VIEJO MADRID (94) : EN LA COCINA DEL REY

 


“Las cocinas del Palacio Real ocupan el subsuelo — describía el argentino Roberto Arlt  durante su viaje a Madrid en 1936 —. Se llega a ellas por estrechas escaleras de piedra. Un guardián de librea azul, gorra plana, galones dorados, ex-cocinero, nos dice la dirección de la cocina. Cuando llego a la puerta, otro ex-cocinero  se calienta las manos en un encendido brasero. Sigo adelante. He entrado al primer equipo de las cocinas. Estantes larguísimos, cargados de peroles de cobre, chocolateras, barreños, moldes para hacer helados. Un anciano que me acompaña me dice:

—Aqui se preparaba el desayuno de los reyes. La reina desayunaba después de escuchar misa, a las nueve de la mañana, jamón, mantequilla con tostadas y café con leche muy liviano. El rey desayunaba a las diez, café con leche y unos bizcochos. A las once y media, después de terminar la audiencia, se le volvía a servir un vaso de vino añejo y algunas galletas.

Junto a este equipo, destinado exclusivamente a los desayunos, se encuentra la despensa. Grandes tableros de mármol ofrecen la extensión de sus mesas. Docenas y más docenas de bandejas de cobre, unas estañadas y otras no. Morteros monumentales. Una inmensa heladera eléctrica aparece adosada al muro. El ex-cocinero me dice:

—Después de que colocaron la heladera, el rey bajó para verla. La reina nunca bajaba a la cocina.

—¿Y esto?

—Es la legumbrera. Aquí se ponían las patatas, allí las coles, para lavarlas.

En un estante relucen, enfilados, ataúdes de cobre. Son salmoneras. Al fondo de la repostería, con elevados arcos encalados,donde la media luz evoca la soledad conventual, hay una garita encristalada. Desde aquí vigilaba el cocinero mayor, aquí llevaba la contabilidad del menú, desde el casamiento de Alfonso Xlll. El menú se escribía en francés.

 

De la despensa se pasa a la cocina. Dos fogones monumentales, de siete pies de largo por tres de ancho cada uno, con numerosas hornallas, dan la idea de la fabulosa cantidad de vituallas que ingerían los señores nobles los días de fiesta y banquetes oficiales.  Ollas estañadas, grandes como toneles, muestran sus panzas de asteroides.  Incrustado en un muro, un horno monumental. Sus asadores son altos como lanzas. Allí se puede dorar un buey sin descuartizarlo. Pantagruel se refocilaría en este subsuelo pavimentado de anchas lozas de piedras; se enternecería  contemplando las ristras de coladores, de marmitas, de estantes cargados de casquetes de aluminio. Dichos casquetes  cubrían los platos servidos que el montacargas  elevaba al antecomedor. En otro estante veo aros de aluminio, redondos y ovales. Se aplican a los bordes  de los platos y fuentes, para que los dedos de los cocineros no maculen la loza real, ni la salsa llegue a salpicar las orillas. Se sale de esta cocina monstruosa y entramos a otra cocina más pequeña: es la pastelería. Un horno enlozado muestra su puerta de hierro, el muro tiene estanterías con hileras de moldes para pastas, redondos, cóncavos, poligonales, con cantos en estrellas, unos son de cobre rojo, otros estañados. Aquí se preparaban los dulces para los reyes.

—¿Trabajan muchos hombres en las cocinas?

—Veintisiete, en tiempo normal. Cuando había fiestas se elevaban hasta sesenta.”

 

(Imágenes—1-Palacio Real/ 2-Palacio Real visto desde la cuesta de la Vega- Fernando Brambila-  colección del ministerio de Hacienda/ 3- Palacio Real)

DULCES

«El dulce no es, propiamente, un alimento – opina Alberto Savinio en su «Nueva enciclopedia» (Acantilado)- El dulce estimula más la fantasía que el estómago: ese ángulo recóndito de nuestra fantasía que se inspira en la voluptuosidad de los sabores. Los hombres que carecen de fantasía de este tipo consideran al dulce un añadido inútil, una superfluidad, un lujo. En el orden de los alimentos el dulce ocupa el lugar del vicio, y mejor que una lástima cabe decir que es dulcísimo. Y hay razones muy precisas para que el dulce se sirva al final de la comida, porque no aceptamos los dulces sino una vez saciada el hambre, apagada la necesidad. Viva en nosotros el hambre, los dulces y, en general, las sustancias azucaradas, nos repugnan con sólo mirarlas.

(…) Los animales – continúa Savinio -, que no comen más que para alimentarse, rehúsan los dulces. Saborear los dulces exige una inclinación natural por la fantasía y los arrebatos poéticos. El dulce llega al final de la comida de la misma manera que despierta la poesía una vez consumados el drama y la necesidad. El dulce hace olvidar lo que de necesario y, por lo tanto de sombrío y mortal tiene el acto de alimentarse, nos reconcilia con la parte divina de la vida y hace florecer de nuevo en nosotros la risa». En alguna ocasión, en Mi Siglo, he aludido indirectamente al dulce al referirme a la gastronomía y a los cocineros y palabras. Pero de los dulces y de las singulares escenas de pirotecnia celebradas en algunos banquetes se escribió ya desde el siglo XVlll. Grimod de la Reynìere, considerado por muchos como uno de los mejores periodistas gastronómicos que han existido, contaba en su «Manual de anfitriones y guía de Golosos» (Tusquets.-Los cinco sentidos) que a la hora fijada en un banquete » se enciende una mecha cuidadosamente escondida, que dura unos minutos. De repente, el 

templo de azúcar se cubre de fuegos olorosos y de mil colores. Infinitos destellos saltan por los aires. Los invitados, cuyos ojos y olfato gozan al mismo tiempo, se ven bajo una bóveda de estrellas incandescentes. El ruido, el olor y el resplandor del imprevisto espectáculo, causan asombro general que no implica peligro alguno, pues, pese a su resplandor, las estrellas son tan inofensivas que ni los tejidos más ligeros sufren el menor daño. Un postre así, es un verdadero acto teatral y no podría terminarse de manera más deslumbrante y viva un festín suntuoso».

Entonces llegan los dulces – concluye Grimod de La Reynière -» Es la parte más sólida de los banquetes -afirma-, pero habla más a la sensualidad que a la imaginación. Las compotas bien hechas son escasas hoy día, sobre todo desde que casi todos los buenos oficiales se han hecho confiteros. Sin embargo, no pueden faltar en un postre bien organizado. Tampoco deberían olvidarse los elegantes acantilados repletos de golosinas, tipo de arquitectura comestible en la que sobresale el célebre Rouget. Los suyos son verdaderamente pintorescos y vivos calcos de la naturaleza. Altos platos cubiertos de confituras secas y bombones, frutas escarchadas al caramelo (….) La pastelería es a la cocina lo que las figuras literarias son al discurso. Es la vida y el adorno. Una arenga sin retórica y una comida sin pastelería, serían igualmente insípidas».

Las palabras y la gastronomía se unen entonces sobre el mantel. También las anécdotas. Cuenta Grimod de la Reynière que «la golosinería afecta a todas las edades. Pero, como los extremos se tocan en la infancia y en la vejez, se nota más. Un niño, que ya no tenía hambre, se echó a llorar en mitad de un banquete. Se le preguntó por la razón de sus lágrimas y dijo:

– No puedo comer más.

– ¡Pues mételo en tus bolsillos! – le dijo bajito su vecino.

– Ya están llenos – replicó el niño».

(Imágenes.- 1.-Henry Alfred Maurer.-1905- The State Hermitage Museum/ 2.-Bertha Wegmann.-1891/ 3.-.-George Goodwin Kilburne/ 4. Luis Meléndez.-bodegón con caja de dulces.-Museo del Prado/ 5.-Bertha Wegmann)