
«Nave de carga a los pies de «Notre-Dame», escribía Péguy sobre la isla de la Cité. Barco de París. A babor, el «quai des Orfévres»; a estribor, el «quai de l’Horloge»; a babor, Saint-Michel, la Sorbona, jardín de Luxemburgo, puertas de Châtillon, d’Orleans, d’Italie; a estribor, Chatelet, la Bastilla, Clichy, puertas de Clignancourt, la Chapelle, la Villette. En la proa el «square du Vert Galant»; a popa, portadas de vírgenes que acompañan a Nuestra Señora.

La imagen del navío la evocaron D’Anunnzio, Víctor Hugo. Anclado en el mundo en brazos de ocho puentes, este buque de tierra se desplaza con movimiento inmóvil, en avante perpetuo, cuatro remos en fila a cada costado, todos bogando a una -aire, historia, tiempo, hombres-, regulando la respiración de siglos, en «capas» de remeros de todas las Edades, alojadas las épocas unas sobre las otras desde entrepuentes y cubiertas, dispuestos los años en igual cadencia, la fuerza de las palas surgiendo por bajas o altas chumaceras, en ritmo único, acompasado, paralelo de todos los impulsos bajo una sola orden.

Y dentro de este buque, otro singular barco: la catedral. Ciento veintidós metros entre columnas y galerías; seis mil metros cuadrados de suelo; nueve mil personas pudiendo ocupar Notre-Dame. Navío del espíritu; nave central del gótico. Movimiento de aspiración al cielo, preludios de naves laterales escoltando esta esencial largura, esta altura que apunta a lo infinito. Espacio. Luz interior. Piedra como el cristal, transparencias del rojo y del azul: rubí, zafiro. A lomos de animales, por las cuestas del siglo XII, llegan aquí los primeros bloques: la iglesia que está naciendo (coro, tribunas, muro del Este, inicio de esculturas, altar principal, ábside) tiene su propio puerto y en él desembarcan vino, aceite y rebaños que aprovisionan a los claustros. Lejos de este muelle, atraca la Historia: revuelta lombarda contra Barbarroja, nacimiento de Gengis-Kan, hundimiento del imperio tolteca, Enrique II en Irlanda, Jerusalén en manos de Saladino.

En ese instante ya está concluido el coro. Comienza la tercera Cruzada, sucede la batalla de Alarcos, es Pontífice Inocencio III y entre la aparición de la brújula y el cantar de trovadores -entre la poesía y el magnetismo-, es cuando Notre-Dame levanta su muro Oeste, acaba las tres galerías superiores de nave y de tribunas y yergue pilares del crucero. Igual que dos recintos, uno encima del otro (abajo, columnas masivas, de proporciones «terrenas»; arriba, nave del aire, alta y definida, como si lo sobrenatural cayera sobre el mundo), esta embarcación queda orientada al sol naciente, se abre en longitud y latitud mientras sus nervaduras enroscadas y todo el edificio, liberando su peso, está como absorto, mirando hacia la bóveda, ese ámbito tan cercano al cielo.

Atravesamos el umbral del XIII. París, con Felipe Augusto, es cerco fortificado, se pavimentan calles, nacen «le Petit-Pont» y «le Pont-au-Change»: bajo ellos se desliza el río. El fluir de la Edad Media trae a la villa les «marchands de l’eau» constituido ya como organismo municipal. Es el agua la que arrastra intereses, agua del Sena y del mundo, olor, color y sabor de cada época tiñendo lo inodoro, lo incoloro y lo insípido. La catedral eleva sus torres, une galerías, alza la fachada hasta llegar al rosetón.

Difícilmente, por laberinto de callejuelas, se llega a contemplarla; en la altura, desde un punto en el tiempo, los ojos abrazan las imágenes: Nuestra Señora, al Oeste, en la portada de la Virgen; la Virgen, en el Norte, en la puerta del Claustro; la Virgen, hacia el Sur, en la hondura interior, a la entrada del coro: ella será Notre-Dame de París y a Ella se abrirá el alma de Claudel en 1886.

De este modo la Cité, como barco de Francia, se hace nave mariana. Última de las grandes iglesias con tribunas, una de las primeras que posee arbotantes, con estos poderosos remos avanzará incansable, su vela henchida en lo invisible, los tiempos sujetos a su mástil. Hospicio, escuela, cobijo, esta catedral sobre el río abre su luz, su espacio, deja escuchar su música dirigiendo el movimiento polifónico. Atraviesa la Edad Media entre universidades y cruzadas, bibliotecas y batallas mongólicas, concilios, noticias de un reloj mecánico, aparición del moderno timón para embarcaciones: horas y orientaciones hacen sutil su rumbo sobre la tempestad. Está escribiendo Santo Tomás, acaba de pintar Giotto. Notre-Dame navega mar adentro: contra el costado de este largo barco, golpeando contrafuertes y envolviendo de espuma sus cuadernas, oleajes de Historia van y vienen furiosos: a fines del XVII, destrucción de tumbas, altar mayor, bajorrelieves del coro; el XVII obliga a reemplazar vidrieras por cristales blancos; con la Revolución se destrozan estatuas de los pórticos, la Razón es diosa del altar, el pillaje lo descuartiza todo hasta que en 1802, escuálido y desnudo, al mundo se muestra su esqueleto. Época de bonanza la aprovecha Viollet-le-Duc para erigir, modificar, transfigurar. Se consagra la catedral en 1864. Siete años después la Comuna asesina al arzobispo: está a punto la iglesia de consumirse en llamas.

Pero el barco prosigue, su ruta continúa. Quedan los mares sembrados de nombres: Raymond, San Luis, Enrique VI, Carlos VII, Enrique IV, Luis XIV… Guijarros, arena, algas… Bossuet dedica su elogio fúnebre a Condé; banderas de Austerlitz se extienden en tapices. Flujo y reflujo de mareas, cadencia de vidas: bautismos, matrimonios, funerales… Inmóvil, la nave avanza. Son los remolinos quienes se revuelven, temporales que se repiten, tempestades, huracanes y galernas que se suceden idénticas.
«Las aguas que has visto…, pueblos y muchedumbres son y naciones y lenguas», había escrito San Juan en su visión de Patmos. Pueblos y épocas y edades tan soberbias y líquidas como las aguas, tumultuosas y amenazantes como venas sin cauce, desbordándose en vanidad y rebeldías. Hombres como aguas, aguas igual que lenguas, olas de largas lenguas ondulantes dominando cuerpos en la historia.
Corrientes del mundo: aluvión de ideas, cavidades abiertas en gargantas, torrente de montañas, bloques de piedras descendiendo que atruenan y ametrallan las paces y las guerras. Barro. Torbellinos socavando conciencias. Vibraciones cada vez más fuertes, vientos de confusión acelerada que rompen crestas, las abaten en franjas. Espuma de envidias, masas de mar picado densas y tendidas. Se labran valles de costumbres y pliegues de novedad: el blando limo de los seres lo arrasa el vértigo, esa veloz precipitación.

Sólo la roca firme no padece sino erosiones leves: no se derrumba. Océano del mundo, barco de la Cité, barca de hombres. Nave donde vivimos todos sin conocernos. A estribor el Ártico, Antártico a babor; en la popa la vida, la Vida a proa. Barco de navegantes hoy sacudido a ráfagas: luces de oscuridad equívoca.
Sobre esta palma de la mano del mar marcha este barco. En él viajamos.
Nuestra Señora está sobre las aguas».
José Julio Perlado: «El artículo literario y periodístico.-Paisajes y personajes»

(Imágenes:- 1.-París por los pintores/2.-Edwin Deakin.-colección privada.-oceansbridge. com/3.-Matisse.-Museo Tyssen.-Madrid/4.-Maximilien Luce.-1910/5.-pixdaus.com/6.-vitral.-wikipedia/7.-detalle de vidriera.-wikipedia/8.-Maximilien Luce.-1901-1904.-Museo Walrraf-Richartz.-Fundación Corboud/ 9.-Xavier Valls.-1991-02.-Galerie Claude Bernard.-París/10.-Michel Delacroix)