular.Nosotros estamos alegres de narices o tristes de narices. El despliegue de alusiones nasales que tiene lugar en una famosa escena del Cyrano de Bergerac de Rostand no es nada comparado con los cientos de proverbios y dichos rusos que giran en torno a la nariz. Gógol había descubierto nuevos olores en la literatura (que llevaron a un nuevo «escalofrío«). Como reza un dicho ruso, «el hombre con la nariz más larga ve más allá»; y Gógol veía con sus narices».

De cualquier modo, un ejemplo más de que la mágica y prodigiosa invención en la literatura se remonta siglos atrás, camino arriba de las novelas y de los cuentos y que en absoluto es propiedad del siglo XX. 

(Imágenes: Marc Chagall, «Homenaje a Gógol«.-moma.org/retrato de Gógol.-centros5.pntic.mec.es/ representación teatral de «La nariz»/ escena de «El inspector«, otra de las obras de Gógol.-escenicas.univable.edu.com)

COLORES EN DELACROIX

Las mezclas de colores en Delacroix son las que han fascinado a muchos pintores. Leo en su Diario  (Centauro, México),  en la entrada correspondiente al 11 de junio de 1856: «Los claros de la Medea, de su mejilla, de su garganta, del torso, etc, basados en el tono de tierra de sombra blanca y laca amarilla con blanco y laca. El cadmio con tonos quebrados domina en la localidad; pocos tonos rojos, sin embargo, algo de tonos de marrón rojo, blanco con laca amarilla y tierra de sombra y blanco (Esta última combinación es excelente para muchas localidades un poco oscuras).

Para el tono verde rosa caliente de la mejilla en una mujer fresca y morena: cadmio y blanco, amarillo zinc claro y verde esmeralda, blanco y laca o bermellón y blanco, según el efecto;el blanco y verde esmeralda, que es un verde frío, se une bien con éstos. Sustituyendo el ocre y blanco al cadmio, se tienen localidades de sujetos más oscuros: el bermellón y blanco concierta con el zinc amarillo y verde. Una mezcla de todos estos tonos hace una localidad de carne excelente».

Un año después, en 1857, la gran sensibilidad de Delacroix  descubrirá los matices del color en un día cualquiera. «Una de estas mañanas -escribirá en su  Diario el 4 de noviembre -, mientras estaba al sol en mi galería, he notado el efecto prismático de la cantidad de pequeños pelos de tela de mi vestido gris. Todos los colores del arco iris brillaban en ella como en un cristal o en un diamante. Cada uno de los pelos, por ser brillante, reflejaba los colores más vivos, que cambiaban a cada movimiento mío; cuando no hay sol, no nos damos cuenta de ese efecto».

Pero los colores no permanecen en sí mismos en el caso de Delacroix. A través de ellos el pintor medita sobre el sentido de la vida. A los 24 años, en 1822, escribe el 12 de octubre: «Acabo de ver brillar a Orión en el cielo, en medio de nubarrones negros y de un viento tempestuoso. He pensado primero en mi vanidad, en comparación con esos mundos en suspenso; después he pensado en la justicia, en la amistad, en los sentimientos divinos que se hallan grabados en el corazón del hombre, y sólo he encontrado grande en el universo a él y a su creador. Esta idea me llama la atención. ¿Es posible que no exista? ¡Qué!, el azar, combinando los elementos, ¿habría hecho que naciesen las virtudes, reflejos de una grandeza desconocida? Si el azar hubiese construido el universo, ¿qué significarían conciencia, remordimiento y abnegación?».

El Diario de Delacroix mezcla continuamente colores y pensamientos. Esta mezcla le lleva a audacias en el arte y a reflexiones como ser humano. Acaso por eso muchos pintores han quedado atrapados en sus combinaciones y a  muchos lectores  ( que jamás pintarán) estas páginas les han hecho pensar.

(Imágenes:Delacroix,»Autorretrato a los cuarenta años», Louvre.-foro artehistoria.net/»Mujeres de Argel en habitaciones», Louvre.-flickr/ «La barca de Dante», Louvre -flickr)

«HAPPENING» DE NUBES

Hace ya meses – exactamente el 5 de noviembre de 2007 – transcribí en Mi Siglo unas palabras de la poetisa polaca Wislawa Szymborska que cantaba  a las nubes y cuyas frases ahora vuelvo a citar: «Las nubes son una cosa tan maravillosa, un fenómeno tan magnífico que se debería escribir sobre ellas. Es un eterno «happening» sobre el cielo, un espectáculo absoluto: algo que es inagotable en formas, ideas: un descubrimiento conmovedor de la naturaleza». Comenté en otro lugar cómo cuatro siglos antes, en 155o, Vasari relata en sus «Vidas de grandes artistas» cómo el pintor Piero di Cosimo se paraba al observar manchas en las paredes, «imaginando que allí veía combates de caballos y las más fantásticas ciudades y extraordinarios paisajes nunca contemplados». Y Vasari añade: «Él abrigaba las mismas fantasías acerca de las nubes». («El ojo y la palabra».-Eiunsa.-pág 78-79)

Las nubes siempre han sido objeto de las miradas de escritores y artistas, y ahora las nubes vuelven como observación y contemplación  en las frases del  gran escritor yugoslavo, Predrag Matvejevic, nacido en Mostar en 1932,  de padre ruso y madre croata, profesor de literaturas comparadas en la Sorbona, autor de «Breviario mediterráneo» (Destino), un delicioso y sabio libro ahora reeditado y prologado por Claudio Magris que nos lleva en diálogo perpetuo con lo animado y lo inanimado del gran mar, cartografía de mapas singulares, coloquio con  vientos,  faros,  litorales, conversación con las gentes y, por supuesto, reflexión y consideración sobre las nubes. «El fenómeno de las nubes, que también suele estar relacionado con los vientos y las olas – dice Matvejevic  -, entra dentro de la competencia de los meteorólogos, tal vez más de lo necesario. Ellos las han clasificado y denominado, según su forma, aspecto o efecto. De las nubes se ocupa la literatura también, sobre todo la poesía: las nubes navegan por el cielo como los navíos en alta mar, se alzan sobre el mar o lo envuelven como capas, unas veces son pesadas y oscuras y causan inquietud, otras son ligeras y transparentes, y traen alegría, hasta felicidad. Al amanecer, en el mar, no se distinguen del alba; al anochecer forman parte del crepúsculo. No es lo mismo mirarlas desde un barco que desde la costa. Los marineros se preocupan por su forma y su número, qué viento las lleva y adónde, qué viene detrás de ellas. La gente experimentada deduce de su aspecto qué tiempo hará, saca múltiples pronósticos. Las nubes constituyen el núcleo de charlas y disputas a lo largo del Mediterráneo«. La Premio Nobel polaca  Szymborska le había retado al periodista que la entrevistaba: «Intente imaginarse el mundo sin nubes». No es posible. Como un  mundo sin vientos o sin olas. Como un  mundo sin mar. «El mar – ha dicho también Matvejevic,  que lo ha recorrido amorosamente – es una lengua antiquísima que no alcanzo a descifrar. El mar es absoluto, sus dimensiones relativas. Cuanto más podamos conocer de este mar, menos lo vemos para nosotros solos: el Mediterráneo no es un mar de soledades».

(Imágenes: nubes.-derecho.uchile.cl/yunphoto.net/ elabra.org)

HOPPER

Nunca se sabe con la pintura de Hopper si él ha llegado antes con sus pinceles o han llegado antes sus historias. Las historias de las casas y de los hombres atraviesan ciudades y calles hasta posar su soledad en paisajes urbanos, en decorados interiores o en espacios que parecen islas de conversaciones o de miradas. El relato y la pintura se cruzan contándonos la pintura su relato y sugiriendo cada relato su propia pintura. Nunca se sabe quién ha llegado antes, si nosotros con nuestra historia que Hopper pinta o Hopper con la historia que pinta y cuya escritura leemos nosotros. Lo cierto es que, como tantas otras veces, las artes mantienen  esa correspondencia secreta en la que los hilos de la música se entrelazan con los de la literatura y éstos se trenzan con los de la pintura. Las palabras también. Sobre determinadas novelas se habla de «claroscuro». «virtuosismo»,»polifonía» o «contrapunto», como también se alude a su «arabesco», su «textura» o su «variación». Vocablos del lenguaje musical  se deslizan entre los párrafos de una crítica literaria  y el camino también se hace al revés. Así ocurre de uno o de otro modo en los cuadros de Hopper. ¿Quién vive en esas casas aisladas que él pinta y que fueron aprovechadas luego en el cine por Hitchcock o por David Lynch? ¿De dónde vienen o a dónde van  esas mujeres solas,  sentadas sobre la colcha de una cama o absortas en el silencioso rincón de un café   ensimismado? ¿Qué piensan, de qué se lamentan sin decirlo? ¿ Están dándole vueltas al pasado o al futuro? Todo eso son historias que sólo la protagonista sabe y que el escritor inventa observando mientras observa cómo se desarrolla a su  vez  su invención. Entonces Hopper entra. Pinta. ¿ O ha  llegado él  primero y lo que nos cuenta es lo que aún no habíamos contemplado?

Ahora se acaba de publicar un estudio sobre todo esto –Hopper, por Mark Strand (Lumen) -y de nuevo se habla de ese singular fenómeno de los vasos comunicantes entre las artes. «La poesía – se dijo ya hace tiempo – debería producir una semejanza a través de la imaginación, o bien un retrato que provoque en  el ojo una representación visible de la cosa que describe y pinta en su cuadro». Estamos entonces ante la descripción exquisita de la realidad física – esa casa junto a las vías del tren, un faro solitario, una mujer aislada -y todo ello para evocar una imagen en la mente tan intensa como si el objeto descriptivo estuviera frente al lector. Eso nos ocurre con Hopper. Strand habla de que sus cuadros nos invitan a construir un relato. Y nos tienta mucho el poder comenzarlo. ¿Por qué no ponerle nombre y apellidos a estos personajes? ¿Cuáles son sus vidas? Avanzaríamos en unas existencias que apenas son esbozadas y que nos sugieren nudos de historias. Estaríamos  en ese universo de las artes que dialogan entre sí, cercanos de algún modo a esos creadores múltiples que  tantos recuerdos nos han dejado.  Hay que pensar en el Lorca de los dibujos y la poesía, en Dalí (pintura y escritos), en Alberti (nuevamente dibujos y poemas), y si nos remontamos río arriba,  figuras de esa multiplicidad de «vocaciones dobles» como las de E.T.A. Hoffman,  y aún más arriba, Miguel Ángel.

(Imágenes: Hopper.-int. org/ Hopper: tate. org.uk)

VOLLARD

«La culminación del arte – le explicaba Cézanne a Ambroise Vollard – es el rostro». Los recuerdos que ahora se publican «Ambroise Vollard: escuchando a Cézanne, Degas y Renoir» (Ariel), nos relatan las confidencias del célebre marchante que apostó no sólo por esos tres grandes pintores sino también por Gauguin, Bonnard, Matisse o Picasso. Para pintar el retrato de Vollard, Cézanne colocaba en medio del taller una silla dispuesta sobre una caja, que a su vez se encontraba elevada mediante cuatro soportes muy deficientes. «¡Yo mismo he preparado la silla para el posado! -le decía al modelo realmente asustado – Oh, no corre el menor peligro de caerse, señor Vollard, mientras conserve el equilibrio. ¡Además, cuando uno posa, no lo hace para moverse!».

Las sesiones comenzaban a las ocho de la mañana y se extendían hasta las once y media. Duraron ciento quince días. Uno de esos días, la inmovilidad de Vollard sobre la silla y encima de la caja le fue conduciendo al sueño y su cabeza, inclinada sobre un hombro, perdió la noción de donde estaba, el equilibrio dejó de existir y la caja y el modelo se precipitaron al suelo
«¡ Destroza usted la pose! – le increpó Cézanne -. Se lo digo de verdad: hay que aguantar como una manzana ¿Acaso se mueven las manzanas?
Cuenta igualmente Vollard que Cézanne usaba unos pinceles muy ligeros, que parecían de marta o de turón y que lavaba después de cada toque en un recipiente lleno de esencia de trementina. Tuviera la cantidad de pinceles que tuviera, los utilizaba todos durante la sesión. No pintaba pastoso, sino que ponía una tras otra unas capas de color tan finas como toques de acuarela, y el color se secaba al instante: así no había que temer – continúa Vollard – ese proceso interior de la pasta que produce grietas al pintar sobre una capa que no está seca del todo.

Fue Vollard retratado también por Renoir. Deseaba el marchante ser pintado en una armonía azul y cuando así se lo pidió al pintor, éste le contestó: «Lo haré cuando tenga usted un traje de un tono azul, que me diga algo; ya sabe, Vollard, ese azul metálico con reflejos de plata». Renoir – sigue contando Vollard – siempre «atacaba» su tela sin la menor prueba aparente de distribución. Todo eran manchas y más manchas, y súbitamente, unas pinceladas que hacían que «saliera» el tema. Hasta con unos dedos sin vida – concluye – llegaba a hacer como antaño una cabeza en una sesión. ( Y recuerda cómo Renoir se había enfrentado con el retrato de Wagner. El músico, que estaba ocupado en terminar la orquestación de Parsifal y que se negaba a ver a nadie, aceptó que Renoir comenzara a pintarle: «¡Sólo puedo concederle media hora!», le dijo, y tras posar veinticinco minutos se levantó bruscamente: «¡Ya basta! Estoy cansado». «Pero yo había tenido tiempo de terminar mi estudio, que a continuación vendí a Robert de Bonnières«, señaló Renoir triunfante.
Singulares historias que cuenta Vollard sobre el retrato. Esa evolución que a veces va en contra del buen parecido. No puede olvidarse la frase de Picasso repintando la cabeza de Gertrude Stein para concederle la apariencia de una máscara basada en las obras del medievo español y la antigua escultura ibérica. A quienes se quejaron de su falta de parecido, les dijo: «Todo el mundo piensa que no se parece en nada a su retrato, pero no importa, al final acabará pareciéndose».
(Imágenes:Cézanne, «Retrato de Ambroise Vollard», z.about.com arthistory/ Renoir, «Retrato de Ambroise Vollard», wikimedia.org/ Picasso, «Gertrude Stein», metmuseum.org)

TRABAJO Y PACIENCIA (2)

-¿Cómo consiguió trabajar durante cuatro veranos en un último piso de Torres Blancas (uno de los edificios más altos de Madrid en su época)?.- le preguntan hoy a Antonio López en una entrevista en «El Mundo».

– Era la vivienda de un pariente de la familia Huarte. Este familiar me comentó las hermosas vistas que tenía de Madrid desde su vivienda. Recuerdo que fui a la casa un atardecer junto con Julio Muñoz. En el momento en que salí a la terraza y vi esa hermosa vista me subí a un tablero y allí me instalé.

-¿Cómo fue el proceso creativo?
-Es una pintura que está realizada íntegramente al natural. Pero al intentar captar la luz del atardecer debía pintar durante ese instante. Llegaba tres horas antes de ese momento para dibujar sobre el cuadro. Cuando pintaba con óleo debía tener cuidado con la incidencia de la luz solar en los objetos. Disfruté muchísimo. Para mí fue más un diálogo que establecí con el sol, la luz y los objetos.
Creo que no hay que decir nada más sino transcribir. La espera de la luz, la cita con la luz, el tablero, la paciencia y el enamoramiento.
(Imágenes: Antonio López, explicando su trabajo en una de las terrazas de Madrid/ La Gran Vía, otro de los cuadros de Antonio López.)

TRABAJO Y PACIENCIA


“”No hay medida con el tiempo – escribió Rilke -; no sirve un año, y diez años no son nada; ser artista quiere decir no calcular ni contar; madurar como el árbol, que no apremia su savia, y se yergue confiado en las tormentas de la primavera sin miedo a que detrás pudiera no haber verano. Pero lo habrá sólo para los pacientes, que están ahí como si tuvieran por delante la Eternidad, de tan despreocupadamente tranquilos y amplios. Yo lo aprendo diariamente, lo aprendo entre dolores, a los que estoy agradecido. ¡La paciencia lo es todo!”.

Madrid desde Torres Blancas“, el óleo sobre tabla de Antonio López que acaba de ser subastado en Christie`s por 1,74 millones de euros – por encima de Barceló o de Tapies – es una prueba más de la gran paciencia en el trabajo. Pintado entre 1976 y 1982, la luz del sol cayendo ya sobre Madrid lo estaba haciendo puntualmente a las 21,4o de los días 21 de abril, 21 de mayo, 21 de junio, 21 de julio y 21 de agosto. Unas marcas a lápiz descubiertas en el borde del cuadro señalan las cuentas que iba haciendo el pintor mientras trabajaba. Marcas que ya hizo hace años sobre la corteza del membrillo. La luz también caía entonces a una determinada hora, en el determinado día de un mes determinado. La paciencia esperaba con el pincel. Víctor Erice lo reflejó en una hermosa película y el membrillo se dejaba acariciar por el arte para pasar de ser fruta a pintura. Era el recuerdo de Antonio López con su cita anual con la luz. Recordaba la luminosidad del año anterior y esperaba igual que espera un hortelano un tono cárdeno en el horizonte. Rilke volvía a pasar una vez más con sus consejos a un joven poeta: “Tampoco basta que se tengan recuerdos. Es preciso poderlos olvidar, cuando son muchos, y es preciso tener la gran paciencia de esperar a que vuelvan. Porque los recuerdos mismos aún no son eso. Sólo cuando se hacen sangre en nosotros, mirada y gesto, sin nombre, y ya no distinguibles de nosotros mismos. Sólo entonces puede ocurrir que en una hora muy extraña brote en su centro la primera palabra de un verso y parta de ellos.”

(Imágenes: “Madrid desde Torres Blancas” de Antonio López, elmundo,es/ “El sol del membrillo” de Víctor Erice)

SEA O NO DE GOYA


Sea o no de Goya, cuando el coloso avanza entre las nubes, enfrenta sus puños a la niebla y rasga el día que empieza, sus gruesas piernas emergiendo en la noche, la realidad quizá esté en ese torso de ese gigante o quizá en cambio en ese huir de toros y carretas espantados del coloso que arrasa, muslos, brazos y barba amenazando el aire.

¿Dónde está la realidad? Sea o no de Goya, la pincelada suelta y despeinada, las formas de las sombras, la intensidad de tintas, mezclan en el pintor realismo y fantasía. ¿La irrealidad está en las nubes? ¿La realidad está en esas caravanas y ganados desperdigados, aterrorizados, buscando una salida, despeñándose casi?

Sea o no de Goya, la aparición ha entrado en el sueño del pintor, la pesadilla ha levantado todo su cuerpo humano, ha echado a andar la imaginación, el pintor no sabe si el andar de las piernas poderosas son los pasos del país de los gigantes o toda la medida del hombre está en ese escapar despavorido ante el enigma, ante el desconocido mundo.

Sea o no de Goya, uno de esos dos universos quedará. O seguirá avanzando el primero de los colosos de la tribu aplastando cuanto de humanidad quede, o seguirán viviendo esas caravanas trashumantes nada más se disuelva su pesadilla.

Sea o no Goya, acaba de empezar el día y habrá que esperar.

(Imagen: «El coloso», que figura en el inventario de las obras de Goya de 1818 con el número 18 y lleva por título «Un gigante».- Museo del Prado.)

MIRÓ Y LA TIERRA LABRADA

-Me levanto todos los días a las ocho – le dice Joan Miró a Georges Raillard paseando por el estudio -, me baño y bajo aquí, al taller Sert, donde trabajo hasta la hora del desayuno. Luego continúo hasta las dos. Como, descanso veinte minutos e inmediatamente vuelvo aquí, al trabajo. Por la tarde reviso lo que he hecho por la mañana y preparo el trabajo del día siguiente. Pero la hora en que más trabajo es muy temprano, a eso de las cuatro de la mañana. Trabajo sin trabajar. En la cama. Entre las cuatro y las siete me entrego completamente a mi tarea. Después vuelvo a dormirme, entre las siete y las ocho. Casi siempre es así.

Trabajo absolutamente solo. Sobre todo, que no haya nadie. Nunca. Nadie entra en el taller cuando estoy trabajando. Mientras trabajo no miro el paisaje, que es magnífico. Hay pocas ventanas y corro las cortinas. Nada, nada. Lo que me excita es eso: esa manchita blanca en el suelo. Hay quien se hace leer poemas mientras trabaja, textos, no sé qué. En mi caso está absolutamente descartado. Es esa mancha blanca lo que constituye para mí un estímulo excitante, aquella roja, esta negra.(…) Un día me preguntaron si tenía ayudante para limpiar los pinceles. Desde luego que no. No puedo. Por otra parte, ahora trabajo muchas veces con los dedos. Hundo los dedos en la pintura, en las tintas litográficas. Así, así es como pinto. (…) Por ejemplo, la huella de mi mano. Para hacer las huellas de la mano empiezo por poner negro sobre la tela, y después meto la mano dentro, así; pero la mancha negra que me ha servido de apoyo se va a convertir en otra cosa. Por eso le dije que es el punto de partida lo que me gusta. Por ejemplo, he puesto allí esa mano, pero es preciso que quede allí. De pronto, es necesario que no esté.
Pienso en todo esto mientras visito la exposición «Miró: Tierra» en el Museo Thyssen de Madrid. El pintor de las estrellas no está aquí. Está la tierra labrada como un hortelano, la tierra alejada de los campos siderales, especialmente la tierra de Mont-Roig, entre 1918 y 1923. «Sí – le diría un día a Yvon Taillandier -, trabajo como un hortelano o como un vendimiador. Las cosas llegan lentamente. Mi vocabulario de formas, por ejemplo, no lo descubrí de pronto. Se formó casi a mi pesar. Las cosas siguen su curso natural. Crecen, maduran. Hay que injertar. Hay que regar, como con la ensalada. La cosa madura en mi espíritu. De modo que trabajo siempre en muchas cosas a la vez. E incluso en campos distintos: pintura, grabado, litografía, escultura, cerámica.(…) Para mí, un objeto es algo vivo: este cigarrillo, esta caja de cerillas contienen una vida secreta, mucho más intensa que algunos humanos. Cuando veo un árbol recio recibo una impresión, como si fuera algo que respirase, que hablara. Un árbol es también algo humano.(…) Trabajo en un estado de pasión y arrebato. Cuando comienzo una tela, obedezco a un impulso físico, la necesidad de lanzarme; es como una descarga física. Naturalmente, una tela no puede satisfacerme enseguida. Y al principio siento ese malestar que le he descrito. Pero como soy muy peleón en esas cosas, entablo el combate. Es un combate entre yo y lo que hago, entre yo y la tela, entre yo y mi malestar. Este combate me excita y me apasiona. Trabajo hasta que cesa el malestar.»
Es la tierra labrada del artista que aquí mira especialmente a la tierra de Mont-Roig, en Cataluña. «Aquel paisaje – ha confesado Miró en alguna ocasión – me produjo enorme impacto. Mi padre, que era muy estricto, me consintió al fin que me dedicara a la pintura. Por las tardes, de tres a cinco, iba a la escuela Galí, y de siete a nueve, al Círculo Sant Lluc. De cinco a siete, tomaba apuntes a lápiz por calles y cafés. Galí me enseñaba a pintar. Tomaba un mechero, y con los ojos cerrados, realizaba el proceso de palparlo para tratar de reproducirlo luego en el papel sin tenerlo delante. Claro que también la pintura románica del Parque de la Ciudadela era mi obsesión. Todavía hoy voy a Montjuich. Me apasiona, pero tambien es cierto que no veía del todo el color. Recuerdo que, pintando patatas, apuntes que todavía conservo, fue como aprendí a crear rayos de color que iban venciendo la enorme dificultad del ejercicio».
(Fotos: «Tierra labrada» (1923-1924), Museo Guggenheim de Nueva York, estos días en el Thyssen de Madrid- eshock.com/ taller de Miró/ Joan Miró.)

CÉZANNE Y HOKUSAI


– Por mucho tiempo carecí del poder y del saber para pintar la Sainte-Victoirele dice Cézanne a Joachim Gasquet mientras pasean despacio por el campo -, porque imaginaba la sombra cóncava, como los otros, que no miran, mientras que, fíjese, es convexa, verdad, huye de su centro. En lugar de adentrarse, se evapora, se fluidifica. Participa, toda azulada, en la vibración ambiente del aire. Como allí, a la derecha, en el Pilon du Roi, ve usted, al contrario, que la claridad se mece, húmeda, espejeante. Es el mar… Eso es lo que hay que expresar. Eso es lo que hay que saber. Ése es el baño de ciencia, podríamos decir, en el que hay que sumergir la placa sensible propia. Para pintar bien un paisaje, debo descubir en primer lugar las capas geológicas. Piense que la historia del mundo data del día en que dos átomos se encontraron, en que dos torbellinos, dos danzas químicas, se combinaron. Veo subir esos grandes arcos iris, esos prismas cósmicos, ese alba de nosotros mismos por encima de la nada, me saturo con ellos leyendo a Lucrecio. Bajo esa fina lluvia respiro la virginidad del mundo. Un agudo sentido de los matices me excita. Me siento coloreado por todos los matices del infinito. En ese momento mi cuadro y yo ya sólo somos uno. Somos un caos irisado. Vengo ante mi motivo y me pierdo en él. Sueño, vagabundeo. El sol me penetra, sordo, como un amigo lejano, que reanima mi pereza, la fecunda. Germinamos. Cuando vuelve a caer la noche, me parece que no pintaré y que nunca he pintado.

Estamos andando por este camino que va desde 1890 a 1905, camino de calidad cromática y descomposición de la perspectiva espacial, camino en el cual el motivo de la montaña se repite, Cézanne no puede abandonar ese motivo, es superior a él, el imán de la montaña le atrae y la pintará numerosas veces, algo tiene el vientre de esa montaña que impulsa al pintor a volverla a pintar incesantemente, a dar tonos más cálidos que parecen acercar el panorama mientras las entonaciones frías de los primeros planos parecen retroceder hacia el fondo.

– Necesito conocer la geología –le sigue diciendo Cézanne a su amigo Gasquet -, cómo se enraíza Sainte-Victorie, el color geológico de las tierras, todo eso me emociona, me vuelve mejor. Cuando no se pinta sin vigor, sino de forma tranquila y continua, no puede dejar de brindar un estado de clarividencia, muy útil para orientarnos con firmeza en la vida. Todo se sostiene. Entiéndame bien: si mi tela está saturada de esa vaga religiosidad cósmica que me emociona, que me vuelve mejor, irá a tocar a los demás en un punto tal vez que ignoren de su sensibilidad. Necesito conocer la geometría, los planos, todo lo que mantiene mi razón recta. ¿Es cóncava la sombra?, me he preguntado. ¿Qué es ese cono allá arriba? Fíjese. ¿Luz? He visto que la sombra sobre Sainte- Victoire es convexa, está inflada. Usted lo ve igual que yo. Es increíble. Es así…(Joachim Gasquet: «Cézanne: lo que vi y lo que me dijo».-Gadir.)

Caminamos ahora más de cincuenta años antes, de 1823 a 1834 por los senderos de Japón. El vientre y las laderas del monte Fuji fascinan a Hokusai de tal forma que entre 1823 y 1829 pintará las «Treinta y seis vistas del Fuji» y en 1834 aparecen las «Cien vistas del Fuji». El agua, el viento, la lluvia, las cascadas, los puentes, la nieve, las primeras flores de los cerezos, el invierno y el repliegue de la naturaleza, la levedad de los árboles, la contemplación de un mundo flotante serán el imán que atraiga el pincel de Hokusai hasta hacer que el Fuji sea el motivo obsesivo, aunque el japonés no lo llame así.

Secretos que no se sabrán nunca, repeticiones permanentes en pinturas de Oriente y Occidente. Las dos montañas estaban ahí antes de que naciesen los dos pintores. Miraba cada una de las montañas a un pintor, dejándose mirar por él y haciendo que el pintor la mirase tan obsesivamente que se pusiera enseguida a pintarla como si hubiera que fijarla para siempre.

(Fotos: Cézanne: montaña de Sainte-Victoire; Hokusai: vista del monte Fuji.)

LA EDAD TERCERA

¿Qué le está diciendo el anciano a su nieto en esa tabla de Doménico Ghirlandaio que estos días viaja desde el Louvre al Prado y ante la que me he detenido?.

En pleno siglo XV -1480- la mirada entre las edades es la misma, siempre cargada de comunicación y de ternura: la tercera edad se queda pensativa y la primera la mira y admira para ver qué le dicen de la vida.

No puede imaginar la edad tercera lo que va a ocurrir siglos después. El tiempo alargará los quehaceres. Goethe escribirá su gran obra a los 82 años, Cervantes acaba el Quijote a los 68, Tiziano pinta su último cuadro a los 98, Miguel Ángel termina frescos a los 71, Verdi compone obras célebres a los 74, Haendel escribe otra gran obra suya a los 72. No puede decirle todo esto el anciano a su nieto. Le mira sabiendo que ese niño al que abraza tendrá que pasar por la afirmación de su individualidad al principio, atravesar la crisis del desasimiento después y llegar al fin a la sabiduría del que sabe el final y lo acepta. No puede decirle a su nieto, porque aún es un infante, que en la juventud se mezclarán la fuerza de su personalidad con la falta de experiencia de la realidad. No puede decirle que cuando sea joven le faltará la paciencia y deberá aprenderla con el trabajo lento, se asombrará de cuantas veces fracasa el bien y de cuánto mal hay en el mundo, deberá superar la mediocridad de lo cotidiano, elegir el amor y arriesgarse a las posibilidades de realización o de fracaso. Todo esto aún no puede decírselo. Simplemente le mira y quisiera transmitirle el secreto para el viaje de la vida, aquella frase de Goethe, «no se camina para llegar sino para vivir caminando».

He estado ante este cuadro intentando escuchar lo que le dice el anciano a su nieto. No puede aún decirle que cuando llegue este niño a la madurez el tiempo se le adelgazará, aparecerán las primeras sombras de egoismo, marcharán a la vez la valentía, la comprensión y el respeto a la vida ya vivida y a la existencia realizada con una punta de resentimiento contra lo históricamente nuevo, teniendo que superar con alegría tanto el mal como los defectos y fracasos de lo actual.

El anciano de Ghirlandaio nada dice. Mira tan sólo. Es el retrato de las edades sobre el que acabo de escribir un texto. Rostro, espejo y retrato. El hombre sabio es este anciano y este sabio que está con el nieto en los brazos conoce que el final mismo de la vida es todavía vida, que no es cuestión de paladear lo anterior sino de aprovechar el tiempo cada vez más corto. Tiene conciencia de aquello que no pasa y tiene conciencia de lo que es eterno.