RECONOCERSE EN EL OTRO

Recuerda un pensador contemporáneo que, en general, se puede afirmar que la persona siempre se reconoce primero en el otro, a través del otro. Nadie puede encontrarse a sí mismo si sólo observa su intimidad e intenta comprenderse y construirse a partir de sí mismo. La persona, en cuanto ser relacional, ha sido creada de tal forma, que se hace en el otro, y descubre también su sentido, su misión, su exigencia y posibilidades vitales en los encuentros con los demás.

(Imagen – Rothko)

LAS CURIOSIDADES

Alberto Manguel se plantea en su “Historia natural de la curiosidad” una serie de preguntas interesantes. ¿Cómo razonamos? ¿Cómo vemos lo que pensamos? ¿Cómo preguntamos? ¿Quién soy? ¿Dónde está nuestro lugar? ¿En qué nos diferenciamos? ¿Qué podemos poseer? ¿Cuáles son las consecuencias? ¿ Cómo podemos poner las cosas en orden? ¿Por qué suceden las cosas? ¿Qué es verdadero?.¿ Qué queremos saber?

Siempre he pensado que para plantearse estas preguntas se necesita un espacio y un tiempo de silencio. O mejor dicho, sucesivos y serenos espacios de tiempo y de silencio. La vida contemporánea — y la vida anterior, lo que fue la vida de las flechas, los arcabuces, los cadalsos, el polvo de las caballerías desbocadas, los pasillos de intrigas, el fulgor de los descubrimientos, los amores impetuosos, las venganzas, los rencores, las conquistas… , y tantas ocasiones de prisas entremezcladas cada una a su ritmo —-se ha precipitado ahora con ruidos nuevos, insospechados, desde el tráfico a las preocupaciones, las huidas de las depresiones, las ansias de llegar (¿ adónde?), espejismos de la fama, temores antes desconocidos, insomnios, velocidades, trabajos, más velocidades, más trabajos, la aceleración de las pantallas múltiples…., y entonces ¿dónde encuentro esos espacios y tiempos de silencio? Es otra de las grandes curiosidades que son difíciles de contestar. Quizás ante el mar, quizás en la montaña, si no tenemos la inquietud y ansiedad de dejar el mar cuanto antes y de dejar la montaña en cualquier momento para volver a las carreteras del ruido. Pocas veces encontramos espacios de silencio. Se vive para llegar a fin de mes y para que el mes siguiente se pueda llegar a fin de mes y para que el mes siguiente ocurra lo mismo…, y luego viene la edad, trocitos de edad que uno va anotando en sus cumpleaños y al fin llega, casi inesperada, la edad postrera. la almohada de la edad horizontal en que sí, llegan hasta nuestro cuarto espacios de silencio y de esos espacios de silencio asoman las preguntas y las curiosidades que uno no pudo contestarse antes porque se dedicó a vivir, que era lo más importante, más que preguntarse quién era uno mismo.

José Julio Perlado

Rotkho- 1-exibart com/ 2/ arsgravis)

EN TORNO AL NEGRO

 

 

“¿Por qué no puedo pintar sobre un fondo negro? — se preguntaba el francés Henri Michaux —¿ O simplemente sobre hojas negras? Desde que he comenzado a pintar, desde  que he encontrado hojas de papel negro, esa hoja ya no es hoja, y se transforma en la noche. Los colores que aparecen casi al azar son como apariciones… que salen de la noche. Lo negro lleva al fundamento, al origen. De lo negro viene lo inexplicable, lo no-detallado, lo no- subrayado por causas visibles, el ataque por sorpresa, el misterio, el miedo… y los monstruos.

En los países de intensa luz como los países árabes, lo emocionante es la sombra, esta sombra, las sombras individuales,  oscilantes, dramáticas, que caminan como la llama de la vela o de la lámpara.

Bajo las pieles, bajo las telas, los bordes, los muros, bajo las fachadas, permanece todo lo secreto al abrigo de la luz.”

 

 

(Imágenes: 1-  Ivan Aivazovski —1879/2- Mark Rothko)

MARK ROTHKO

 

“ Sin monstruos ni dioses  — dijo en 1947 Mark Rothko —, el arte no puede representar nuestro drama: los momentos profundos del arte expresan esta frustración.” En otra ocasión confesaba que el objeto del arte es “ acabar con este silencio y esta soledad, respirar y abrir de nuevo los brazos.” “Rothko dio la vuelta a la pintura — le explicaba John Berger a su hija Katya en 2001— porque los colores que creó tan laboriosamente están esperando cosas que todavía no existen. Y su arte es un arte emigrante, que busca, como sólo lo hacen los emigrantes, el inencontrable lugar de origen, el momento previo a que empezara todo.”

 

Berger afirmaba también : “ la obra de Rothko está muy cerca de la ceguera. Una ceguera de color trágica. Sus mejores lienzos no tienen que ver con la ceguera o con quedarse ciego, sino con intentar quitar las vendas de color de los ojos con las que estaba ( o vuelve a estar) a punto de ser creado el mundo visible.”

 

“Un cuadro no necesita que  nadie explique lo que quiere decir. — decía igualmente Rothko — Si es bueno, habla por sí mismo.” Rothko declaraba sobre su pintura que “no era que se hubiera eliminado la figura sino los símbolos de las figuras.” Señalaba que no sentía especial interés por el color por sí mismo, sino que no tenía otra opción  que emplearlo como vehículo: “ dado que ya no hay línea — se preguntaba —, ¿qué otra cosa queda para pintar?.” Llegó a destruir varios de sus lienzos en los que vio que se ordenaban los colores con criterios estéticos .” Sí a usted— le dijo furiosamente a un reportero — sólo le conmueven las relaciones de color, entonces no entiende de lo que se trata.”

 

 

(Imágenes- Mark Rothko : 1- 1948/ 2- 1955/ 3-1956/ 4- 1969)

LA COMA

 

 

“La coma asomó por el borde de la página tímidamente, parecía lombriz, se curvó, se dobló, intentó levantar su rodilla, se inclinó, dio un toque suave, un rabo mínimo, el bastón del aliento, apenas nada, separó las palabras, para eso me quieren, se dijo, nunca fui letra, apenas valgo, y de repente a la coma un estruendo en vértigo de vocablos unidos le pasó por encima sin dejarla respirar aplastando el vientre de las frases de hierro su lengua hasta alisarla bajo un peso de líneas pasando y repasando interminablemente la piel de la hoja sin pausa alguna de izquierda a derecha en ritmo incesante y la coma quedó quieta y tan insensible como si se hiciera la muerta o la dormida a la vez que procuraba respirar para sobrevivir asustada por tantos vagones de palabras que no acababan nunca de pasar enganchados por conjunciones imantadas de plata y en carrera de voces y silencios con y griegas silbantes como espadas que segaban y unían adjetivos y nombres disfrazando conceptos de color y sabor viajando al ritmo del estilo que el flujo de la lengua arroja desde la boca del dragón  escritor cuando el placer de la luna se inflama y llamea el lenguaje incandescente en la noche blanca de la desierta página de un cuaderno que se deja cubrir por signos evocadores de tanto eco fantástico hasta quemar habitaciones de memoria y hacer que arda esa imaginación hecha castillos en pavesas de artículos zigzagueantes en el aire del humo que deja olor a verbos chamuscados por astillas de tantas preposiciones bajo lluvias de fuego en la fiesta nocturna a la que son convocadas las palabras cruzándose sus vidas solitarias en el juego de la sintaxis hasta que toda la prosa es incendio de árboles y las comas no existen embobadas por ese ejercicio malabar en la noche de la creación de tan variados sabores como segregan las palabras chorreantes en chasquidos y en jugos destilando un aroma único de madera labrada en sustantivos nobles que encierran su olor en bodegas de libros a punto ya de abandonar en buques la bóveda del resplandor del puerto iluminado y echarse a la mar de la aventura azul en seda silenciosa y suave que rasga la huida del escritor dormido en esa placidez de los vocablos avanzando en  silencios de ritmo hacia páginas nuevas de sorpresa que muestran un horizonte de color inexplorado por tantas esquinas de azar como la vida esconde tras rocas de mayúsculas blancas y misteriosas en las que encallan las proas de los verbos de lujo igual que trasatlánticos transparentes que bambolean bombillas infinitas vencidas por oleajes de estilo en espumas que rozan los

 

 

 

pies de las palabras y levantan penachos de admiraciones sorprendidas por lo que la lengua puede hacer enroscándose hasta ocultar sus comas bajo las alas de tantos adverbios volando con sus bes y sus uves de suavidad dulce y sosegada que ondulan el paladar del cielo  en la boca de ese escritor en tal recogimiento  que oye sólo el piar de los acentos prendidos en los cables de vocablos ateridos de frío por tanto picotear de tildes que despluman lágrimas aquí y allá en cada cumbre de la línea en momentos en que la inspiración se tensa en el trabajo y el campo de los temas aparece tan yerto que sólo el rasgueo de la pluma en la hoja blanca del cuaderno y la dentadura de las teclas en las máquinas de los ordenadores hacen saltar las notas musicales de la literatura  extendida en el mapa de niebla gaseosa cuyo horizonte es el linde de la niñez recobrada en esa hora en que la madre observa cómo el niño emborrona sus primeros cuadernos y la escritura no es aún vocación sino simplemente oficio manual del lento instrumento  de dedos apretados contra el lápiz cuya sombra refleja la lámpara sobre la mesa de la cocina familiar tan empañada de deberes escolares en donde las palabras nacen de los signos unidos y encantados mientras suben y bajan las tes y las jotas coronadas del punto de rey y hermanas mayores de esa i con lunar en su techo que vive en la guarida de las vocales necesarias y tan elementales que se engarzan como joyas entre las manos de las consonantes y antes de que el aliento de la madre inclinada hacia ese hijo que un día  será escritor pueda explicar que los asombros de la vida han de contarse entre admiraciones enhiestas como palos en las frases que aspiran a entreabrir secretos que ni los poetas pueden desvelar y cuando los vientres ganchudos de las interrogaciones no muestran aún esa inquietud por preguntar a  ese niño que aprende a trazar rasgos  y que sigue preocupado de enderezar su caligrafía tan difícil que el sudor del esfuerzo se mezcla con las lágrimas creyendo que ese cuaderno jamás acabará en perfección y  que nunca escribirá mas que palotes secos e indescifrables con los que ni siquiera podrá jugar en el recreo para dar empujones con la p al redondo balón  de esa o que rueda entre las piernas de sus amigos y que  sufre ese puntapié último que elevará a la o sobre el patio mientras se va inflamando y engordando y una nube al pasar la blanquea haciéndola luna esférica colgada sobre este escritor al que le zumba zigzagueante esa zeta del sueño en el momento en que el libro entrecierra sus párpados y parece caer y se escapan sillón abajo las graves palabras mayores perseguidas a gritos por las esdrújulas que cuelgan aferradas a sus acentos mientras un hálito de soledad entra con el viento desde todas las puertas de la imaginación animando a retomar la luna y a cazar en vuelo las palabras que huyen y a fijarlas igual que mariposas en la hoja límpida que espera a que ese niño que aprendió mansamente a escribir en la cocina  familiar prosiga tal y como si estuviera la madre siempre a su lado señalándole el esfuerzo diario que ha de hacer hasta lograr el dominio encantado de las palabras en matrimonios de frases cuyos hijos harán un día maravillarse a los lectores aunque antes, hijo, no te olvides, le va diciendo la madre,  de poner una coma aquí, y otra aquí, y llegarás así con algo de respiro hasta  que  tu mismo encuentres tu verdadero punto final.”

 

José Julio Perlado — “La coma” ( del libro Relámpagos”) (relato inédito)

 

 

 

 

(Imágenes —1- Mark Rothko -1969/ 2-Mark Rothko – 1949/ 3-Mark a Rothko – 1948)

LAVADO EN CALIENTE

 

 

“Cuando me abandonaste tuve que aprender a hacerme la colada. Utilizaba un programa de agua caliente, y mis pantalones y jerseys encogían tanto que parecían de bebé. Un día me olvidé un billete de cincuenta euros. Después del centrifugado se convirtió en uno de cinco. El día que me dejé el móvil recogí un celular diminuto, del tamaño de un pulgar.  En otra ocasión  la lavadora convirtió un balón de reglamento en una canica insignificante. Decidí meter una novela. Cogí al azar de la estantería: “Parque Jurásico” de Michael Crichton. Tras el programa de lavado salió el cuento del dinosaurio de Monterroso. Hoy me he metido yo dentro de la lavadora. Te escribo esta nota con el corazón encogido: ya he superado lo nuestro.”

Manu Espada

(Imagen —Mark Rothko  – 1956)

ESCUCHAR

 

 

”Para escuchar conviene callar. No sólo obligarse a un silencio físico que no interrumpa el discurso ajeno ( o que, si lo interrumpe, lo haga en función de una escucha posterior), sino también a un silencio interior, o sea, a una actitud dirigida a la palabra ajena.

Giovanni Pozzi, el ilustre italianista, en su pequeño libro “Tacet” ( su ensayo sobre el silencio), sigue comentando lo que él llama “el silencio de la escucha” : “Hay que imponer silencio al trajín del propio pensamiento, calmar el desasosiego del corazón, la agitación de las preocupaciones, eliminar toda clase de distracción. No hay nada como la escucha, la verdadera escucha, para comprender la correlación entre el silencio y la palabra. Por analogía, la música se escucha plenamente cuando todo calla a nuestro alrededor y dentro de nosotros. La forma más perfecta de escucharla es con los ojos cerrados. Mirar la orquesta o al pianista, observar el sincronismo entre el agitarse del director, el ir y venir de los arcos y la curva de la melodía, entre el movimiiento ritual del torso, el deslizarse de las manos por el teclado y la cascada de notas, intensifica la participación en el espectáculo pero atenúa la magia de los sonidos, una magia que el órgano nos ofrece plenamente cuando llena la iglesia con su canto. Lo escuchamos sin ver cómo se produce el sonido. Sale de un seno oscuro y, en la inmóvil oscuridad de las bóvedas, nos envuelve como un sudario.

 

 

(…) El mundo está oprimido por una pesada capa de palabras, sonidos y ruidos. Los babilonios pensaban que los dioses habían enviado el diluvio a la tierra porque estaban hartos del parloteo de los hombres. Hoy no se conformarían con enviarnos sólo un diluvio. Antaño sólo se percibían las palabras del vecino. Bastaba con alejarse un poco para que no te molestaran palabras importunas; hoy  estas nos llegan desde las antípodas. El gran silencio nocturno es roto por el rugido de los coches. Cuando tenemos que pasar una noche en un lugar aislado, nos despertamos inquietos; el silencio se convierte en una pesadilla en el sueño (…) El silencio de la escucha llega a su culminación en la lectura, cuando la palabra misma se presenta en silencio sin perder nada de su vitalidad. El lector es solitario, porque, mientras lee, crea con el libro una relación exclusiva (…) Toda la mente, todas las facultades del lector, se concentran en ese ir y venir del ojo de izquierda a derecha línea a línea. Cuando está tan concentrado que el libro se le cae de las manos, lo suelta sin pesar, porque el silencio de la escucha ha dejado paso dentro de él al silencio del recuerdo de lo que ha leído.”

 

 

(Imágenes- 1- Mark Rothko/ 2- Graham Mileson/ 3- Norman Bluhm/

CIUDAD EN EL ESPEJO (9)

 

CIUDAD EN EL ESPEJO (9)

 

“Luisa Baldomero González también ha acabado de desayunar en el pabellón de mujeres. Hay un jardín verde y fresco en el centro del sanatorio y una pequeña estatua  elevada al doctor Francisco Jiménez, muerto ya en el siglo XlX, y que fundó este recinto de trastornados. No son trastornados feroces ni peligrosos. Madrid, Magerit, Ursaria, todos los nombres de esta gran ciudad ignoran que existe este sanatorio, no se piensa en los dementes, se cree que no los hay, ninguno dirá que existen. Viven los trastornados apaciblemente, mansamente, discurre su vida por pequeñas o grandes desviaciones, no por vías muertas sino tan sólo trastocadas, algo, alguien modificó los cruces y las encrucijadas por algún motivo inesperado y amparado en el misterio. Luisa Baldomero González se ha casado tres veces, enviudó, tiene hijos repartidos por el mundo y nietos que no la vienen a ver, es quizá lo que más siente, aquel olor tibio de los pañales de sus nietos, el sentido del olfato está desarrollado en ella como en la gran abuela única y desamparada que es, novia hoy, a sus setenta y tres años, del espigado mozo Jacinto Vergel tan alto y enderezado aún para su edad. Ahora, a las nueve menos cuarto de la mañana, Luisa le está preguntando a la monja, Oiga, Sor Benigna, usted nos dejaría salir un rato, a Jacinto y a mí, hasta la plaza del Niño Jesús, hasta la calle de Samaria. A Luisa Baldomero le gusta pasear siempre que puede con este hombre pícaro y tieso como una estatua que la ronda y que le dice cosas galantes y no cursis en cuanto están solos. Pero usted, Jacinto, le dirá en la consulta el doctor Valdés, realmente quiere casarse con ella. Luisa Baldomero suele ponerse el mismo vestido de flores estampadas que viste con Jacinto siempre que la llama el doctor Valdés. A mí, no; a mí no me importaría casarme con él, le responderá al médico Luisa Baldomero, y añadirá, Pero siempre que me dejen estar con mis nietos.

 

 

Entonces contará la verdad. Mire, doctor, yo siento aquí, y se señalará  el pecho, y la nariz, y los ojos, Siento aquí el olor de cuando ellos eran pequeños, me necesitan, yo soy su abuela, yo los bañé y los enjuagué a todos, siento el olor de la leche materna dentro de mi, alrededor mío. Una mañana Luisa Baldomero se escapó  sola del sanatorio del doctor Jiménez y cruzó la calle de Menéndez y Pelayo a la altura de la Puerta de Granada, y se internó en el Retiro, creyó que todos los niños que jugaban en los jardines de Cecilio Rodríguez, jardines famosos y afamados del Parque de Madrid, eran nietos suyos. Y sentí el olor, doctor, le dirá a don Pedro Martínez Valdés, Sentí el olor a la leche materna y a pañales que me atraía desde el fondo del Retiro, y vi cómo los bañaba a todos, y de qué modo se escurrían sus carnes junto a mí y yo los secaba, todos, todos nietos míos.

 

 

Qué hacer con esta gruesa mujer que tiene un atisbo de demencia, una obsesión, una preocupación intensa. Puedo, entonces, salir, hermana, le insistirá  Luisa a Sor Benigna, puedo salir con Jacinto hasta  la calle de Samaria. La monja le negará el permiso. No hay permiso del doctor Valdés, el doctor ahora viene. Y efectivamente es así. Bordeó el coche del doctor Valdés la Montaña Artificial, la Antigua Casa de Fieras del Retiro, rejas que contuvieron panteras y tigres y ancianos leones cansados ante el asombro de los niños, rejas y fosos y cuevas de las que salía el cuello de las jirafas, monos obscenos y chillones, Casa de Fieras hoy ya vacía, bordeó el automóvil blanco del doctor Valdés los Jardines de Cecilio Rodríguez, la Puerta de Granada, la Puerta del Niño Jesús, no alcanzó con el coche el Jardín de las Plantas Vivaces, giró a la izquierda donde pudo, entró al fin a las puertas del sanatorio.

Van a dar ya las nueve de la mañana, pocos minutos faltan. En la Avenida de Reina Victoria, en el Hospital de la Cruz Roja, a Ricardo Almeida Garcia, vendadas las tremendas heridas de sus brazos y su cara, lo meten en la camilla de una ambulancia.

—Al Doctor Jiménez —dice alguien.

Va tumbado, vendado, semiinconsciente, viendo con sólo un ojo el techo de esta ambulancia que dispara al aire el sonido de su sirena. El doctor don Pedro Martínez Valdés entra en el sanatorio del doctor Jiménez, saluda a una monja en el vestíbulo. Es un viejo vestíbulo sombrío, sembrado de maderas, antiguo, como un viejo palacete de otro tiempo. Nadie se puede imaginar lo que hay en el piso de arriba, ni la ambulancia que viene velozmente hacia el sanatorio, ni el olor a nietos recién bañados que sigue notando en su nariz Luisa Baldomero González, ni el afán amoroso de Jacinto Vergel Palomar, que limpia los gruesos cristales de sus gafas y echa a andar deprisa, siempre montañero, incluso en el llano del pasillo, buscando a quien hablar. Nadie ve la blanda fatiga en la papada de Regino Cruz Estébanez, ese hombre que parece haber olvidado el veneno.

Sor Benigna entrega un montón de ropa limpia a otra monja.  El doctor don Pedro Martínez Valdés entra en su primer despacho del día, su jornada habitual de los martes y jueves, se quita la chaqueta y viste su bata blanca.

 


 

Al otro lado del sanatorio del doctor Jiménez, al final de la calle de Menéndez y Pelayo, respira misteriosa la hondura del Parque del Retiro. Buen Retiro, así se llamó, y empezó su decadencia con la muerte de su Majestad el Rey Felipe lV.

Es la familia del Rey, la familia de Felipe lV, la que está pintando Velázquez en el techo de ese ojo que ve Ricardo Almeida García mirando semidormido el interior de la ambulancia. Son ya las nueve, exactamente nueve y cinco del martes ocho de mayo. Las Meninas se mueven un poco en el ojo de Ricardo Almeida, él no puede hacer ya nada, ya las acuchilló, o peor, se acuchilló a sí mismo hace hora y media en su pensión. Unos pájaros igual que motas negras, diminutas, sobrevuelan los tejados de Madrid.”

José Julio Perlado

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

(continuará)

(Imágenes—1-Twombly- 1983/ 2 y 3- -Mark Rothko/

CIUDAD EN EL ESPEJO (12)

“Se refiere, claro está, a Luisa Baldomero González, que parece le ha dado un ataque de los suyos y se encuentra al otro lado del pasillo. La han tenido que sentar con su vestido estampado de flores y ella ha entornado los ojos pensando en sus nietos. Es que acaso tuvo nietos Luisa Baldomero, podría alguno preguntarse. No, jamás los tuvo. Amamantó a muchos, fue una de esas antiguas amas de cría que ya casi no existen en España, entre santanderina y asturiana, de Caín, un pueblo cercano al divino Cares, río célebre de los Picos de Europa. Recibió de las montañas la potencia que la hicieron fuerte y brava, capaz para sacar adelante a muchas criaturas. Cree ella que tuvo nietos, sí es verdad que casó tres veces y que las tres enviudó, y que tuvo hijos, pero ninguno de los hijos le dio hijos propios, por tanto nietos no tiene, y sin embargo de sus pechos y de sus brazos se agrandaron vidas como recuerdos, y eso la ha obligado a sentarse, desvarió, piensa extrañamente en las montañas que la vieron correr siendo niña, los dos pueblos, Caín de arriba y Caín de abajo, nombres éstos del Génesis, ella no conoce el libro, nunca leyó nada, jamás se habría dicho Abel de arriba y Abel de abajo entre las nieblas y las nieves de los inviernos cántabros, tempestades que forman parte de su hogar, ha entornado los párpados, se ha abierto de piernas en el pasillo, sus gruesas piernas sembradas de varices, y el roble y el abedul, él haya, el fresno, el tilo y el acebo, selváticos bosques de los que Luisa Baldomero no sabe los nombres ni los distingue, sólo admiró extasiada su belleza, pasan ahora bajo los puntos irisados de sus cerrados ojos, y ha entreabierto la boca, no sale espuma, no es mujer de espumas rociando los labios Luisa Baldomero, torció los gruesos labios, está deformada y a pesar de ello apacible, no es histerismo, el médico lo dirá, aquí, aquí viene el médico.

 

 

El doctor Valdés ha dejado por un momento a Lucía, la tranquiliza sonriente, Ahora vuelvo, Lucía, espérame un momento. Los psiquiatras no deben correr, deben andar pausados. Sólo en momentos críticos, y éste no sabemos aún si lo será, los psiquiatras toman una decisión fulminante y hacen una seña en las vidas, la señal de mando que decide dividiendo o uniendo. Mientras tanto, los psiquiatras marchan por Madrid, por España, por el mundo, a su paso propio, sin correr, a veces y a pesar de la angustia de las existencias y de las transferencias de esas mismas angustias, hay psiquiatras que se escapan los fines de semana y huyen en moto por carreteras secundarias y abandonadas, disfrazados en sus cascos veloces, protegidos de todos los miedos gracias al poder alocado de la celeridad, sumidos en lo profundo del aire libre y empapados de naturaleza, la libertad es un don precioso, hay que conservarlo, hay que protegerlo aunque sea con un casco metálico, máscara de acero que oculta todos los rasgos del rostro, sus inquietudes, gozos, temores o fracasos.

Qué le pasa Luisa, qué le ocurre, pregunta inclinado Valdés ante el cuerpo sentado de Luisa Baldomero, La tumbamos, doctor, interroga la monja, a lo mejor está más cómoda tumbada. Las monjas no se atreven demasiado cuando está don Pedro, como ellas lo llaman, él es quien manda en el sanatorio y no otra persona, sólo cuando se encuentran solas las monjas, que son muchas las horas de la tarde y alguna de la noche en vigilia, horas de silencios y de charlas, ellas deciden. Qué, qué le pasa, Luisa, repite el doctor Valdés, inclinado sobre esa boca torcida pero mansa, la postura algo curvada, ojos cerrados, respiración tranquila.

Está entrando ahora por el portón del garaje del sanatorio del doctor Jiménez la ambulancia que llegó desde la Cruz Roja de Reina Victoria y trae el cuerpo vivo y en postura yacente de Ricardo Almeida García, vendadas las manos, vendado el ojo izquierdo, el derecho semidespierto, y fija la pupila en su obsesión. Su obsesión sigue siendo, no hay que asombrarse, ese caballero vestido de negro que él quiso acuchillar al fondo del cuadro de “Las Meninas”. Vamos, ánimo, le dice un enfermero, Dáme el brazo, muchacho, le dice quitando importancia, levántate ya. Pero no puede levantarlo de la camilla, él parece inerte, se hace inerte su cuerpo. Y si tiene algo roto por dentro, le pregunta un enfermero al otro, no sin tono de displicencia. No lo mueven, ni le hablan, lo sacan tal como está y como viene, horizontal, tienen cuidado de que no roce su cabeza con la puerta de la ambulancia, y lo llevan en andas, con cuidado pero con precisión y habilidad.

 

 

 

Es difícil expresar lo que ocurre en este momento en Madrid porque parece que no ocurriera nada. Pero si alguien tuviera que anudar los hilos y tejer el tapiz invisible de las circunstancias, se vería muy claro y en especial relieve, ese ojo derecho y abierto y aún sano que asciende horizontal mirándolo todo. Por qué estoy aquí, qué es esto, adónde me llevan, ojo que habla en el fondo de la cuenca de Ricardo Almeida Garcia, entrando en el sanatorio del doctor Jiménez. De vez en cuando, ese ojo, que a causa de las heridas le duele en el mismo instante en que pestañea, ve al fondo de cuanto mira la figura vestida de negro que le persigue siempre, o quizá es el otro el perseguido, esa figura en lo hondo de un espejo y de un cuadro y que tiene un nombre que Ricardo Almeida conoce muy bien, José Nieto, el Aposentador de la reina Mariana de Austria, esposa de Felipe lV. José Nieto, al que Velázquez pintó en la sala donde la familia del Rey estaba siendo pintada por el pintor, no ha conseguido escapar de dentro del ojo de este guía del Museo del Prado. Estudió y explicó muy bien Ricardo Almeida a los turistas, mientras se acercaba y se alejaba  del lienzo de “Las Meninas”, conforme tomaba las correspondientes distancias, tal como un buen torero suele hacer o como un cuidadoso artista lo compone, con ese esmero de las cosas que se hacen bien, que el Aposentador del Palacio, entonces, en aquel siglo XVlll español, tenía por encargos cuidar de que los barrenderos tuvieran muy limpia la casa y todos los muebles, recibiendo órdenes del llamado Contralor o Controlador para saber la cantidad de carbón y de leña que había que gastarse en las chimeneas de la Cámara y de la Mayordomía, Y fíjense bien, añadía el guía a quien le rodeaba, este hombre que ven aquí, José Nieto, maravillosamente pintado por Diego de Silva y Velázquez,  éste que parece irse y quedarse, este esbozo rotundo que se asoma y se esfuma, aposentaba, como el propio nombre de Aposentador indica, a las Personas Reales y a su séquito, y también era encargado de repartir ventanas en la casa de la “Panadería”, la que ustedes  sin duda habrán visto en la Plaza Mayor de Madrid desde cuyos balcones se contemplaban las fiestas públicas de la capital. Y acérquense más, solía aún decir Ricardo Almeida García, a españoles, italianos y franceses, Este hombre, José Nieto, también acomodaba a los Grandes, Títulos y Consejos, es decir, llevaba en cierto modo el protocolo en Palacio.”

José Julio Perlado

(continuará)

TODOS  LOS  DERECHOS  RESERVADOS

(Imágenes—1- Mark Rothko – 1968/ 2 – Howard Hogking)

CIUDAD EN EL ESPEJO (16)

“Por qué no habla este hombre, quién le hará hablar, qué cosas esconde, es que de verdad esconde algo, se ha preguntado muchas veces don  Pedro Martínez Valdés. Hermana, le ha dicho a Sor Benigna, vigílelo, y si le oye hablar con alguien, con quien sea, a la hora que sea, dígamelo. A veces se ha arrepentido el doctor Valdés de aceptar el ingreso de este enfermo; sin embargo es un reto. Los sanatorios psiquiátricos no están para gente muda, don Pablo Ausin Monteverdi no es mudo, alguna vez hablaría, se sabe que es viudo, que se casó con Engracia Lorenza,  y que especializó su restaurante con una carta que él compuso a mano, con letra buena grande y clara, sin decir palabra a nadie. Elegido un buen melón, compuso, de los  llamados “escritos” de Villaconejos, lávese bien su corteza y córtese, del lado menos puntiagudo, lo saliente del extremo para que siente bien puesto de pie. Córtese, del otro lado un cono, añadía el cartel colgado en la cocina del restaurante, que permita extraerle las pipas y las “tripas”, pero no el jugo. Rocíese interiormente con anís de Chinchón, dulce o seco, según el gusto, y déjese refrescar en la nevera, durante dos horas al menos, agitándolo de vez en cuando para que todo su interior se bañe por igual con el líquido que contiene. Cuando esté bien fresco, seguía el cartel de la cocina, preséntese, asentado por la base que se le hizo, en un plato de cristal y en la mesa, córtese en rajas, de arriba a abajo, y sírvase, y luego añadió don Pablo Ausin con letra más grande, Debe tomarse con una copa de vino rancio de Getafe, y es excelente para empezar una comida o al final de ella.

Tal cartel lo tenía ahora en sus manos el psiquiatra don Pedro Martínez Valdés. Lo había  descolgado de la habitación  de don Pablo aquel testamento que pendía de su cama como frontispicio o reclamo mientras observaba a hurtadillas el hombro derecho desnudo del paciente con el tatuaje sembrado por la piel y extendidas entre las notas pardas del pellejo la entera provincia de Madrid. Era un hombro robusto el de don Pablo, pero algún hueso había hecho su aparición como montículo y San Lorenzo de El Escorial , no por su famoso y pétreo Monasterio, sino por su relieve de la edad, aparecía elevado y deslumbrante, bajaba algo Valdemorillo y Brunete y subía en cambio Navacerrada y Peñalara y el Monasterio del Paular en donde, en el fresco de la piel medió entumecida, parecían cantar los monjes. Se asomó el ojo del psiquiatra a aquella piel y nada dijo, Entonces, pensó el doctor Valdés mientras tenía en sus manos aquella receta sobre el melón de Villaconejos al Chinchón, es que este hombre no ha hablado nunca nada, jamás tuvo nada que decir, cómo es eso posible. Mire usted, don Pablo, podrá decirle un día el guía del Prado Ricardo Almeida García si el  destino se lo permite, si el destino no se tuerce, Usted es un privilegiado, tiene a un Goya en su pueblo, en la iglesia, que lo conozco yo, A que usted no sabe quién fue la condesa de Chinchón. Don Pablo Ausin Monteverdi, que habló muy pocas veces, en el caso de que rompiera a hablar, mirará entonces a Ricardo Almeida con una extraña sonrisa. Dígame, le dirá por dentro y sin mover los labios, Cuénteme, a ver, descúbrame mi pueblo. Ricardo Almeida García, natural y vecino de Madrid desde siempre, conoce de memoria esas sonrisas, y adivina a los posibles turistas imaginarios, los descubre y los llega a encantar y a cautivar. No podrá seguir Sor Benigna esa insólita conversación  dado el trabajo que tiene, Pues la condesa de Chinchón, que había posado para Goya siendo niña, y luego de pie, y al fin sentada, le dirá en retahíla precipitada Ricardo Almeida a don Pablo Ausin, en cuanto le dejen, se llamó María Teresa de Borbón y Vallabriga y sería esposa del ministro Godoy, y yo tuve, don Pablo, que estudiármela porque todo hay que saberlo en este mundo, más siendo guía oficial del Museo, el oficio es de uno y si no se lo quitan, Se casó con  Godoy en 1798, y un cuadro suyo, siendo aún niña, con un perrito junto a sus faldas, está hoy en Washington, don Pablo, y otro de pie, se encuentra en Florencia, y al fin sentada, cerca de dar a luz, pocos meses le faltarían, se halla en Madrid.

 

Nada le contestará a todo esto, ni a la condesa de Chinchón ni a Goya, don Pablo Ausin Monteverdi. No le querrá responder al guía del Prado, sólo le sonreirá esta noche, educado como hace siempre.  El mutismo de don Pablo es asustante, le ha confesado Sor Benigna al psiquiatra. Pero es que nada ha dicho en año y medio, preguntará el médico, Nada, contestará la monja al médico. Y el doctor contemplará el tatuaje en el hombro de este enfermo.

—¿Por qué  no habla usted, don Pablo? ¿ Por qué se empeña en no hablar usted?

Cuando el psiquiatra se acerca a don Pablo  Ausin y  tomando una banqueta queda sentado a su lado, otra monja con más flema y algo más paciente que Sor Benigna, una monja muy aguda en sus ojos vivos, unos ojos a los que nada se les escapa, ojos semi ocultos tras redondos cristales levemente oscurecidos, observarán esta  gran cabeza huesuda que don  Pablo aguanta sobre sus hombros. Es cabeza anciana, erguida aún la de este hombre, con una noble proporción que los avatares del tiempo han ido despojando y casi despellejando, o mejor desencarnando, puesto que el pellejo, su piel moteada y estirada se tensa en la mandíbula y la delgadez reseca hace de este mentón un hueco que se esconde bajo el hueso, Todo es nuez, piensa Sor Prudencia, esa monja que sustituye a ratos a Sor Benigna. En los pensamientos dentro de los sanatorios podemos penetrar, e incluso a lo  ancho y largo de las ciudades también podemos hacerlo, los pensamientos vuelan, son motas blancas, ni siquiera nacieron para libélulas, no pueden serlo, sobrevuelan tenues como vaporosos granos de palomas, almas sin hojas que trae y lleva el aire en el polen de mayo en Madrid.’

(Imagen- Mark Rothko – 1969)

José Julio Perlado- “Ciudad en el espejo”

(Continuará)

TODOS  LOS  DERECHOS  RESERVADOS

CANTIDAD Y CALIDAD

 

 

“Está equivocado – decía Chesterton en “El hombre corriente” – quien afirma que lo que importa es la calidad y no la cantidad. La mayoría de los hombres han hecho algún chiste bueno en su vida; pero hacer chistes como los hacía Dickens es ser un gran hombre. Muchos poetas olvidados han dejado caer un poema lírico con alguna imagen verdaderamente perfecta; pero cuando abrimos cualquier obra dramática de Shakespeare, buena o mala, en cualquier página, importante o no, con la seguridad de encontrar alguna imagen que, como mínimo, atraerá a la vista y probablemente enriquecerá la memoria, estamos poniendo nuestra fe en un gran hombre.”

(Imagen – Mark Rothko – 1955)

PERFILES OLVIDADOS (5) : SOFÍA CASANOVA

 

Sofía Casanova (La Coruña – 1861- Poznam, Polonia, 1958) fue una de las primeras mujeres corresponsales de guerra de España. Pero ¿quién conoce a Sofía Casanova? -se preguntaba Montse Dopico en el periódico El Mundo en 2011. ¿Por qué a esta escritora gallega, que fue una de las primeras mujeres corresponsales de guerra de España, no se le reconoce en la Historia el lugar que le corresponde? Formular posibles respuestas a estas cuestiones fue el objetivo del documental ‘A maleta de Sofía’, realizado por la productora Servicios Audiovisuais Galegos y dirigida por Marcos Gallego.

 

 

Sofía Casanova fue una escritora de novela y poesía, autora de obras de teatro y cartas. Fue también traductora, hablaba cinco idiomas, y publicaría además de en España, en Francia, Polonia y Suecia. Trabajos que compaginó con el periodismo, escribiendo artículos para los periódicos ABC, El Liberal, La Época y El Imparcial entre otros, y fuera de nuestras fronteras en el New York Times o en la Gazeta Polska. Aunque Carmen de Burgos fue pionera, como mujer, en el reporterismo de guerra, al cubrir para el Heraldo de Madrid la guerra de Marruecos en 1909, Casanova lleva a cabo la corresponsalía de la I Guerra Mundial y la revolución rusa de 1917. Realiza una entrevista a Trotski, más propia de una aventurera reportera contemporánea que de una católica conservadora de su época: “Cuando hace cuatro días me decidí en secreto de mi familia a ir al Instituto Smolny, una nevada densa y callada, caía sobre San Petersburgo. Deseaba y temía ir -porqué no confesarlo- al apartado lugar donde funcionan todas las dependencias del Gobierno Popular… Obscuras [sic] las calles resbaladizas como vidrios enjabonados y completamente solitarias a aquella hora –cinco de la tarde- tras muchos tumbos encontramos un iswostchik somnoliento en el pescante del trineo…” Sofía, en compañía de Pepa, la señora que le acompañó desde Galicia en su periplo polaco, logró entrar en el Palacio Smolny sin ningún impedimento, solo el propio rechazo y el miedo que le provocaban los marxistas, entonces llamados maximalistas. Realizó la entrevista a Trotski, ministro de Asuntos Extranjeros, y a quien Sofía consideraba como la persona más interesante de las  que rodeaban a Lenin.

 

 

Fue Sofía Casanova gran viajera, en el sentido más completo y complejo de la palabra. La oportunidad de viajar y aprender idiomas le vino al casarse con el diplomático Wincenty Lutoslawaski. Con él, noble terrateniente polaco, diplomático y filósofo, que había venido a Madrid a estudiar el pesimismo en la literatura española, y recién casada se traslada a Polonia en 1887. Desde entonces, llevará su Galicia natal en el alma, también las tertulias y reuniones literarias, a las que le había dado acceso Ramón de Campoamor, quien además fue el que le presentó a su futuro marido en una de estas reuniones. En estas tertulias, frecuentaba la amistad de Blanca de los Ríos o de Emilia Pardo Bazán. Sin embargo, su vida quedará prendida para siempre y atrapada en un país, Polonia, y, como él, padecerá y quedará presa de los totalitarismos alemán y soviético.
El hecho de vivir en primera persona los grandes conflictos de la Europa del siglo XX, la hizo tomar parte en ellos. Fue esencialmente una defensora a ultranza del nacionalismo polaco, país por el que sintió una gran admiración y devoción. Una Polonia que estaba fragmentada y dividida entre Rusia, Austria y Prusia, y que está de manera continua presente en sus escritos.”

 

 

(Imágenes: -1-Kandinsky/ 2- Lorene Anderson/ 3- Mark Rothko/ 4- Zdzislaw Bekinski)

UNA CENA AZUL

 

 

«A partir de 1980 se publicaron numerosos libros que proponían menús a las amas ( o amos) de casa que deseaban organizar cierto tipo de comidas. Todos estos libros se copian entre sí y destacan inevitablemente la dificultad que encuentra uno para montar una cena azul –  así lo constata Michel Pastoureau en «Los colores de nuestros recuerdos» -. La naturaleza nos abastece de pocos productos comestibles que posean verdaderamente ese color. Violeta, sí; negro, también; rojo, aún más. Pero ¿azules? Así pues, hay que hacer trampa y recurrir a los nombres de alimentos o de las recetas más que su verdadera coloración: trucha au bleu, queso azul… También se pueden teñir de azul los alimentos blancos (arroz, pasta, huevos duros, apio blanco, endivias, pescados) con azul de metileno, producto no tóxico que usaban antaño y que hoy día se usa para teñir el agua de los acuarios: el matiz obtenido resulta seductor e inesperado en el plato. Si no, sin recurrir a un producto tan artificial, se puede teñir de diferentes colores recurriendo a productos alimenticios. La cáscara de la cebolla da de este modo tonos beis o marrón claro; las espinacas, el jugo de puerro, el pistacho y algunas hierbas, unos verdes muy bonitos; el azafrán unos amarillos intensos; el agua de cocer las alcachofas, un magnífico verde azulado; la tinta de sepia, un negro profundo. En cuanto a los rojos, los rosas y los violetas, hay donde elegir: remolacha, col lombarda, grosella negra, moras, arándanos…

 

 

Sin usar siquiera colorantes naturales, concebir un menú monocromático no plantea ningún problema fuera de la gama de azules. Por ejemplo, el Rojo: remolacha, filete de atún rojo, alubias rojas, fresas. Zanahoria: zanahorias ralladas, puré de calabaza, ensalada de naranja. El Blanco : ensalada de endivias, filete de bacalao, arroz, queso blanco. El Verde: ensalada de pepino, tortellini al pesto, lechuga, flan de pistacho. El Marrón: ensalada de lentejas, carne de ternera a la plancha, puré de castañas, mus de chocolate. El Negro : paté de aceitunas negras, risotto con tinta de sepia.

La moda de los banquetes monocromáticos no tenía nada de original. Ya existía en los años cincuenta y conoció su momento de gloria incluso antes, en los años diez o veinte, bajo la influencia de lis artistas futuristas. El banquete monocromático iba entonces de la mano de la exaltación de la modernidad. Si nos remontamos a épocas más antiguas, nos encontramos con antepasados de tales cenas en varios festines de finales de la Edad Media – alimentos teñidos del color de los escudos de armas o de la librea del príncipe – y si vamos aún más atrás, en la gastronomía romana de la época imperial».

 

 

(Imágenes.- 1-Mark Rothko – 1956/ 2- Mark Rothko/ 3-  Adam Fuss – 1991)

ROTHKO

Rothko- niun- naranja y amarillo- markrothko org

 

«Los cuadros deben ser como milagros», decía Rothko.

 

Rothko-uyn- guggenheim bilbao es

 

«Un cuadro no necesita que nadie explique lo que quiere decir. Si es bueno, habla por sí mismo».

 

Rothko- nyt- wikipedia org

 

«No era que yo hubiera eliminado la figura – seguía explicando Rothko – sino los símbolos de las figuras, y a su vez las formas de los lienzos eran sustitutos de las figuras».

 

Rothko- nhu- brigadaestudio com

 

Ante la biografía de Mark Rothko vuelvo a leer los comentarios que hiciera Philip Ball en «La invención del color«:»Rothko creaba sus carmines mezclando ultramar sintético, azul cerúleo, blanco de titanio y dos colores orgánicos modernos: rojo de naftol y rojo de litol. El primero ha perdurado; el último es tremendamente volátil a la luz, y se ha desvanecido como la peor de las lacas medievales».

 

Rothko - rew- stampsy com

 

El propio Rothko – también recuerda Ball – a veces no sabía cuándo una obra debía ir al derecho o al revés hasta casi terminarla, e incluso entonces podía cambiar de opinión. Es muy probable que Rothko ni siquiera supiese cuáles eran los colorantes de sus rojos. La conservadora Elizabeth Jones hablaba de la indiferencia de Rothko hacia los materiales: » cuando se le acababa la pintura – decía- bajaba a Woolworth’ s y compraba más pintura, no sabía de qué tipo era». El propio Rothko declaraba que no sentía especial interés por el color, sino que, según explicó, no tenía otra opción que emplearlo como vehículo. «Dado que ya no hay línea – dijo el pintor-, ¿ qué otra cosa queda para pintar? (…)  A mí no me interesan las relaciones de color ni de forma ni de ninguna otra cosa. Sólo me interesa expresar emociones humanas básicas: tragedia, éxtasis, perdición y cosas así».

 

Rothko- ytrg- etc cmu edu

 

(Imágenes.- 1.-naranja y amarillo- markrothko org/ 2.-guggenheim – Bilbao/ 3.- Wikipedia org/ 4.-brigadaestudio com/ 5.-stampay org/ 6.-etc cmu edu)

EL NOBEL

figuras-yedd- Mark Rothko

 

» El escritor, por definición, comentó él paseando, no sabe dónde va, escribe para intentar comprender por qué tiene necesidad de escribir. Y mientras decía esto se iba deteniendo por las diversas estanterías de su amplia biblioteca y luego volvió a echar a andar buscando, comprobando aquí y allá títulos y autores que él ya había leído, recordaba, por ejemplo, nada más extraer el lomo del pequeño libro blanco de Dostoyevski, el Diario de un escritor, la historia breve de aquella centenaria que iba con una moneda en la mano atravesando la ciudad para ver a sus nietos y cuando llega por fin a la casa…, sí, lo recordaba perfectamente por su gran intensidad, Dostoyevski era así, entrando hasta el fondo con la ternura y con una fuerza enorme, y volvió a empujar el lomo del pequeño libro para alinearlo con los otros y de paso entornar la ventana del balcón del salón, porque era media mañana y ya entraba mucho sol, había un reflejo del sol en los cristales pero sobre todo llegaba mucho ruido procedente de la calle, venía vociferando la cantinela del

 

figuras-yuui-Mark Rothko

 

tapizador urgiendo a las señoras por si tenían algún mueble que tapizar, por si tenían sillas, sillones, sofás, tresillos, cualquier mueble que tuvieran que tapizar las señoras, cualquier mueble viejo que arreglar y el tapizador inmediatamente subiría sin ningún compromiso, y entonces el escritor empujó algo el cristal de la ventana del balcón e iba ya a cerrarla cuando se quedó mirando al otro lado de la calle la casa de enfrente y las ventanas abiertas y algunas esterillas o alfombras pequeñas colgadas ya que estaban limpiando y sí, perfectamente se veía al fondo de las ventanas abiertas una serie de espejos en una habitación amplia, una serie de espejos pero sobre todo uno rectangular, grande, que reflejaba parte de los techos altos con molduras blancas y la cabeza de una mujer vista desde arriba que iba y venía de afuera adentro del espejo, sin duda estaba limpiando aquel cuarto, pero al escritor no le interesó aquella cabeza de mujer ni aquella figura que iba y venía limpiando sino el espejo mismo, un espejo grande, antiguo, con un marco dorado, de los que ya no se ven, pensó, parecido al que tenía tía Matilde en aquel gran salón de espejos y tapices y alfombras de la calle de Lagasca, parece que el

 

figuras-ttv-Mark Rothko- mil novecientos sesenta y nueve

 

 

escritor, sí, lo estuviera viendo ahora, quizás aquel espejo grande del salón de tía Matilde era mayor, adornado con arabescos en los bordes, un espejo heredado del siglo XIX en el que se reflejaban los sillones y la butaca roja de tío Eduardo cuando venía a la tertulia familiar del domingo, y el pelo blanco ensortijado de tía Elvira que se sentaba debajo del espejo ante la bandeja de pasteles, parece que estoy viendo los dedos gordezuelos de tía Matilde cargados de sortijas y adelantándose golosos hacia la bandeja de pasteles, porque era golosa, sí, mi tía Matilde, era todo un personaje, yo la he sacado, ¿sabe usted?, se volvió un poco hacia ella, en mi primera novela, los escritores acudimos a lo primero que tenemos, a la infancia, a los recuerdos, a veces esos recuerdos se quedan en una imagen, como la de un espejo que refleja a toda una familia y uno no sabe por qué pero es así, como cuando uno se ve a sí mismo evocando su infancia de repente y entornando a la vez esta ventana por ejemplo como ahora lo hago yo, ¿o prefiere que le cierre el balcón?, se volvió aún más el escritor preguntando hacia el fondo del salón, lo digo por los ruidos de la calle que nos pueden perturbar para lo que estamos haciendo, ya ha oído usted al tapicero anunciándose, pero también pasa el afilador, el

 

 

figuras-yvvd-Mark Rothko- mil novecientos sesenta y nueve

 

 

trapero, son oficios que parece que mueren pero que siguen ahí como trovadores curiosos, como gente romántica de otro tiempo, ya ve, sonrió, cómo hablamos los escritores a veces, al afilador por ejemplo, lo que le ocurre…, pero al decir por segunda vez la palabra afilador el escritor no supo por qué, aunque ya le había pasado en otras ocasiones, dejó de hablar y de andar porque escuchaba perfectamente hacía años el silbo agudo y moldeado de la hoja de afilar ondulándose en el aire debajo mismo de las ventanas del hotel que el bosque rodeaba, ¿cómo es posible que haya un afilador aquí, en plena naturaleza?, le había dicho entonces a su mujer, ¿lo oyes, Alicia?, y Alicia salió del baño con la toalla azul como turbante, descalza, asomándole los pies desnudos bajo el albornoz y se asomó junto a él al balcón del hotel de recién casados, se puso un poco detrás de él para que nadie la viera desde fuera en albornoz y los dos juntos contemplaron cómo allí, en la explanada y cerca de los árboles, afilaba su silbo en la rueda aquel hombre larguirucho y delgado, de fino bigote, tocado con gorra, decentemente trajeado, concentrado en su oficio a dos pasos del bosque y ajeno a cualquier público como si estuviera componiendo una curiosa melodía aquel afilador…, y al volver ahora por tercera vez esa palabra a su mente, el escritor,

 

figuras-ubbnn-Mark Rothko

 

tampoco supo por qué, echó de nuevo a andar desde el balcón ya cerrado hacia lo profundo del cuarto, hacia la figura de aquella mujer joven sentada en el sofá tras la mesa inundada de libros que con el bloc sobre sus rodillas iba tomando notas de lo que el escritor decía, también de sus movimientos y de sus gestos, aunque lo que no podía era con sus silencios, porque ¿cómo registrar con la pluma, y ni siquiera con aquel pequeño magnetofón encendido todo lo que los silencios guardaban?, no hay, pues, señorita, continuó el escritor paseando, una entrevista perfecta, porque usted aprenderá en su oficio que el hombre es inapresable, usted me pregunta, mejor dicho, me ha preguntado, y yo le he contestado como siempre respondo cuando vienen a verme, aunque no sé, en verdad, por qué vienen a vernos a nosotros los escritores ni qué podemos tener de encanto para ustedes, porque ¿por qué no tienen ese atractivo los ministros o los banqueros o los meros comerciantes?, yo comprendo que a ustedes los mandan de los periódicos, de las televisiones, para indagar, para mostrar lo que escondemos, para saber cómo trabajamos, cómo se nos ocurren las cosas, ¡pero si no hay nada que mostrar

 

figuras-uiu-Mark Rothko- mil novecientos cincuenta y cuatro

 

aquí!, todo es bien sencillo, simple, y a la vez, siguió andando por la alfombra, yo le diría, sonrió, que, a la vez, es también algo misterioso, porque si yo le digo, por ejemplo, que hace un momento, ahí, se volvió señalando al balcón cerrado, ahí, en esa ventana, al yo ir a entornarla y mirar distraídamente a la calle, al otro lado de la calle, he visto casualmente un espejo a lo lejos en el que no me había fijado nunca, un espejo grande, antiguo, y ese espejo me ha llevado a mi infancia, es decir, he visto en un momento un recuerdo preciso de mi infancia, una imagen nítida, como si estuviera yo allí y no aquí, pues usted se reiría, seguramente no lo entendería, entre otras cosas porque yo no le puedo transmitir esa imagen mientras paseo, para transmitírsela tendría que sentarme en mi mesa de trabajo, ante una hoja en blanco y esforzarme y concentrarme como escritor, y crear de nuevo a lo mejor todo este escenario, todo este momento, hasta incluso crearla a usted en este salón, al fondo, exactamente donde ahora está usted sentada, y empezar desde cero, desde el momento, ¿recuerda?, en que, cuando usted me empezó a preguntar, yo buscaba vagamente un libro para leer y he movido un poco ese pequeño libro blanco de Dostoyevski, el Diario de un escritor, y (usted lo ha visto), me he quedado un segundo pensativo, pero yo no le he podido

 

figuras-ttvv-Mark Rothko-mil novcientos sesenta y ocho

 

 

transmitir lo que pensaba, porque las entrevistas, usted lo sabe, se hacen con palabras, ustedes los periodistas preguntan y nosotros contestamos, ¿pero cómo decirle a usted que cada vez que yo toco ese libro veo andar y atravesar la ciudad a esa amable centenaria que Dostoyevski describe y que marcha apretando una moneda en la mano para regalársela a sus nietos?, ¿cómo expresarle todo eso a usted?, no, no es posible comunicar todo eso, dijo, y menos en el mismo momento en que ocurre, hay cosas que uno piensa y que nunca se pueden decir, todos, no sólo los escritores, todos vivimos entre pensamientos, usted se irá de aquí sin saber en realidad qué pienso yo esta mañana, cuáles son mil fulguraciones, porque todo son palabras, palabras y palabras exteriores, usted anota las palabras y hace bien, es su oficio, rebusca entre mis gestos a ver cómo puede extraer mi personalidad, quién soy yo, cuáles son mis sentimientos dentro de este despacho lleno de libros en el que usted ve ahí ese gran retrato de una mujer desconocida, y luego estos libros, todos estos libros encuadernados, distinciones, recuerdos de premios, fotografías, el ordenador, las cuartillas, todo este mundo arreglado por Alicia durante veintitrés años y que ha quedado igual que cuando ella me dejó,

 

figuras-yvvb-Mark Rothko

 

 

parecido a la gran cubierta de una nave enorme, así lo llamaba ella, porque le gustaban estas habitaciones alargadas y diáfanas, ella tiró todos esos tabiques, hubiera tirado todos los tabiques de la casa, le gustaba pasear descalza por esta alfombra y se sentaba ahí, más al fondo de donde está usted, y se distraía viéndome trabajar desde lejos, cogía una revista y se pasaba en silencio largos ratos en el sofá mirándome a hurtadillas, sin interrumpir, lo mismo que si estuviera frente al mar o ante el campo, lo mismo, siempre relajada dijo el escritor, y se quedó un momento ensimismado mirando al fondo, mirando a la periodista cómo escribía, a qué velocidad y qué nerviosamente estaba anotando todo aquello en su cuaderno la joven periodista de pantalones azules y blusa blanca que asentía, sí, asentía nerviosa mientras seguía escribiendo con tensión porque aquella era una entrevista esencial para ella y quería anotarlo todo y que nada se le escapase, tampoco lo del posible Premio Nobel, tampoco lo de los amores del escritor, tampoco lo de sus inclinaciones políticas, aunque todo esto aún no lo había preguntado pero lo tenía ya preparado en su agenda, cuidadosamente ordenado por preguntas y temas, lo que  pasaba era que a ella le estaba distrayendo aquella voz, la voz melodiosa del escritor que iba y venía por la alfombra y que le distraía con su voz de galán, ya le habían advertido, te toparás con un auténtico galán, muchacha, depende de cuándo lo cojas, influye mucho la época del año, en agosto

 

figuras-nbn-Mark Rothko- mil novecientos cuarenta y ocho

 

 

 

o septiembre, cuando cree que le van a dar el Premio Nobel él se crece, trae locas a todas las periodistas, a las mujeres no sé qué las da, le sale todo ese poderío de conquistador y de triunfador, toda la fuerza del trabajador tenaz, pero cuando pasa el Nobel en octubre y ve que una vez más no se lo han dado, decae hasta en su aspecto físico, engorda, pierde agilidad, hasta le cambia la voz, se le hace meliflua y débil, pasa todo un invierno escondido y trabajando en otra nueva obra y así de nuevo recomienza el año con la esperanza…, pero ella enseguida había interrumpido, ¿Y si le dan un día el Premio Nobel?, ¿qué pasará si le dan el Premio Nobel?, y nadie había sabido contestarle, pero ella estaba ahora aquí, precisamente en el día posible del Nobel, ella había hecho sus cálculos, jueves o miércoles de octubre era la tradición, habían concedido ya los Nobel de Física, Química y Medicina, quedaba el de Literatura, había mentido, pactado, concertado esta entrevista en exclusiva, estaba con su pequeño magnetofón encendido y el cuaderno encima de sus rodillas, seguía yendo y viniendo la voz del escritor por la alfombra del despacho y al fondo, cerca del balcón, había un teléfono que podía sonar…, pero la voz, aquella voz de él le seguía poniendo muy nerviosa porque toda la entonación y vocalización era tan sugerente que ella ya no estaba atenta al

 

 

figuras-rbnuv- Mark Rothko

 

 

contenido sino a la forma, asentía a la forma y a la música de las palabras que estaban yendo y viniendo por el despacho, era acunada por la voz que traía y llevaba las pronunciaciones y las pausas, había además una respiración honda entre todos aquellos libros encuadernados en negro y rojo, entre la alfombra y el gran retrato iluminado de aquella bella mujer misteriosa, y seguía la voz paseando, ¿y qué me ha dicho ahora?, ¿qué está diciendo de verdad este hombre? se dijo la joven periodista, pero no le dio tiempo a pensar porque seguía cautivada por aquellas inflexiones de las frases que arrastraban a los pensamientos y que ella intentaba seguir tensa e inclinada hacia adelante, las piernas juntas, detrás, continuamente detrás de la belleza de aquellas palabras, nunca en ninguna entrevista le había sucedido el estar tan aturdida y distraída, tan tonta le susurró la script, pero la periodista aún no la oyó, estaba tan ajena a todo que no volvió a escuchar a la script cuando le repitió por detrás, pero querida, ¿quieres arrancar?, te toca hablar a ti, ¡tienes que hablar!, ¡te toca diálogo!, y la secretaria de rodaje detrás de ella estaba ya descomponiéndose en su silla de tijera intentando recordarle la pregunta que el guión le marcaba y que ella debería hacerle ahora al escritor pero que ella no acababa de hacer mientras la script con su gran bloc en las manos se la apuntaba susurrando y los operadores miraban todo aquello asombrados, y detrás de los operadores esperaban los electricistas con sus cables,

 

figuras-yub-Mark Rothko- mil novecientos cuaenta y ocho

 

 

y los técnicos de sonido con sus auriculares, y los iluminadores con los focos, y los carpinteros, y el resto del equipo que rodaba, los decoradores, mecánicos, ayudantes de dirección, las encargadas del vestuario, las maquilladoras, el escenógrafo y quienes ahora giraban la gran grúa en donde estaba moviéndose muy despacio, muy lentamente, sentado en su sillín, el director, el único tranquilo de todos quizá porque estaba aprovechando muy bien este momento de sorpresa que no aparecía en el guión, al director con su visera en la frente le gustaban estas improvisaciones, estaba realizando un lento travelling hacia arriba, había tomado este despacho, y al escritor y a la joven periodista cada uno en un rincón del escenario, al escritor le seguía dejando hablar y pasear, los escritores necesitan desahogarse, se creen divos, se ufanan cuando reciben a una joven periodista, se pavonean yendo y viniendo por entre los libros de los otros y por entre sus propios libros, hay que dejar pasear y hablar a este pobre escritor que cree en los premios, que cree en el Nobel, que desde hace años ha construido su vida, sus entrevistas, sus viajes, sus relaciones pensando en el Nobel, que sueña por las noches con la velada en Estocolmo y que se levanta en sueños a recibir los aplausos, sí, hay que dejarle hablar y que siga fascinando con sus palabras a esta joven periodista de

 

figuras-onnhy-Mark Rothko- mil novecientos sesenta  nueve

 

 

pantalones azules y de blusa blanca se dijo el director en el lento travelling hacia atrás, alejándose ya hacia arriba de este despacho, se alejaban las estanterías de los libros y la alfombra, también se alejaba la voz melodiosa del escritor, su voz de galán, ahora parecía que el escritor se empequeñecía y su voz se debilitaba, eso era lo que el director deseaba mostrar en el final de su película, enseñar la carpintería y el artificio de una vida que giraba en torno a un premio, unas horas cruciales y disimuladas de nerviosismo por si sonaba el teléfono, y cada año igual, ese paseo incesante por el despacho esperando…, y además la sorpresa ahora de esta joven periodista que no hablaba, estaba fascinada por el otro y se había quedado en silencio olvidándose del guión, muda, sentada en el sofá con las piernas juntas y echada hacia delante, y así, así quiero terminar, se dijo el director en su lento travelling hacia atrás, no quiero nada más, porque esta situación inesperada puede ser un final abierto para El Nobel, esta película que me ha llevado tanto tiempo, recuerdos, reflexiones, variaciones, he querido contar la vida de un escritor, un simple quehacer, una vocación rendida, un esfuerzo constante y una ilusión virgen al principio, un querer dedicarse a los demás, interpretar el mundo, incluso intentar mejorarlo, para luego, por avatares de la vida, apartarse poco a poco del camino y obsesionarse con los premios y repetirse, y caer en la imitación de sí mismo, en la charlatanería banal, sí, hay que dejar hablar y pasear a este pobre escritor que es pura vanidad ante el Nobel, puro cálculo, se dijo el director remontando el lento y largo travelling hacia arriba y hacia atrás, quería abarcarlo todo, sí, quiero abarcarlo todo, se repitió el director sentado en lo alto en su sillín de la grúa que lo ascendía y lo alejaba ahora lentamente a la vez en el plató, veía abajo el despacho en donde el escritor seguía paseando y hablando ante la joven periodista que continuaba muda y fascinada en un rincón, veía también,

 

figuras-nnb- Mark Rothko- mil novecientos cincuenta

 

 

conforme ampliaba su travelling, los decorados, los focos, los cables, y detrás los mecánicos y los carpinteros, las maquilladoras, el escenógrafo, los técnicos de sonido y de iluminación, la script y los ayudantes de dirección, también abarcaba al director de fotografía, al productor y hasta a algunos curiosos que seguían el rodaje de esta última secuencia, e incluso algo más atrás veía también parte de la pequeña sala de proyección en donde media docena de actrices y de actores, de críticos y de escritores aplaudían ya el final abierto de este film, El Nobel, que estaba haciendo reflexionar a todos y les había hecho repensar el ejercicio de la literatura, su actividad y su vanidad, vanidad de vanidades, se dijo pensativo uno de aquellos escritores que acababan de ver el final de la película, vanidad de vanidades, sí, se repitió aquel veterano escritor levantándose ya de su butaca en las últimas filas mientras estaban pasando aún los carteles de crédito y se encendían las luces de la sala pero él se dispuso a salir deprisa, como huyendo, porque le habían conmocionado mucho aquellas imágenes tan idénticas al relato que él estaba escribiendo estos días, y prefirió salir sin despedirse de nadie, ganar la calle y abrir su paraguas bajo la lluvia para andar rápido y llegar pronto a casa y pensar aún más qué era realidad y qué ficción en todo aquello, y eso se dijo ya en su casa, por la noche, y en el sillón de su despacho, repasando y releyendo el final de aquel relato suyo en el que llevaba trabajando varios días, había intentado resumir en él parte de su vida, aquel espejo evocado, por ejemplo, de la infancia en la tertulia familiar, aquel nombre, Alicia, el nombre amado de su mujer, este retrato iluminado de ella que ahora veía delante en la gran habitación, sí, todo lo había ido escribiendo él en aquel cuaderno en el que había trabajado tanto tiempo, toda la curva de su relato, toda la invención, hasta la invención también de sus paseos ante la joven periodista imaginaria, incluso el rodaje de aquella película, todo, todo había sido auténtica ficción, y quiso dejarlo así cerrando el cuaderno, y se dispuso a colocarlo en la estantería entre sus libros, en la gran biblioteca, al lado del pequeño libro blanco de Dostoyevski al que tanto quería, el Diario de un escritor, pero como todos los años a esta hora sintió un pequeño estremecimiento, sí, porque para mañana estaba anunciado que darían el Nobel y, sí, como todos los años, sintió un pequeño escalofrío al salir y apagar la luz.»

José Julio Perlado : «El Nobel» ( relato inédito) (perteneciente al libro «Caligrafía», de próxima aparición)

 

 

figuras-yvvd-Mark Rothko- mil novecientos sesenta y nueve

 

(Imágenes-  Mark Rothko)